Capítulo 6

Cuando llegué a casa no vi a Mister por ningún lado, pero de todos modos le dejé la comida en su plato. Al final me perdonaría por llegar tarde a casa. Cogí de la cocina las cosas que me harían falta: pan recién horneado sin conservantes, miel, leche, una manzana fresca, una navaja afilada de plata, un plato llano pequeño, un cuenco y una taza que había tallado yo mismo de una pieza de madera de teca.

Salí otra vez al coche. El Escarabajo ya no era azul desde que le cambié las puertas, una verde de imitación y la otra blanca; el capó del maletero en la parte delantera también lo había cambiado con un duplicado en rojo, pero todavía llevaba el nombre. Mike es un mecánico estupendo. Nunca hacía preguntas sobre las quemaduras que habían hecho un agujero en la parte delantera del coche o las marcas de garras que habían destrozado las dos puertas. No se puede pagar un servicio como ese.

Aceleré el Escarabajo y conduje por la I-94, bordeé el lago Michigan, atravesé parte de Indiana, y después crucé la frontera hacia el mismo Michigan. Lake Providence es una localidad cara, de clase alta, con casas grandes y fincas extensas. No es barato tener un terreno allí. El puesto de Victor Sells en SilverCo debía de ser muy bueno para poder permitirse un lugar como ese.

La carretera que bordeaba el lago serpenteaba entre los altos árboles frondosos y las montañas ondulantes hasta la orilla. Las propiedades estaban bien dispersas, con varios cientos de kilómetros de distancia entre ellas. La mayoría estaban valladas y tenían las verjas a la derecha de la carretera, que se apartaba del lago mientras conducía hacia el norte. La casa de los Sells era la única que vi en la parte del lago de la carretera.

Un camino liso de gravilla, con árboles a los lados, llevaba de la carretera a orillas del lago hasta la casa de los Sells. En las aguas, se adentraba una península que dejaba el suficiente espacio para la casa y el pequeño embarcadero, al que no había amarrada ninguna barca. La casa no era grande en comparación con las del resto de la comunidad de Lake Providence. Tenía dos pisos, era muy moderna, con mucho cristal y madera, que, por cómo la habían cortado, alisado, y pulido, parecía cualquier material menos lo que era. El camino giraba e iba a dar a la parte trasera de la casa, donde había una entrada lo suficientemente grande como para jugar un partido de baloncesto y desde la que se veía un porche de madera que iba a dar al segundo piso de la casa.

Llevé el Escarabajo azul hasta la parte de atrás y lo aparqué allí. Los ingredientes para el conjuro estaban en una mochila de nylon negra que cogí y saqué del coche mientras salía y estiraba las piernas. La brisa que venía del lago era lo bastante fresca como para hacerme temblar un poco y me abrigué con el guardapolvos cerrándolo a la altura de la barriga.

Las primeras impresiones son importantes y quería escuchar lo que me decía mi instinto sobre aquella casa. Me detuve un buen rato y me quedé mirándola fijamente.

Mi instinto debía de haber pedido otra botella de la cerveza de Mac. No tenía mucho que decir, salvo que el lugar parecía una choza de ricos que había alojado una familia durante muchos fines de semana. Bueno, si el instinto me fallaba, debía atreverme con el intelecto. Casi todo era bastante nuevo. El césped de alrededor de la casa no había crecido demasiado aquel invierno y no hacía falta que lo cortaran. La red de la canasta estaba estirada y su estado revelaba que la habían usado con frecuencia. Las cortinas estaban todas corridas.

Sobre el césped, bajo el porche, había algo que brillaba y fui hasta allí para cogerlo. Era un bote de plástico de un carrete de fotos, rojo con una tapa gris, uno de esos en los que guardas el rollo para llevarlo a revelar. A veces estos botes de plástico me iban muy bien para guardar algunos de los ingredientes que uso. Me lo metí en el bolsillo de mi chaqueta y seguí inspeccionando.

En realidad, aquel sitio no parecía una vivienda familiar, sino más bien el picadero de un ricachón, una vía de escape apartada, situada entre los árboles de la península y a salvo de ojos espías. O el lugar ideal para un brujo novato que intenta probar sus habilidades de principiante, sin interrupciones. Un buen sitio para que Victor Sells pudiera ponerse manos a la obra.

Di una vuelta rápida alrededor de la casa, intenté abrir la puerta delantera y las traseras, e incluso la puerta de la terraza que, al parecer, daba a una cocina. Todas estaban cerradas. No es que las cerraduras fueran un obstáculo, pero Mónica Sells no me había invitado a echar un vistazo en el interior de la casa, solo a verla por fuera. Me da mal rollo ir entrando en la casa de otros sin estar invitado. Es una de las razones por las que los vampiros, como norma, no lo hacen; ya tienen suficientes problemas para mantenerse de una pieza fuera del mundo fantástico. No es perjudicial para un mago humano como yo, pero puede afectar a cualquier acción mágica que intentes ejecutar. Además, es de mala educación. Como he dicho, estoy chapado a la antigua.

Por supuesto, el panel de control de la alarma de seguridad de TekTronic que se veía a través de la ventana de la fachada tuvo algo que ver en mi decisión, no porque no pudiera embrujarlo para que se convirtiera en un maraña inútil de cables y plástico, sino porque muchos sistemas de seguridad activan una alarma conectada con la compañía si dejan de funcionar de repente sin un aviso previo. En cualquier caso, sería inútil, la verdadera información iba a estar en otro sitio.

De todos modos, algo me fastidiaba. Tenía la sensación de que la casa no estaba del todo vacía. Tuve una corazonada y llamé a la puerta varias veces. Incluso toqué al timbre. Nadie fue a abrirme la puerta y en el interior no había luces encendidas. Me encogí de hombros y regresé a la parte trasera de la casa; mientras iba hacia allí, pasé delante de unos cuantos cubos de basura vacíos.

Era un tanto extraño. Me refiero a que era de esperar que hubiese algo de basura, aunque nadie hubiera ido por allí durante algún tiempo. ¿Es que el camión de la basura iba hasta allí para recoger los cubos? No creo. Si los Sells fueran a la casa un fin de semana y quisieran que les recogieran la basura, era razonable que la dejaran en el camino cerca de la carretera cuando se marcharan. Lo que implicaría que el basurero dejaría los cubos vacíos en la carretera. Alguien debía de haberlos devuelto a la casa.

Por supuesto, no tenía por qué haber sido Victor Sells; podría haber sido un vecino. O quizá le había dado una propina al basurero para que le acercara los cubos. Pero ya tenía algo para seguir, un pequeño indicio de que tal vez la casa no había estado vacía toda la semana.

Me alejé de la casa y caminé hacia el lago. Hacía viento, pero estaba despejado. Era una noche algo fresca. Los altos y viejos árboles crujían y gemían bajo el viento. Todavía era demasiado pronto para que los mosquitos empezaran a hacer de las suyas. La luna, en lo alto, estaba en creciente, casi llena, con alguna nube esporádica que pasaba por delante como un velo transparente.

Era una noche perfecta para atrapar hadas.

Limpié una zona de tierra no muy lejos de la orilla del lago quitando las hojas y las ramas; a continuación, saqué el puñal de plata de la mochila. Agarrándolo por el mango, dibujé un círculo en la tierra y luego lo cubrí de nuevo con las hojas y las ramas, mientras marcaba la situación del perímetro del círculo en mi cabeza. Procuré concentrarme en el círculo, sin dejar que se colara en él ninguna fuerza y estropeara la trampa. Entonces, mientras trabajaba con cuidado, preparé el cebo y deposité dentro la taza y el cuenco. Vertí unas gotitas de leche en la taza y embadurné el cuenco con la miel que saqué de un osito de plástico que llevaba en la mochila.

Luego corté un trozo de la barra de pan que había traído y me pinché el pulgar con el puñal. A la luz plateada de la luna, brotó un poco de sangre oscura de la herida. Mojé con delicadeza la parte superior de la miga del pan para que la absorbiera y después coloqué esa parte hacia abajo en el plato de postre.

La trampa estaba lista. Recogí mi equipo y me escondí tras los árboles.

Hay dos partes de la magia que se han de comprender para atrapar a un hada. Una de ellas es el concepto de los nombres verdaderos. Todo en el mundo tiene un nombre que le pertenece. Los nombres son los únicos sonidos y cadencias de las palabras que están unidas a un individuo específico, algo parecido a lo que ocurre con las canciones. Si sabes el nombre de algo, puedes vincularte a esa cosa en un sentido mágico, casi del mismo modo que un mago puede alargar la mano y alcanzar a alguien si tiene un mechón de su pelo, un trozo de sus uñas o una gota de su sangre. Si sabes su nombre, puedes crear un vínculo mágico con esa cosa, de la misma forma que llamas a alguien y hablas con esa persona si tienes su número de teléfono. Sin embargo, no basta con conocer el nombre, también tienes que saber cómo se pronuncia exactamente. Si le pides a dos John Franklin Smith que digan sus nombres, ambos tendrán su manera de pronunciarlo y oirás ligeras diferencias en el tono y la pronunciación, cada una característica de su dueño. Los magos tienden a coleccionar nombres de criaturas, espíritus y personas, como una especie de archivo enorme. Nunca sabes cuándo te va a venir bien.

La otra parte que se necesita saber es la teoría del círculo mágico. En la mayoría de actos mágicos hay un círculo de algún tipo. Cuando se dibuja un círculo se establece un límite sobre lo que el mago intenta hacer. Esto le ayuda a perfeccionar su magia, a centrarla y dirigirla con mayor claridad. Lo consigue creando una especie de barrera, definida por el perímetro del círculo, que mantiene alejada la energía mágica aleatoria y la contiene dentro para que no pueda utilizarse. Para hacer un círculo, se dibuja en el suelo, se hace un corro, se camina esparciendo incienso o cualquier otro método que implique que te concentres en el objetivo cuando lo estás creando. Después, se añade una chispa de energía para cerrarlo y ya está listo.

Otra de las cosas que hace este círculo es impedir que las criaturas mágicas como las hadas o incluso los demonios lo traspasen. Chulo, ¿eh? Normalmente se utiliza para mantenerlos fuera. Es un poco más difícil crear uno para que se queden dentro. En este caso es cuando la sangre entra en juego. La sangre atrae el poder. Si incluyes un poco de sangre de alguien, existe un significado metafísico, una especie de energía. Es mínima si en realidad no pretendes conseguir energía de esa manera —como hacen los vampiros—, pero basta para cerrar un círculo.

Ahora ya sabes cómo se hace, pero no te recomiendo que lo hagas en casa. No sabrías qué hacer en caso de que algo saliera mal.

Me escondí entre los árboles y llamé al hada que buscaba. El nombre estaba compuesto por una vibrante sucesión de sílabas, bastante bonitas, sobre todo si tenemos en cuenta que el hada atendía al nombre de Pito-pito todas las veces que me la había encontrado antes. Cada vez que la llamaba lo hacía con gran perseverancia, de la forma más sutil, para que siguiera ese camino por su propia voluntad. O, al menos, esa era la teoría.

¿Cuál es su nombre? Por favor, ¿es que piensas que los magos dan ese tipo de información así como así? No sabes por lo que pasé para conseguirlo.

Unos diez minutos más tarde, Pito apareció titilando sobre el agua del lago Michigan. Al principio la confundí con un reflejo de la luna en las pequeñas olas ondulantes del lago. Pito medía unos 15 centímetros de alto. Tenía unas alas plateadas de libélula que salían de su espalda y una hermosa forma humanoide, pálida y minúscula, que recordaba al esplendor de la realeza feérica. Una aureola plateada de luz ambiental la rodeaba. Tenía una melenilla enmarañada y sedosa como las plumas de un pavo real, de color malva.

A Pito le encantaban el pan, la miel y la leche, un vicio común de los duendes menores. Por lo general, no les gusta ir a las colmenas de abejas a recoger la miel y hay una tremenda escasez de leche en el mundo fantástico desde que las granjas lecheras de alta tecnología se quedaron con la mayoría de la industria. Huelga decir que no siembran su propio trigo, ni lo cosechan, lo trillan y lo muelen para convertirlo en harina y después hacer el pan.

Pito se apoyó en el suelo con cautela y observó entre los árboles. No me vio. Lo vi limpiándose la boca y caminando en círculo alrededor de la cena en miniatura, con una mano frotándose el estómago con hambre. Una vez cogiera el pan y cerrara el círculo, podría negociar información a cambio de liberarlo. Pito era un espíritu menor de la zona, una especie de mozo de carga del mundo fantástico. Si alguien había visto algo de Victor Sells, ese era Pito, o al menos, sabría quién podría ayudar.

Vaciló durante un momento, mientras revoloteaba adelante y atrás alrededor de la comida, pero un poco más cerca cada vez. Las hadas acuden a la miel como las polillas a la luz. Pito ya había caído en este truco otras veces y las hadas por naturaleza no retienen los recuerdos mucho tiempo ni cambian su carácter natural. De todas maneras, contuve la respiración.

Finalmente el duende se agachó, cogió el pan, lo mojó en la miel y se lo zampó con glotonería. El círculo se cerró con un ruido seco, que apenas percibió mi oído.

El efecto sobre Pito fue inmediato. Soltó un gritito estridente, como un conejo atrapado, y salió volando hacia el lago agitando las zumbantes alas sin parar. Cuando llegó a los límites del círculo, se estrelló contra algo que era tan sólido como una pared de ladrillos y una pequeña ráfaga de motas plateadas salió explotando de él como una nube. Pito gruñó y cayó al suelo sobre su trasero de duende.

—¡Debería haberlo imaginado! —exclamó mientras yo salía de entre los árboles.

Su voz era muy aguda, pero más parecida a la voz de un niño que esas voces exageradas de hadas que se oyen en los dibujos animados.

—¡Ahora recuerdo dónde he visto estos platos antes! ¡Tú, feo, taimado, patoso, narigudo, pies planos, gusano mortal!

—¡Hola, Pito! —lo saludé—. ¿Te acuerdas del acuerdo al que llegamos la última vez o quieres que lo repasemos de nuevo?

Pito alzó la vista, se me quedó mirando de modo desafiante y dio un fuerte pisotón en el suelo. El impacto despidió más polvo de hadas plateado.

—¡Libérame! —me exigió—. ¡O se lo diré a la reina!

—Si no te libero —le señalé—, no se lo puedes decir a la reina. Y sabes tan bien como yo lo que dirá de cualquier hada de gota de rocío que haya sido tan tonta como para dejarse atrapar con un señuelo de pan, miel y leche.

Pito cruzó los brazos encima del pecho con actitud desafiante.

—Te lo advierto, mortal. ¡O me liberas ahora o sentirás el horroroso, terrible e irresistible poder de la magia de las hadas! ¡Haré que se te piquen los dientes! ¡Te sacaré los ojos de las cuencas! ¡Te llenaré la boca de estiércol y las orejas de gusanos!

—Veamos hasta dónde eres capaz —le dije—. Después ya hablaremos de lo que tienes que hacer para salir del círculo.

Lo había puesto en evidencia. Siempre lo hacía, pero lo más seguro era que no recordara muy bien los detalles. Cuando vive unos cientos de años, uno tiende a olvidar las pequeñas cosas. Pito se enfurruñó y levantó un poco de polvo con uno de sus diminutos pies.

—Al menos, podrías aparentar que tienes miedo, Harry.

—Lo siento, Pito. No tengo tiempo.

—El tiempo, el tiempo —se quejó Pito—, ¿es que los mortales no podéis pensar en otra cosa? ¡Todos os quejáis del tiempo! Toda la ciudad va de un lado para el otro gritando que llegan tarde y tocando la bocina. ¿Sabes? Antes la gente sí que tenía tiempo.

Aguanté el sermón con buen humor. De todos modos, Pito no podía pensar mucho rato en un mismo tema aunque, lo intentara.

—Vaya, recuerdo a la gente que vivía aquí antes de que llegarais vosotros los blancos ruidosos. Ellos nunca se quejaban de úlceras o…

Se le fueron de nuevo los ojos hacia el pan, la miel y la leche, y empezaron a hacerle chiribitas. Se acercó, agarró el pan que quedaba, rebañó con él toda la miel y se lo comió mientras se relamía, moviéndose como un pájaro.

—Esto está muy bueno, no lleva cosas raras de esas con las que nos encontramos a veces.

—Conservantes —le expliqué.

—Lo que sea.

Pito se bebió la leche de un trago, se cayó al instante de espaldas y se dio unas palmaditas en la tripa.

—Muy bien, ahora déjame salir.

—Antes necesito algo.

Pito puso mala cara.

—Vosotros los magos siempre necesitáis algo. Te podría hacer lo de la boñiga, va en serio, ¿sabes?

Se puso de pie y cruzó los brazos con altanería encima del pecho, mientras alzaba la vista y me miraba como si no fuera cien veces más alto que él.

—Muy bien —dijo con un tono de voz altanero—. Me he dignado a concederte una petición de poca envergadura, por el generoso obsequio de tu cocina.

Me esforcé en seguir con la cara seria.

—Muy amable por tu parte.

Pito sorbió con la nariz y se las arregló para mirarme por encima del hombro levantando aquella nariz chata.

—Es natural en mí ser tan sabio como benévolo.

Asentí como si aquello fuera una gran revelación.

—Ajá. Mira, Pito. Quiero saber si estuviste por aquí hace un par de noches o si sabes de alguien que estuviera. Estoy buscando a una persona que quizás vino por aquí.

—Y si te lo digo —propuso Pito—, ¿desharás este círculo que, por una extraña coincidencia, está dibujado a mi alrededor?

—Sería razonable —dije muy en serio.

Por un momento pareció que Pito se lo estaba pensando, como si no estuviera dispuesto a cooperar, y después asintió.

—Muy bien, tendrás la información que deseas. Libérame.

Entrecerré los ojos.

—¿Estás seguro? ¿Me lo prometes?

Pito volvió a dar una patada en el suelo, esparciendo más motas de polvo plateado.

—¡Harry, me estás arruinando el drama!

Me crucé de brazos.

—Quiero oír tu promesa.

Pito levantó las manos.

—¡De acuerdo, de acuerdo, de acuerdo! ¡Te lo prometo, te lo prometo, te lo prometo! Te diré todo lo que quieras saber.

Empezó a zumbar por el círculo con mucha inquietud. Las alas lo impulsaban con facilidad por el aire.

—¡Déjame salir, déjame salir, déjame salir!

Una promesa repetida tres veces es lo más cercano a la verdad absoluta que le puedes sacar a un hada. Fui rápido hacia el círculo y para romperlo, borré con los pies la línea que había dibujado en el suelo. La magia desapareció al instante, acompañada de un pequeño silbido de energía liberada.

Pito volvió a toda velocidad hacia las aguas del lago Michigan, como un cometa plateado en miniatura, y desapareció en un abrir y cerrar de ojos, como Santa Claus. Aunque Santa Claus es mucho más grande y un ser mágico más poderoso que Pito y, de todas formas, no conozco su nombre verdadero. Y aunque lo supiera, nunca me verías intentando atrapar a Papá Noel en un círculo. No creo que haya piedras tan grandes.

Mientras esperaba, paseé un poco para no quedarme dormido. Si lo hacía, Pito estaría perfectamente en su derecho como duende de cumplir su promesa dándome la información mientras yo dormía. Y puesto que ya lo había capturado y humillado, lo más probable era que hiciera algo para equilibrar la balanza. Después de dos semanas ya ni lo recordaría, pero si le dejaba vía libre esta noche, podía despertarme con una cabeza de asno y creo que eso no sería muy bueno para el negocio.

Así que di unas vueltas y esperé. Por lo general, Pito se tomaba una media hora para reunir la información que se le pedía.

Efectivamente, media hora después volvió echando chispas y zumbó alrededor de mi cabeza, mientras dejaba caer sobre mis ojos el polvo de hadas de sus alas borrosas.

—¡Eh, Harry! ¡Ya lo tengo!

—¿Qué has averiguado, Pito?

—¡Adivina!

—No —resoplé.

—Jo, venga. Solo un poquito…

Fruncí el entrecejo, casado e irritado, pero intenté que no se me notara. Pito no podía evitar ser como era.

—Pito, es tarde. Prometiste decírmelo.

—¿Es que no me puedo divertir un poco? —se quejó—. No me extraña que no consigas una cita a menos que alguien quiera algo de ti.

Parpadeé y él se rió con carcajadas de regocijo.

—¡Ja! ¡Me encanta! ¡Te observamos, Harry Dresden!

Fue muy desconcertante. De repente, me imaginé a unas cuantas hadas mironas escudriñando desde la ventana de mi apartamento. Debía tomar precauciones para asegurarme de que no lo hicieran más. No porque las temiera, sino solo por si acaso.

—Venga, dímelo, Pito —suspiré.

—¡Ya voy! —gritó y alcé la mano, con los dedos planos y la palma hacia arriba.

Se posó sobre el centro de mi mano. Apenas podía sentir su peso, pero el aura atravesaba mi piel como una diminuta corriente eléctrica. Se me quedó mirando a los ojos sin temor, pues las hadas no tienen alma que podamos ver y aunque ellas percibieran la nuestra, tampoco podrían comprender el alma de un mortal.

—¡Vale! —dijo Pito—. Hablé con Florazul, quien habló con Narizroja, quien habló con Meg O’Aspens, quien le dijo que Ojosdorados iba en el coche del repartidor de pizza cuando vino la otra noche.

Piro sacó pecho lleno de orgullo.

—¿El repartidor de pizza? —pregunté perplejo.

—Pizza —gritó Pito, lleno de júbilo—. ¡Pizza, pizza, pizza!

Revoloteó de nuevo e intenté que no se me metiera en los ojos el puñetero polvo de hadas y me provocara un ataque de estornudos.

—¿A las hadas os gusta la pizza?

—Ay, Harry —dijo Pito jadeando—, ¿es que no la has probado?

—Pues claro que sí.

Pito puso cara de pesar.

—¿Y no me has invitado?

Suspiré.

—Mira, tal vez pueda traeros un poco uno de estos días para agradeceros vuestra ayuda.

Pito brincó de alegría de la yema de un dedo a la otra.

—¡Sí, sí! ¡Espera que se lo cuente! ¡Ya veremos quién es el que se ríe de Pito-pito la próximo vez!

—Pito —le tranquilicé—, ¿vio algo más?

Rió con una risita ahogada, mientras ponía una provocativa cara de pillo.

—Me dijo que había mortales retozando y que necesitaban la pizza para recuperar fuerzas.

—¿Quién hacía el reparto, Pito?

El hada pestañeó y se me quedó mirando como si fuera un estúpido total.

—Harry, el camión de reparto.

Después salió disparado hacia el cielo y desapareció entre los árboles.

Suspiré y negué con la cabeza. Pito no sabría diferenciar Telepizza de Pizza Hut, No tenía un marco de referencia y no sabía leer; además, la mayoría de las hadas detestan las letras.

Bien, ya sabía dos cosas. Por un lado, alguien había pedido que le trajeran una pizza, lo que significaba, en primer lugar, que alguien había estado allí la noche anterior y, en segundo lugar, que alguien les había visto y había hablado con ellos. Tal vez pudiera localizar al repartidor de pizza y preguntarle si había visto a Victor Sells.

La segunda pista que tenía había sido la referencia de Pito a retozar. Las hadas no piensan demasiado en la idea de «retozar» de los mortales, a menos que haya mucha desnudez y lujuria implicadas. Tienen mucha afición por los besuqueos de los adolescentes y les gusta gastarles bromas. Así que Victor había estado aquí con una amante para «retozar» un poco.

Estaba empezando a creer que Mónica Sells se equivocaba. Su marido no se había ido para convertirse en brujo, a pesar de los talismanes de escorpiones espeluznantes. Estaba merodeando con una amiguita su nido de amor, como hubiera hecho en un mal momento cualquier otro marido aburrido de su esposa tímida y hogareña. No era digno de admiración, pero supongo que podía entender los motivos.

El único problema sería decírselo a Mónica. Tenía el presentimiento de que no iba a querer escuchar lo que había descubierto.

Recogí el plato de postre, el cuenco y la taza y volví a meterlos en mi mochila negra de nylon, junto con el puñal de plata. Me dolían las piernas de tanto caminar y me estaba entrando sueño.

Entonces, de la oscuridad salió un hombre con una espada desenfundada en las manos, sin hacer el menor ruido, sin siquiera un atisbo de magia que pudiera avisarme de su presencia. Era alto, como yo, pero con el pecho más fuerte y ancho y llevaba su peso con un laborioso tipo de solemnidad. Rondaba los cincuenta años y tenía un pelo lacio y castaño que por algunas partes se estaba volviendo cano; llevaba un abrigo largo y negro, como el mío, pero sin manto, y la chaqueta y los pantalones también eran de colores oscuros: gris marengo y azul marino. La camisa, recién planchada, era de un blanco puro que solo se ve en los esmóquines. Tenía los ojos grises, acompañados de unas ligeras patas de gallo y una mirada peligrosa. La luz de la luna se reflejaba en aquellos ojos con el mismo tono plateado que la hoja aún más brillante de la espada. Empezó a caminar sin apresurarse y mientras avanzaba me habló con voz tranquila.

—Harry Blackstone Copperfield Dresden. El uso irresponsable de los nombres verdaderos para llamar y atrapar a otros según tu voluntad viola la cuarta ley de la magia —entonó el hombre—. Te recuerdo que estás bajo el destino de Damocles. No se tolerará que violes más leyes. La sentencia para otras violaciones es la muerte con la espada, que será llevada a cabo de inmediato.