Capítulo 31

Dejé el coche en el aparcamiento de la agencia de alquiler de coches frente al aeropuerto O'Hare a eso de las siete y cinco. Salí del coche con mi bastón y mi varita mágica en mano. Solo había una vieja farola encendida en el aparcamiento, pero la luna ya había salido grande y brillante, y no tuve problemas para ver acercarse a Michael. Su camioneta blanca se detuvo con un crujido de gravilla justo frente a mí. Rodeé el vehículo para subir por el lado del acompañante. Sanya me abrió la puerta y entré. Iba vestido con ropa vaquera azul y llevaba un gran sombrero negro de vaquero.

—Harry —dijo Michael cuando entré—. Comenzaba a preocuparme. ¿Ganaste?

—No exactamente.

—¿Has perdido?

—No exactamente. Tenía a Ortega contra las cuerdas y el tío hizo trampa. Los dos utilizamos todo nuestro arsenal. Yo salí de una pieza. Él en varias, pero se escapó.

—¿Y Susan está bien?

—La lanzaron por el aire y aterrizó a veinticinco metros de distancia sobre hormigón y acero. Pero se pondrá bien. —Algo me hizo cosquillas en la nariz y olfateé el aire. El fuerte olor a metal saturaba la cabina—. Michael, ¿llevas la armadura?

—Llevo la armadura —dijo Michael—. Y la capa.

—Tierra llamando a Michael. Vamos a un aeropuerto de esos que tienen detectores de metales.

—No pasa nada, Harry. Todo saldrá bien.

—¿Y cuando eso ocurra saltará alguna alarma? —Miré al caballero más joven y dije—: Sanya no usa armadura.

Sanya se giró hacia mí y se abrió la chaqueta vaquera para mostrarme el chaleco antibalas Kevlar que llevaba debajo.

—Sí que la uso —dijo con tono serio—. Quince capas con refuerzo de cerámica en los lugares críticos.

—Bueno, por lo menos tú no parece que hayas salido de un concurso de disfraces —dije—. Esa cosa pude que proteja de verdad, además no parece un alegato a favor de la moda medieval. ¿Es de las nuevas o de las antiguas?

—De las nuevas —dijo Sanya—. Vale para toda la munición civil y para algunas de las militares.

—Pero no sirve frente a cuchillos o garras —murmuró Michael—. O flechas.

Sanya se abrochó la chaqueta con el ceño fruncido.

—La tuya no detiene las balas.

—Mi fe me protege —repuso Michael.

Sanya y yo intercambiamos sendas miradas de escepticismo y dije:

—Guay, Michael. ¿Tenemos alguna idea de dónde están los malos?

—En el aeropuerto —dijo Michael.

Permanecí allí sentado en silencio durante un segundo y luego añadí:

—Una aguja en un pajar. ¿Dónde dentro del aeropuerto?

Michael se encogió de hombros y abrió la boca para hablar.

Alcé la mano.

—Debemos tener fe —dije, intentando imitar su voz lo mejor que pude—, ¿A qué lo he adivinado? ¿Has traído a Fidelacchius?

—En el compartimento de las herramientas —respondió Michael.

Asentí.

—Shiro la va a necesitar.

Michael guardó silencio durante un instante y luego dijo:

—Sí, claro.

—Vamos a salvarlo.

—Rezo para que así sea, Harry.

—Lo conseguiremos —dije. Miré por la ventana mientras Michael entraba en el aeropuerto—. Aún no es demasiado tarde.

El aeropuerto O'Hare es enorme. Recorrimos varios aparcamientos y zonas de descarga abarrotadas de gente durante casi media hora antes de que Michael diera un frenazo a la salida de vuelos internacionales. Su cuello y espalda se tensaron como si hubiera escuchado un pitido de aviso.

Sanya se volvió hacia Michael y dijo:

—¿Qué pasa?

—¿No lo notas? —le preguntó Michael.

—¿Notar qué?

—Cierra los ojos —dijo Michael—. Deja la mente en blanco.

—Noto una gran perturbación en la Fuerza.

—¿De verdad? —preguntó Michael mirándome atónito.

Suspiré y me froté el puente de la nariz. Sanya cerró los ojos y un segundo después su expresión se retorció de asco.

—Huele mal —dijo el ruso—. A leche agria y pasada. A moho. A grasa.

—Hay un Pizza Hut a unos quince metros —señalé, mientras miraba a través de la ventana de la terminal—, pero quizá sea solo una coincidencia.

—No —dijo Michael—. Es Nicodemus. Deja su hedor por donde pasa. Arrogancia. Ambición. Desdén.

—Yo solo huelo a podrido —dijo Sanya.

—Tú también lo has detectado —dijo Michael—. Pero tu mente lo interpreta de otra forma. Está aquí. —Se dispuso a reanudar la marcha, pero un taxi se le coló delante y se detuvo. El taxista bajó y comenzó a descargar el equipaje de una pareja de ancianos.

Mascullé algo entre dientes y olisqueé. Incluso proyecté mis sentidos de mago en un intento por detectar lo que Michael decía. No sentí nada fuera de lo normal, solo el zumbido sin pauta alguna de miles de vidas moviéndose a nuestro alrededor.

En su lugar, cuando abrí los ojos me encontré mirando la nuca del detective Rudolph. Llevaba puesto su habitual traje caro y estaba junto a un hombre delgado y bien peinado que había visto antes en la oficina del fiscal del distrito.

Me quedé paralizado por un instante. Luego cogí el sombrero Stetson de Sanya y me lo calé hasta el fondo. Bajé el ala hasta los ojos y me agaché todo lo que pude.

—¿Qué pasa? —preguntó Michael.

—La policía —dije. Eché un vistazo con más detenimiento. Descubrí siete agentes uniformados y unos diez hombres más vestidos con trajes o ropa informal pero que caminaban y se movían como polis—. Les dejé caer que quizá el Sudario saliera de Chicago a través del aeropuerto.

—¿Entonces por qué te escondes?

—Un testigo me identificó cuando salía de la escena de un asesinato. Si alguno de estos me ve, pasaré el resto del día en una sala de interrogatorios. Eso no ayudará a Shiro.

Michael torció el gesto preocupado.

—Cierto. ¿Sabe algo la policía acerca de los denarios?

—Seguramente no. IE no lleva el caso. Probablemente les habrán dicho que se trata de algún grupo terrorista bastante peligroso.

El taxista que había parado delante de nosotros por fin acabó y Michael se alejó de la zona de descarga y se dirigió hacia el aparcamiento.

—Eso no nos sirve. No se pueden quedar aquí.

—La presencia de la policía restringirá los movimientos de los denarios. Se verán obligados a mantener las cabezas gachas y a comportarse.

Michael negó con la cabeza.

—La mayoría de las criaturas sobrenaturales se lo piensan dos veces antes de matar a un agente de policía, pero Nicodemus no. Lo único que siente por las autoridades mortales es desprecio. Si nos enfrentamos a él, matará a cualquiera que intente detenerlo y tomará rehenes para usarlos en nuestra contra.

Sanya asintió.

—Eso sin mencionar que si su maldición infecta es tan tremenda como tú dices, será peligroso para los que estén cerca.

—Es peor que eso —dije.

Michael giró el volante hacia una plaza de garaje.

—¿Ah, sí?

—Forthill me dijo que los denarios obtienen poder hiriendo a la gente, ¿no? Provocando caos y destrucción.

—Sí —dijo Michael.

—La maldición solo durará unos cuantos días, pero mientras tenga efecto hará que la peste negra parezca una epidemia de paperas. Por eso está aquí. Esta es una de las terminales internacionales con más vuelos del planeta.

—¡Madre de Dios! —dijo Michael.

Sanya silbó.

—Desde aquí salen vuelos a las ciudades más importantes del mundo. Si la plaga de los denarios se contagia con facilidad…

—Creo que lo he dejado muy claro al compararla con la peste negra, Sanya.

El ruso se encogió de hombros.

—Perdona. ¿Qué hacemos?

—Damos un aviso de bomba. Así sacarán a toda la gente y cancelarán los vuelos.

—Tenemos que entrar ya —dijo Sanya—. ¿Cuánto tiempo tardarán las autoridades en reaccionar?

—Ese plan solo funcionaría si supiera a quién tengo que llamar para que la reacción sea inmediata.

—¿Y lo sabes? —preguntó Sanya.

Acerqué la mano a Michael. Él me puso su móvil en la palma.

—No —dije—. Pero conozco a alguien que sí.

Llamé a Murphy. Intenté conservar la calma mientras rezaba para que el teléfono no me explotara en la cara. Cuando lo cogió, el sonido no era bueno y había zumbidos como de electricidad estática, pero conseguí contarle lo que estaba pasando.

—Estás loco, Dresden —dijo Murphy—. ¿Tienes idea de lo increíblemente irresponsable… e ilegal, que es dar un falso aviso de bomba?

—Sí. Pero más irresponsable es dejar que la policía y los civiles permanezcan en el aeropuerto.

Murphy guardó silencio por un segundo, y luego preguntó:

—¿Son muy peligrosos?

—Peor que el hombre lobo —dije.

—Ahora llamo.

—¿Le hiciste llegar el mensaje? —pregunté.

—Eso creo, sí. ¿Necesitas más gente?

—Tenemos de sobra —dije—. Lo que necesitaría sería más tiempo. Por favor, date prisa.

—Ten cuidado, Harry.

Colgué el teléfono y salí de la camioneta. Michael y Sanya vinieron conmigo.

—Murphy va a dar aviso de que hay una bomba. Los polis desalojarán el edificio. Eso nos dejará vía libre.

—Y los denarios no tendrán a quién infectar o a quién tomar como rehén —dijo Sanya.

—Esa es la idea. Después, entrarán el grupo de artificieros y los agentes de refuerzo. Tenemos veinte minutos, como mucho, para sacar provecho de la confusión.

Michael abrió el compartimento para herramientas de la parte de atrás de la camioneta y sacó el bastón de Shiro. Lo ató a una cuerda y se lo colgó del hombro. Mientras lo hacía, Sanya se abrochó a la cadera el cinto del que colgaba Esperacchius, y después sacó un fusil de asalto del compartimento.

—¿Un Kalashnikov, eh? —pregunté—. ¿No te parece un estilo muy a lo Charlton Heston para un caballero de la Cruz?

Sanya metió un cargador, introdujo un cartucho en la recámara y comprobó que tenía puesto el seguro.

—Me considero un innovador.

—Demasiado arriesgado para mi gusto —dijo Michael—. Resulta muy fácil herir a la persona equivocada.

—Quizá —repuso Sanya—. Pero dentro solo estarán los denarios, ¿no?

—Y Shiro —añadí.

—No voy a disparar a Shiro —sentenció Sanya.

Michael se abrochó el cinto de Amoracchius a la cadera.

—¿Cuánto tenemos que esperar?

El sonido de una alarma contra incendios atronó desde el interior del edificio y la policía se agrupó. Un inspector de pelo canoso y vestido con un traje barato se puso al mando y comenzó a dar órdenes a los agentes que iban de paisano y uniforme. La gente comenzó a salir rápidamente de la terminal.

—Pedid y se os dará —dije—. Vamos a dar la vuelta. Entraremos por una de las puertas de servicio.

Sanya metió el fusil de asalto en una bolsa de deporte que se colgó al hombro, pero no apartó la mano de la empuñadura del fusil. Michael me hizo una señal con la cabeza e inicié la marcha. Rodeamos el edificio hasta que vimos algunos aviones. El personal de tierra corría de un lado para otro presa de la confusión, y varios tipos con linternas naranjas hacían señas al personal de vuelo, dirigiendo a los aviones para que se apartaran de las pistas y se acercaran a los hangares.

Tuvimos que salvar una valla y saltar desde un muro de contención de tres metros de alto para entrar en el aeropuerto, pero con la oscuridad y la confusión nadie nos vio. Franqueamos una puerta de servicio del personal de tierra y atravesamos una sala que era mitad garaje, mitad almacén de equipaje. Las luces de emergencia estaban encendidas y las alarmas contra incendios todavía sonaban. Pasé por delante de una pared cubierta con fotos de chicas de calendario, camiones y un plano de la terminal.

—¡Eh, alto! —dije. Sanya chocó contra mi espalda. Lo miré cabreado y luego observé el plano.

—Aquí —dije mientras señalaba una puerta marcada—. Saldremos por esta escalera.

—Y luego tenemos dos opciones —señaló Michael—. ¿Qué camino tomamos?

—Nos dividimos —sugirió Sanya.

—Mala idea —respondimos Michael y yo al unísono.

—Piensa —murmuré para mí—. Si yo fuera un terrorista chulo, psicópata, amigo de demonios y dispuesto a provocar un apocalipsis, ¿dónde estaría?

Sanya se inclinó para estudiar el plano y dijo:

—En la capilla.

—En la capilla —dijo Michael.

—En la capilla —repetí—. Por este pasillo, subimos las escaleras y luego a la izquierda.

Corrimos por el pasillo y subimos las escaleras. Abrí la puerta y escuché una voz grabada que me instaba a que conservara la calma y acudiera a la salida más cercana. Miré hacia la derecha antes de girar a la izquierda y eso me salvó la vida.

Un hombre vestido con un traje de chaqueta anodino vigilaba la puerta mientras sostenía un subfusil. Cuando me vio, alzó el arma, vaciló durante una fracción de segundo y luego abrió fuego.

Aquella breve pausa me bastó para cambiar de dirección. Un par de balas atravesaron la puerta cortafuego de acero. Intenté apartarme, pero tropecé con Sanya. El grandullón me agarró y dio media vuelta, poniendo su espalda como escudo frente a las balas. Sentí como se estremeció y lo escuché gemir una vez, luego nos golpeamos contra una pared y caímos.

Sabía que el pistolero iría a por nosotros. En ese momento probablemente estaría dando un rodeo para acercarse por la pared opuesta a la puerta. En cuanto tuviera una línea de tiro clara de las escaleras, buscaría un buen lugar desde donde acribillarnos a tiros.

Vi su sombra por la ranura de debajo de la puerta, e intenté incorporarme. Sanya hizo lo mismo, pero lo único que conseguimos fue evitar que el otro se levantara. El pistolero se acercó, su sombra se movía en el pequeño espacio de la ranura.

Michael pasó por encima de Sanya y de mí, Amoracchius en mano, y gritó al tiempo que se lanzaba hacia delante. Con ambas manos dirigió el peso de la espada a la puerta de acero cerrada. La espada la atravesó, hundiéndose casi hasta el puño.

Escuchamos el sonido de una andanada errática. Michael sacó la espada de la puerta y vimos como brillaba la sangre, roja y húmeda a lo largo de su hoja. Michel apoyó la espalda contra la pared de la caja de escalera. El subfusil sonó un par de veces más y luego se calló. Un minuto después, vimos como la sangre avanzaba por debajo de la puerta en un charco rojo cada vez más extenso.

Sanya y yo nos desenredamos y nos pusimos en pie.

—Te ha dado.

Michael ya se había movido y se encontraba junto a Sanya. Recorrió con las manos la espalda de Sanya, gruñó y luego alzó un pequeño y brillante pedazo de metal, la bala.

—Le dio al pomo y luego se incrustó en el chaleco.

—Esto es progreso —dijo Sanya jadeando y con una mueca de dolor.

—Suerte que la bala atravesara una puerta de acero antes de alcanzarte —murmuré. Preparé un escudo y empujé la puerta para abrirla lentamente.

El pistolero yacía en el suelo. Michael le clavó la espada debajo de las costillas flotantes y debió de cortarle alguna arteria para matarlo tan rápidamente. Todavía tenía el arma en la mano y su dedo estaba sobre el gatillo.

Sanya y Michael salieron de la caja de escalera. Sanya llevaba su fusil a mano. Vigilaron mientras yo me agachaba y abría la boca del pistolero. No tenía lengua.

—Es uno de los chicos de Nicodemus —dije en voz baja.

—Algo va mal —dijo Michael. Gotas de sangre caían de la punta de su espada al suelo—. Ya no noto su presencia.

—Si puedes detectar su presencia, ¿puede él sentir la tuya?

Michael se encogió de hombros.

—Probablemente.

—Actúa con cautela —dije, mientras recordaba cómo había reaccionado Nicodemus cuando Shiro entró por la puerta—. Le gusta ir sobre seguro. Jamás se quedaría a pelear una batalla que no piense que va a ganar. Pretende huir. —Me incorporé y me encaminé hacia la capilla—. Vamos.

Justo cuando llegué a la puerta de la capilla, esta se abrió de golpe y aparecieron dos hombres más recargando sus subfusiles. Uno de ellos no alzó la vista a tiempo para verme, así que me lancé a por él con todo el peso de mi cuerpo y le endosé sendos porrazos con los dos extremos de mi bastón. Echó la cabeza para atrás y cayó al suelo. El otro matón hizo ademán de alzar el arma, pero aparté el cañón de un golpe con mi bastón y luego le di con el extremo en la nariz. Antes de que se recuperase, Sanya se acercó a él y le golpeó con la empuñadura del Kalashnikov en la cabeza. Cayó sobre el primer matón con la boca abierta. Tampoco tenía lengua.

Pasé por encima de los dos y entré en la capilla.

Era una sala pequeña y modesta. La iluminación era tenue. Había dos filas de bancos de tres asientos, un atril y una mesa. Nada de adornos religiosos. Simplemente era una habitación pensada para satisfacer las necesidades espirituales de viajeros de todo el mundo, creencia, religión y fe.

Y cualquiera se habría sentido insultado por lo que le habían hecho a la sala.

Las paredes estaban cubiertas por sellos parecidos a los que había visto sobre los denarios. Estaban pintados con sangre que aún no se había secado. El atril se encontraba arrinconado contra la pared del fondo y habían colocado la mesa al lado, de modo que estaba dispuesta en ángulo hacia la puerta. Al otro lado de la mesa, había una silla cubierta de trozos de hueso y unas cuantas velas. Sobre una de las sillas había un cuenco de plata con grabados que estaba casi lleno de sangre fresca. La sala estaba impregnada de un olor pegajoso y húmedo, y fuera lo que fuera lo que ardía en las velas, hacía que el aire fuera espeso, lánguido y turbio. Quizá se tratara de opio. Eso explicaría la lenta reacción de los dos matones. Las velas arrojaban una pálida luz sobre la superficie de la mesa.

Sobre ella yacía lo que quedaba de Shiro.

Estaba tumbado boca arriba, con el pecho descubierto. La carne del torso estaba desgarrada y tenía moratones oscuros y terribles, algunos sobre el relieve de las costillas, que le daban la vuelta hasta la espalda. Sus manos y pies estaban hinchados hasta extremos grotescos. Los habían fracturado por tantos lugares y tan salvajemente que parecían más salchichas que extremidades humanas. Su estómago y pecho presentaban cortes profundos, como ya había visto en el cuerpo del verdadero padre Vincent y en el cadáver de Gastón LaRouche.

—Hay muchísima sangre —susurré.

Sentí como Michael entraba en la habitación detrás de mí. Y ahogó un grito en su garganta.

Me acerqué a los restos de Shiro, y me fijé en los detalles clínicos. Su rostro estaba más o menos intacto. A su alrededor había varios objetos esparcidos por el suelo, utensilios para el ritual. Lo que tenían pensado hacer con él, ya lo habían hecho. Tenía llagas en la piel, herpes en los labios, o eso me pareció, y la garganta inflamada. Los estragos en su piel probablemente ocultaban muchas otras marcas de enfermedades.

—Llegamos tarde —dijo Michael con un hilo de voz—. ¿Ya han hecho el conjuro?

—Sí —contesté. Me senté en el primer banco.

—¿Harry? —dijo Michael.

—Hay mucha sangre —dije—. Era un hombre pequeño. Es increíble que toda esta sangre sea suya.

—Harry, aquí ya no hacemos nada.

—Era un hombre pequeño. Cuesta creer que tuviera suficiente para pintar todo esto. El ritual.

—Deberíamos marcharnos —dijo Michael.

—¿Y hacer qué? La plaga ya ha comenzado. Lo más probable es que la tengamos. Si salimos de aquí, solo conseguiremos extenderla. Nicodemus tiene el Sudario y probablemente ya está por ahí fuera buscando un autobús escolar o algo así. Se ha ido. Hemos fallado.

—Harry —dijo Michael en voz baja—. Tenemos que…

La ira y la frustración de repente brillaron como un fuego abrasador en mis ojos.

—Como me hables de fe te mato.

—No lo dices en serio —dijo Michael—. Te conozco demasiado bien.

—¡Cállate, Michael!

Se acercó a mí y apoyó el bastón de Shiro contra mi rodilla. Luego, sin decir palabra, se apartó hacia la pared y esperó.

Cogí el bastón del anciano y tiré de la empuñadura de madera lo bastante para descubrir unos trece o quince centímetros de metal limpio y resplandeciente. La volví a envainar de golpe, me acerqué a Shiro y lo recompuse lo mejor que pude. Luego dejé la espada a su lado.

Cuando tosió e intentó coger aire casi me da algo. Jamás habría pensado que alguien pudiera sobrevivir a semejante tortura. Pero Shiro aspiró con dificultad y abrió un ojo. El otro se lo habían dejado fuera de juego y tenía el párpado hinchado y con un aspecto extraño.

—¡Por Dios santo! —tartamudeé— ¡Michael!

Michael y yo corrimos hacia él. Tardó un momento en dirigir el ojo sano hacia nosotros.

—Ah, bien —dijo con voz ronca—. Ya me estaba cansando de esperaros.

—Tenemos que llevarlo al hospital —dije.

El viejo movió la cabeza para decir que no.

—Demasiado tarde. No serviría de nada. El nudo. La maldición de Barrabás.

—¿De qué habla? —le pregunté a Michael.

—El nudo que Nicodemus lleva atado al cuello. Según parece, mientras lo conserve, es inmortal. Creemos que es la misma cuerda que utilizó Judas —dijo Michael en voz baja.

—¿Y por qué habla de la maldición de Barrabás?

—Al igual que los romanos concedieron a los judíos el poder de perdonar y liberar a un prisionero cada año, la cuerda permite que Nicodemus envíe una muerte inevitable a quien quiera. Barrabás fue el prisionero que eligieron los judíos, aunque Pilatos quería liberar al Salvador. Por eso la maldición lleva su nombre.

—¿Y Nicodemus la ha lanzado sobre Shiro?

Shiro volvió a mover la cabeza, y una débil sonrisa rozó sus labios.

—No, chico. Sobre ti. Estaba muy enfadado porque escapaste a pesar de sus trampas.

Joder. La maldición entrópica que casi nos mata a Susan y a mí. Me quedé mirando a Shiro durante un segundo, luego me volví hacia Michael.

Michael asintió.

—No podemos detener la maldición —dijo—. Pero podemos cambiar su objetivo, si así lo decidimos. Por eso queríamos que no te involucraras, Harry. Teníamos miedo de que Nicodemus te escogiera como blanco.

Lo miré fijamente y luego a Shiro. Los ojos se me nublaron.

—Yo debería estar sobre esa mesa —dije—. ¡Maldita sea!

—No —dijo Shiro—. Hay muchas cosas que todavía no comprendes. —Tosió y una punzada de dolor le desfiguró el rostro—. Pero ya lo harás, ya lo harás. —Movió el brazo que estaba más cerca de la espada—. Cógela, cógela, vamos.

—No —dije—. Yo no soy como tú. Ni como ninguno de vosotros. Y jamás lo seré.

—Recuerda. Dios ve los corazones, chico. Y ahora yo estoy viendo el tuyo. Cógela. Guárdala hasta que encuentres a su dueño.

Acerqué la mano y cogí el bastón.

—¿Cómo sabré a quién se la debo dar?

—Lo sabrás —dijo Shiro; su voz era cada vez más débil—. Confía en tu corazón.

Sanya entró en la capilla y se acercó hasta nosotros.

—La policía ha oído el tiroteo. Hay un equipo de asalto listo para entrar a… —Se quedó helado al ver a Shiro.

—Sanya —dijo Shiro—. Aquí nos despedimos, amigo. Estoy muy orgulloso de ti.

Sanya tragó saliva y se arrodilló junto al anciano. Besó a Shiro en la frente. Cuando se incorporó sus labios estaban manchados de sangre.

—Michael —dijo Shiro—, ahora la lucha es tuya. Sé listo.

Michael posó su mano sobre la cabeza calva de Shiro y asintió. El grandullón estaba llorando, aunque en su rostro había una serena sonrisa.

—Harry —susurró Shiro—. Nicodemus te tiene miedo. Cree que quizá viste algo. No sé el qué.

—Hace bien —dije.

—No —dijo el viejo—. No dejes que te destruya. Debes encontrarlo. Quítale el Sudario. Mientras esté en sus manos, la plaga se extenderá. Si lo pierde, se extinguirá.

—No sabemos dónde está —repuse.

—Tren —susurro Shiro—. Su plan B. Un tren a San Luis.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Michael.

—Se lo dijo a su hija. Pensaba que yo ya estaba muerto. —Shiro centró su atención en mí y dijo—: Detenedlo.

Sentí un nudo en la garganta. Asentí, y a duras penas dije:

—Gracias.

—Pronto lo entenderás —dijo Shiro—. Pronto.

Luego suspiró como un hombre que se había quitado una pesada carga de encima. Sus ojos se cerraron.

Shiro murió. No fue agradable. No había nada digno en aquello. Fue brutal y salvajemente torturado, murió porque decidió ocupar mi lugar.

Pero cuando se fue, tenía una pequeña sonrisa de satisfacción en el rostro. Quizá fuera la sonrisa de alguien que se había mantenido fiel a sus principios. Que había dedicado su vida a algo más grande que él. Que había dado su vida voluntariamente, e incluso con alegría.

Sanya dijo con voz ronca:

—No podemos quedarnos aquí.

Me levanté y me colgué el bastón de Shiro del hombro. Tuve frío y me estremecí. Me puse una mano en la frente y reparé en que estaba fría y húmeda. La plaga.

—Sí —dije, y salí de la sala de vuelta a las escaleras manchadas de sangre—. No hay tiempo.

Michael y Sanya siguieron mi ritmo.

—¿Adónde vamos?

—A la zona de pistas —respondí—. Es un tío listo. Se le habrá ocurrido. Estará allí.

—¿Quién? —preguntó Michael.

No contesté. Los conduje de vuelta hasta el garaje y luego hacia las pistas. Avanzamos a toda prisa por el recinto y luego por los espacios abiertos cubiertos de asfalto que separaban los edificios de las pistas de aterrizaje. Una vez allí, me quité mi pentáculo y lo sostuve en alto. Me concentré en él y comenzó a brillar con su inequívoca luz azul.

—¿Qué haces? —dijo Sanya.

—Hago señales —dije.

—¿A quién?

—A nuestro transporte.

Tan solo cuarenta y cinco segundos después, escuchamos el sonido de las aspas de un helicóptero acercándose a nosotros. El aparato, un helicóptero comercial pintado de blanco y azul, se mantuvo en el aire sobre nuestras cabezas justo antes de reducir altura para un preciso y rápido aterrizaje.

—Venga —dije, y me dirigí hacia el aparato. La puerta lateral se abrió y subí con Michael y Sanya siguiéndome de cerca.

Caballero Johnny Marcone vestido con unos pantalones de camuflaje oscuros nos saludó con una inclinación de cabeza.

—Buenas noches, caballeros —dijo—. Díganme adonde quieren ir.

—Al suroeste —dije a gritos por encima del ruido del motor—. Van a subirse a un tren con destino a San Luis.

Michael miraba a Marcone como en estado de choque.

—Este es el hombre que ordenó el robo del Sudario —dijo—. ¿Y piensas que nos va a ayudar?

—Claro que sí —dije—. Si Nicodemus se sale con la suya y lanza la gran maldición, Marcone habrá tirado el dinero que pagó por el Sudario.

—Eso sin mencionar que una plaga sería mala para el negocio —añadió Marcone—. Creo que podemos unir fuerzas para luchar contra ese tal Nicodemus. Ya hablaremos luego sobre quién se queda con el Sudario. —Se giró, le dio unas palmaditas en el hombro al piloto y le gritó sus instrucciones. El piloto volvió la cabeza hacia nosotros y distinguí el perfil de Gard contra el trasfondo de las luces del cuadro de mandos. Hendricks se inclinó hacia delante desde su asiento de pasajero para escuchar a Marcone y luego asintió con la cabeza.

—Muy bien entonces —dijo Marcone mientras volvía a la zona de los pasajeros. Sacó una escopeta de caza de gran calibre de un compartimento, se acomodó en su asiento y se abrochó el cinturón—. Será mejor que se abrochen los cinturones, caballeros. A por el Santo Sudario.

Me recosté en el asiento y le dije a Michael:

—Qué pena que no tengamos nada de Wagner para el viaje.

Vi por el reflejo en la ventana delantera que Gard tomaba nota de mi comentario. Le dio a un par de botoncitos y La cabalgata de las valkirias empezó a atronar en la cabina del helicóptero.

¡Yija! —dije, mientras comenzaba a sentir un dolor persistente en codos y rodillas—. Si al final la palmamos, al menos lo haremos con estilo.