Cuando llegué, Mónica Sin-Apellido estaba fuera de mi oficina escribiendo en el revés de la nota que había dejado pegada en la puerta.
Caminé hacia ella. Estaba demasiado concentrada en su escrito como para alzar la vista. Era una mujer guapa, de unos treinta y tantos. Tenía el pelo rubio ceniza, supuse que natural después del involuntario recuerdo malsano de la mujer muerta con el pelo teñido. Se había aplicado bien y con buen gusto el maquillaje y su cara era bonita, simpática, con las mejillas lo suficientemente redondeadas como para parecer joven y saludable, y los labios lo suficientemente carnosos como para parecer muy femenina. Llevaba una falda larga y amplia de color amarillo pálido, unas botas marrones de montar, una blusa blanca recién planchada y encima una chaqueta verde de punto, cara en apariencia, para protegerse del fresco de los primeros días de primavera. Debía de estar bastante bien para llevar tal combinación de colores y, de hecho, lo estaba. En términos generales, tenía un aspecto familiar que me molestaba, algo así como Annette Funicello o Barbara Billingsley: sanas y norteamericanas.
—¿Mónica? —la llamé.
Puse mi sonrisa más inocente y amistosa.
Ella pestañeó mientras me acercaba.
—Ah, es usted, emmm, Harry…
Sonreí y le di la mano.
—Harry Dresden, señora. Ese soy yo.
Me dio la mano después de una pequeña pausa y mantuvo los ojos fijos en mi pecho. En aquel momento estaba muy contento de estar con alguien que estuviera tan nervioso como para no mirarme a los ojos. Le estreché la mano firme pero suavemente, se la solté y le rocé al pasar para abrir la puerta de mi oficina.
—Perdone por llegar tarde. Me llamó la policía para que fuera a verles.
—¿Trabaja para ellos? —me preguntó—, o sea, para la policía, mmm…
Hizo unas señas con los dedos en vez de acabar la frase y entró en mi despacho cuando le sostuve la puerta abierta.
—A veces —asentí— encuentran algo y quieren que lo lleve yo.
—¿Qué tipo de cosas?
Me encogí de hombros y tragué saliva. Pensé en los cadáveres del Madison y me sentí mareado. Cuando alcé la vista para mirar a Mónica, me la encontré estudiando mi cara y mordiéndose el labio de forma nerviosa. Rápidamente apartó la mirada.
—¿Puedo ofrecerle un café? —la invité. Cerré la puerta y encendí la luz.
—No, gracias. Estoy bien.
Se quedó allí de pie, mirando mi caja de libros descartados y sujetando su bolso con ambas manos sobre la barriga. Pensé que iba a gritar si le decía «¡bu!», por lo que me moví despacio y con cuidado mientras me hacía una taza de café instantáneo. Inspiré y expiré repitiendo los mismos gestos de siempre, hasta que conseguí calmarme después de mi encuentro con Marcone. Cuando terminé, mi café también se había acabado. Me dirigí a mi escritorio y la invité a que tomara asiento en una de las dos sillas que tenía enfrente de mí.
—Bien, Mónica —dije—. ¿Qué puedo hacer por usted?
—Bueno, ummm, le comenté que mi marido se ha…
Me hizo unas señas, gesticulando.
—¿Perdido? —completé.
—Sí —contestó con una espiración casi de alivio—, pero no es que haya desaparecido misteriosamente ni nada por el estilo, sino que ya no está —tartamudeó y se sonrojó—. Es como si hubiera hecho las maletas y se hubiera marchado, pero no le dijo nada a nadie. Y no ha vuelto a aparecer. Me tiene preocupada.
—Ajá —asentí—, ¿cuánto hace desde que se marchó?
—Este es el tercer día.
Afirmé con la cabeza.
—Tiene que haber algún motivo por el que haya acudido a mí en vez de a un detective privado o a la policía.
De nuevo se puso colorada. Tenía una cara idónea para sonrojarse, con una piel clara que se enrojecía como la de una niña. Era muy atractivo.
—Sí, mmm. Él estaba interesado en… en…
—¿La magia?
—Sí. Había comprado libros sobre eso en el apartado de religiones en la librería. No era nada tipo juegos de rol. Eran auténticos. Compró unas cartas de esas del tarot.
Pronunció «tarot» como «caro». Principiantes…
—¿Y cree que la desaparición puede tener algo que ver con sus intereses?
—No estoy segura —confesó—. Pero quizá. Estaba muy disgustado. Acababa de perder su trabajo y estaba bajo mucha presión. Me tiene muy preocupada. Pensé que quien lo encontrara tendría que poder hablar con él de estas cosas.
Respiró hondo, como si el esfuerzo de completar tantas frases sin un solo «mmm» la agotara.
—Todavía no lo tengo muy claro. ¿Por qué yo? ¿Por qué no la policía?
Los nudillos se emblanquecieron sobre su bolso.
—Se llevó una maleta, señor Dresden. Creo que la policía supondrá que ha dejado a su mujer y a sus hijos. No lo investigarán. Pero él no es así, solo quiere que tengamos una buena vida, de verdad, eso es lo único que quiere.
La miré con el ceño fruncido. ¿Estás nerviosa porque tal vez el marido al final se te ha pirado de casa?
—Aun así —dije—, ¿por qué ha venido a verme a mí? ¿Por qué no ha ido a un detective privado? Conozco a un hombre de confianza, si lo necesita.
—Porque usted sabe de… —Gesticuló de manera intermitente.
—De magia —la ayudé.
Mónica asintió.
—Creo que podría tener importancia. Quiero decir, no sé. Pero tal vez la tenga.
—¿Dónde trabajaba? —le pregunté. Mientras hablaba, saqué un bloc del bolsillo y tomé unas notas.
—SilverCo —me informó—. Son una empresa comercial. Localizan buenos mercados para productos y luego aconsejan a otras empresas dónde gastar mejor su dinero.
—Ajá —asentí—. ¿Cómo se llama, Mónica?
Tragó saliva y vi que le daba un tic nervioso mientras pensaba en decirme un nombre que no fuera el suyo.
—George —me dijo al fin.
La miré. Estaba mirándose las manos con rabia.
—Mónica, sé que esto tiene que ser muy difícil para usted. Créame, señora, hay muchísima gente que se pone nerviosa cuando entra en mi despacho. Pero, por favor, escúcheme. No voy a hacerle daño ni a usted ni a nadie. Lo que hago es para ayudar a los demás. Es verdad que alguien con las habilidades apropiadas podría usar sus nombres contra ustedes, pero yo no soy así. —Le robé una frase a Johnny Marcone—. No es bueno para los negocios.
Soltó una risita nerviosa.
—Me siento como una tonta —confesó—, pero he oído tantas cosas…
—Sobre los magos. Ya veo.
Dejé el lápiz e hice un gesto con los dedos como si estuviera haciendo magia. La mujer estaba nerviosa y tenía ciertas esperanzas. Debía calmar sus miedos un poco si representaba algunos de ellos. Intenté no mirar detrás de ella al calendario que tenía colgado en la pared y al círculo de color rojo que rodeaba el día quince del último mes. Me estaba retrasando en el pago del alquiler. Necesitaba dinero. Incluso con los honorarios de hoy y lo que consiguiera en un futuro, tendría que trabajar eternamente para la ciudad hasta ponerme al día.
Además, nunca podía resistirme a ayudar a una dama en apuros. Aunque no estuviera segura al cien por cien de que quisiera que yo la rescatase.
—Mónica, hay poderes en el universo que la mayoría de la gente ignora. Son poderes que no acabamos de entender. Los hombres y las mujeres que trabajan con estos poderes ven las cosas bajo un prisma diferente al de las personas normales. Acaban viendo las cosas de un modo un poco distinto. Eso los distingue. A veces alimentan un miedo y una desconfianza injustificados. Sé que ha leído libros y visto películas sobre lo horribles que son las personas como yo, y todo aquello de «no dejarás bruja con vida» que decía el Antiguo Testamento no es que nos lo haya puesto fácil. Pero en realidad no somos tan diferentes al resto del mundo. —Esbocé mi mejor sonrisa—. Quiero ayudarla. Pero si voy a hacerlo, tiene que confiar en mí un poco. Se lo prometo. Le doy mi palabra de que no le decepcionaré.
Vi que lo asimilaba y le daba vueltas durante un rato, mientras se miraba fijamente las manos.
—Victor —dijo al fin—. Victor Sells.
—Muy bien —dije, cogí el lápiz y tomé debida nota—. Así, para empezar, ¿se le ocurre algún sitio donde pudiera haber ido?
Asintió.
—A la casa del lago. Tenemos una casa en el… —Agitó la mano.
—¿En el lago?
Me sonrió y eso me recordó que debía ser paciente.
—En Lake Providence, en la frontera del estado, cerca del lago Michigan. Está precioso en otoño.
—Muy bien. ¿Sabe de algún amigo al que haya podido ir a ver, algún familiar al que haya ido a visitar, o algo así?
—Victor no se llevaba muy bien con su familia. Nunca supe porqué. No hablaba de ellos. Llevamos casados diez años y no ha hablado con ellos ni una sola vez.
—Bien —dije mientras anotaba todo aquello—. ¿Y los amigos?
Se mordió el labio, un gesto habitual en ella.
—No tenía. Se llevaba bien con su jefe y algunos del trabajo, pero después de que lo despidieran…
—Ajá —asentí—. Entiendo.
Continué tomando notas, poniendo barreras entre mis ideas para separarlas. Me extendí hasta la siguiente página antes de acabar de escribir los hechos y mis observaciones sobre Mónica. Me gustaba ser meticuloso con estas cosas.
—¿Y bien, señor Dresden? —me preguntó—. ¿Puede ayudarme?
Revisé mis notas y asentí con la cabeza.
—Creo que sí, Mónica. Sí es posible, me gustaría ver esas cosas que coleccionaba su marido. Los libros y demás. También convendría tener una foto de él. Podría ir a echarle un vistazo a su casa en Lake Providence, ¿le importaría?
—No, por supuesto.
Parecía aliviada, pero al mismo tiempo más nerviosa que antes. Anoté la dirección de la casa del lago y un par de indicaciones.
—¿Está al tanto de lo que cobro? —le pregunté—. No soy barato. Quizás le saldría mejor contratar a otra persona.
—Tenemos unos cuantos ahorros, señor Dresden —contestó—. El dinero no me preocupa. —No iba con ella esa afirmación en aquel momento, desentonaba en general con su actitud nerviosa.
—Bien, le cobraré cincuenta dólares la hora, más gastos. Le enviaré una lista detallada de mis actividades, para que se haga una idea sobre lo que estoy haciendo. Una iguala es lo habitual. No le voy a garantizar que trabaje exclusivamente en su caso. Intento ocuparme de cada uno de mis clientes con respeto y cortesía, por lo que no puedo anteponer unos a otros.
Asintió enérgicamente y buscó en su bolso. Sacó un sobre blanco y me lo pasó.
—Dentro hay quinientos, ¿es suficiente por ahora?
Genial. Con quinientos dólares pagaría el alquiler del mes pasado y también buena parte del de este mes. Podía acostumbrarme a este rollo de clientes nerviosos que querían mantener el anonimato de sus cuentas corrientes para protegerlas de mis supuestos poderes de hechicero. El dinero en efectivo siempre se gasta.
—Sí, está bien —le contesté.
Intenté no sobar el sobre. Al menos fui lo bastante educado como para no tirar el dinero sobre mi escritorio y contarlo.
Sacó otro sobre.
—Se llevó casi todas sus cosas. Al menos no las encontré donde siempre las deja, pero sí encontré esto.
Había algo en el sobre, algo abultado, un amuleto, un anillo o un objeto parecido, estaba seguro. Sacó un tercer sobre de su bolso. Debía de ser una mujer compulsiva por lo referente a la organización.
—Aquí dentro hay una foto de él y mi número de teléfono. Gracias, señor Dresden. ¿Cuándo me llamará?
—En cuanto averigüe algo —le contesté—. Lo más seguro, mañana por la tarde o el sábado por la mañana, ¿le parece bien?
Casi me miró a los ojos, se contuvo, y en su lugar me sonrió a la nariz.
—Sí. Sí, muchas gracias por su ayuda. —Se quedó mirando a la pared—. ¡Mire qué hora es! Tengo que irme. Está a punto de acabar el colegio.
Acabó estas palabras entre dientes y se sonrojó de nuevo, como sí la avergonzara que se le hubiera escapado aquel hecho tan importante.
—Haré lo que pueda, señora —le aseguré. Me levanté y la acompañé a la puerta—. Gracias por su encargo. Me pondré pronto en contacto con usted.
Se despidió, sin mirarme a la cara, y dejó ir la puerta. La cerré y volví a ojear los sobres.
Primero, el dinero. Estaba todo en billetes de cincuenta, que siempre parecen nuevos aunque sean viejos, porque tienen muy poca circulación. Había diez. Los puse en mi cartera y tiré el sobre a la basura.
El siguiente fue el de la fotografía. La saqué y vi a Mónica y a un hombre delgado y apuesto, con una frente amplia y unas cejas peludas, que desviaban su atractivo hacia un ángulo estrambótico. Su sonrisa era más blanca que blanca y tenía la piel tersa y morena de alguien que había pasado muchas horas al sol, navegando quizá. Había un fuerte contraste con la palidez de Mónica. Supuse que era Victor Sells.
El número de teléfono estaba escrito en una simple tarjeta blanca que había recortado para que cupiera en el sobre. No había ningún nombre ni prefijo, solo un número de siete dígitos. Saqué la guía telefónica y busqué.
También anoté eso. Me pregunté qué esperaba conseguir aquella mujer dándome Solo el nombre de pila, cuando me iba a dar cientos de otras cosas a través de las cuales podía averiguarlo. Esto solo demuestra que la gente hace cosas raras cuando está nervioso. Dicen chorradas, se deciden por lo más extraño, lo que más adelante les hará sentirse increíblemente idiotas. Debía tener mucho cuidado de no decir nada que le refregara esto por las narices cuando hablara otra vez con ella.
Tiré el segundo sobre a la basura y encima de mi escritorio le di la vuelta al último para abrirlo.
El caparazón de un escorpión disecado, refulgente por la acción de algún tipo de conservante, chasqueó al caer sobre mi escritorio. Una correa de piel fina y flexible salía de una arandela engarzada en la base de la cola, para que si se llevaba colgado, quedara boca abajo, con la cola hacia arriba, enroscada sobre el cuerpo disecado, apuntando al suelo.
Me estremecí. En algunas creencias los escorpiones son símbolos de poder. Por lo general, nunca simbolizan nada bueno o sano. Muchos hechizos malignos e insignificantes se centran en este tipo de talismanes. Si se llevan cerca de la piel, como se supone que deben llevarse estas cosas, las pinzas representan una constante picazón e inquietud en el pecho, un recordatorio continuo de que están allí. El aguijón seco en la punta de la cola perforará la piel del que intente dar un abrazo al portador del amuleto. Sus pinzas, semejantes a las de un cangrejo, se agarrarán al vello del pecho de un hombre o arañarán las curvas de los pechos de una mujer. Era desagradable y asqueroso. Tal vez no malo, pero seguro que llevando ese objeto alrededor del cuello no se conseguía una clase de magia que provocara consecuencias positivas.
A lo mejor Victor Sells sí estaba metido en algo, algo que había absorbido su atención. La magia podía tener este efecto sobre las personas, sobre todo en lo que se refiere a sus aspectos más oscuros. Si había acudido a ella después de perder su trabajo, eso explicaría que se hubiera marchado tan repentinamente de su casa. Muchos brujos o gente que pretende serlo se recluyen porque creen que el aislamiento aumentará su habilidad para concentrarse en la magia. No es así, pero es más fácil para las mentes débiles o sin preparación porque de esa manera evitan distraerse.
O tal vez no fuera ni siquiera un talismán de verdad. Quizás solo fuese una pieza curiosa o un souvenir de una visita al sudoeste. No había forma de saber si era un artefacto para mejorar la concentración y dirección de las energías mágicas, a menos que se usara para intentar hacer un hechizo y la verdad es que no tenía ganas de usar un objeto tan sospechoso, por unas cuantas buenas razones.
Debía tener esa pequeña repugnancia en mente mientras intentaba encontrar a aquel hombre. También podía no significar nada. Por otro lado, tal vez sí. Alcé la vista para mirar el reloj: eran las tres y cuarto. Tenía tiempo de comprobar si a los depósitos de cadáveres locales había llegado alguien de aspecto muy común —quién sabe, quizá lo encontrara antes de que acabara el día— y más tarde, iría al banco a ingresar el dinero y a extenderle un cheque a mi casero.
Saqué la agenda telefónica y empecé a llamar a los hospitales. No es que fuera mi forma habitual de trabajar, pero tampoco era difícil, salvo por los típicos problemas que tenía cuando usaba el teléfono: interferencias, ruido de fondo, conversaciones de otras personas que se superponían a la mía… Si algo podía ir mal, seguro que pasaba.
Por un momento, creí ver algo por el rabillo del ojo, un ligero movimiento rápido del escorpión disecado que estaba encima de mi escritorio. Parpadeé y me lo quedé mirando. No se movió. Con cautela, extendí mis sentidos como una mano invisible, para percibir cualquier rastro de encantamiento o energía mágica.
Nada. Le faltaba tanta magia como vida.
Que no se diga que Harry Dresden tiene miedo de un bicho muerto y disecado. Asqueroso o no, no iba a permitir que arruinara mi concentración.
Así que lo cogí con el borde de la guía telefónica y lo puse en el segundo cajón de mi escritorio. Ojos que no ven, corazón que no siente.
Y es que tengo un problema con las cosas horrorosas, muertas y venenosas. No lo puedo remediar.