Unos minutos después, la cosa se complicó. El helicóptero comenzó a dar bandazos de forma aleatoria, desviándose algunos metros en cualquier dirección. Si no me hubiera abrochado el cinturón, probablemente me habría golpeado la cabeza contra las paredes o el techo.
Marcone se puso unos cascos y habló por un micrófono. Escuchó lo que le respondían del otro lado y luego nos dijo a los demás a gritos:
—Puede que el vuelo sea un poco movidito. Los estabilizadores dependen del ordenador de a bordo que parece tener problemas. —Me miró directamente—. Y ya me imagino por qué.
Miré a mi alrededor, cogí otro par de cascos, me los puse y dije:
—Chúpamela.
—¿Cómo dices? —La indignada voz de Gard me llegó a través de los auriculares.
—Tú no, rubita. Hablaba con Marcone.
Marcone se cruzó de brazos con una media sonrisa.
—Tranquila, señorita Gard. La compasión dicta que debemos hacer algunas concesiones. El señor Dresden es un tipo incapacitado para la diplomacia. Deberían encerrarlo en un centro para los que carecen de tacto.
—Luego te diré yo lo que puedes hacer con el centro ese —dije—. Marcone, tengo que hablar contigo.
Marcone frunció el ceño y luego asintió.
—¿Cuánto tiempo tenemos antes de llegar a las vías del sur?
—Estamos sobrevolando una de ellas —respondió Gard—. Tenemos tres minutos para coger el tren.
—Avísame cuando lleguemos. Señor Hendricks, por favor seleccione el canal dos en los auriculares.
Hendricks no dijo nada y me pregunté por qué se habría molestado en ponerse los cascos.
—Bueno —la voz de Marcone me llegó tras un momento—. Ahora no nos oye nadie.
—¿Por qué no me lo dijiste? —pregunté.
—¿Por qué no te dije que no había enviado al señor Franklin a por ti?
—Sí.
—¿Me habrías creído?
—No.
—¿Habrías pensando que intentaba jugártela de alguna manera?
—Sí.
—Entonces, ¿para qué malgastar energía y hacer que te comieras la cabeza? Por lo general, eres un tipo bastante receptivo, si te dan tiempo. Y te conozco lo bastante como para saber que no quiero tenerte como enemigo.
Lo contemplé furioso.
Él arqueó una ceja y me miró a los ojos sin miedo ni hostilidad.
—¿Por qué quieres el Sudario?
—Eso no es asunto tuyo.
—En realidad sí que lo es —le espeté—. Literalmente. ¿Por qué lo quieres?
—¿Por qué lo quieres tú?
—Porque los denarios van a matar a mucha gente con él.
Marcone se encogió de hombros.
—Esa también podría ser mi razón.
—Sí, claro.
—Esto son negocios, Dresden. Y no puedo hacer negocios con un montón de cadáveres.
—¿Por qué no te creo?
Los dientes de Marcone relucieron.
—Porque si te dan tiempo, resultas un tipo bastante receptivo. Escuchamos un pitido en los auriculares y Gard dijo:
—Quince segundos, señor.
—Gracias —respondió Marcone—. Dresden, ¿por qué llevan el Sudario y la plaga a San Luis?
—Allí hay otro aeropuerto internacional —dije—. Es donde la TWA tiene su central. Y, joder, ya que están allí, podrían darse un chapuzón en el Misisipi.
—¿Y por qué no quedarse tranquilamente en Chicago?
Señalé a Michael y a Sanya con un movimiento de cabeza.
—Por ellos. Además supongo que Murphy y el IE les pondrían las cosas difíciles. Incluso los polis normales los andaban buscando.
Miró con curiosidad a Michael y Sanya.
—Supongo que sabrán cómo localizar el Sudario si acertamos con el tren.
—Sí —dije—. Y esto es lo que te propongo. Nos dejas en la estación y nosotros nos hacemos con el Sudario.
—Yo voy con vosotros —dijo Marcone.
—No, de eso nada.
—Siempre puedo ordenar a la señorita Gard que vuelva al aeropuerto O'Hare.
—Donde todos moriremos por la plaga, ya que no lograremos detener a los denarios.
—Quizá. Pero en cualquier caso, yo voy con vosotros.
Lo miré enfadado, luego negué con la cabeza y me recosté en el asiento, temblando.
—Eres un mamón. Un cabrón con pintas, Marcone.
Marcone sonrió solo con la boca.
—Qué bonito. —Miró por la ventana y dijo—: Mi gente me dice que solo hay tres trenes que salgan de Chicago con destino a San Luis esta noche. Dos de mercancías y uno de pasajeros.
—No irán en el tren de pasajeros —dije—. Llevan consigo armas y matones, no pueden.
—Así que tenemos un cincuenta por ciento de probabilidades de que sea este el que buscamos —dijo Marcone.
El helicóptero descendió hasta que los árboles que había junto a las vías se agitaron con el aire de los rotores. Eso es lo bonito del Medio Oeste. Te alejas treinta kilómetros del centro de cualquier ciudad y te encuentras rodeado de campo y granjas. Miré por la ventana y vi un largo tren avanzar por las vías.
Michael se puso tieso de repente en su asiento y me hizo una señal con la cabeza.
—Es ese —le dije a Marcone—. ¿Y ahora qué?
—Este helicóptero se lo compré a la Guardia Costera. Está equipado para realizar operaciones de rescate. Nos bajarán con una cuerda al tren.
—¿Estás de coña, no?
—Las cosas que merecen la pena siempre cuestan, Dresden. —Marcone se quitó los auriculares e informó de su idea a Sanya y Michael a gritos. La reacción de Sanya fue como la mía, pero Michael solo asintió y se desabrochó el cinturón de seguridad. Marcone abrió un compartimento y sacó varios arneses de nailon. Se puso uno y nos pasó el resto a los demás. Después deslizó la puerta lateral del helicóptero. El viento llenó la cabina. Marcone abrió un armarito y comenzó a desenrollar un cable. Dentro vi una polea mecánica. Marcone pasó el cable por una argolla que estaba sujeta a la parte exterior de la puerta y dijo:
—¿Quién va primero?
Michel dio un paso al frente.
—Yo.
Marcone asintió con la cabeza y enganchó el cable a su arnés. Un minuto después, Michael saltaba del helicóptero. Marcone le dio a un botón que había junto a la polea y el cable comenzó a desenrollarse. Marcone lo observó con atención y asintió:
—Ya está en el tren.
El cable volvió a subir y Sanya se acercó a la puerta. Tardó un par de minutos y me pareció que el helicóptero se movía demasiado, pero Marcone al final asintió.
—Dresden.
Mientras Marcone comprobaba mi arnés y me enganchaba al cable, noté que tenía la boca seca. Después gritó:
—¡Abajo!
Yo no quería bajar, pero también tenía muy claro que no iba a rajarme con Marcone ahí delante. Cogí con fuerza mi bastón y mi varita, comprobé que la espada de Shiro estaba bien sujeta a mi espalda y salté. Me balanceé un poco en el aire y luego noté como bajaba.
El aire que levantaba el helicóptero prácticamente me cegó, pero cuando por fin conseguí mirar a mi alrededor pude ver el tren a mis pies. Nos estaban bajando al coche inmediatamente anterior al vagón de cola, un gran contenedor de metal de techo plano. El helicóptero apuntaba con un potente reflector al tren, y pude distinguir a Michael y Sanya agachados, mirando como bajaba.
Me balanceé y columpié como si fuera el primer yoyó de un niño. Me di en las piernas con las ramas de un árbol lo bastante fuerte como para que me dejara señal. Cuando ya estuve más cerca, Michael y Sanya me agarraron y consiguieron que me posara sobre el tren sin mayores consecuencias.
Marcone también bajó, con su escopeta al hombro. Supuse que Hendricks era el que manejaba la grúa. Los caballeros ayudaron a Marcone a tomar tierra sin problemas y él mismo se desenganchó. El cable se balanceó en el aire y el helicóptero giró y cogió altura, desviando al mismo tiempo su reflector. Mis ojos tardaron un momento en ajustarse a la brillante luna, mientras tanto, me mantuve agachado para no perder el equilibrio.
—Harry —gritó Michael—. ¿Adónde vamos ahora?
—Hacia la locomotora. Buscad un furgón —le dije—. Un vagón donde les resultara fácil colarse.
Michael asintió con la cabeza.
—Sanya, vigila la retaguardia.
El gran ruso sostenía su fusil como un soldado bien entrenado y se colocó el último de nuestro grupo para vigilar nuestras espaldas. Michael, con una mano en la espada, se puso en cabeza, avanzando con la agilidad y la decisión de un predador.
Miré a Marcone y le dije:
—Yo no voy a ninguna parte contigo detrás.
Marcone volvió a sonreír y se quitó la escopeta del hombro. Él también parecía un soldado entrenado. Se situó detrás de Michael en la cola.
Me aparté el viejo guardapolvos hasta que quedó sujeto detrás de mi pistola, dejándome así libertad de movimientos para desenfundar. Probablemente yo no tenía un aspecto muy marcial. Probablemente parecería más un personaje salido de un spaghetti Western. Comencé a caminar detrás de Marcone, con mi bastón en la mano izquierda y mi varita en la derecha.
Fuimos avanzando sobre el tren de mercancías en movimiento igual que en esas pelis del Oeste que todos hemos visto. Si no hubiese tenido fiebre y náuseas, quizá hubiera disfrutado.
Michael se agachó de repente y alzó un puño a la altura de la oreja. Marcone se detuvo inmediatamente, y se agachó con el fusil colgado del hombro. Un puño cerrado significa «alto», vale. Yo también me puse en cuclillas.
Michael se dio media vuelta, se señaló con dos dedos los ojos, alzó tres dedos y apuntó al furgón que teníamos justo delante. Yo interpreté que había visto a tres de los malos en el vagón. Michael hizo un gesto a Sanya y el ruso se adelantó sigilosamente. Michael me señaló a mí y luego a la parte trasera del tren. Asentí con la cabeza y me dispuse a vigilar la retaguardia.
Miré por encima del hombro y vi como Michael y Sanya descendían por el hueco entre dos vagones y desaparecían de mi vista.
Cuando volví a fijarme en la parte trasera del tren, vi una pesadilla corriendo sobre los furgones hacia mí.
Cualquiera que fuera el proceso que desembocó en la creación de aquella criatura, no debió de ser muy agradable. Delgada y con cuatro patas, se asemejaba a un gato. Pero no tenía pelo. Su piel era como el cuero, y estaba cubierta de arrugas y manchas. Su cabeza estaba a medio camino entre la de un jaguar y un jabalí. En su boca abierta y babeante pude ver unos colmillos que se proyectaban hacia fuera y otros que permanecían ocultos dentro de sus fauces. Sus movimientos eran rápidos, aunque poco gráciles.
Dejé escapar un grito ahogado al tiempo que alzaba mi varita mágica. Canalicé mi energía a través de ella, grité y lancé un rayo que lo alcanzó en la cara justo cuando saltaba sobre mí. Emitió un quejido escalofriante y luego se estremeció de dolor mientras saltaba y caía por un costado del vagón.
El fuego me cegó por un momento, dejando un punto verde brillante en mi campo de visión. Oí como se acercaba el siguiente, pero no pude verlo. Me tiré al suelo bocabajo y grité:
—¡Marcone!
Escuché tres disparos deliberadamente espaciados en el tiempo. Luego la cosa chilló, pero no pude verlo hasta que mis ojos no se ajustaron de nuevo a la oscuridad. Su cuerpo yacía sobre el vagón a no más de tres metros de mí. Arrastraba las patas traseras mientras luchaba por avanzar ayudándose solo de una garra.
Marcone se acercó, alzó la escopeta y le descerrajó tranquilamente un tiro entre ceja y ceja. La criatura se retorció, se desplomó y su cuerpo comenzó a resbalar laxo por el costado del tren.
Marcone lo siguió con la mirada.
—¿Qué era eso?
—Una especie de perro guardián —dije.
—Interesante. ¿Un demonio?
Me puse en pie.
—Lo dudo. Los demonios suelen ser bastante más duros de pelar.
—¿Pues entonces qué era?
—¿Y yo qué coño sé? También es la primera vez que los veo. ¿Dónde están Michael y Sanya?
Fuimos a buscarlos. El siguiente era un vagón vacío, con listones de madera bastante separados y sin techo. Parecía de esos que se usaban para transportar ganado. Dentro había tres hombres, inconscientes o muertos. Michael escaló por la pared opuesta del furgón y pasó al siguiente vagón.
Nosotros bajamos al furgón.
—¿Están muertos? —preguntó Marcone.
—Están durmiendo la siesta —dijo Sanya.
Marcone asintió.
—Deberíamos rematarlos. Estos tipos son fanáticos. Como se despierten, nos atacarán sin pensárselo dos veces, vayan armados o no.
Lo miré fijamente.
—No vamos a matarlos a sangre fría.
—¿Y por qué razón no?
—Cállate, Marcone.
—Ellos no serían tan magnánimos. Y si los dejamos vivir, seguramente los denarios los utilizarán para causar dolor y muerte. Esa es su función.
—No los vamos a matar.
Los labios de Marcone se curvaron en una amarga sonrisa.
—Ya me lo imaginaba. —Abrió un compartimento de su cinturón y le tiró a Sanya un par de esposas. El ruso las cogió en el aire y esposó a los hombres juntos, después los enganchó con la otra esposa a un hierro del vagón.
—Vamos —dijo Marcone—. Supongo que ahora solo nos queda esperar que esos tipejos no se coman la mano hasta la muñeca para liberarse.
—¡Sanya! —La voz de Michael resonó por encima del ruido del tren y de repente, un resplandor de brillante luz blanca se alzó sobre el siguiente vagón. A continuación escuchamos el sonido del acero contra el acero.
Sanya me lanzó su rifle de asalto. Lo cogí y se puso a escalar por los tablones para salir del furgón. Se ayudó con el brazo derecho mientras el izquierdo, herido, colgaba inerte; así alcanzó la parte superior del furgón de ganado. Permaneció allí quieto, desenvainó a Esperacchius en un resplandor de más luz blanca y se arrojó al siguiente vagón con un fuerte rugido.
Dejé caer mi varita y toqueteé el fusil de asalto en busca del seguro. Marcone dejó su escopeta de caza a un lado y dijo:
—Acabarás haciéndote daño. —Me quitó el fusil de asalto de las manos, comprobó un par de cosas sin necesidad de mirar el arma, luego se lo colgó del hombro y se dispuso a salir del furgón. Yo murmuré entre dientes y subí por los tablones de madera detrás de él.
El siguiente vagón era otra caja de metal. Las espadas de Michael y Sanya brillaban como el sol y yo tuve que protegerme los ojos ante su resplandor. Estaban el uno junto al otro, dándome la espalda y mirando hacia la parte delantera del tren.
Nicodemus estaba frente a ellos.
El señor de los denarios vestía una camisa de seda gris y pantalones negros. Llevaba el Sudario enrollado alrededor de su cuerpo, dejando un hombro libre, como si fuera un participante en un concurso de belleza. La soga de su cuello ondeaba con el viento hacia la cola del tren. Sostenía una espada en sus manos, una catana japonesa con una empuñadura desgastada. El extremo de su hoja estaba manchado de sangre. Mantenía la espada a su lado y en sus labios lucía una sonrisita; parecía relajado.
Michael miró hacia atrás de reojo y vi un hilo de sangre en su mejilla.
—Atrás, Harry.
Nicodemus atacó en cuanto Michael se distrajo un momento. El arma del denario pareció desdibujarse y Michael apenas consiguió parar el golpe con Amoracchius. Perdió el equilibrio y permaneció con una rodilla en tierra durante un segundo terrible, pero Sanya gritó y atacó, describiendo con su espada silbantes arcos y obligando a Nicodemus a retroceder. El ruso acorraló al denario contra el lado más alejado del vagón.
Me di cuenta de la trampa y grité:
—¡Sanya, atrás!
El ruso no pudo contrarrestar por completo el impulso que llevaba hacia delante, pero giró y se tiró a un lado. Justo en ese momento, unas cuchillas de acero salieron disparadas desde el interior del vagón. El metal del tejado chirrió cuando las cuchillas lo perforaron, alzándose por encima del techo un metro o metro y medio. No alcanzaron a Sanya por un pelo. Nicodemus se volvió para acosar al ruso.
Michael se puso en pie, hizo girar la pesada hoja de Amoracchius y atravesó tres veces el tejado del vagón. Una sección triangular de unos noventa centímetros de ancho cayó al suelo del furgón, revelando un brillo anaranjado en los bordes del metal causado por el calor que despedía el acero de la espada. Michael saltó al furgón por el agujero y desapareció.
Yo alcé mi varita mágica y me centré en Nicodemus. Él me miró y movió la muñeca en mi dirección.
Su sombra recorrió el techo del furgón y me golpeó. Me arrancó la varita mágica de la mano, la arrastró por el aire y luego la hizo astillas.
Sanya gritó cuando una cuchilla atravesó el techo del vagón y le hirió en una pierna. Cayó sobre una rodilla.
A continuación, una luz brillante resplandeció desde el interior del vagón y alumbró a los combatientes. Unos destellos blancos escaparon por los agujeros que las cuchillas habían hecho en el metal. Escuché al demonio Deirdre gritar bajo nuestros pies, y las cuchillas que acosaban a Sanya desaparecieron.
Nicodemus rugió. Hizo girar una mano en mi dirección y su sombra me arrojó las astillas de mi varita mágica a la cara, silbando como si fueran balas. Entre tanto, Nicodemus se lanzó de nuevo a por Sanya con la luz de la luna reflejada en su espada.
Alcé los brazos a tiempo para desviar las astillas, pero no pude ayudar a Sanya. Nicodemus le arrebató de un golpe la espada y la arrojó a un lado. Sanya rodó y logró esquivar la catana que le habría cortado la cabeza. Pero al hacerlo, dejó el brazo herido en el suelo y Nicodemus aprovechó para aprisionarlo con el talón de su bota.
Sanya gritó de dolor.
Nicodemus alzó su espada para asestarle el golpe final.
Entonces Caballero Johnny Marcone abrió fuego con el Kalashnikov.
Marcone disparó tres rápidas andanadas. La primera le destrozó el pecho y el cuello, justo por encima del Sudario. La segunda le dio en el brazo y el hombro opuestos al Sudario, y logró separarlos del torso. La última ronda de tiros le destrozó la cadera y el muslo del lado opuesto a donde colgaba el Sudario. El rostro de Nicodemus se ensombreció de rabia, pero las balas lo habían despedazado, así que saltó del vagón y desapareció.
Abajo se produjo otro chillido demoníaco y escuchamos ruido de metal. Los gritos comenzaron a alejarse hacia la cabecera del tren, y un momento después Michael subía los peldaños de la escalera situada en el costado del vagón, con la espada envainada.
Salté hacia delante y corrí hacia Sanya. La pierna le sangraba mucho. Él ya se había quitado el cinturón, y yo le ayudé a colocárselo alrededor de la pierna para hacerle un torniquete.
Marcone se acercó al lugar donde había caído Nicodemus, frunció el ceño y dijo:
—¡Joder! Debería haber caído fulminado aquí mismo. Ahora tendremos que volver a por el Sudario.
—No, de eso nada —dije—. No lo has matado. Probablemente solo has conseguido cabrearlo.
Michael pasó por delante de Marcone para ayudar a Sanya, mientras se arrancaba una tira de su capa blanca.
—¿Tú crees? —preguntó Marcone—. Las heridas parecían bastante serías.
—Es que no creo que se le pueda matar —repuse.
—Interesante. ¿Puede correr más rápido que un tren?
—Probablemente —dije.
—¿Tienes más munición? —preguntó Marcone a Sanya.
—¿Dónde está Deirdre? —pregunté a Michael.
Él negó con la cabeza.
—Herida. Se abrió camino a través de la pared del vagón y pasó al siguiente. Era demasiado arriesgado perseguirla yo solo con tan poco espacio para maniobrar.
Me incorporé y volví con dificultad al furgón de ganado. Bajé al interior para recuperar mi bastón. Después de un momento de duda, también cogí la escopeta de Marcone y comencé a subir de nuevo.
Y resultó que al final yo estaba equivocado. Nicodemus no corría más rápido que el tren.
Volaba más rápido que el tren.
Apareció deslizándose por el cielo con su sombra extendida como si fuera una inmensa ala de murciélago. Su espada resplandeció mientras apuntaba con ella a Marcone. Los reflejos del mafioso harían que una serpiente al ataque pareciera lenta; se agachó y rodó, apartándose de la espada del denario.
Nicodemus avanzó hasta el siguiente vagón y aterrizó frente a nosotros con las rodillas flexionadas. Un sello brillante había aparecido en su frente, era un signo retorcido que producía náuseas con solo mirarlo. Su piel estaba estropeada y fea allí donde las balas lo habían alcanzado, pero seguía de una pieza, y mejoraba con cada segundo que pasaba. Tenía el rostro deformado por la rabia y una especie de dolor delirante. Su sombra avanzó flotando, sobrevoló el vagón sobre el que Nicodemus se había posado y luego desapareció en el hueco que separaba su coche del nuestro.
Se produjo un chirrido y nuestro vagón se agitó. Después escuchamos como se desgarraba algo metálico y el furgón comenzó a temblar.
—¡Ha desenganchado los vagones! —grité, y en ese momento el vagón de Nicodemus comenzó a alejarse, al tiempo que el nuestro perdía velocidad. El espacio que los separaba era cada vez mayor.
—¡Id! —gritó Sanya—. ¡Estaré bien!
Michael se puso en pie y se lanzó al otro vagón sin dudarlo. Marcone tiró el fusil de asalto y corrió hacia el espacio vacío. Cogió impulso, saltó, agitó los brazos como un molino y acabó aterrizando, por los pelos, sobre el techo del otro vagón.
Yo subí a lo alto del vagón e hice lo mismo. Imaginé lo que sería no llegar al otro furgón y aterrizar sobre las vías, delante del resto del convoy. Incluso sin locomotora, el simple impulso bastaría para matarme. Tiré la escopeta de Marcone y me aferré al bastón. Al saltar, incliné el bastón con fuerza hacia atrás y grité: ¡forzare!
La fuerza bruta que mandé hacia atrás me empujó hacia delante. De hecho, me lanzó demasiado hacia delante. Aterricé más cerca de Nicodemus que de Michael o Marcone, aunque por lo menos no caí en plancha a sus pies.
Michael se adelantó para colocarse a mi lado y un segundo después Marcone hacía lo mismo con una pistola automática en cada mano.
—El chico no es muy rápido, ¿verdad Michael? —dijo Nicodemus—. Tú eres un oponente adecuado, supongo. No tan experimentado como deberías, pero es difícil encontrar alguien con más de treinta o cuarenta años de experiencia, y no digamos ya con siglos. Tiene menos talento que el japonés, pero claro, él puso el listón muy alto.
—Devuelve el Sudario, Nicodemus —gritó Michael—. No te pertenece.
—Oh, sí, claro que sí —repuso Nicodemus—. Desde luego no serás tú quien me detenga. Y cuando haya acabado contigo y con el mago, volveré a por el chico. Mataré tres caballeros de un tiro, como si dijéramos.
—No vale que haga chistes malos —murmuré—. Esa es mi especialidad.
—Al menos a ti no te ha ignorado por completo —dijo Marcone—. Me siento ofendido.
—¡Eh! —grité—. Nick, ¿puedo hacerte una pregunta?
—Por favor, adelante mago. En cuanto comience la lucha, no tendrás oportunidad de preguntar nada.
—¿Por qué? —dije.
—¿Cómo dices?
—¿Por qué? —pregunté de nuevo—. ¿Por qué coño haces esto? O sea, entiendo por qué robaste el Sudario. Necesitabas una pila mayor. ¿Pero por qué la plaga?
—¿Has leído el libro del Apocalipsis?
—Últimamente no —admití—. Pero no me creo que tu objetivo sea desencadenar el fin del mundo.
Nicodemus negó con la cabeza.
—Dresden, Dresden. El apocalipsis no es un acontecimiento. Al menos, no es ningún acontecimiento específico. Un día, estoy seguro, se producirá un apocalipsis que suponga el fin de todo, pero dudo que lo que tengo planeado lo desencadene.
—Entonces, ¿por qué lo haces?
Nicodemus me contempló durante un momento y luego sonrió.
—El apocalipsis es un estado mental —dijo entonces—. Una creencia. El sometimiento a lo inevitable. Es la angustia por el futuro. Es la muerte de toda esperanza.
Michael dijo en voz baja:
—Y en esa clase de atmósfera hay más sufrimiento. Más dolor. Más desesperación. Más poder para el inframundo y sus siervos.
—Exacto —dijo Nicodemus—. Tenemos a un grupo terrorista listo para colgarse la medalla de la plaga. Seguramente provocará represalias, protestas, violencia. Todo tipo de reacciones.
—Y estaremos un poco más cerca del fin —dijo Michael—. Así es como él concibe el progreso.
—Me gusta considerarlo como simple entropía —puntualizó Nicodemus—. En realidad la verdadera cuestión es ¿por qué os interponéis? Así es como funciona el universo, caballero. Las cosas se destruyen. No tiene sentido resistirse.
En respuesta, Michael desenvainó su espada.
—Aparta —me dijo Michael—. Déjamelo a mí.
—Michael…
—En serio. —Avanzó hacia Nicodemus.
Nicodemus se tomó su tiempo, y se acercó lentamente a Michael. Hizo chocar ligeramente su espada con la de Michael y luego la alzó a modo de saludo. El caballero hizo lo mismo.
Nicodemus atacó, y Amoracchius se encendió con una luz brillante. Los dos hombres intercambiaron una rápida sucesión de golpes y estocadas. Se separaron, y después volvieron a enzarzarse en la lucha, moviéndose en círculos. El lance se saldó con ambos contrincantes indemnes.
—Las balas no parece que le hagan mella —me dijo Marcone en voz baja—. ¿Pero la espada de un caballero si lo puede herir?
—Michael cree que no —contesté.
Marcone se sorprendió y me miró fijamente.
—¿Y entonces a qué viene este duelo?
—Porque es algo que hay que hacer —dije.
—¿Sabes qué creo? —dijo Marcone.
—Crees que deberíamos pegarle un tiro por la espalda a la primera oportunidad para que luego Michael lo descuartice.
—Sí.
Saqué mi pistola.
—Vale.
Justo entonces, los brillantes ojos de Deirdre, la chica demonio, se encendieron varios vagones por delante del nuestro y se lanzaron a por nosotros a la carrera. La vi de refilón justo antes de que saltara a nuestro vagón, con las escamas y el peinado al estilo del demonio de Tasmania. Pero además, en su mano empuñaba una espada.
—¡Michael! —grité—. ¡Detrás de ti!
Michael giró y se inclinó hacia un lado, esquivando el primer ataque de Deirdre. El pelo de esta lo siguió, restallando como un látigo tras él, y enrollándose en torno a la empuñadura de su espada.
Yo actué sin pensar. Cogí el bastón de Shiro de mi espalda, grité «¡Michael!» y se lo arrojé.
Michael ni siquiera giró la cabeza. Alzó el brazo, cogió el bastón y con un amplio movimiento desenvainó la espada. El filo de Fidelacchius resplandeció con luz propia. Sin detenerse, blandió la segunda espada, alcanzó el retorcido cabello de Deirdre, consiguió que le soltara el brazo, y recuperó el terreno perdido.
Nicodemus lo atacó, pero Michael le paró los pies al tiempo que gritaba:«¡O Dei! ¡Lava quod est sordium!». «Oh Dios, purifica lo impuro». Michael se las arregló para mantener su posición frente a Nicodemus, sin dejar de entrechocar sus espadas. El caballero empujó a Nicodemus hacia un lado y entonces vi la oportunidad de dispararlo por la espalda. Y eso hice. Después, Marcone siguió mi ejemplo.
Los disparos cogieron a Nicodemus por sorpresa y le hicieron perder el equilibrio. Michael gritó y atacó con más fuerza, aprovechando la primera ventaja que se le presentaba. Los dos brillantes filos de las espadas restallaban y describían círculos ataque tras ataque, al tiempo que Michael obligaba a Nicodemus a retroceder, paso a paso.
—Joder, parece que va a ganar —murmuré.
Pero Nicodemus sacó una pistola de la parte posterior de su cinturón.
Presionó el cañón contra el pecho de Michael y apretó el gatillo. Varias veces. La luz y el estruendo hicieron que el tren en marcha pareciera silencioso.
Michael cayó y permaneció inmóvil.
La luz de las dos espadas se extinguió.
Yo grité:
—¡No! —Alcé mi pistola y comencé a disparar de nuevo. Marcone se unió a mí.
No se nos dio tan mal si consideramos que estábamos en lo alto de un tren en marcha. Pero Nicodemus no pareció asustarse. Caminó hacia nosotros a pesar de las balas, estremeciéndose e irguiéndose ocasionalmente. Después tiró las dos espadas por un lado del tren de una patada.
Yo me quedé sin munición y Nicodemus me quitó la pistola de la mano con un golpe de su espada. La pistola cayó sobre el techo del furgón, rebotó y se perdió en la noche. El tren avanzaba con gran estruendo cuesta abajo hacia un puente. La chica demonio Deirdre dio un salto y aterrizó a cuatro patas junto a su padre, con el rostro distorsionado en una mueca de alegría. Los tentáculos de su pelo se desplazaban cariñosamente sobre el cuerpo inmóvil de Michael.
Transformé mi escudo en una simple barrera que situé ante mí y dije:
—Ni te molestes en ofrecerme una moneda.
—No pensaba hacerlo —dijo Nicodemus—. Me da la sensación de que no sabes trabajar en equipo. —Luego miró por encima de mí y dijo—: Pero he oído hablar de ti, Marcone. ¿Te interesa el puesto?
—Yo te iba a preguntar lo mismo —dijo Marcone.
Nicodemus sonrió y dijo:
—Bravo, señor. Te entiendo. No tengo más remedio que matarte, pero te entiendo.
Marcone y yo intercambiamos miradas. Señalé con los ojos hacia el puente al que nos acercábamos. El respiró hondo y asintió con la cabeza.
Nicodemus alzó la pistola y me apuntó a la cabeza. Su sombra de repente se deslizó hacia delante, sorteó mi escudo por debajo y por un lado y me cogió la mano izquierda. Tiró con fuerza de ella y me hizo perder el equilibrio.
Marcone estaba preparado. Dejó caer una de sus pistolas vacías y sacó una navaja de algún lugar entre su ropa. La blandió en la cara de Nicodemus.
Yo me lancé a por su pistola cuando retrocedió. El arma se disparó. Mis sentidos explotaron con un fogonazo de luz y de repente no sentí el brazo izquierdo. Aun así, conseguí aprisionarle la mano que sujetaba la pistola entre mi cuerpo y mi brazo derecho e intenté que la soltara, abriéndole los dedos a la fuerza.
Marcone se lanzó a por él con otra navaja. Me pasó volando muy cerca de la cara, aunque no me dio. Pero si alcanzó al Sudario. Marcone lo cortó limpiamente, lo agarró y se lo quitó a Nicodemus.
En cuanto cogió el Sudario, sentí la liberación de energía; una ola de magia caliente y febril que me pasó por encima como un repentino y poderoso torrente. Cuando desapareció, la tiritona y los dolores de las articulaciones se esfumaron también. La maldición estaba rota.
—¡No! —gritó Nicodemus—. ¡Mátalo!
Deirdre se lanzó a por Marcone. Marcone se dio media vuelta y saltó del tren justo cuando pasábamos por encima del río. Se lanzó al agua con los pies por delante, con el Sudario bien agarrado, y desapareció en la oscuridad.
Conseguí que Nicodemus soltara el arma. Él me agarró del pelo, tiró hacia atrás y me puso el brazo alrededor de la garganta. Me estaba ahogando.
—Voy a tardar días en matarte, Dresden —murmuró entre dientes.
Te tiene miedo, dijo en mi cabeza la voz de Shiro.
Entonces recordé como Nicodemus se apartó de Shiro cuando el viejo entró en la habitación.
La cuerda del cuello lo protegía de cualquier daño duradero.
Pero en un momento de inspiración, de repente comprendí que de lo único que la cuerda no le podía proteger era de sí mismo.
Eché el brazo para atrás, y tanteé hasta que sentí la cuerda. Tiré de ella tan fuerte como pude, y luego la retorcí, apretando los nudillos con fuerza contra la garganta de Nicodemus.
Nicodemus reaccionó con un pánico repentino y evidente. Me soltó e intentó apartarse de mí. Yo me aferré como si en ello me fuera la vida y conseguí desequilibrarlo. Intenté arrojarlo del tren, soltando la cuerda en el último momento. Se acercó al lateral del tren, pero Deirdre dejó escapar un grito y saltó hacia delante, enrolló sus tentáculos alrededor de su brazo y evitó que cayera.
—Mátalo —dijo Nicodemus con voz entrecortada—. ¡Mátalo ahora!
Mientras tosía y me esforzaba por respirar, cogí como pude el cuerpo inmóvil de Michael y salté del tren.
Alcanzamos el agua juntos. Michael se hundió, pero yo no lo solté, y me hundí con él. Intenté sacarlo a la superficie, pero no pude. De repente todo se volvió confuso y oscuro.
Ya casi me había rendido cuando sentí algo cerca de mí, en el agua. Pensé que sería una cuerda y lo cogí. Aún tenía agarrado a Michael cuando el que arrojó la cuerda comenzó a tirar de ella.
Cogí una bocanada de aire cuando mi cabeza por fin salió a la superficie, y alguien me ayudó a arrastrar el cuerpo de Michael a la zona poco profunda del río.
Era Marcone. Y no me había lanzado una cuerda.
Me sacó del agua con el Sudario.