Oí que el cartero se acercaba a mi oficina media hora antes de lo habitual. No sonaba como siempre, caminaba con pisadas más fuertes, con garbo, y silbaba. Era un chico nuevo. Silbó hasta llegar a la puerta, entonces se calló un momento y luego rió.
Después llamó.
Me estremecí. El correo me llega al buzón a menos que se trate de cartas certificadas, que no suelo recibir muchas, y en ese caso nunca son buenas noticias. Me levanté de la silla de mi despacho y abrí la puerta.
El nuevo cartero, que parecía un balón de básquet con patas y tenía la calva quemada por el sol, se reía del letrero del cristal de la puerta. Me miró y lo señaló con el pulgar.
—Está de broma, ¿no?
Leí el cartel (la gente de vez en cuando lo cambia), y negué con la cabeza.
—No, va en serio. ¿Me das mi correo, por favor?
—Ah, vale. En plan fiestas, espectáculos y cosas de esas, ¿no? —Miró por detrás de mí, como si esperara ver un tigre blanco o puede que alguna ayudante ligera de ropa pavoneándose por mi estudio.
Suspiré, no tenía ganas de que se burlara de mí otra vez, y traté de coger el correo.
—No, nada de eso. No hago fiestas.
Siguió agarrándolo e inclinó la cabeza con curiosidad.
—¿Y entonces, qué? ¿Uno de esos adivinos? ¿Cartas y bolas de cristal, ese tipo de cosas?
—No —le contesté—, no soy un vidente. —Tiré del correo.
Él no lo soltó.
—¿Pues qué es?
—¿Qué pone en el letrero de la puerta?
—Pone «Harry Dresden. Mago».
—Ese soy yo —confirmé.
—¿Un mago de verdad? —preguntó, con una amplia sonrisa, como si le estuviera contando un chiste—. ¿Qué hace hechizos y pócimas? ¿Qué trata con demonios y encantamientos? ¿Qué es sutil y se enfada a la mínima?
—No tan sutil. —Le arrebaté el correo de las manos y miré de forma significativa al sujetapapeles—. ¿Puedo firmar el recibo, por favor?
La sonrisa del nuevo cartero desapareció y en su lugar puso cara de pocos amigos. Me pasó el sujetapapeles para que firmara por la carta certificada (otro último aviso de mi casero) y dijo:
—Es un chiflado, eso es lo que es. —Volvió a coger el sujetapapeles—. Que tenga un buen día, señor.
Le miré mientras se marchaba.
—Típico —murmuré y cerré la puerta.
Mi nombre es Harry Blackstone Copperfield Dresden. Invócalo bajo tu propia responsabilidad. Soy un mago. Mi oficina está en los alrededores del centro de Chicago. Que yo sepa, soy el único mago profesional que ejerce abiertamente en el país. Me puedes encontrar en las páginas amarillas, en el apartado de magos. Te lo creas o no, soy el único que aparece ahí y mi anuncio dice:
HARRY DRESDEN-MAGO
Se encuentran objetos perdidos.
Investigaciones paranormales.
Asesoría. Consejos. Precios razonables.
No se hacen pócimas de amor, ni bolsos sin fondo,
ni fiestas u otros entretenimientos.
Te sorprenderías al saber cuánta gente llama solo para preguntarme si voy en serio. Pero si hubieras visto las cosas que yo he visto, si supieras la mitad de lo que yo sé, te preguntarías cómo puede pensar nadie que no voy en serio.
A finales del siglo XX y en los albores del nuevo milenio hubo un ligero renacimiento de lo paranormal en la conciencia de todos. Videntes, fantasmas, vampiros…, todo lo habido y por haber. La gente todavía no los tomaba en serio, pero todas las cosas que la ciencia nos había prometido nunca llegaron a cumplirse. Las enfermedades todavía eran un problema, el hambre todavía era un problema, la delincuencia, la violencia y las guerras todavía eran problemas. A pesar de los avances tecnológicos, las cosas no habían cambiado como todos esperaban y pensaban que lo harían.
En cierto modo, la ciencia había llegado a mancharse de imágenes de lanzaderas espaciales explotando, bebés de madres drogadictas y una generación de norteamericanos displicentes que habían permitido que la televisión educara a sus hijos. La gente buscaba algo, pero creo que no sabían qué; y aunque estaban otra vez empezando a abrir los ojos al mundo de la magia y a lo misterioso, que había estado con ellos todo el tiempo, todavía pensaban que yo tenía que ser un farsante.
Total, había sido un mes sin mucho movimiento o más bien un par de meses sin apenas actividad. No pagué el alquiler de febrero hasta el diez de marzo y parecía que incluso iba a tardar más en ponerme al día este mes.
El único trabajo que había tenido había sido la semana anterior, cuando había ido a Branson, Missouri, para investigar la supuesta casa encantada de un cantante country. No había sido el caso. El cliente no estaba contento con mi respuesta y todavía lo estuvo menos cuando le sugerí que dejara las drogas e intentara hacer algo de ejercicio y dormir, que viera si eso no ayudaba más que un exorcismo. Había conseguido que me pagaran los gastos por desplazamiento y una hora de trabajo, y me había marchado con la sensación de que había hecho lo más honesto, lo más honrado y lo menos práctico. Más tarde me enteré de que había contratado a un médium sinvergüenza para que fuera a celebrar una ceremonia con mucho incienso y velas negras. Hay gente para todo.
Terminé el libro de bolsillo y lo tiré a la caja de «acabados». Los libros ya leídos y de los que me había deshecho estaban apilados en una caja de cartón a un lado de mi escritorio, con los lomos doblados y las páginas destrozadas. No cuido nada los libros. Estaba mirando el montón de los no leídos, pensando en cuál sería el próximo en empezar, puesto que no tenía trabajo de verdad, cuando sonó el teléfono. Me quedé mirándolo con cara de mal genio. Los magos somos especialistas en inquietarnos. Después de que sonara tres veces, cuando creí que ya no parecería tan ansioso, descolgué:
—Dresden.
—Eeeh, ¿es usted, ummm, Harry Dresden? ¿Mmm, el mago?
El tono de la voz era de disculpa, como si temiera estar insultándome. No, pensé, soy Harry Dresden, el vago. Harry el mago es una puerta más abajo.
Estar de mal humor es la prerrogativa de los magos. Sin embargo, no lo es de los asesores autónomos que pagan con retraso el alquiler, así que en vez de hacer un comentario agudo, contesté a la mujer del teléfono:
—Sí, señora. ¿En qué le puedo ayudar?
—Mmm, no estoy segura —dijo—. He perdido algo y creo que tal vez usted me puede ayudar.
—Mi especialidad es encontrar objetos perdidos —respondí—, ¿qué tendría que buscar?
Se hizo un silencio tenso.
—A mi marido —respondió. Su voz era algo ronca, como la de una animadora después de un campeonato, pero se le notaba la edad suficiente como para calificarla de adulta.
Arqueé las cejas.
—Señora, no es que sea lo que se dice especialista en búsqueda de personas desaparecidas. ¿Se ha puesto en contacto con la policía o con un investigador privado?
—No —contestó rápidamente—. No, no pueden. Quiero decir, no lo he hecho. ¡Ay, Dios, es todo tan complicado! No es algo que se pueda hablar por teléfono. Siento haberle robado su tiempo, señor Dresden.
—Espere —me apresuré a decir—. Perdone, no me ha dicho su nombre.
De nuevo se hizo un silencio incómodo, como si estuviera comprobando unas notas antes de contestar.
—Llámeme Mónica.
La gente que sabe un poco de magos no nos quiere dar sus nombres. Están convencidos de que si nos enteramos del nombre por su propia boca, podríamos usarlo en su contra. Para ser sinceros, tienen razón.
Tenía que ser lo más cortés e inofensivo que pudiera. Ella estaba a punto de colgar por pura indecisión y yo necesitaba el trabajo. Si me lo curraba, seguramente encontraría al marido.
—De acuerdo, Mónica —le dije tratando de sonar tan melodioso y agradable como pudiera—. Si cree que su situación es de naturaleza paranormal, tal vez podría pasarse por mi oficina y hablar de ello. Si resulta que la puedo ayudar, bien, y si no, entonces la dirigiré a alguien que sea mejor ayuda. —Apreté los dientes y fingí una sonrisa—. Gratis.
Debió haber sido el hecho de decirle que no le cobraría nada. Accedió a pasarse por la oficina y me dijo que estaría allí en una hora, lo que significaba que llegaría aproximadamente a las dos y media. Tenía tiempo para salir, comer algo y volver para encontrarme con ella.
El teléfono sonó otra vez justo casi cuando lo colgaba y me sobresaltó. Le lancé una mirada escrutadora. No confío en los aparatos. Todo lo fabricado después de los años 40 es sospechoso y parece que no le gusto mucho. Absolutamente todo: coches, radios, teléfonos, televisores, vídeos… ninguno parece funcionar bien conmigo. Ni siquiera me gusta utilizar portaminas.
Contesté al teléfono con la misma falsa alegría que había empleado para atender a Mónica Marido-Perdido.
—Soy Dresden, ¿puedo ayudarle?
—Harry, te necesito en el Madison en diez minutos. ¿Podrás estar? —La voz al otro lado de la línea era también la de una mujer, impasible, enérgica y seria.
—¡Vaya, teniente Murphy! —Me deshice en amabilidad, desbordando sacarina—. Yo también me alegro de oírla. ¡Cuánto tiempo! La familia bien, gracias, ¿y la suya?
—Ahórratelo, Harry. Tengo aquí un par de cadáveres y necesito que eches un vistazo.
Enseguida me dejé de tonterías. Karrin Murphy era la directora de las investigaciones especiales del centro de Chicago, designada por el comisario de policía para investigar cualquier crimen calificado de inusual. Los ataques de vampiros, los trolls asaltantes y las hadas que secuestran niños no encajan muy bien en un informe policial, pero lo cierto es que atacan a gente, raptan a niños y dañan o destrozan casas; y alguien tiene que investigarlo.
En Chicago, o más bien en cualquier sitio del área metropolitana, esa persona era Karrin Murphy. Yo era su biblioteca andante de lo sobrenatural, además de asesor asalariado del departamento de policía. ¿Pero dos cadáveres? ¿Dos muertes por causas desconocidas? Nunca me había pedido que me encargara de algo así.
—¿Dónde estás? —le pregunté.
—En el hotel Madison de la décima avenida, séptima planta.
—A solo quince minutos a pie de mi oficina.
—Bien, así que estarás aquí en quince minutos.
—Ummm —vacilé. Miré el reloj. Mónica Sin-Apellido estaría aquí en poco más de tres cuartos de hora—. Tengo algo así como una cita.
—Dresden, pues yo tengo algo así como dos muertos sin sospechosos ni pista que seguir y un asesino suelto paseándose por ahí. Tu cita puede esperar.
Monté en cólera, lo hago de vez en cuando.
—No, en realidad no puede —repliqué—. Pero te digo una cosa, me pasaré por allí, echaré un vistazo y volveré para llegar a tiempo.
—¿Ya has comido? —preguntó.
—¿Qué?
Repitió la pregunta.
—No —contesté.
—No lo hagas. —Se hizo un silencio y cuando volvió a hablar había una especie de tono ingenuo en sus palabras—. Esto está muy mal.
—¿Cómo de mal, Murph?
Su voz se suavizó y eso me asustó mucho más que cualquier imagen sangrienta o de muerte violenta. Murphy era la típica chica dura y se sentía orgullosa de no mostrar nunca debilidad.
—Está muy mal, Harry. Por favor, no tardes mucho. Los de crímenes especiales se mueren por meter las zarpas en este caso y supongo que no te gusta que la gente toque la escena antes de que puedas echar un vistazo.
—Voy para allá —le dije, ya de pie y poniéndome la chaqueta.
—Séptimo piso —me recordó—. Hasta ahora.
—Vale.
Apagué las luces de mi oficina, salí por la puerta y cerré con llave, mientras fruncía el entrecejo. No estaba seguro de cuánto tiempo estaría investigando la escena de Murphy y no quería perderme la conversación con Mónica No-Preguntes. Así que abrí de nuevo la puerta, saqué un trozo de papel y una chincheta y escribí: «salgo un momento. Volveré para la cita a las 14.30h. Dresden».
En cuanto acabé, bajé las escaleras. Casi nunca uso el ascensor, aunque estoy en un quinto piso. Como he dicho, no me gustan las máquinas. Siempre se estropean cuando las necesito.
Aparte de eso, si yo fuera alguien en esta ciudad que usa la magia para matar a dos personas a la vez y no quisiera que me pillaran, me aseguraría de deshacerme del único mago en ejercicio que tiene una iguala con el departamento de policía. Decidí que tenía más posibilidades por el hueco de la escalera que en los apretados límites del ascensor.
¿Soy un paranoico? Es probable. Pero el hecho de que seas un paranoico no significa que no haya un demonio invisible a punto de comérsete la cara.