Capítulo 3

El caballero Johnny Marcone no parecía el tipo de hombre que me rompería las piernas o me partiría la mandíbula. Llevaba el entrecano pelo corto y se le veían algunas arrugas en las comisuras de los ojos provocadas por el sol y las carcajadas. Tenía los ojos verdes como billetes de dólar muy gastados. Parecía más bien un entrenador de fútbol de universidad: guapo, bronceado, atlético y entusiasta. Esta impresión se reafirmaba gracias a los hombres que le acompañaban. Cujo Hendricks era un gigantón con aspecto de un jugador profesional al que habían sustituido por una brutalidad excesiva e innecesaria.

Cujo volvió a subirse al coche, me fulminó con la mirada por el retrovisor, arrancó y condujo despacio en dirección a mi oficina. El volante parecía diminuto y delicado en aquellas manos enormes. Tomé nota de esto mentalmente: no dejar que Cujo me ponga las manos en el cuello. O la mano, pues con una sola casi podría apañárselas.

La radio estaba encendida, pero en cuanto me metí en el coche, se estropeó y empezó a hacer un ruido extraño por los altavoces. Hendricks frunció el entrecejo y se quedó pensando un momento. A lo mejor tenía que transmitir el mensaje a través de su segundo cerebro o algo así. Después alargó la mano y toqueteó los botones antes de apagar definitivamente la radio. A ese ritmo, esperaba que el coche recorriera todo el camino a casa.

—Señor Dresden —dijo Marcone mientras sonreía—, entiendo que trabaje para el departamento de policía de vez en cuando.

—De tanto en tanto me sueltan un chisme —afirmé—. Eh, Hendricks, deberías ponerte el cinturón de seguridad. Las estadísticas dicen que vas un cincuenta o un sesenta por ciento más seguro.

Cujo me gruñó otra vez por el retrovisor y le sonreí. Con una sonrisa siempre se irrita más a una persona que con un insulto. O quizá es que la mía es muy molesta.

Mi actitud desconcertaba en cierto modo a Marcone. Quizá se suponía que tenía que haberme quitado el sombrero, pero nunca me había gustado demasiado Francis Ford Coppola y no tenía un Padrino; aunque sí una madrina que es, supongo que a la fuerza, un hada. Pero eso es otra historia.

—Señor Dresden —dijo—, ¿cuánto costaría contratar sus servicios?

Esa pregunta me hizo desconfiar. ¿Para qué me querría alguien como Marcone?

—Mis honorarios habituales son de cincuenta dólares la hora más gastos por desplazamiento —le contesté—. Pero puede variar, depende de lo que tenga que hacer.

Marcone asentía con la cabeza con cada una de mis frases, como animándome a seguir hablando. Arrugó la cara como si se planteara detenidamente lo que iba a decir, preocupado por mi bienestar como un típico abuelo.

—¿Cuánto me saldría impedir que investigue algo?

—¿Quiere pagarme para que no haga algo?

—Digamos que le pago sus honorarios habituales. Eso son mil cuatrocientos al día, ¿no?

—Mil doscientos, para ser exactos —le corregí.

Me sonrió.

—Los hombres honrados son difíciles de encontrar. Le ofrezco dos mil al día. Digamos que le pago por el trabajo de dos semanas, señor Dresden, y se toma unos días libres. Alquile unas películas, duerma lo que necesite… Esas cosas.

Le miré.

—Y por más de mil dólares al día, ¿me quiere para…?

—Para que no haga nada, señor Dresden —contestó Marcone con una sonrisa—. Absolutamente nada. Solo relájese y descanse. Y no se cruce en el camino de la detective Murphy.

¡Ajá! Marcone no quería que investigara el asesinato de Tommy Tomm. Interesante. Miré por la ventana y entrecerré los ojos, como si lo estuviera considerando.

—Llevo el dinero encima —dijo Marcone—, en efectivo, ahora mismo. Confiaré en que cumpla el resto del trato, señor Dresden. Obtendría muy buenas referencias por su honestidad.

—Mmm. No sé, John. Estoy algo ocupado para aceptar más clientes ahora.

El coche ya estaba llegando al edificio de mi oficina. La puerta del coche aún no tenía el seguro puesto y yo no me había puesto el cinturón, por si acaso tenía que abrir la puerta y saltar. ¿A que soy precavido? Es debido a la inteligencia de los magos y a nuestra paranoia.

A Marcone se le borró la sonrisa de los labios. Se puso serio.

—Señor Dresden, tengo muchas ganas de establecer una relación laboral positiva con usted. Si es por el dinero, puedo ofrecerle más. Digamos el doble de su tarifa habitual. —Mientras hablaba, medio girado hacia mí, juntó las manos por las yemas de los dedos delante de sí. Dios mío, todavía estaba esperando que me dijera que saliera y ganara el partido.

Sonrió.

—¿Qué le parece?

—No es por el dinero, John —le dije. Con parsimonia, acoplé mis ojos a los suyos—. Es solo que no creo que funcione.

Para mi sorpresa no apartó la vista.

Los que tratan con magia aprenden a ver el mundo de un modo un poco diferente al resto. Logras una perspectiva que antes nunca te habías planteado, una manera de pensar que punca se te hubiera ocurrido de no haberte expuesto a lo que ve y oye un mago.

Cuando miras a alguien a los ojos, le ves de esta otra manera y por un segundo, esa persona te ve de la misma forma. Marcone y yo nos miramos el uno al otro.

Era un soldado, un guerrero, tras esa sonrisa relajada y ese trato paternal. Iba a conseguir lo que quería y lo haría de la forma más eficiente posible. Era un hombre entregado a su trabajo, dedicado a sus objetivos y a su gente. Nunca permitía que el miedo le afectara. Se ganaba la vida a costa del sufrimiento y las desgracias humanas, al tráfico de drogas, la trata de blancas y el robo de bienes, pero tomaba medidas para minimizar este sufrimiento, por la simple razón de que era el medio más eficiente de dirigir su negocio. Estaba furioso por la muerte de Tommy Tomm, un tipo de ira fría y práctica porque su dominio legítimo había sido invadido y desafiado. Pensaba encontrar a los responsables y ocuparse de ellos a su modo, no quería que la policía interfiriera. Ya había matado antes, volvería a hacerlo y para él no significaría nada más que una operación comercial, nada más que el pago de los gastos extras a la salida del hotel. El interior del caballero Johnny Marcone era un lugar árido y tranquilo, excepto por un oscuro rincón. Allí, oculto a sus pensamientos diarios, se escondía una deshonra secreta. No pude ver bien de qué se trataba. Pero sabía que en algún momento de su pasado había algo que hubiera dado cualquier cosa por enmendar y que hubiera matado por borrar. Era de ese rincón oscuro de donde sacaba su determinación, su fuerza.

Así lo vi cuando miré en su interior, dejando a un lado sus fingimientos y protecciones. Y, a cierto nivel instintivo, me di cuenta de que él había sido consciente de lo que yo vería si miraba; había hecho que nuestras miradas se encontraran a propósito sabiendo lo que iba a revelarme. Por eso había querido que estuviéramos un rato a solas, para echarle un vistazo a mi alma y averiguar el tipo de hombre que era.

Cuando miro a alguien a los ojos, dentro de su alma, en lo más recóndito de su ser, a cambio también ve el mío, las cosas que he hecho o lo que quería hacer, lo que era capaz de hacer. Por lo menos la mayoría de la gente que lo hace, palidece. Una vez una mujer se desmayó del todo. No sé muy bien lo que ven cuando miran ahí dentro, no es un sitio donde fisgonee mucho.

John Marcone no era como los otros que habían visto mi alma. Ni siquiera pestañeó. Él se limitó a mirar, a valorar y, después de que pasara ese instante, me hizo un gesto con la cabeza, como si hubiera entendido algo. Tuve la desagradable sensación de que me había engañado, de que había descubierto él más cosas de mí que yo de él. La primera cosa que sentí fue rabia, rabia porque me habían manipulado, rabia porque me habían almirado.

Solo un segundo después, aquel hombre me daba un miedo espantoso. Había mirado su alma y era tan sólida y fría como una nevera de acero inoxidable. Causaba un gran desasosiego. Por dentro era fuerte, violento y despiadado, pero sin ser cruel. Tenía un alma de tigre.

—Muy bien —dijo suavemente, como si nada hubiera pasado—, no quiero imponerle mi oferta, señor Dresden. —El coche fue reduciendo velocidad mientras se acercaba al edificio, Hendricks se acercó a la acera de enfrente y paró—. Pero déjeme darle un consejo. —Había abandonado la actitud de padre que habla al hijo y ahora su voz era calmada y paciente.

—Si no me lo cobra… —Gracias a Dios por las bromas. Estaba demasiado nervioso como para decir algo inteligente.

Marcone casi sonrió.

—Creo que sería más feliz si contrajera la gripe unos días. El asunto que la detective Murphy le ha pedido que investigue no tiene por qué salir a la luz. No le gustará lo que vea. Es de los míos, déjeme que me encargue yo y no le molestará nunca más.

—¿Me está amenazando? —le pregunté.

No pensaba que lo hiciera, pero no quería que lo supiera. Me habría ayudado el que mi voz no hubiera temblado.

—No —dijo con toda sinceridad—, le tengo demasiado respeto como para recurrir a algo así. Dicen que es usted auténtico, señor Dresden. Un mago de verdad.

—También dicen que estoy loco como una cabra.

—Elijo a quien escucho con mucho cuidado —recalcó Marcone—. Piense en lo que le he comentado, señor Dresden. No creo que nuestras respectivas líneas de trabajo hayan de solaparse con frecuencia. Preferiría no tenerle como enemigo en este caso.

Apreté la mandíbula del miedo que sentía y le solté unas palabras rápidas y bruscas:

—No le gustaría tenerme como enemigo, Marcone. No sería inteligente. No sería nada inteligente.

Entornó los ojos, de forma lenta y relajada. A aquellas alturas ya me miraba a los ojos sin temor. Ya nos teníamos calados. No volvería a ocurrir lo de antes, no de esa manera.

—Debería ser más educado, señor Dresden —me aconsejó—, es bueno para los negocios.

No le contesté, pues no tenía una respuesta que no sonora a asustado o a macho estúpido. En su lugar le dije:

—Si alguna vez pierde las llaves del coche, llámeme. No vuelva a ofrecerme dinero o a amenazarme. Gracias por el paseo.

Me observó sin mudar la expresión, mientras salía del coche y cerraba la puerta. Después de lanzarme una mirada asesina, Hendricks arrancó y se marcharon. Había mirado ya en el interior de las almas de muchas personas, no era algo que se olvidara, pero nunca me había topado con alguien así, alguien tan sereno y con tanto control de sí mismo; ni siquiera eran así los otros profesionales con los que había cruzado la mirada. Ninguno de ellos me había estudiado como una columna de números y la había archivado para consultarla en futuras ecuaciones.

Metí las manos en los bolsillos del guardapolvos y temblé al sentir el roce del viento. Era un mago, alguien que jugaba con magia de verdad, me recordé a mí mismo. No temía a hombretones en coches grandes, no me ponía nervioso por unos cuerpos cuyas vidas habían sido arrebatadas por una magia más intensa que nada que yo pudiera controlar. De verdad, de veras.

Pero aquellos ojos de color verde como los billetes de dólar, junto con aquella alma tranquila y casi impasible, hacían que temblara mientras subía las escaleras de vuelta a mi oficina. Había sido un estúpido. Me había cogido por sorpresa y la repentina intimidad del momento en el que nuestras almas se encontraron me había sobresaltado y asustado. Como resultado, me había desmoronado y le había lanzado amenazas como un niño atemorizado. Marcone era un depredador. Prácticamente olió mi miedo. Tenía la impresión de que si llegaba a pensar que era débil, su correcta sonrisa y su fachada paternal se desvanecerían de forma tan perfecta y rápida como habían aparecido.

¡Qué primera impresión más horrible!

Ah, bueno, al menos iba a llegar a tiempo a mi cita.