Capítulo 33

Me desperté en la parte de atrás de la camioneta de Michael, con fuertes dolores y mirando las estrellas y la luna. Sanya estaba sentado en la parte de atrás y me observaba. Michael yacía junto a mí, inmóvil.

—Se ha despertado —dijo Sanya cuando vio que me movía.

La voz de Murphy llegó procedente de la parte delantera de la camioneta.

—Harry, no te muevas ¿vale? No sabemos si tus heridas son graves.

—Vale —dije—. Hola, Murph. Debería haberse roto.

—¿El qué? —preguntó Murphy.

—El Sudario. Debería haberse roto como papel mojado. Eso sería lo lógico, ¿no?

Shh, Harry. No te muevas y no hables.

Me pareció un buen plan. Cuando volví a abrir los ojos estaba en la morgue.

Eso así, sin más, bastaría para estropearle el día a cualquiera.

Estaba tumbado sobre la mesa de autopsias y Butters, vestido con el uniforme quirúrgico y con carrito médico con todo el instrumental, se encontraba a mi lado.

—¡No estoy muerto! —grité—. ¡No estoy muerto!

Murphy apareció en mi campo de visión, y me puso una mano en el pecho.

—Ya lo sabemos, Harry. Tranquilo. Tenemos que sacarte la bala. No podemos llevarte al hospital. Están obligados a informar de las heridas de fuego.

—No sé —dijo Butters—. Este aparato de rayos X está bastante jodido. No estoy seguro de que muestre donde está la bala. Si no lo hago bien, la situación podría empeorar bastante.

—Lo puedes hacer —dijo Murphy—. Los aparatos modernos siempre funcionan mal cuando él está cerca.

Todo comenzó a dar vueltas.

Michael se acercó en algún momento a la mesa, me puso una mano sobre la cabeza y dijo:

—Tranquilo, Harry, ya casi está.

Y pensé: Genial. Me han enviado a un escolta armado para asegurarse de que voy al Infierno.

Cuando desperté de nuevo, estaba en un dormitorio pequeño. Había pilas de cajas y estanterías llenas de telas casi hasta el techo, y sonreí al reconocer el lugar. La habitación de invitados de los Carpenter.

En el suelo, junto a la cama, estaba el peto metálico de Michael. Había cuatro agujeros limpios por dónde habían pasado las balas. Me senté. Sentí una punzada de dolor en el hombro y reparé en que estaba cubierto de vendas.

Escuché un ruido en la puerta. Un pequeño par de ojos azules grisáceos asomaron por la ranura; era el pequeño Harry Carpenter que me miraba con cara de asombro.

—¡Hola! —le dije.

Dudó un momento, pero luego alzó los deditos regordetes y los movió a modo de saludo.

—Soy Harry —dije.

Él frunció el ceño y luego dijo:

—Aggry.

—Muy bien chico.

Salió corriendo. Un minuto después volvió. Sostenía un brazo muy por encima de su cabeza para alcanzar los dedos de su padre.

Michael entró en la habitación y me sonrió. Llevaba unos vaqueros, una camiseta blanca limpia y un brazo vendado. El corte de la cara estaba cicatrizando y tenía aspecto descansado y tranquilo.

—Buenas tardes —dijo.

Le dediqué una sonrisa cansada.

—Tu fe te protege, ¿eh?

Michael se agachó y dio la vuelta al chaleco metálico. Un material de color crema forraba el interior de la placa, y presentaba varios cortes profundos. Tiró de él y me mostró capas y capas de un tejido a prueba de balas que recubría unas planchas de cerámica colocadas para reforzar el peto.

—Mi fe me protege. Y mi chaleco Kevlar también ayuda.

Me reí un poco.

—¿Te obligó Charity a ponerte eso?

Michael cogió en brazos al pequeño Harry y se lo subió a los hombros.

—Lo hizo ella misma. Dijo que no iba a tomarse la molestia de hacer el peto para que luego me mataran de un tiro.

—¿Ella fabricó el peto? —pregunté.

Michael asintió.

—Toda la armadura. Antes trabajaba con motos.

El hombro me dio un latigazo de dolor lo bastante fuerte como para perderme el final de la frase.

—Perdona. ¿Qué decías?

—Decía que tienes que tomarte tu medicina. ¿Te apetece comer algo antes?

—Lo intentaré.

Comí algo de sopa. Fue agotador. Luego me tomé un analgésico y dormí sin sueños.

Durante los dos días siguientes, conseguí reconstruir lo sucedido a partir de lo que Michael me contó, y después, con lo que me dijo Sanya.

El gran ruso al final salió con bien de todo aquello. Marcone, después de sacarnos a Michael y a mí del agua, llamó a Murphy y le dijo dónde encontrarnos. Ella de hecho, ya venía de camino, y solo tardó un par de minutos en llegar.

Luego supimos que habían asesinado a todo el personal del tren. Los tres matones que inmovilizamos en uno de los vagones mordieron unas pastillas de cianuro y la policía los encontró muertos.

Murphy nos llevó a todos a la morgue de Butters en lugar de a Urgencias, porque en cuanto el hospital diera cuenta de mi herida de bala, Rudolph y compañía me harían la vida imposible.

—Debo de estar chalada —dijo Murphy cuando me visitó—. Te juro, Dresden, que como tenga problemas por esto, te vas a enterar.

—Hicimos lo que teníamos que hacer, Murph —dije.

Puso los ojos en blanco, pero dijo:

—Vi el cadáver del aeropuerto, Harry. ¿Lo conocías?

Miré por la ventana a los tres pequeños de Michael que jugaban en el jardín, vigilados por una paciente Molly.

—Era un amigo. Yo podría haber corrido la misma suerte.

Murphy se estremeció.

—Lo siento, Harry. Los que le hicieron eso, ¿se te escaparon?

La miré y dije:

—Yo me escapé de ellos. Creo que como mucho solo conseguí molestarlos.

—¿Qué pasará cuando vuelvan?

—No lo sé —contesté.

—Mal —dijo Murphy—. La respuesta a esa pregunta es que no lo sabes con seguridad, pero que si se da el caso, informarás a Murphy desde el primer momento. Te metes en menos líos cuando yo ando cerca.

—Eso es cierto. —Puse mi mano sobre la suya y dije—: Gracias, Murph.

—Vas a conseguir que vomite, Dresden —dijo—. Oh, y para que lo sepas, Rudolph está fuera de IE. Al ayudante del fiscal del distrito para el que trabajaba le ha gustado su estilo de lameculos.

—Rudolph, el Reno de Nariz Marrón —dije.

Murphy sonrió.

—Al menos me he librado de él. Ahora que se preocupen los de Asuntos Internos.

—Rudolph en Asuntos Internos. No me gusta nada.

—No te preocupes por eso ahora.

El cuarto día, Charity me examinó la herida y le dijo a Michael que ya podía marcharme. No me llegó a dirigir la palabra, lo que consideré una mejora con respecto a otras ocasiones. Aquella tarde, Michael y Sanya entraron en la habitación. Michael llevaba el viejo y castigado bastón de Shiro.

—Hemos recuperado las espadas —dijo Michael—. Esta es para ti.

—Vosotros haréis mejor uso de ella que yo —le dije.

—Shiro quería que la tuvieras tú —repuso Michael—. Oh, y tienes correo.

—¿Qué tengo qué?

Michael me entregó un sobre y el bastón. Cogí ambos, y miré con el ceño fruncido el sobre. Las letras escritas con tinta negra fluían con armonía por el sobre.

—«Para Harry Dresden», y además aparece tu dirección, Michael. La echaron al correo hace dos semanas.

Michael se encogió de hombros.

Abrí el sobre y encontré dos páginas. Una era una copia de un informe médico. La otra una hoja escrita a mano con una hermosa caligrafía, como la del sobre. Decía:

Querido Dresden:

Cuando leas esta carta, yo estaré muerto. No me han dado los detalles, pero sé que sucederán unas cuantas cosas en los próximos días. Te escribo ahora porque quizá no tenga oportunidad de decírtelo en persona.

Tu camino es con frecuencia oscuro. No siempre tienes el lujo del que disfrutamos nosotros, los caballeros de la Cruz. Nosotros luchamos contra los poderes de la oscuridad. Vivimos en blanco y negro, mientras que tú te enfrentas a todo un mundo de grises. Nunca es fácil elegir el camino a seguir.

Confía en tu corazón. Eres un buen hombre. Dios vive en corazones como el tuyo.

Adjunto a esta carta un informe médico. Mi familia lo conoce, aunque no se lo he mostrado a Michael ni a Sanya. Espero que te sirva como consuelo ante la elección que he tomado. No lloréis por mí. Adoro mi trabajo. Todos debemos morir. No hay mejor forma de hacerlo que luchando por lo que se ama.

Sed misericordiosos y fieles a la verdad.

Shiro.

Leí el informe médico mientras pestañeaba para enjugarme las lágrimas.

—¿Qué dice? —preguntó Sanya.

—Es de Shiro —contesté—. Estaba enfermo.

Michael me miró extrañado.

Le pasé el informe médico.

—Cáncer, terminal. Lo sabía cuando vino.

Michael lo cogió y dio un largo suspiro.

—Ahora lo entiendo.

—Pues yo no.

Michael pasó el informe a Sanya y sonrió.

—Shiro debía de saber que te necesitaba para detener a los denarios. Por eso cambió tu libertad por la suya. Y por eso aceptó la maldición en tu lugar.

—¿Por qué?

Michael se encogió de hombros.

—Porque te necesitábamos a ti. Tú tenías toda la información. Tú te diste cuenta de que Cassius se hacía pasar por el padre Vincent. Tú tenías contactos con la policía local, lo que te daba un mejor acceso a la información y a los medios para vaciar el aeropuerto cuando lo necesitáramos. Tú eras el único que podía pedir ayuda a Marcone.

—No estoy seguro de que eso diga mucho en mi favor —le contesté furioso.

—Dice que eras el hombre justo en el momento y lugar adecuados —dijo Michael—. ¿Y el Sudario? ¿Lo tiene Marcone?

—Eso creo.

—¿Cómo se lo quitamos?

—Nosotros no hacemos nada. Yo me encargo.

Michael me contempló por un momento y luego dijo:

—Está bien. —Se incorporó y añadió—: ¡Ah!, han llamado del tinte. Dicen que te cobrarán extra por retraso si no pasas a recoger tu ropa hoy. Yo tengo que hacer compra, si quieres te acerco.

—No tengo nada en el tinte —murmuré, pero acompañé a Michael.

Mi guardapolvos de cuero era lo que estaba en el tinte. Estaba limpio y le habían echado un tratamiento protector. En los bolsillos estaban las llaves de mi Escarabajo Azul, junto con un tique de aparcamiento. En la parte de atrás del tique, escrito con bonita caligrafía, ponía «Gracias».

Bueno, supongo que después de todo Anna Valmont no era una persona tan horrible.

Aunque yo siempre hago bastante el panoli ante una cara bonita.

Cuando volví a mi casa, encontré en mi buzón una postal con una foto de Río sin remite. Había un número. Llamé y tras un par de tonos contestó Susan:

—¿Harry?

—Harry —dije.

—¿Estás bien?

—Me dispararon —dije—. Pero me pondré bien.

—¿Venciste a Nicodemus?

—Logré escapar de él —dije—. Detuvimos la plaga, pero mató a Shiro.

—Oh —dijo en voz baja—. Lo siento.

—He recuperado mi chupa. Y mi coche. Así que no ha sido un fracaso total. —Mientras hablaba comencé a abrir mi correo.

Susan preguntó:

—¿Y el Sudario?

—Eso aún está pendiente. Marcone anda de por medio.

—¿Qué ocurrió? —preguntó.

—Me salvó la vida —dije—. Y la de Michael también. No tenía por qué hacerlo.

—Vaya.

—Sí. A veces tengo la sensación de que cuanto más viejo soy, más confuso es todo.

Susan tosió.

—Harry, siento no haberme quedado. Cuando recuperé el sentido, ya estábamos sobrevolando Centroamérica.

—No importa —dije.

—No sabía lo que Martin tenía planeado —dijo—. De verdad. Quería hablar contigo y con Trish y recoger unas cuantas cosas. Pensé que Martin solo venía para ayudar. No tenía ni idea de que su objetivo era matar a Ortega. Me utilizó para ocultar sus intenciones.

—No importa.

—No, sí que importa. Y lo siento.

Abrí un sobre, lo leí y grité:

—¡Oh, no me jodas!

—¿Qué?

—Acabo de abrir una carta. Es del abogado de Larry Fowler. El mamón me ha puesto una demanda por destrozarle el coche y el estudio.

—No lo puede demostrar —dijo Susan—. ¿No?

—Pueda o no, esto me va a costar una pasta en abogados. Cabrón hipócrita y traidor.

—Pues odio tener que darte más malas noticias. Ortega ha vuelto a Casaverde y se está recuperando. Ha convocado a sus mejores guerreros y va diciendo por ahí que volverá para matarte en persona.

—Ya cruzaré ese puente cuando lo tenga delante. ¿Has captado la sutil ironía? ¿Vampiros, cruzar, cruces? Dios, soy un cachondo.

Susan dijo algo en español a alguien y suspiró.

—Mierda, te tengo que dejar.

—¿Tienes monjas y huerfanitos que salvar? —pregunté.

—Mientras salto de edificio en edificio. Quizá sería conveniente ponerme ropa interior.

Esa idea me hizo sonreír.

—Ahora bromeas más que antes —dije—. Me gusta.

La imaginé con una sonrisa triste en sus labios mientras hablaba.

—Me tengo que enfrentar a un montón de cosas que dan mucho miedo —dijo—. Creo que hay que reaccionar de alguna forma. Así que o te ríes, o te vuelves loco… o te conviertes en alguien como Martin, cerrado a todos y todo y que procura no sentir nada.

—Por eso bromeas —dije.

—Lo he aprendido de ti.

—Debería abrir una academia.

—Quizá —dijo—. Te quiero, Harry. Ojalá todo fuera distinto.

Sentí un nudo en la garganta.

—Yo también.

—Te daré una dirección. Si alguna vez necesitas ayuda, búscame allí.

—¿Solo si necesito ayuda? —pregunté.

Susan suspiró lentamente y dijo:

—Sí.

Intente decir «vale», pero el nudo de la garganta no me dejaba hablar.

—Adiós, Harry —dijo Susan.

—Adiós —susurré.

Y así acabó todo.

Al día siguiente me despertó el timbre del teléfono.

—Hoss —comenzó Ebenezar—. Deberías ver las noticias. —Y colgó.

Me acerqué a la cafetería más próxima y le pedí a la camarera que pusiera el telediario. Lo hizo.

…un suceso extraordinario que nos recuerda a las historias de terror y de ciencia ficción que tenían como temática el cambio de milenio. Un objeto, que en principio parecía un asteroide procedente del espacio, impactó contra la Tierra a las afueras de la aldea de Casaverde, en Honduras.

La pantalla mostró una imagen tomada desde el aire donde se veía un enorme y humeante agujero en el suelo, y un círculo de casi un kilómetro de diámetro formado por árboles completamente tumbados. Más allá de aquel círculo de destrucción había un pueblo de aspecto muy humilde.

Sin embargo, las noticias que nos llegan de agencias de todo el mundo indican que el supuesto meteoro era en realidad un satélite soviético de comunicaciones desactivado y en órbita de colisión con la tierra. Las autoridades aún no disponen de datos sobre el número de muertos o heridos de este trágico y extraño accidente, pero parece improbable que ninguno de los habitantes de la mansión haya sobrevivido al impacto.

Me senté lentamente, con los labios apretados. Decidí que, después de todo, no me daba tanta pena que el asteroide Dresden fuera en realidad un viejo satélite soviético. Y tomé nota de que nunca debía enemistarme con Ebenezar.

Al día siguiente averigüé dónde estaba Marcone. No fue fácil. Tuve que tirar de algunos hilos del mundo espiritual para lanzarle un hechizo baliza. Pero es que, además, Marcone se sabía todos los trucos para desaparecer. Tuve que pedirle prestada la camioneta a Michael para poder seguirlo sin levantar sospechas. El Escarabajo quizá fuera mucho más sexi, pero también bastante más llamativo.

Cambió de coche dos veces y de alguna manera consiguió poner en marcha el equivalente mágico a un generador electromagnético inhibidor de frecuencia que inutilizó mi hechizo. Pero gracias a que supe reaccionar con rapidez y al uso inspirado de la taumaturgia, combinado con mis habilidades detectivescas, evité que se saliera con la suya.

Condujo hasta bien entrada la noche y aparcó en el aparcamiento de un hospital privado en Wisconsin. Se trataba de un centro para tratamientos terapéuticos prolongados. Se bajó del coche. Iba vestido con ropa informal y llevaba una gorra de béisbol, lo que por sí solo ya era lo bastante chocante como para pensar que ahí se cocía algo. Sacó una mochila del coche y entró en el edificio. Le di un poco de ventaja y luego lo seguí con ayuda de la baliza. Me quedé fuera, observando por la ventana los pasillos alumbrados, manteniendo las distancias, alerta.

Marcone se detuvo frente a una puerta y entró en la habitación. Yo lo observaba desde la ventana, sin perder detalle. La etiqueta que había en la puerta decía: «Mujer sin identificar», en grandes letras escritas con rotulador que se habían difuminado un poco con el paso del tiempo. En la habitación había una cama sencilla y en ella una mujer.

No era vieja. Yo diría que tendría entre dieciocho y veintipocos años. Estaba tan delgada que era difícil de decir. No parecía conectada a nada, pero las mantas que la cubrían no mostraban ninguna arruga. Eso, combinado con su aspecto cadavérico, me hizo pensar que aquella joven, fuera quien fuese, estaba en coma.

Marcone acercó una silla a la cama. Cogió un osito de peluche y se lo colocó en el ángulo interno del codo. Luego sacó un libro y comenzó a leer en alto, para ella. Estuvo allí sentado leyéndole una hora, después colocó una marca en el libro y lo volvió a guardar.

Luego buscó en la mochila y sacó el Sudario. Apartó la manta que cubría su cama y con mucho cuidado, extendió la Sábana Santa sobre la joven. Metió un poco los bordes por debajo de la cama para evitar que se resbalara. Después volvió a echarle la manta encima, se sentó de nuevo en la silla, e inclinó la cabeza hacia el pecho. Jamás me habría imaginado a Marcone rezando, pero leí en sus labios como repetía las palabras «Por favor» una y otra vez.

Esperó durante otra hora. Después, con el rostro demacrado y cansado, se incorporó y besó a la chica en la cabeza. Volvió a meter el osito en la mochila, se puso en pie y dejó la habitación.

Fui hasta su coche y me senté en el capó.

Marcone se detuvo en seco cuando me vio, después me miró fijamente durante un rato. Yo simplemente me quedé allí, sentado. Avanzó pesadamente hacia el coche y dijo en voz baja.

—¿Cómo me has encontrado?

—No fue fácil —contesté.

—¿Hay alguien más contigo?

—No.

Casi escuché los engranajes de su cerebro en funcionamiento. Se puso bastante nervioso. Consideró la posibilidad de matarme. Vi como luchaba consigo mismo para conservar la calma y al final decidía no precipitarse. Asintió una vez con la cabeza y dijo:

—¿Qué quieres?

—El Sudario.

—No —dijo. Había un punto de frustración en su voz—. Se lo acabo de poner.

—Ya lo he visto —dije—. ¿Quién es?

Sus ojos se apagaron y no dijo nada.

—Vale, Marcone —dije—. Me puedes entregar el Sudario o darle las explicaciones pertinentes a la policía cuando venga a registrar este lugar.

—No puedes hacer eso —dijo en un susurro—. No se lo puedes hacer a ella. La pondrías en peligro.

Abrí los ojos como platos.

—¿Es hija tuya?

—Te mataré —dijo con el mismo tono de voz—. Como se te ocurra respirar en su dirección, te juro que te mato, Dresden. Con mis propias manos.

Lo creí.

—¿Qué le ocurre? —pregunté.

—Estado vegetativo permanente —dijo—. Está en coma.

—Querías el Sudario para curarla —dije en voz baja—. Por eso ordenaste que lo robaran.

—Sí.

—Me parece que no funciona así —dije—. No es tan sencillo como darle a un botón.

—Pero quizá surta efecto —dijo.

Me encogí de hombros.

—Quizá.

—Pues a eso me aferró —dijo—. Es lo único que tengo.

Volví la vista hacia la ventana y guardé silencio durante un minuto. Luego, con las ideas más claras dije:

—Tres días.

Marcone frunció el ceño.

—¿Qué?

—Tres días —dije—. Tres es el número mágico. Y además ese fue el tiempo que Cristo estuvo envuelto en el Sudario. Después de tres días, tres amaneceres, deberías saber si surte efecto o no.

—¿Y luego?

—Luego devolverás la reliquia. La envolverás en papel marrón y se la entregarás al padre Forthill, de Santa María de los Ángeles —dije—. Sin notas. Sin nada. Solo se la entregarás.

—Y si no lo hago, la delatarás.

Negué con la cabeza y me puse en pie.

—No, no haré nada de eso. La tomaré contigo.

Me miró fijamente durante un buen rato y después su expresión se relajó.

—Está bien.

Y allí lo dejé.

La primera vez que vi a Marcone me engañó para que contemplara su alma. Aunque no conocía todos los datos, supe que tenía un secreto, algo que le daba la increíble voluntad y fuerza interior necesaria para dirigir uno de los imperios del crimen organizado más grandes del país. Había algo en él que acallaba sus escrúpulos, le hacía ser práctico y letal.

Ahora sabía cuál era su secreto.

Marcone seguía siendo uno de los malos. El dolor y el sufrimiento del emporio criminal que dirigía eran responsables de innumerables desgracias humanas. Quizá lo hiciera por una razón noble. Eso lo podía entender. Pero aquello no cambiaba nada. Las buenas intenciones de Marcone solo habían allanado un camino nuevo hacia el infierno.

Pero joder, ya no podía seguir odiándolo. No podía odiarlo porque no sabía si yo no hubiera hecho lo mismo en su lugar.

El odio es sencillo, pero el mundo no. Habría sido mucho más fácil odiar a Marcone.

Pero simplemente, no podía.

Unos cuantos días después, Michael organizó una barbacoa a modo de fiesta de despedida para Sanya que volvía a Europa ahora que el padre Forthill había recuperado el Sudario. Me invitaron, así que aparecí y me zampé unas ciento cincuenta hamburguesas. Cuando hube terminado, entré en la casa, pero me detuve para contemplar el cuarto de estar desde la puerta.

Sanya estaba sentado en un sillón reclinable con expresión confusa mientras escuchaba algo por teléfono.

—Otra vez —dijo.

Molly se sentó cruzando las piernas en el sofá que había al lado, con una guía telefónica en el regazo y mi lista de la compra que cogió en la casa del árbol sobre la guía. Tenía una expresión seria, pero sus ojos brillaban mientras trazaba una línea roja bajo otro teléfono del listado.

—¡Qué raro! —dijo, y leyó otro número.

Sanya comenzó a marcar.

—¿Hola? —dijo un momento después—. Hola señor. ¿Me podría decir si tiene Prince Albert en lata…? —Pestañeó de nuevo, frustrado e informó a Molly—. Me han vuelto a colgar.

—Qué raro —dijo Molly, y me guiñó un ojo.

Me alejé de allí antes de ahogarme con las carcajadas. Me contuve como pude y salí de nuevo al jardín. El pequeño Harry estaba allí solo, jugando con la hierba vigilado por su hermana desde el interior de la casa.

—¡Eh, chaval! —dije—. No deberías estar aquí fuera tú solo. La gente te puede acusar de ser un loco antisocial. Y cuando quieras darte cuenta, estarás vagando por las calles diciendo: ¿qué passsssa?

Escuché un sonido metálico. Algo brillante aterrizó en la hierba, junto a Harry y él inmediatamente se puso en pie, se balanceó y corrió a cogerlo.

Me estremecí de repente, me adelanté a sus intenciones y recogí del suelo una moneda de plata pulida antes de que el crío se agachara. Sentí como un ligero latigazo me subía por el brazo, y tuve la repentina e inexplicable impresión de que alguien, muy cerca, se despertaba de una siesta y se estiraba.

Alcé la vista y vi un coche en la calle, la ventanilla del conductor estaba bajada.

Nicodemus estaba al volante, relajado y sonriente.

—Nos veremos, Dresden.

Y se marchó. Aparté mi mano temblorosa de la moneda.

Ante mis ojos estaba el sello ennegrecido de Lasciel. Oí como se abría una puerta, y de forma instintiva, cogí la moneda y me la metí en el bolsillo. Di media vuelta y me encontré con Sanya. Tenía el ceño fruncido y se quedó mirando la calle. Resopló un par de veces y caminó hasta colocarse junto a mí. Volvió a olfatear un par de veces más y luego miró al bebé.

—Ajá —dijo—. Alguien se ha hecho caca. —Cogió al crío en brazos, y le hizo reír y gritar—. ¿Te importa si te robo a tu colega un minuto, Harry?

—Adelante —dije—. Yo me tengo que marchar ya.

Sanya asintió, sonrió y me ofreció su mano. La estreché.

—Ha sido un placer trabajar contigo —dijo Sanya—. Quizá nos volvamos a ver.

Sentía la moneda fría y pesada en mi bolsillo.

—Sí, quizá.

Me marché de la fiesta sin despedirme y me dirigí a casa. Durante todo el camino, oí algo, algo que susurraba de forma casi inaudible. Lo acallé cantando y desafinando en voz alta, y me puse manos a la obra.

Diez horas después, solté el pico y miré furioso el agujero de poco más de medio metro que había excavado en el suelo de mi sótano. La voz susurrante en mi cabeza ahora cantaba Sympathy for the Devil de los Stones.

—Harry —susurró una suave voz.

Arrojé la moneda al agujero. Luego coloqué a su alrededor un aro de acero de unos noventa centímetros de diámetro. Murmuré unas palabras e imbuí el anillo de acero de energía. Los susurros se interrumpieron de forma drástica.

Vertí dos cubos de cemento dentro del agujero y lo aplasté hasta que estuvo al mismo nivel que el resto del suelo. Después, salí corriendo del laboratorio y cerré la puerta tras de mí.

Mister se acercó reclamando atención. Me senté en el sofá y comenzó a frotarse el lomo contra mis piernas. Lo acaricié y contemplé el bastón de Shiro que descansaba en una esquina.

—Dijo que debo vivir en un mundo de grises. Que confíe en mi corazón. —Rasqué a Mister donde más le gustaba, detrás de la oreja derecha, y ronroneó contento. Mister, al menos de momento, parecía coincidir en que tenía el corazón en el lugar adecuado. Pero quizá no fuera muy objetivo.

Después de un rato, cogí el bastón de Shiro y contemplé su madera suave y vieja. El poder de Fidelacchius vibró en mis dedos. Había un solo signo japonés labrado en la funda. Cuando pregunté a Bob, me dijo que significaba simplemente «fe».

No era bueno aferrarse al pasado. No se puede pasar uno la vida mirando hacia atrás. Ni siquiera cuando no sabes lo que te espera más adelante. Todo lo que puedes hacer es seguir intentándolo, y tener fe en que mañana será como debería ser… aunque no se parezca a lo que esperabas.

Retiré la foto de Susan. Metí las postales en un sobre marrón. Cogí la cajita donde descansaba el insignificante anillo de compromiso que le ofrecí y que ella rechazó. Luego lo guardé todo en mi armario.

Dejé el bastón del anciano sobre la repisa de la chimenea.

Quizá hay cosas que no se pueden mezclar: como el aceite y el agua, el zumo de naranja y la pasta de dientes.

Susan y yo.

Pero mañana sería otro día.