Capítulo 8

Cuando llegué a casa, eran las dos de la mañana pasadas. El reloj del Escarabajo no funcionaba —cómo no—, pero lo supe por la posición de las estrellas y la luna. Estaba confundido, cansado y tenía los nervios tan tensos como las cuerdas de una guitarra.

No creía que pudiera conciliar el sueño, así que decidí hacer un poco de alquimia para relajarme. A menudo he soñado con tener un pasatiempo sofisticado y socialmente aceptable al que pudiera recurrir en momentos como ese. Algo como tocar el violín —¿o era la viola?— igual que Sherlock Holmes o tocar un poco el órgano de tubos, como el capitán Nemo de la versión de Disney. Pero no lo tenía. Soy una especie de equivalente arcano del típico colgado de los ordenadores. Hago magia, de una forma u otra, y no hay nada más. Uno de estos días, me gustaría tener mi propia vida.

Mi apartamento está en un sótano, debajo de una gran casa antigua muy amplia que está dividida en muchos pisos diferentes. El sótano y el subsótano que hay más abajo son míos, lo que no está nada mal. Soy el único inquilino que vive en las dos plantas y mi alquiler es más barato que el de toda la gente que tiene apartamentos que dan a la calle.

La casa está llena de crujidos, susurros del viento y tablones hundidos; el tiempo y las personas que por allí han pasado han dejado huella en la madera y el ladrillo. Puedo oír todos los ruidos, todos los del edificio, a mi alrededor y sobre mí, durante toda la noche. Es un lugar viejo, pero canta en la oscuridad y, desde su perspectiva estrafalaria, está vivo. Es mi hogar.

Mister estaba esperándome al final de las escaleras que daban a la puerta delantera del apartamento. Mister es un gato de color gris, grande, muy grande. Es tan grande que hay perros más pequeños que él. Pesa más de trece kilos y es que hay una cantidad de grasa excesiva en su cuerpo. Creo que su padre era un gato montés, un lince o algo parecido. Lo había encontrado en un cubo de basura hacía unos tres años, era un gatito al que le había arrancado la cola un perro o un coche y que no paraba de maullar; nunca estuve seguro de quién era el responsable, pero Mister odiaba tanto a los coches como a los perros y los atacaba o huía de ellos en cuanto los veía.

A los pocos meses había recuperado su dignidad y en breve empezó a creerse que era el dueño de la casa y que yo era alguien con el que apenas toleraba compartir el espacio. En aquel momento me miró y maulló en un tono enfadado.

—Pensaba que tenías una cita —le dije.

Se paseó por delante de mí y me dio con una pata en la rodilla, jugueteando. Me tambaleé, recuperé el equilibrio y abrí la puerta. Mister, tal y como solía hacer, entró antes que yo.

Mi apartamento es un estudio, una habitación no muy grande con una cocina americana en una esquina y una chimenea a un lado. Hay una puerta que va a dar a la otra habitación, mi cuarto y el baño, y más adelante hay una trampilla que lleva al subsótano, donde tengo el laboratorio. Allí hay cosas muy diferentes: hay múltiples alfombras en el suelo, tapices en las paredes, una colección de curiosidades y rarezas sobre cualquier superficie libre, mi bastón y la funda de mi espada en una esquina y muchas estanterías repletas de libros que algún día organizaré.

Mister se fue a su sitio delante de la chimenea y pidió que la encendiera. Lo complací con un buen fuego y luego encendí el quinqué. Sí, tengo electricidad y eso, pero se estropea con tanta facilidad que casi no merece la pena encender las luces; tampoco me atrevo con la calefacción de gas. Soy fiel a las cosas sencillas: la chimenea, las velas y los quinqués. Tengo una estufa de carbón especial y un respiradero que saca casi todo el humo fuera, aunque, haga lo que haga, todo huele a leña y carbón.

Me quité el abrigo y saqué la túnica gruesa de franela antes de bajar al laboratorio. Esa es la razón por la que los magos llevan túnica, os lo juro: allí abajo hace un frío horroroso. Como para no llevarla. Bajé lentamente la escalera hacia el subsótano, con una vela en la mano, y encendí algunos quinqués, unos quemadores y una estufa de queroseno que había en un rincón. Al iluminarse la habitación, quedó a la vista una mesa larga en el centro, otras mesas apoyadas en tres de las paredes que la rodeaban y un espacio despejado al fondo, donde había un círculo de metal en el suelo fijado al cemento con unos tornillos en forma de «U». Los estantes de encima de las mesas estaban llenos de jaulas vacías, cajas, tuppers, tarros, recipientes de todo tipo, un par de cuernos fuera de lo común, unas cuantas pieles, muchos libros viejos con olor a moho, una larga hilera de cuadernos escritos con mi letra apretada y una calavera humana blanca como la nieve.

—Bob —llamé.

Empecé a hacer espacio en la mesa del centro, me deshice de algunas cajas y quité las bolsas de la tienda de ultramarinos y los tubos de plástico que había encima del círculo de metal en el suelo. Necesitaba espacio para trabajar.

—Bob, despierta.

Se hizo un silencio mientras cogía algunas cosas de la estantería.

—¡Bob! —grité—. Venga, ¿vas de cráneo o qué?

Un par de luces anaranjadas aparecieron en las cuencas huecas de la cabeza, parpadeantes como la llama de una vela.

—No basta con despertarme —protestó la calavera—, sino que encima tienes que hacerlo con juegos de palabras malos. ¿Qué te pasa, siempre tienes que hacer esos chistes tan penosos?

—Deja de quejarte —le dije con bueno humor—, tenemos trabajo.

Bob, la Calavera, refunfuñó algo en francés antiguo, creo, aunque me perdí cuando llegó a las inverosimilitudes anatómicas de las ranas toro. Bostezó y le rechinaron los dientes cuando volvió a cerrar la boca de golpe. En realidad no es que fuera un cráneo humano, era un espíritu del aire, una especie de hada, aunque algo diferente. Vivía dentro de una calavera que habían preparado hacía cientos de años y su trabajo consistía en recordar cosas. Por razones obvias, no puedo usar un ordenador para almacenar la información y seguir la pista de todas las leyes de la pseudofísica que van cambiando con el tiempo. Por eso tengo a Bob. Durante muchos años él ha trabajado con miles de magos, lo que le ha proporcionado un gran repertorio de conocimientos; eso y mucha chulería.

—¡Malditos magos! —farfulló.

—No puedo dormir, así que vamos a hacer un par de pócimas, ¿te parece bien?

—Como si tuviera otra opción —se resignó Bob—. ¿Y para qué son?

Le conté rápidamente lo que había ocurrido aquel día. Silbó, lo que no es muy fácil si no tienes labios, y dijo:

—Parece algo peliagudo.

—Mucho —confirmé.

—Se me ocurre una idea —propuso—. Libérame un momento y te digo cómo salir de esta.

No me fiaba de él.

—Bob, ya te dejé salir una vez, ¿te acuerdas?

Asintió con aire soñador, rozando el hueso contra la madera.

—En la residencia universitaria. Me acuerdo.

Resoplé y empecé a hervir agua sobre uno de los quemadores.

—Se supone que eres un espíritu de la inteligencia. No entiendo por qué estás obsesionado con el sexo.

Bob se puso a la defensiva.

—Es por puro interés académico, Harry.

—¿Ah, sí? Bien, quizá no crea que sea justo dejar que tu mundo académico vaya espiando en las casas de los demás.

—Espera un momento, mi academia no solo espía.

Levanté una mano.

—Ahórratelo, no quiero oírlo.

—Estás trivializando lo que significa para mí el hecho de salir de aquí, Harry. Estás insultando mi masculinidad —gruñó.

—Bob, eres una calavera. No tienes una masculinidad que yo pueda insultar.

—¿Ah, sí? —me desafió Bob—. ¡Mira quién habla, Harry! ¿Has tenido alguna cita últimamente, eh? La mayoría de los hombres tienen cosas mejores que hacer en medio de la noche que jugar con su equipo de química.

—En realidad, tengo planes para el sábado por la noche.

La tonalidad de los ojos de Bob cambió de naranja a rojo.

—Oooh. —Lanzó una mirada lasciva—, ¿es guapa?

—Es morena —contesté—, tiene el pelo y los ojos oscuros; unas piernas para morirse. Es inteligente y muy sexy.

Bob se echó a reír.

—¿Crees que querrá ver el laboratorio?

—Quítatelo de la cabeza.

—No, en serio, si está tan buena, ¿qué hace contigo? No es que seas precisamente Sir Gawain, ¿sabes?

Ahora me tocaba a mí ponerme a la defensiva.

—Le gusto, ¿tanto te sorprende?

—Harry, puedo figurarme lo que sabes de las mujeres —dijo arrastrando las palabras, mientras la luz de sus ojos parpadeaba con petulancia.

Me quedé mirándolo durante un momento y se me ocurrió que seguramente la calavera estaba en lo cierto. No le daría nunca la razón, ni en un millón de años, pero la tenía.

—Vamos a hacer una pócima para escapar —le dije—. No quiero pegarme toda la noche, así que, ¿podemos empezar, eh? Solo recuerdo la mitad de los ingredientes.

—Si haces una, siempre hay sitio para hacer dos, Harry. Ya lo sabes.

Era verdad. El proceso de mezclar una pócima alquímica requiere remover, hervir a fuego lento y esperar durante mucho tiempo. Siempre puedes ir haciendo otra y alternarlas. A veces, incluso puedes hacer tres, aunque ya sería pedir demasiado.

—Bien, pues haremos una copia.

—Ay, no —me reprendió—, es muy aburrido. Deberías intentar superarte. Probar algo nuevo.

—¿Como qué?

Las cuencas de los ojos de Bob brillaron de alegría.

—¡Un filtro de amor, Harry! ¡Si no me dejas salir, al menos déjame hacer eso! Los espíritus saben que lo puedes usar y…

—No —dije con firmeza—. De ninguna manera, no voy a preparar un filtro de amor.

—Vale, si no hay pócima de amor, tampoco tendrás pócima de escape.

—Bob… —le advertí.

Las luces en los ojos de Bob dejaron de parpadear.

Gruñí, estaba cansado y malhumorado, y en las mejores circunstancias no tengo precisamente lo que se dice una personalidad excelente. Me enfadé mucho, cogí a Bob por la mandíbula y empecé a zarandearlo.

—¡Eh, Bob! —le grité—. ¡Sal de ahí o cojo este cráneo y lo tiro al pozo más hondo que encuentre! Te lo juro, te pondré en un sitio del que nadie pueda sacarte nunca más.

Los ojos de Bob volvieron a parpadear por un momento.

—No, no lo harás. Soy demasiado valioso.

Tuve que aguantarme para no lanzar la calavera contra el suelo y romperla en mil pedazos. Respiré hondo e hice acopio de todo el control y los años de preparación de un mago para que no me diera un berrinche en el que destruyera a aquel buen espíritu. Así que devolví la calavera a la estantería y conté despacio hasta treinta.

¿Podía hacer la pócima yo solo? Seguramente. Pero tenía la corazonada de que no tendría justo el efecto que estaba buscando. Las pócimas son difíciles de preparar y la mayoría dependen más de los detalles precisos que de la intención, como en los hechizos. Y el hecho de que hiciera un filtro de amor no significaba que fuera a utilizarlo, ¿eh? De todos modos, solo duraría un par de días y con toda seguridad no llegaría al fin de semana. ¿Qué problemas podía causar?

Me esforcé por justificar la acción. Complacería a Bob y le daría una especie de emoción indirecta. Los filtros de amor son las cosas más baratas de hacer en el mundo, así que no me costaría mucho. Y pensé que si Susan me pedía alguna demostración de magia —siempre lo hacía—, podía…

No, eso sería demasiado. Sería como admitir que no puedo conseguir una chica yo solo, y sería injusto que me aprovechara de una mujer. Lo que quería era la pócima de escape. Era posible que la necesitara en el local de Bianca y siempre podría utilizarla si la situación se descontrolaba; además, tenía que huir de Morgan y del Consejo Blanco. Me sentiría mejor si llevaba conmigo la pócima de escape.

—Vale, Bob. Está bien, tú ganas. Haremos las dos, ¿de acuerdo?

Las luces de los ojos de Bob asomaron con cautela.

—¿Seguro? ¿Harás el filtro de amor como yo te diga?

—¿Es que no hago siempre las pócimas como tú me dices?

—¿Qué hay de la pócima de régimen que intentaste hacer?

—Vale, eso fue un fallo.

—¿Y la pócima antigravitatoria, te acuerdas de eso?

—¡Nos quedamos clavados al suelo! ¡Lo pasé fatal!

—Y la…

—Vale, vale —mascullé—, tampoco tienes que restregármelo por las narices. Venga, suelta los ingredientes.

Bob lo hizo de buen grado y durante las dos horas siguientes nos dedicamos a preparar los brebajes. Todas las pócimas se hacen más o menos de la misma manera. Primero, se necesita una base para formar el contenido líquido esencial. Después, algo para captar cada uno de los sentidos y luego, algo para la mente y para el espíritu. En resumen, ocho ingredientes que serán diferentes según la pócima y la persona que la haga. Bob tenía siglos de experiencia y podía extrapolar los componentes con más éxito para que una persona determinada hiciera una pócima. Tenía razón en que era de incalculable valor, pues nunca había oído hablar de un espíritu con tanta experiencia como él y me sentía muy afortunado de tenerlo.

Lo cual no quiere decir que no me entraran ganas de partirle el cráneo de vez en cuando.

La pócima de escape se hizo sobre una base de 23 centilitros de Jolt Cola. Para el olor, le añadimos aceite de motor y para la textura corté una pluma de ave en minúsculas virutas. Después vertimos 85 gramos de granos de café molidos cubiertos de chocolate. Luego, para la mente, un billete de autobús cortado a tiras que nunca había usado y para el corazón, una cadenita rota. Extendí una tela blanca y limpia donde tenía guardada una sombra trémula para una ocasión como esta y la arrojé al brebaje; entonces, abrí un tarro de cristal donde guardaba los correteos de mi ratón y apagué el sonido en el vaso de precipitados donde estaba preparando la pócima.

—¿Estás seguro de que esto va a funcionar, Bob?

—Siempre funciona. Es una fórmula genial.

—Pues huele fatal.

Las luces de Bob titilaron.

—A veces huelen así.

—¿Qué hace? ¿Es una de las de supervelocidad o de las que te teletransportan?

Bob tosió.

—En realidad, tiene un poco de ambas. Si la bebes eres como el viento durante unos minutos.

—¿Como el viento? —Lo miré—. Eso es la primera vez que lo oigo, Bob.

—Bueno, después de todo soy un espíritu del aire —me dijo Bob—. Funcionará bien, confía en mí.

Refunfuñé, puse la primera pócima a hervir a fuego lento y empecé a preparar la otra. Después de que Bob me dijera el primer ingrediente, dudé.

—¿Tequila? —le pregunté con escepticismo—. ¿Estás seguro de que es eso? Pensaba que se suponía que la base para un filtro de amor era el champán.

—Champán, tequila…, ¿cuál es la diferencia? Después de un rato disminuirá sus inhibiciones —contestó Bob.

—Ah. Creo que vamos a conseguir… mmm, un resultado sórdido.

—¡Eh! ¿Quién es el espíritu de la memoria, tú o yo? —protestó Bob.

—Bueno…

—¿Quién tiene experiencia con las mujeres, tú o yo?

—Bob…

—Harry, yo seducía a pastorcillas cuando tú aún no eras ni un proyecto de tu tatarabuelo —me sermoneó—. Creo que sé lo que hago.

Suspiré. Estaba demasiado cansado para discutir con él.

—Vale, vale. ¡Jesús! Tequila.

Cogí la botella, vertí 23 centilitros en el recipiente y me quedé mirando la calavera.

—Bien, ahora setenta y cinco gramos de chocolate negro.

—¿Chocolate?

—A las chavalas les gusta el chocolate, Harry.

Refunfuñé un poco, pero me interesaba acabar con aquello ya, así que pesé los ingredientes. Hice lo mismo con una gota de perfume —una imitación de una marca que me gustaba—, 25 gramos de encaje a tiras y el último suspiro del fondo del tarro de cristal. Añadí la luz de una vela a la mezcla y adquirió un brillo rosado con matices dorados.

—Estupendo —exclamó Bob—. Va perfecto. Vale, ahora añadimos las cenizas de una carta de amor apasionada.

Miré con sorpresa a la calavera.

—Emmm, Bob, de eso justo no tengo.

Bob resopló.

—¡Cómo que no! Mira en el estante detrás de mí.

Allí encontré un par de novelas rosa con las cubiertas llenas de cuerpos extremadamente encantadores.

—¡Eh! ¿De dónde has sacado esto?

—De mi última escapada —me contestó alegremente—. Página ciento setenta y cuatro, el párrafo que empieza «sus pechos blancos como la leche». Arranca la página, quémala y echa ahí dentro las cenizas.

Me quedé pasmado.

—¿Funcionará?

—Oye, las mujeres se tragan estas cosas. Confía en mí.

—Vale —suspiré—, ¿es este el ingrediente del espíritu?

—Ajá —contestó Bob.

Se balanceaba hacia delante y atrás sobre la mandíbula, lleno de emoción.

—Ahora, una cucharadita de diamante en polvo y ya está.

Me restregué los ojos.

—¿Diamante? No tengo diamantes, Bob.

—Me lo imaginaba. Eres un agarrado, por eso no les gustas a las mujeres. Mira, rompe un billete de 50 en pedacitos muy pequeños y échalo ahí.

—¿Un billete de 50 dólares? —le pregunté.

—El dinero es muy sexy —opinó Bob.

Refunfuñé y saqué los últimos cincuenta del bolsillo, los hice trizas y los tiré para completar la pócima.

El siguiente paso era dónde enfocar el esfuerzo. Una vez se tienen todos los ingredientes mezclados, has de proyectar la suficiente energía para activarlos. Los verdaderos ingredientes importantes no son los físicos, sino el significado de cada uno, lo que representan para la persona que hace la pócima y para los que van a usarla.

La energía de la magia procede de muchos sitios. Puede tener origen en un lugar especial —normalmente un paraíso natural como el monte Santa Helena o el geiser Old Faithful en el parque Yellowstone— o en el interior de las personas. La mejor magia viene de dentro. A veces se trata de puro esfuerzo mental, pura fuerza de voluntad; otras, de emociones y sentimientos. Todas son yescas viables que pueden encender el consabido fuego.

Tenía muchos problemas para alimentar la magia, estaba bastante enfadado y era obstinado a más no poder. Murmuré en pseudolatín la letanía requerida sobre las pócimas, una y otra vez, y sentí como se formaba una especie de muro de resistencia, fuera del alcance de los sentidos físicos, pero igualmente presente. Junté toda mi preocupación, la rabia y la tozudez, las lancé contra el muro de resistencia en una gran bola y les di forma con la potencia y el tono de mis palabras. La magia salió de mí como una onda repentina, como el agua de una jarra cuando se vacía de golpe.

—Me encanta esta parte —dijo Bob al mismo tiempo que las dos pócimas explotaban en una bocanada de humo verdoso y empezaban a echar espuma por los bordes de los recipientes.

Me acomodé en una silla y esperé a que las pócimas dejaran de burbujear. Me había quedado sin fuerzas y el cansancio me pesaba sobre los hombros como un montón de ladrillos. Una vez que la espuma se hubo asentado, me incliné hacia delante, vertí cada pócima en su propio botellín y las tapé y las etiqueté con un rotulador indeleble, bien claro. Ya no me arriesgo a volver a mezclar las pócimas, sobre todo desde aquel incidente con el tónico para el pelo o la invisibilidad, cuando intenté dejarme crecer una barba decente.

—No te arrepentirás, Harry —me aseguró Bob—. Es la mejor pócima que he preparado.

—La he preparado yo, no tú —mascullé. En aquel momento estaba agotado, demasiado cansado como para permitir que una preocupación sin importancia, como una posible ejecución, me quitara el sueño.

—Sí, sí —afirmó Bob—. Lo que tú digas, Harry.

Me paseé por toda la habitación para apagar todos los fuegos y la estufa de queroseno. Después subí por las escaleras y volví al sótano sin dar las buenas noches. Mientras lo hacía, Bob se reía de alegría para sí mismo.

Tropecé con la cama y me caí encima. Mister siempre se sube y duerme tendido sobre mis piernas. Lo esperé y a los pocos segundos apareció, se acomodó y empezó a ronronear como un motor fueraborda en miniatura.

Me esforcé en preparar un itinerario para los próximos días mientras luchaba contra el agotamiento. Hablaría con la vampira, localizaría al marido perdido, evitaría la ira del Consejo Blanco y encontraría al asesino.

Antes de que él me encontrara a mí.

Un pensamiento desagradable, pero decidí que no iba a dejar que me molestara y me acurruqué para dormir.