Karin Murphy me estaba esperando fuera del Madison. Ella y yo somos puro contraste. Mientras que yo soy alto y delgado, ella es baja y fornida; si yo tengo los ojos y el pelo oscuro, ella tiene el pelo rubio y rizado a lo Shirley Temple y los ojos azul claro. Mientras que mis rasgos son enjutos y angulosos y tengo una nariz de líneas duras y una barbilla muy marcada, su cara es redonda y suave, con una de esas narices tan monas que uno espera en una animadora.
Hacía viento y algo de fresco, como es normal en marzo y ella llevaba un abrigo largo que le cubría su traje de chaqueta y pantalón. Murphy nunca llevaba vestidos, aunque yo suponía que tendría unas piernas musculosas y bien formadas, como una gimnasta. Estaba hecha para la acción, los dos trofeos de campeonatos de aikido que tenía en su despacho lo demostraban. Tenía el pelo cortado por los hombros y alborotado por el viento primaveral. Iba sin pendientes y llevaba un maquillaje de calidad y cantidad suficiente para no distinguir si iba pintada o no. Parecía más una tía favorita o una madre jovial que una dura detective de homicidios.
—¿No tienes más chaquetas, Dresden? —me preguntó, mientras me acercaba a ella. Había muchos coches de policía mal aparcados enfrente del edificio. Me miró a los ojos una fracción de segundo y luego los apartó enseguida. Tenía mérito, era más de lo que la mayoría de la gente hacía. No era peligroso, a menos que te quedaras un rato mirándome, pero yo estaba acostumbrado a encargarme de que cualquiera que supiera que era un mago no me mirara a la cara.
Miré hacia abajo, a mi guardapolvos negro de lona, de tela pesada, de forro impermeable y unas mangas demasiado largas para mis brazos.
—¿Qué tiene de malo?
—Parece sacada del vestuario de El Dorado.
—¿Y?
Resopló, un sonido falto de tacto por parte de una mujer tan pequeña, y giró sobre sus talones para caminar en dirección a la puerta del hotel.
La alcancé y la adelanté un poco.
Apretó el paso y yo hice lo mismo. Nos echamos una carrera hasta la puerta delantera, cada vez más deprisa, a través de los charcos que había dejado la lluvia de la noche anterior.
Mis piernas eran más largas, por lo que llegué antes. Le abrí la puerta y le cedí el paso con galantería. Era nuestra guerra de siempre. Tal vez mis valores estén anticuados, pero soy de la vieja escuela. Creo que los hombres no deberían tratar a las mujeres como hombres con pecho más bajitos y débiles. Que me juzguen y me condenen si soy una mala persona por pensar así. Disfruto tratando a una mujer como una señora, abriéndole la puerta, invitándola a comer, regalándole flores… todas esas cosas.
A Murphy le saca de quicio, porque tuvo que luchar con uñas y dientes y jugar sucio con los hombres más horribles de Chicago para llegar tan lejos como lo ha llegado. Me fulminó con la mirada mientras yo seguía sosteniéndole la puerta abierta, pero había consuelo en ella, relajación. Encontró un extraño alivio en nuestro ritual, que normalmente le molestaba.
Bueno, ¿tan grave era lo del séptimo piso?
Subimos en el ascensor y se hizo un silencio repentino. A estas alturas, nos conocíamos lo suficiente como para que los silencios no fueran incómodos. Podía percibir bien a Murphy, sus estados de ánimo y su forma de pensar de manera instintiva; es algo que desarrollo cuando estoy cerca de alguien durante un tiempo. No sé si es un don natural o sobrenatural.
Mi instinto me decía que Murphy estaba tensa, tan tensa como la cuerda de un piano. No se le notaba en la cara, pero me di cuenta por la postura de sus hombros y el cuello, y la rigidez de la espalda.
O quizás yo lo estuviera proyectando en ella. El hueco del ascensor me ponía un poco nervioso. Me humedecí los labios y miré en el interior. Mi sombra y la de Murphy caían sobre el suelo y casi parecían estar allí repanchingadas. Había algo de esto que me molestaba, una persistente reaccioncilla que me crispaba los nervios. Cuidado, Harry.
Ella dejó escapar un fuerte resoplido cuando el ascensor empezó a pararse, tomó aliento de nuevo antes de que las puertas se abrieran, como si estuviera pensando en aguantar la respiración durante todo el tiempo que estuviéramos en esa planta y volver a respirar solo cuando volviéramos al ascensor.
La sangre tiene un olor particular, como pegajoso, casi metálico y el aire estaba impregnado de este olor cuando las puertas se abrieron. Se me contrajo un poco el estómago, pero tragué con valentía y seguí a Murphy fuera del ascensor, por el pasillo, donde pasamos a una pareja de polis uniformados, que me reconocieron y me saludaron con la mano sin pedirme que les enseñara la tarjetita plastificada que la ciudad me había dado. De acuerdo, incluso en el departamento de una gran ciudad como era el caso del departamento de policía de Chicago, no es que exactamente recurrieran a una multitud de asesores (creo que en el papeleo aparecía como colaborador vidente), pero bueno; poco profesional por parte de los pitufos.
Murphy me precedió en la habitación. El olor a sangre cada vez era más fuerte, pero no había nada truculento detrás de la puerta número uno. La habitación exterior de la suite era como un salón de ricos tonos en rojo y dorado, como un viejo decorado de los años 30: caro en apariencia, pero sin embargo, algo falso. Las sillas estaban tapizadas con piel oscura y suntuosa, y mis pies desaparecían bajo el pelo de una gruesa alfombra color marrón rojizo. Las cortinas de velvetón aterciopelado estaban corridas y, aunque las luces estaban encendidas, la habitación seguía estando demasiado a oscuras, con un toque demasiado sensual en las texturas y los colores. No era el tipo de sitio donde te sientas a leer un libro. Oí unas voces que venían de la puerta a mi derecha.
—Espera aquí un momento —me dijo Murphy. Después atravesó la puerta a la derecha de la entrada y pasó a lo que parecía el dormitorio de la suite.
Di unas vueltas por el salón con los ojos casi cerrados, fijándome en las cosas. Un sofá y dos sillas de piel, un equipo de música y una televisión en un centro de ocio de color negro brillante. Una botella de champán se calentaba en un soporte sobre el que había un recipiente lleno hasta el borde de lo que había sido hielo la noche anterior, y a su lado, dos copas vacías. Había un pétalo de rosa rojo en el suelo que desentonaba con las alfombras, pero ¿qué no lo hacía en aquella habitación?
A un lado, bajo la falda de uno de los sillones reclinables, había un trozo de tela satinada. Me agaché y levanté el faldón con una mano, con cuidado de no tocar nada. Un par de bragas de satén, un triangulo minúsculo de encaje en los bordes, rotas por uno de los extremos, como si las hubieran arrancado. Un poco pervertido.
El equipo de música era último modelo, aunque no de una marca cara. Cogí un lápiz del bolsillo y pulsé el botón de «play» con la goma de borrar. Una música suave y sensual llenó la habitación, un grave contrabajo, una percusión impulsora, una canción sin palabras, con los jadeos de una mujer como único fondo.
La música continuó un poco más y entonces empezó a saltar en una parte que duraba dos segundos, repitiéndola una y otra vez.
Me estremecí. Como he dicho, tengo este efecto sobre las máquinas. Tiene algo que ver con ser un mago, con trabajar con fuerzas mágicas. Cuanto más delicado y moderno sea el artilugio, más posibilidades hay de que algo se estropee si estoy cerca. Puedo acabar con una fotocopiadora que esté a cinco pasos.
—La suite del amoooor —dijo una voz de hombre, alargando la o—. ¿Qué piensas, amigo?
—Hola, detective Carmichael —le saludé sin darme la vuelta. La voz nasal y algo suave de Carmichael era inconfundible. Era el compañero escéptico de Murphy, convencido de que yo solo era un charlatán que estafaba a los ciudadanos el dinero que se habían ganado con el sudor de la frente—. ¿Te estabas guardando esas bragas para llevártelas a casa o no las habías visto?
Me volví y le miré. Era bajo, demasiado gordo y se estaba quedando calvo, tenía los ojos redondos y brillantes como cuentas, inyectados en sangre, y apenas tenía barbilla. Llevaba una chaqueta arrugada y tenía unas manchas de comida en la corbata, lo que servía para ocultar un agudo intelecto. Era un poli perspicaz y rematadamente implacable cuando buscaba asesinos.
Pasó junto a la silla y miró hacia abajo.
—No está mal, Sherlock —dijo—, pero esto es solo un preludio. Ya verás el plato fuerte. Te he traído hasta un cubo.
Se dio la vuelta y apagó el CD estropeado con un golpe de la goma de su propio lápiz.
Me quedé mirándole con los ojos muy abiertos para demostrarle lo aterrorizado que estaba, después pasé por su lado y entré en el dormitorio. Y me arrepentí. Miré, observé los detalles de forma automática, y poco a poco fui cerrando la puerta de la parte de mi cabeza que había empezado a gritar en el mismo instante que entré en la habitación.
Debió de haber sido en algún momento de la noche anterior, porque los cadáveres ya estaban rígidos. Estaban en la cama; ella sentada a horcajadas encima de él, con el cuerpo inclinado hacia atrás, con la espalda arqueada como una bailarina; las curvas de sus pechos formaban un precioso perfil. Él, un hombre delgado, de complexión fuerte, estirado debajo de ella, con los brazos extendidos, agarrando las sábanas de raso, recogidas en sus manos. Si hubiera sido una fotografía erótica, hubiera sido una imagen espectacular.
Excepto porque la caja torácica de los amantes en la parte superior izquierda de sus torsos se había dilatado hacia fuera, a través de la piel, dejando las costillas al descubierto como cuchillos desiguales y partidos. La sangre arterial que había salido de los cuerpos salpicaba todo hasta el espejo del techo, junto con una masa de carne gelatinosa que debía de ser lo que quedaba de sus corazones. Mientras los miraba, pude ver el interior de la cavidad superior de los cuerpos. Entonces me fijé en las paredes grisáceas de los pulmones inmóviles y los bordes de las costillas, que al parecer estaban forzadas hacia fuera y partidas por alguna fuerza interior.
No hay duda de que cortaba todo el potencial erótico.
La cama estaba en el centro de la habitación, lo que la dotaba de un énfasis sutil. El dormitorio estaba decorado igual que el salón: mucho rojo, mucho tejido lujoso, un poco exagerado a menos que se estuviera a la luz de las velas. De hecho, había velas en los apliques, pero ya estaban consumidas y apagadas.
Me acerqué más a la cama y caminé a su alrededor, chapoteando sobre la alfombra. La parte de mi cerebro que gritaba, encerrada a salvo tras las puertas del autocontrol y el estricto entrenamiento, continuaba farfullando. Intenté ignorarla. De verdad que lo hice, pero si no lograba salir de aquella habitación a toda prisa, iba a empezar a llorar como una niña pequeña.
Así que me fijé rápido en los detalles. La mujer tenía veintitantos años y estaba en muy buena forma. Al menos, parecía que lo había estado. Era difícil de decir. Tenía el pelo de color castaño, cortado a lo paje, y me pareció que estaba teñido. Sus ojos solo estaban abiertos en parte lo que solo me permitió ver que no eran oscuros. ¿Algo verdes?
El hombre puede que fuera cuarentón, y tenía la típica forma física de alguien que ha llevado una vida de entrenamiento. Tenía un tatuaje en el bíceps derecho, una daga alada, que estaba medio oculta por el tirón de las sábanas de raso. Había señales en los nudillos, profundas, y en el bajo vientre, una terrible cicatriz estrecha y arrugada que supuse que sería de una herida de cuchillo.
Había ropa tirada por el suelo; un esmoquin de él y de ella, un vestido tubo de color negro junto a unos zapatos de salón. Había un par de bolsos de viaje sin abrir y apartados a un lado con cuidado, seguramente por el portero.
Alcé la vista. Carmichael y Murphy me estaban observando en silencio. Me encogí de hombros hacia ellos.
—¿Y bien? —me preguntó Murphy—. ¿Estamos tratando con magia o no?
—Hubiera magia o no, lo que está claro es que tuvieron unas relaciones sexuales increíbles —recalqué.
Carmichael soltó una carcajada.
Yo también me reí un poco y eso fue justo lo que la parte que gritaba en mi cerebro necesitó para abrir de un portazo las puertas que yo había cerrado. El estómago se me revolvió y cuando empezaron las arcadas, salí tambaleándome de la habitación. Carmichael, fiel a su palabra, había puesto un cubo de acero inoxidable fuera de la habitación, donde caí de rodillas y vomité.
Solo tardé unos instantes en controlarme de nuevo, pero no quería volver allí dentro. No necesitaba ver otra vez lo que había. No quería verlos dos muertos, cuyos corazones habían estallado literalmente fuera de sus pechos.
Habían usado la magia para hacerlo, habían usado la magia para dañar a alguien y eso violaba la primera ley. Al Consejo Blanco le iba a dar una apoplejía colectiva. Aquello no había sido obra de un espíritu maligno o de una entidad malévola, o un ataque de una de las muchas criaturas del mundo fantástico, como los vampiros o los trolls. Había sido premeditado, un acto deliberado de un brujo, un mago o un humano capaz de aprovecharse de las energías fundamentales de la creación y la vida misma.
Era peor que un asesino. Era una perversión horrible y retorcida, como si alguien aporreara a otra persona hasta matarla con un Botticelli; convertía algo bello en un acto de destrucción total.
Si nunca lo has vivido, es difícil de explicar. La vida y sobre todo la consciencia, la inteligencia y las emociones de un humano crean la magia. El hecho de acabar con una vida con la misma magia que había nacido de ella era algo espantoso, de algún modo casi incestuoso.
Volví a incorporarme y estaba respirando con dificultad, agitando y probando el bilis en mi boca, cuando Murphy salió de la habitación con Carmichael.
—Está bien, Harry —dijo Murphy—. Venga, ¿qué crees que ha pasado aquí?
Me tomé un momento para ordenar mis ideas antes de contestar.
—Entraron. Tomaron algo de champán, bailaron un rato, se besuquearon, aquí, junto al equipo de música. Después fueron al dormitorio, donde estuvieron menos de una hora. Les pilló cuando estaban llegando al punto álgido.
—Menos de una hora —repitió Carmichael—, ¿cómo lo sabes?
—El CD dura solo una hora y diez minutos. Calcula unos minutos para bailar y beber y luego pasan al dormitorio. ¿Estaba sonando el CD cuando los encontraron?
—No —contestó Murphy.
—Entonces no dejaron el reproductor para que siguiera sonando. Supongo que querían música para que todo fuera perfecto, vista la habitación y lo demás.
Carmichael lanzó un gruñido, malhumorado.
—No es nada que no hayamos adivinado por nuestra cuenta —le dijo a Murphy—, será mejor que se le ocurra algo más que eso.
Murphy le lanzó una mirada a Carmichael de «cállate» y dijo en voz baja:
—Necesito algo más, Harry.
Me pasé una mano hacia atrás por el pelo.
—Hay solo dos formas de poder haber hecho esto. La primera es por evocación. La evocación es la manera más directa, espectacular y ruidosa de magia explícita o brujería, con explosiones, fuego y todo eso. Pero dudo mucho que haya sido un evocador.
—¿Por qué? —preguntó Murphy. Oí su lápiz deslizándose por el bloc que siempre llevaba consigo.
—Porque tienes que ver o tocar el sitio donde quieres que haga efecto —le contesté—, solo la línea visual. Esa mujer, o ese hombre, tendría que haber estado en la habitación con ellos. Sería difícil ocultar las pruebas forenses con algo así y alguien que fuera lo suficientemente hábil para conseguir un hechizo como ese, hubiera preferido usar un arma. Es más fácil.
—¿Cuál es la otra opción? —preguntó Murphy.
—La taumargia —dije—. Como es arriba, es abajo. A través de la energía algo que ocurre a pequeña escala, pasa a gran escala.
Carmichael resopló.
—¡Qué gilipollez!
Murphy parecía escéptica.
—¿Cómo funciona eso, Harry? ¿Podría hacerse desde otro sitio?
Asentí con la cabeza.
—El asesino necesitaría tener algo que le conectara con las víctimas: pelo, uñas, muestras de sangre… ese tipo de cosas.
—¿Cómo un muñeco vudú?
—Sí, exacto, es lo mismo.
—El pelo de la mujer está recién teñido —señaló Murphy.
Asentí.
—Tal vez si averiguaras a qué peluquería fue, podrías descubrir algo. No sé.
—¿Hay algo más que nos sirva de ayuda?
—Sí, el asesino conocía a sus víctimas. Creo que era una mujer.
Carmichael resopló.
—Me parece increíble que tengamos que sentarnos a escuchar esto. En el noventa por ciento de los casos el asesino conoce a la víctima.
—Cállate, Carmichael —le ordenó Murphy—. ¿Por qué lo dices, Harry?
Me levanté y me restregué la cara con las manos.
—Por cómo funciona la magia. Cada vez que la usas, viene de tu interior. Los magos tienen que concentrarse en lo que intentan hacer, visualizarlo, creer en ello, para que funcione. No puedes hacer que algo ocurra si no es parte de ti, de tu interior. El asesino podría haber matado a ambos y hacer que pareciera un accidente, pero prefirió hacerlo de esta manera. Para haberlo hecho así, tenía que quererlos muertos por motivos muy personales, para estar deseando llegar tan dentro de ellos. Venganza, quizá. A lo mejor estás buscando una amante o una esposa.
»También por el momento en el que murieron: justo cuando hacían el amor. No fue una coincidencia. Las emociones son como un canal para la magia, una vía que se puede usar para llegar hasta ti. Eligió el momento en el que estarían juntos y llenos de lujuria. Tenía muestras que usaría para concentrarse y lo tenía planificado con antelación. Estas cosas no se hacen a extraños.
—Mierda —se quejó Carmichael, pero esta vez era más una maldición al aire que algo dirigido a mí.
Murphy me fulminó con la mirada.
—Sigues hablando en femenino —me desafió—. ¿Por qué coño piensas eso?
Hice un gesto hacia la habitación.
—Porque no puedes hacer algo tan malo sin muchísimo odio —dije—. Las mujeres odian mejor que los hombres. Lo concentran mejor y lo sueltan mejor. Mierda, las brujas son muchísimo más malas que los magos. Tengo la sensación que esto ha sido una venganza femenina.
—Pero también puede haber sido cosa de un hombre —replicó Murphy.
—Bueno —evité contestar.
—Dios, eres un machista asqueroso, Dresden. ¿Es que solo una mujer haría algo así?
—Bueno, no, no lo creo.
—¿Qué no lo crees? —dijo Carmichael arrastrando las palabras—. Estás hecho un experto.
Los miré con el entrecejo fruncido. Estaba furioso.
—No he trabajado nunca en lo que se necesita para hacer explotar el corazón de alguien, Murph, pero en cuanto tenga ocasión, te aseguro que te lo comunicaré.
—¿Cuándo podrás decirme algo? —me preguntó Murphy.
—No lo sé. —Levanté una mano y me anticipé a su siguiente comentario—. No puedo controlar el tiempo, Murph. Ni siquiera sé si voy a poder averiguar algo, y mucho menos cuánto voy a tardar.
—A cincuenta pavos la hora, será mejor que no tardes mucho —gruñó Carmichael. Murphy le lanzó una mirada. No es que estuviera de acuerdo con él, pero tampoco le bajó los humos.
Aproveché la oportunidad para respirar hondo y relajarme. Finalmente volví a mirarlos.
—Vale, ¿quiénes son? —pregunté—. Las víctimas.
—No te hace falta saberlo —me cortó Carmichael.
—Ron —le llamó Murphy—, me vendría bien un café.
Carmichael se volvió hacia ella. No era alto, pero se le veía imponente al lado de Murphy.
—¡Ay, venga, Murph! Este tío te está tomando el pelo. No pensarás que va a ser capaz de decirte algo que merezca la pena oír, ¿no?
Murphy se quedó contemplando la cara sudorosa de su compañero, de ojos redondos y brillantes, con una fría prepotencia, tan intensa que hubiese podido con uno que midiera quince centímetros más que ella.
—Sin leche y dos terrones.
—Maldita sea —se quejó Carmichael. Me lanzó una mirada fría, pero sin acabar de mirarme a los ojos, después se metió las manos en los bolsillos de los pantalones y salió ofendido de la habitación.
Murphy le siguió hasta la entrada, sin hacer ruido, y cerró la puerta. De inmediato el salón se oscureció, faltaba el aire, con el sonriente demonio de su antigua intimidad barata que bailaba en el olor de la sangre y el recuerdo de los dos cadáveres de la habitación contigua.
—La mujer se llamaba Jennifer Stanton. Trabajaba para el Velvet Room.
Silbé. El Velvet Room era una agencia de acompañantes de lujo dirigida por una mujer que se llamaba Bianca. Bianca tenía un montón de mujeres guapas, encantadoras y graciosas, que complacían a los hombres más ricos de la zona por unos cientos de dólares la hora. Bianca vendía el tipo de compañía femenina que la mayoría de hombres solo ve en televisión y en las películas. También sabía que era una vampira de considerable influencia en el mundo fantástico. Tenía Poder, con «P» mayúscula.
Le había intentado explicar a Murphy otras veces el mundo fantástico. No acababa de comprenderlo, pero sí entendía que Bianca era una vampira follonera que a veces se peleaba por el territorio. Ambos sabíamos que si una de las chicas de Bianca estaba relacionada con el caso, la vampira lo estaría también de una u otra forma.
Murphy fue directa al grano.
—¿Tiene algo que ver con las disputas territoriales de Bianca?
—No —contesté—, a menos que la tenga con un brujo humano. Un vampiro, un brujo, incluso una bruja vampiresa, no podría haber logrado algo así fuera del mundo fantástico.
—¿Podría estar enfrentada con un brujo humano? —me preguntó Murphy.
—Es posible, pero no le pega. No es tan estúpida.
Lo que no le dije a Murphy era que el Consejo Blanco se aseguraba de que los vampiros que jugaran con profesionales de la magia mortales nunca vivieran para jactarse de ello. No le hablo a la gente normal del Consejo Blanco, no está bien visto.
—Además —continué—, si un humano quisiera llegar a ella atacando a sus chicas, sería mejor que estuviera fuera para matar a la chica y dejar al cliente sano y salvo, y así difundir la historia y ahuyentar la clientela.
—Psé. —Murphy no estaba muy convencida, pero anotó lo que había dicho.
—¿Quién era el hombre? —le pregunté.
Murphy alzó la vista, me miró un momento y dijo tranquilamente:
—Tommy Tomm.
Le guiñé un ojo para que supiera que no había revelado el misterio del siglo.
—¿Quién?
—Tommy Tomm —repitió—, el guardaespaldas de Johnny Marcone.
Ahora tenía sentido. El «caballero» Johnny Marcone había sido el matón que salió ganando después de que la familia Vargassi se disolviera por conflictos internos. El departamento de policía, después de años de una lucha despiadada e intercambios sangrientos con los Vargassi, veía en Marcone sus pros y sus contras. Johnny no toleraba excesos en su organización y no le gustaban los que iban por libre en su ciudad. A los atracadores, los ladrones de bancos y los traficantes de drogas que no eran parte de su organización siempre los acababan delatando o los entregaban a la policía o si no, simplemente desaparecían y no se volvía a saber de ellos.
Marcone era una influencia que civilizaba el crimen y donde actuaba, la delincuencia era más que nunca un problema en cuanto a magnitud. Un hombre de negocios extremadamente inteligente, con un ejército de abogados que trabajaban para él y le aislaban de la ley tras un cúmulo de deposiciones, papeles y grabaciones magnetofónicas. Los polis nunca lo hubiesen reconocido, pero a veces parecían casi reacios a perseguirle. Marcone era mejor que la alternativa: la anarquía del hampa.
—Recuerdo que oí que tenía una persona para encargarse de los asuntos desagradables —dije—. Supongo que ya no la tiene.
Murphy se encogió de hombros.
—Eso parece.
—¿Y qué harás ahora?
—Creo que seguiré la pista de este peluquero. Hablaré con Bianca y Marcone, pero ya te puedo adelantar lo que me van a decir.
Cerró la libreta con un movimiento rápido y sacudió la cabeza, irritada. Me quedé mirándola un minuto. Parecía cansada y se lo dije.
—Estoy cansada —contestó—, cansada de que me vean como una chiflada. Incluso Carmichael, mi propio compañero, piensa que me he pasado con todo esto.
—¿También piensa lo mismo el resto de la comisaría? —le pregunté.
—La mayoría de ellos ponen mala cara y hace un gesto como diciendo que estoy loca cuando creen que no estoy mirando, y archivan mis informes sin ni siquiera leerlos. El resto son los que han investigado cosas espeluznantes y están cagados de miedo. No creen en nada que no vieran en aquel programa de ciencias que emitían cuando eran pequeños.
—¿Y tú?
—¿Yo? —Murphy sonrió y se le formó una curva en los labios con una radiante expresión femenina, que le hacía parecer preciosa para ser una sargento—. El mundo se está viniendo abajo, Harry. Supongo que pienso que la gente es demasiado arrogante para creer que ya hemos aprendido todo lo que teníamos que saber del siglo pasado. ¿Y qué? Puedo tragarme que estemos justo ahora empezando a ver otra vez lo que está en la oscuridad a nuestro alrededor. Eso hace salir a la criticona que llevo dentro.
—Ojalá todos pensaran como tú —le dije—, así no me llamarían tantos cascarrabias.
Me siguió sonriendo, con picardía.
—¿Te imaginas un mundo donde todas las emisoras de radio pusieran ABBA?
Nos reímos. Por Dios, aquella habitación necesitaba un poco de diversión.
—Oye, Harry —dijo Murphy sonriendo. Vi que estaba dándole vueltas a la cabeza.
—¿Sí?
—Es respecto a lo que dijiste sobre averiguar cómo hizo esto el asesino, sobre que no estás muy seguro de si lo podrás hacer.
—¿Sí?
—Sé que es una tontería. ¿Por qué me mentiste?
Me puse tenso. Dios, era muy buena. O quizás no era yo muy buen mentiroso.
—Mira, Murph —dije—. Hay cosas que no se hacen.
—A veces tampoco quiero ponerme en la piel del canalla al que persigo, pero tienes que hacer todo lo que haga falta para acabar el trabajo. Sé a lo que te refieres, Harry.
—No —contesté al instante—, no lo sabes.
Y no lo sabía. No sabía nada de mi pasado o del Consejo Blanco o del destino de Damocles que se cernía sobre mi cabeza. La mayoría de días fingía que yo tampoco lo sabía.
Justo lo que el Consejo necesitaba era una excusa para culparme de violar una de las siete leyes de la magia, y el destino se cerniría sobre mí. Si empezaba a preparar una receta para un hechizo de asesinato y lo descubrían, esa sería la excusa perfecta.
—Murph, no puedo saber cómo funciona el hechizo. No puedo preparar lo que hace falta para hacerlo. ¿Es que no te das cuenta?
Me fulminó con la mirada sin mirarme a los ojos. Nunca había conocido a nadie que consiguiera hacerlo.
—Ah, sí, sí me doy cuenta. Me doy cuenta de que tengo un asesino suelto a quien no puedo pillar in fraganti. Me doy cuenta de que tú sabes algo que podría ser útil o al menos podrías descubrir algo. Y me doy cuenta de que si me dejas colgada, voy a sacar tu tarjeta de mis contactos y la voy a tirar a la basura.
Hija de puta. Mi asesoramiento al departamento de policía pagaba muchas de mis facturas. Vale, la mayoría de mis facturas. En el fondo la compadezco. Si estuviera yendo a tientas como ella, también estaría muy nervioso. Murphy no sabía nada de hechizos, rituales o talismanes, pero conocía la violencia y el odio humanos demasiado bien.
En realidad, no era como si fuera a hacer magia negra, me dije a mí mismo. Solo iba a ver cómo funcionaba. No era lo mismo. Estaba ayudando a la policía en una investigación, nada más. Quizá el Consejo lo entendería.
Sí, eso. Y quizá un día de estos iría a un museo de arte y conseguía una gran educación.
Un segundo más tarde Murphy me convenció. Me miró a los ojos en un arranque de atrevimiento antes de que los apartara, con la cara cansada, sincera y orgullosa.
—Necesito saber todo lo que puedas decirme, Harry. Por favor.
La clásica dama en apuros. Para ser una de esas mujeres liberadas y profesionales, sabía exactamente cómo desatar mis modales anticuados.
Me aguanté.
—Bien —dije—, bien. Empezaré esta noche.
Vaya tela, al Consejo Blanco le iba a gustar esta. Solo tenía que asegurarme de que no se iban a enterar.
Murphy asintió y dejó escapar el aire sin mirarme.
—Vámonos de aquí —dijo y se caminó hacia la puerta. No intenté adelantarla.
Cuando salimos, los polis uniformados todavía estaban holgazaneando por el pasillo. A Carmichael no se le veía por ningún sitio. Los forenses estaban por ahí, impacientes, esperando a que saliéramos. Después cogieron sus bolsas de plástico, las pinzas, las linternas y esas cosas y pasaron por nuestro lado en fila hacia la habitación.
Murphy con una mano se estaba peinando el pelo revuelto por el viento, mientras que esperábamos que el antiguo ascensor se tomara su tiempo para llegar a la séptima planta. Llevaba un reloj de oro, lo que me hizo acordarme de mi cita.
—Por cierto, ¿qué hora es?
Lo miró.
—Las dos y veinticinco, ¿por?
Solté un improperio y decidí bajar por las escaleras.
—Llego tarde a mi cita.
Casi las bajé volando. Después de todo, ya tenía práctica, y llegué al vestíbulo zumbando. Me las arreglé para esquivar a un portero que entraba por la puerta principal con un montón de equipaje y salí balanceándome hasta la acera, donde seguí corriendo. Tengo unas piernas muy largas para dar buenas zancadas. Corrí como el viento y mi guardapolvos negro se infló detrás de mí.
Estaba a varias manzanas de mi edificio y después de haber recorrido la mitad, empecé a caminar más lento. No quería llegar a mi cita con Mónica Marido-Perdido faltándome el fuelle, con el pelo revuelto y la cara chorreando sudor.
Estuve todo el invierno sin hacer ejercicio, por lo que estaba en baja forma y me costaba respirar. Estaba concentrado en recuperar el aliento y no me había fijado en el Cadillac azul marino hasta que paró a mi lado y un hombre bastante grande se bajó a la acera delante de mí. Tenía el pelo rojo fuerte y el cuello ancho. La cara era plana como si de pequeño le hubieran dado con una tabla varias veces, a excepción de sus cejas prominentes. Tenía los ojos azules y pequeños, que se estrecharon todavía más cuando me lo quedé observando.
Paré y retrocedí, luego me di la vuelta. Dos hombres más, ambos tan altos como yo, pero mucho más gruesos, aflojaron el paso. Al parecer me estaban siguiendo y tenían pinta de enfadados. Uno cojeaba un poco y el otro llevaba un corte de pelo moderno que con la ayuda de gomina se lo había peinado de punta. Me sentí como si estuviera otra vez en el instituto, rodeado de los temibles miembros del equipo de fútbol.
—¿Le puedo ayudar, señor? —le pregunté.
Busqué a algún poli, pero supuse que estaban todos en el Madison. A todos les gusta quedarse embobados.
—Suba al coche —me ordenó el que tenía delante. Uno de los otros abrió la puerta de atrás.
—Me gusta caminar, es bueno para el corazón.
—Si no entra en el coche, sus piernas lo lamentarán —gruñó aquel hombre.
Se oyó una voz en el interior del coche.
—Señor Hendriks, por favor, sea más educado. Señor Dresden, ¿me acompaña un momento? Esperaba llevarle de vuelta a su oficina, pero su salida repentina me lo hizo un tanto difícil. Tal vez me permita acompañarle el resto del camino.
Me incliné para mirar en el asiento de atrás. Un hombre de rasgos sencillos y apuesto, vestido con una chaqueta informal sport y unos Levi’s, se me quedó mirando con una sonrisa.
—¿Y usted es…? —le pregunté.
Sonrió aún más y juraría que le brillaron los ojos.
—Me llamo John Marcone. Quiero hablar de negocios con usted.
Me quedé mirándole fijamente un momento y luego aparté los ojos hacia el gran y excesivamente desarrollado señor Hendricks. El hombre gruñía mientras respiraba y parecía Cujo justo antes de saltar encima de la mujer del coche. No me apetecía pegarme puñetazos con Cujo y sus dos amigotes.
Así que entré en la parte trasera del Cadillac con el caballero Johnny Marcone.
El día estaba siendo muy completo y todavía llegaba tarde a mi cita.