¿Alguna vez se te ha acercado un hombre de aspecto adusto, con una espada de unos diez kilómetros de largo en las manos, en mitad de la noche, bajo las estrellas, a orillas del lago Michigan? Si te ha pasado, busca ayuda profesional. Si no, créeme, acojona muchísimo.
Tomé un poco de aire y me esforcé para no soltar una frase en pseudo latín mientras exhalaba, lo que hubiera provocado que unas llamas envolvieran el cuerpo de aquel hombre y lo redujeran a un montón de cenizas. Reacciono mal al miedo. Normalmente no tengo el tino de esconderme o salir corriendo, solo se me ocurre acabar con lo que sea que me aterrorice. Es una reacción primitiva y no suelo pensar mucho en ella.
No obstante, un asesinato basado en un acto reflejo es un poco radical, así que en vez de prenderle fuego, lo saludé con la cabeza.
—Buenas tardes, Morgan. Sabes tan bien como yo que esas normas se aplican a mortales, no a las hadas y ni mucho menos por algo tan insignificante como lo que he hecho. Además, no he roto la cuarta ley, le di la opción de hacer o no hacer el trato.
La cara curtida y amargada de Morgan se puso un poco más avinagrada al arrugarse y hacer más profundas las arrugas de las comisuras de su boca.
—Eso es un tecnicismo, Dresden. Bueno, un par de ellos.
Sus manos, anchas y fuertes, se movieron en la empuñadura de la espada. Llevaba el pelo canoso y mal recortado recogido en una coleta, como Sean Connery en algunas de sus películas salvo por el hecho de que la cara de Morgan tenía demasiado mal aspecto y era demasiado delgada como para encontrar algún parecido.
—¿Ese es tu argumento?
Me esforcé para no parecer nervioso o impresionado; a decir verdad, estaba tanto una cosa como la otra. Morgan era mi guardián, me lo había asignado el Consejo Blanco para asegurarse de que no distorsionara o rompiera ninguna ley de la magia. Casi siempre andaba rondándome y espiándome y normalmente venía a husmear cada vez que lanzaba un hechizo de cualquier clase. Estaría perdido si dejaba que el perro guardián del Consejo Blanco olfateara cualquier rastro de miedo en mí. Además, se lo tomaría como una señal de culpabilidad, como buen fanático paranoico que era. Lo único que tenía que hacer era mantenerme serio y salir de allí antes de que mi cansancio me hiciera meter la pata o decir algo que pudiera usar en mi contra.
Morgan era uno de los evocadores más terribles del mundo. No era lo suficientemente inteligente como para poner en duda sus lealtades al consejo pero era tan rápido como el que más a la hora de hacer magia.
Una magia lo bastante rápida y chapucera, de hecho, como para, de haberlo deseado, arrancar los corazones de los pechos de Tommy Tomm y Jennifer Stanton.
—Mi argumento —dijo frunciendo el entrecejo— es que es mi obligación controlar el uso que haces de tu poder y ver que no abuses de él.
—Llevo un caso de personas desaparecidas. Todo lo que he hecho ha sido llamar a una pequeña hada para conseguir algo de información. Vamos, Morgan. Todo el mundo llama de vez en cuando a las hadas, no hay nada malo en ello. No estoy controlando la mente de nadie, solo las presiono un poquito.
—Técnicamente —gruñó Morgan.
Alcé la barbilla con agresividad. Éramos los dos bastante altos, aunque él pesaba unos cuarenta kilos más que yo. Ya podría escoger mejor a quién fastidio, este me crispaba los nervios.
—Un tecnicismo que iba a ocultar muy bien. Así que, a menos que quieras convocar al consejo y que me presente ante ellos, podemos dejar la conversación aquí mismo. Estoy seguro de que solo les llevará un par de días cancelar todos sus planes, preparar el viaje y llegar hasta aquí. Te puedes quedar a dormir hasta entonces. Vaya, que vas a arrastrar a un montón de viejos cascarrabias lejos de sus experimentos y quehaceres, pero si lo crees necesario…
Morgan me miró, malhumorado.
—No, no merece la pena.
Se abrió la gabardina y volvió a enfundar la espada. Me relajé un poco. La espada no era lo más peligroso de él, ni mucho menos, solo el símbolo de autoridad que le había otorgado el Consejo Blanco, y si los rumores eran ciertos, estaba encantada para desactivar el efecto de los hechizos mágicos del que opusiera resistencia. No quería que el asunto llegara tan lejos como para descubrir si eran ciertos esos rumores.
—Me alegro de que estemos de acuerdo en algo —le dije—. Ha sido un placer volver a verte.
Hice ademán de marcharme, cuando Morgan me puso una de sus enormes manos sobre el hombro y apretó los dedos.
—Todavía no he acabado contigo, Dresden.
No me atrevía a tontear con Morgan cuando estaba en su papel de guardián del Consejo Blanco, pero ahora no llevaba aquel gorro. En cuanto hubo envainado su espada, comenzó a actuar por su cuenta, sin ninguna otra autoridad oficial que cualquier otro hombre, o al menos así era técnicamente hablando. Morgan sabía mucho de tecnicismos. Me había dado un susto de muerte y me había sacado de quicio en un abrir y cerrar de ojos. Ahora intentaba intimidarme. No soporto a los matones.
Así que me arriesgué a propósito, usé la mano que tenía libre y lo golpeé en la boca con todas mis fuerzas.
Creo que lo que más lo sobresaltó fue el puñetazo. Retrocedió un paso, soltó mi brazo, sorprendido, y me miró parpadeando. Se llevó una mano a la boca y cuando la apartó, tenía los dedos llenos de sangre. Puse lo pies en el suelo y me enfrenté a él, sin que nuestros ojos se encontraran.
—No me toques.
Morgan continuó mirándome fijamente y entonces vi que la ira se apoderaba de su cara, le recorría la mandíbula y le hacía palpitar las venas de las sienes.
—¿Cómo te atreves? ¿Cómo te atreves a pegarme?
—No ha sido tan fuerte —le contesté—. En todo lo que tenga que ver con el Consejo, te mostraré el respeto que te mereces; pero si te pasas en el plano personal, no tengo por qué aguantarlo.
Vi que le salía humo por las orejas mientras lo analizaba. Estaba buscando una razón para ir a por mí y era consciente de que no tenía ninguna según las leyes. No era muy inteligente —¿lo he mencionado ya?— y seguía a rajatabla las leyes.
—Eres un idiota, Dresden —farfulló, lleno de rabia—. Un idiota arrogante.
—Probablemente —le contesté.
Me estiré para moverme con rapidez si era necesario. No me gusta huir de lo que me asusta, pero tampoco intento librar batallas perdidas y Morgan me sacaba, como mínimo, unos cuantos años de experiencia y cuarenta kilos. No había ninguna ley de la magia que me protegiera de él ni de sus puños y si se daba cuenta, haría algo al respecto. Había tenido suerte con el puñetazo que le había dado, me había salido cuando menos se lo esperaba, pero no caería de nuevo esa breva.
—La otra noche alguien mató a dos personas con brujería, Dresden. Creo que fuiste tú. Cuando averigüe cómo lo hiciste y siga el rastro hasta ti, no creas que vas a vivir lo suficiente para lanzarme a mí el mismo hechizo.
A continuación, se limpió la sangre con uno de sus grandes puños.
Esta vez me tocaba sorprenderme a mí. Intenté cambiar el chip para seguir con aquel tema. Morgan pensaba que era un asesino y puesto que no pensaba mucho por sí mismo, significaba que el Consejo Blanco creía que era un asesino. Menuda mierda.
Por supuesto, desde el punto de vista de Morgan, una persona decidida y estrecha de miras, esto tenía sentido. Un mago había matado a alguien. Yo ya era un mago condenado por matar a otro con magia, aunque la cláusula de defensa personal hubiera evitado que me ejecutaran. Los polis siempre buscan a alguien que ya haya cometido crímenes antes de ir a por otros culpables. Morgan, por lo que yo sabía, también era una especie de poli y para el yo no era más que un convicto peligroso.
—Estás de broma, ¿crees que lo hice yo? —le pregunté.
Me miró con desdén. Habló con despecho, seguro de sí mismo y lleno de pura convicción.
—No trates de ocultarlo, Dresden. Estoy seguro de que piensas que eres lo suficientemente listo como para idear algo innovador que nosotros, los viejos retrógrados, no seamos capaces de encontrar. Pero te equivocas. Averiguaremos cómo lo hiciste y volveremos a perseguirte. Y cuando lo hagamos, yo estaré allí para asegurarme de que no vuelvas a hacer más daño.
—Piérdete —le solté. Era muy difícil, realmente difícil mantener el aire despreocupado que pretendía aparentar—. No fui yo, pero estoy ayudando a la policía a encontrar al responsable.
—¿A la policía? —me preguntó Morgan. Entrecerró los ojos, como si evaluara la expresión de mi cara—. ¡Cómo si tuvieran alguna autoridad en este asunto! No te servirá de nada. Aunque encontraras a alguien que ocupara tu lugar a los ojos de la ley mortal, el Consejo Blanco seguiría creyendo que se tiene que hacer justicia.
Bajo las estrellas le brillaron los ojos como a un fanático.
—Lo que tú digas. Mira, si averiguas algo del asesino, cualquier cosa que pueda ayudar a los polis, ¿te importaría llamarme?
Morgan me miró con profundo desagrado.
—¿Me estás pidiendo que te avise cuando estemos a punto de pillarte, Dresden? Eres joven, pero no creí que fueras estúpido.
Contuve el comentario obvio que me vino a la mente. Morgan ya estaba al borde de la indignación. Si me hubiera dado cuenta de lo ansioso que estaba por pillarme in fraganti, no hubiera añadido más leña al fuego dándole un puñetazo en la boca.
Vale, seguramente sí le hubiera golpeado, pero no lo hubiera hecho tan fuerte.
—Buenas noches, Morgan —me despedí.
Intenté marcharme de nuevo, antes de que mi bocaza me metiera en más problemas.
Se movió más rápido de lo que hubiera pensado para un hombre de su edad. Su puño me cruzó la cara a una velocidad aproximada de varios millones de kilómetros por hora y caí girando al suelo como una marioneta a la que han cortado los hilos. Durante un largo instante, no fui capaz de hacer nada en absoluto, ni siquiera respirar. Morgan me amenazó:
—Te estaremos observando, Dresden.
Se dio la vuelta y se marchó, engullido su abrigo negro por las sombras del atardecer. Oí su voz en la distancia:
—Vamos a descubrir lo que ocurrió en realidad.
No me atreví a replicar. Me toqué la mandíbula con los dedos para asegurarme de que no me la había roto antes de levantarme e ir hasta el Escarabajo con las piernas flojas y empapadas. Deseaba con toda mi alma que Morgan descubriera qué había pasado de verdad. Para empezar, eso evitaría que el Consejo Blanco me ejecutara por quebrantar la primera ley.
Podía sentir sus ojos en mi espalda mientras caminaba hacia el coche. ¡Maldito Morgan! ¿Por qué tenía que gustarle tanto que lo hubieran enviado a espiarme? Tuve el presentimiento de que en los próximos días, fuera donde fuera, él estaría allí, observándome. Era como ese gato enorme de los dibujos animados que espera fuera de la ratonera a que el ratoncito saque el hocico para atraparle con su gran zarpa. Cada vez me identificaba más con ese ratoncito.
Dejé que esa analogía me animara un poco, porque a fin de cuentas, los gatos de los dibujos animados siempre se llevan la peor parte. A lo mejor Morgan también.
Una parte del problema era que cada vez que veía a Morgan me traía muchos recuerdos de mis angustiosos días de adolescente. Fue cuando empecé a aprender magia, cuando mi mentor quiso tentarme a usar la magia negra y cuando intentó matarme al ver que fracasaba. Sin embargo, en vez de matarme, le maté yo por pura casualidad, pero eso no cambiaba el hecho de que él estaba muerto y yo lo había hecho con brujería. Infringí la primera ley de la magia: «no matarás». Solo existe una sentencia para el que es culpable y una espada para llevarla a cabo.
El Consejo Blanco me conmutó la pena de muerte, porque la tradición dicta que un mago puede recurrir al uso de la fuerza mortal en defensa propia o para defender las vidas de los indefensos y mi afirmación de que me habían atacado primero no podía impugnarla el cadáver de mi maestro. Así que me pusieron en una especie de libertad provisional: un fallo más y quedaba fuera de juego. Hubo algunos magos que pensaron que mi juicio fue una injusticia absurda —daba la casualidad de que yo pensaba como ellos, pero mi voto no contaba—, y otros pensaron que debieron ejecutarme a pesar de las circunstancias atenuantes. Morgan pertenecía a este último grupo. Suerte la mía.
Me sentía más que un poco enfadado con todo el Consejo Blanco, al margen de sus benévolas intenciones. Supongo que tenía sentido que sospecharan de mí y sabe Dios que eso había sido como una espina clavada, si tenemos en cuenta que paso de la tradición y practico la magia de manera abierta. Había un montón de gente del Consejo que se alegraría de verme muerto, por lo que tendría que empezar a ser más cuidadoso.
Bajé las ventanillas del Escarabajo al volver a Chicago para ayudarme a seguir despejado. Estaba exhausto, pero mi cabeza no paraba de dar vueltas como el hámster que, en una rueda de ejercicio, corre frenéticamente sin llegar a ningún sitio.
La ironía era tal que me ponía los pelos de punta.
El Consejo Blanco sospechaba que yo era un asesino y si no aparecía un nuevo sospechoso, yo iba a pagar el pato. La investigación de Murphy se había convertido en algo muy, muy importante para mí. Pero para continuar con la búsqueda, tendría que averiguar cómo había llevado a cabo el hechizo el asesino, y para hacer eso, tendría que permitirme una investigación cuestionable que bastaría para que me condenaran a muerte. Era una encrucijada. Si tuviera algún respeto por la inteligencia de Morgan, habría sospechado que él había llevado a cabo los asesinatos y me había tendido una trampa para echarme las culpas.
Pero no cuadraba. Morgan podía tergiversar y distorsionar las normas para conseguir lo que él consideraba justicia, pero nunca las violaría descaradamente. Así que, si no era Morgan, ¿quién lo había hecho? No había tantas personas que pudieran conseguir la energía suficiente para que ese tipo de hechizo funcionara, a menos que se hubiera producido un fallo en la pseudo física que gobernaba la magia y ahora fuese más fácil destruir corazones que hacer otras cosas; y esto no lo sabría hasta que continuara con la investigación prohibida.
Bianca tendría más información sobre quién podía haberlo hecho. Tenía que saber algo. Ya había pensado en hablar con la vampira, pero la visita de Morgan lo había convertido en una necesidad en vez de una prioridad. A Murphy no le iba a hacer mucha ilusión que me metiera en su trabajo; y la cosa iría a peor cada vez, porque los asuntos del Consejo Blanco eran secretos para los que no eran magos y no podría explicarle por qué lo estaba haciendo. ¡Qué alegría!
¿Sabes? A veces pienso que alguien de allá arriba me odia a muerte.