Capítulo 30

—No puedes —dije. Miré hacia la base del bateador, pero el Archivo aparentemente no se había dado cuenta de nada. Mi voluntad flaqueó y la esfera de mordita osciló hacia un lado y el otro—. Escucharán el disparo. Te matarán.

—Posiblemente —dijo—. Pero como ya he dicho, estoy dispuesto a sacrificarme.

Sus palabras hicieron que me estremeciera y la esfera de mordita salió disparada hacia mi cabeza. La detuve a medio metro y la mantuve allí a duras penas.

—Te lo dije, Dresden. Esto solo puede acabar de una manera. Habría preferido una muerte más honorable para ti, pero con tal de que desaparezcas me conformo.

Me quedé mirando la pistola escondida.

Un punto de brillante luz escarlata apareció en el tórax de Ortega y comenzó a ascender lentamente.

Mi expresión debió de cambiar porque Ortega también bajó la mirada. El punto brillante de una mira láser avanzó hacia su corazón y se detuvo.

Ortega abrió los ojos como platos y su rostro se retorció de furia.

Entonces sucedieron muchas cosas al mismo tiempo.

Se produjo una especie de silbido y una gran sección del pecho de Ortega se hundió. A sus espaldas, unas gotas rojas salieron disparadas en todas direcciones. Un instante después, un sonido atronador, mucho más profundo que el disparo de un rifle, resonó en el estadio.

Ortega dejó escapar un chillido tan agudo que se salió de la escala. De la pistola oculta surgió una bola de fuego que le quemó el disfraz de carne, la camisa, y reveló el extremo de una pistola de pequeño calibre sostenida por una mano negra e inhumana. La bala que había alcanzado a Ortega le hizo girar y por eso falló el tiro. Pensé que quedarme allí para ver si acertaba con el siguiente disparo, pero era una mala idea, así que me lancé a un lado y di a la esfera de mordita otro empujón.

Ortega esquivó la mordita, y a pesar de que estaba herido, se movió rápido. Un punto rojo apareció sobre uno de sus muslos durante medio segundo y tras otro silbido seguido de un estallido, el pistolero oculto volvió a alcanzarlo. Escuché como se rompían los huesos de la pierna de Ortega.

Susan me arrojó el bastón y la varita, y se lanzó a por Ortega. Le cogió el brazo que tenía libre y se lo retorció para tirarlo al suelo. Sin embargo el vampiro se revolvió de forma extraña y lo único que Susan consiguió fue desgarrar la capa de carne falsa, pelándolo como si fuera un plátano, y descubriendo a la húmeda y resbaladiza criatura de cuerpo flácido que se escondía debajo, el verdadero Ortega. A pesar de todo, el vampiro seguía sin soltar el arma y se volvió para dispararme de nuevo.

Grité «¡ventas servitas!» con todas mis fuerzas, mientras lanzaba mi voluntad a la tierra que se amontonaba sobre la base del lanzador. Esta se elevó en un ciclón en miniatura de fina arena marrón y obligó al vampiro a volver la cabeza y protegerse los ojos. El segundo disparo tampoco me dio, y yo intenté coger mi varita mágica.

El remolino de tierra la lentificó, pero el objetivo de Susan seguía siendo la mano que sostenía el arma. Gran error. Incluso con solo una pierna en la que apoyarse, Ortega gritó, se retorció y mandó a Susan desde el puesto del lanzador hasta la tercera fila de asientos detrás de la primera base. El golpe fue de los que rompen huesos, después desapareció de mi campo de visión.

Unos gritos repentinos llenaron el aire, y cuando alcé la vista, contemplé como una docena de miembros de la Corte Roja, con su aspecto auténtico, avanzaban por el estadio. Algunos subían por las paredes, otros saltaban desde las zonas altas o salían de palcos privados con una lluvia de cristales rotos.

Me volví hacia Ortega al tiempo que alzaba mi varita mágica, concentré mi voluntad en ella y grité: «¡Fuego!». Una lengua de fuego tan gruesa como mi brazo salió disparada en su dirección, pero uno de los vampiros recién llegados le golpeó en el hombro, apartándolo de la línea de fuego. Sin embargo la llama prendió en él y su grasienta piel ardió como una tea mientras gritaba de forma espantosa.

Sentí movimiento detrás de mí y me volví para descubrir a Kincaid corriendo a través del campo. Cogió en brazos al Archivo y se la llevó a toda prisa a uno de los banquillos. Un vampiro de la Corte Roja se interpuso en su camino. El brazo de Kincaid vibró de forma extraña y en su mano apareció una semiautomática. Sin reducir velocidad, le descerrajó dos balazos entre ceja y ceja. El vampiro se desplomó y al pasar a su lado, Kincaid le disparó otra media docena de tiros en el estómago que provocaron una lluvia de sangre y lo dejaron chillando y revolviéndose sin fuerzas en el suelo.

—¡Harry, mira detrás de ti! —gritó Thomas.

No miré. Me imaginé lo peor y salté hacia delante. Escuché el siseo del vampiro al fallar y después vi como se lanzaba a por mí a la carrera. Me di la vuelta y le disparé otra llamarada con mi varita mágica, pero fallé y el vampiro siguió avanzando mientras me escupía su saliva venenosa a la cara.

No era la primera vez que me enfrentaba al veneno de vampiro y solía hacer efecto enseguida, sobre todo en grandes cantidades. Pero como me había tomado el antídoto, todo lo que consiguió fue que me picara. El tiempo que el vampiro malgastó escupiéndome lo aproveché para preparar otra andanada. Liberé el golpe con la varita apoyada contra el blando cuerpo del vampiro. Le abrió una herida en el estómago del tamaño de mi puño y un agujero de medio metro en la espalda. La criatura comenzó a convulsionar débilmente y yo me lo quité de encima de una patada mientras me ponía en pie.

Había siete u ocho vampiros a tan solo quince metros y se acercaban rápido. Thomas corrió hacia mí, la hoja de un cuchillo brillaba en su mano, y atacó a uno de los vampiros por detrás. Le abrió el estómago de un solo tajo y la criatura cayó al suelo.

—¡Harry, vete!

—¡No! —grité—. ¡Llévate a Susan de aquí!

Thomas apretó los dientes, pero dio media vuelta. Se lanzó al banquillo tras la primera base y luego salvó de un salto limpio la barandilla para caer en la zona de gradas.

Me había quedado sin ayuda y no había tiempo para pensar en otras opciones. Me agaché y me concentré canturreando: «Defendre, defendre, defendre» como una monótona letanía. Era difícil concentrarme sin mi brazalete escudo, pero hice aflorar toda la energía defensiva que pude reunir en una cúpula a mi alrededor.

Los vampiros la golpearon, chocando contra ella con una rabia enloquecida y estridente. Cualquiera de ellos habría podido poner mi coche boca abajo con un pequeño esfuerzo. Sus golpes contra mi escudo habrían atravesado el hormigón. Solo me quedaban unos segundos, porque sabía que no sería capaz de aguantar mucho más tiempo su ataque. Cuando el escudo cediera, me iban a hacer pedazos, literalmente. Imbuí el escudo con toda mi energía y sentí como poco a poco comenzaban a romperlo.

Entonces escuché un rugido y vi un fogonazo de luz brillante. Una lengua de fuego apareció por encima de mí y alcanzó de lleno la cabeza de uno de los vampiros. La criatura comenzó a arder mientras gritaba y agitaba sus delgados bracitos. Después se desplomó y se revolvió un poco en el suelo como un bicho moribundo. Me agaché aún más.

Una nueva lengua de fuego atravesó el aire e incineró la cabeza de otro vampiro. Todos se quedaron quietos, en cuclillas, chillando confusos.

Kincaid salió del banquillo y dejó caer al suelo una escopeta humeante. Buscó en una bolsa de golf que había a su lado, tranquilo y profesional, y sacó otra, esta de dos cañones. Uno de los vampiros se lanzó sobre él, pero Kincaid era demasiado rápido. Apretó el gatillo y la escopeta rugió. Surgió un chorro de fuego que atravesó al vampiro, hiriéndolo en el cuello y que después siguió hasta la valla del lado derecho del campo, donde abrió un boquete en la pared del tamaño de mi cara. Se produjo un ruido a sus espaldas y Kincaid se giró para disparar a otro vampiro que bajaba por las gradas situadas sobre el banquillo de la tercera base. Le acertó justo en medio del cuello, tal cual, y la criatura cayó envuelta en llamas. Kincaid también tiró aquella segunda arma y volvió a buscar otra en su bolsa de golf.

Los demás vampiros saltaron sobre Kincaid en cuanto se dio media vuelta.

Pero en su lugar, se encontraron frente al Archivo.

La niña apareció de detrás de la bolsa de golf con la tétrica esfera de mordita flotando entre sus manos. Liberó la esfera e hizo un sencillo gesto.

La pequeña nube de oscuridad salió disparada hacia los vampiros y los fue alcanzando a todos al ritmo del martillo de un obrero con prisa, pan, pan, pan. Cuando la esfera de mordita los golpeaba, se producía un fogonazo de fría luz púrpura, la pompa se hinchaba y pasaba al siguiente. Tras de sí, solo dejaba cenizas y huesos ennegrecidos. Se movía tan rápido, que me resultó casi imposible seguir su avance. En un segundo, los vampiros estaban allí y al siguiente habían desaparecido. A mí alrededor, el campo aparecía sembrado de huesos renegridos y cenizas.

Se hizo el silencio, lo único que podía oír era el sonido de mi propia respiración y el rugido de mi pulso en los oídos. Miré a mi alrededor desesperado, pero no vi a Ortega por ninguna parte. Los dos vampiros destripados se retorcían ya sin fuerzas en el suelo. Kincaid sacó la última escopeta de su bolsa de golf y con dos fogonazos más, los remató.

La esfera de mordita se deslizó suavemente hasta descansar entre las manitas del Archivo que se quedó mirándome durante un largo y silencioso momento. Su rostro era totalmente inexpresivo. Nada en sus ojos. Nada. Sentí que íbamos a vernos las almas y desvié la mirada rápidamente.

—¿Quién ultrajó la santidad del duelo en primer lugar, Kincaid? —preguntó el Archivo.

—No sabría decir —contestó Kincaid. Ni siquiera estaba jadeando—. Pero Dresden iba ganando.

El Archivo guardó silencio por un momento y luego dijo:

—Gracias por dejarme acariciar su gato, señor Dresden. Y gracias por mi nombre.

Aquello sonaba a despedida, pero contesté educadamente:

—De nada, Ivy.

El Archivo asintió y dijo:

—Kincaid. La caja, por favor.

Alcé la vista y observé como Kincaid colocaba la caja de madera en el suelo. El Archivo envió la esfera de mordita flotando lentamente hacia su interior, y después cerró la tapa.

—Este proceso ha terminado.

Miré los huesos, el polvo y los cuerpos abrasados de los vampiros que yacían a mi alrededor.

—¿Tú crees?

El Archivo me miró con ojos neutrales y dijo:

—Vamos. Ya se ha pasado mi hora de acostarme.

—Tengo hambre —dijo Kincaid mientras se colgaba la bolsa de golf al hombro—. Compraremos algo de camino. Te pillaré unas galletas.

—Las galletas no me convienen —dijo el Archivo con media sonrisa.

—Dresden, pásame eso, por favor —dijo Kincaid.

Miré medio atontado al suelo, hacia donde me indicaba. Una de las escopetas seguía allí. Sus cañones aún estaban ardiendo. La cogí con cuidado del mango y se la ofrecí a Kincaid, que la envolvió junto con otra arma que había utilizado en una especie de manta con bordados en plata.

—¿Qué coño son esas cosas?

—Balas incendiarias —dijo. Me pasó el bastón que se me había caído—. Van estupendamente con los Rojos, pero son tan calientes que se cargan los cañones. Si no tienes suerte, el segundo tiro te puede salir por la culata y explotarte en la cara, por eso hay que usar armas desechables.

Le di las gracias y cogí mi bastón.

—¿Dónde puedo comprarlas?

Kincaid sonrió.

—Conozco a un tipo. Le diré que te llame. Hasta otra, Dresden.

Kincaid y el Archivo se encaminaron hacia la salida del estadio. Una idea por fin se abrió camino a través de la adrenalina de la lucha y salí corriendo hacia el banquillo de la primera base. A Thomas le bastó con dar un salto. Yo tuve que escalar la valla y luego subir torpemente por las gradas.

Thomas seguía allí, en el suelo, junto a Susan. Se había quitado la chaqueta y se la había puesto debajo de los pies. Parecía que le hubiera echado la cabeza un poco para atrás para abrir las vías respiratorias. Alzó la vista y dijo:

—Está inconsciente, pero viva.

Me agaché también y le busqué el pulso en el cuello, para asegurarme.

—¿Malherida?

Thomas negó con la cabeza.

—Es difícil de saber.

—Entonces habrá que llevarla a un hospital —dije, al tiempo que me levantaba.

Thomas me agarró del brazo.

—No querrás que se despierte, herida y confusa, en un lugar lleno a rebosar de posibles presas.

—¿Pues qué coño hacemos?

—Oye, si no está muerta, lo más probable es que se recupere.

Thomas alzó la mano y sacó un bolígrafo del bolsillo. Lo hizo girar y dijo: «vía libre». Después lo retorció de nuevo y se lo guardó.

Un momento después, Martin llegó corriendo por la galería. Hasta eso consiguió hacerlo aburrido, parecía un tío corriente que quería llegar a su asiento antes de que comenzara el partido. Y eso tenía su mérito porque llevaba un rifle enorme: un arma de francotirador del ejército con una mira telescópica y láser. Dejó el rifle a un lado, se inclinó sobre Susan, la tocó allí y aquí, y luego dijo:

—Se ha dado un buen golpe.

—¿Tú? —pregunté—. ¿Tú eras el tirador?

—Evidentemente —dijo Martin—. ¿Para qué crees que hemos venido a Chicago si no?

—Susan dijo que quería arreglar unos asuntos.

Me miró escéptico.

—¿Y te lo creíste? Pensaba que conocías a Susan lo suficiente como para saber que las cosas materiales no le interesan mucho.

—Claro que lo sé —repuse—. Pero ella dijo que… —Me callé y negué con la cabeza.

Martin alzó la vista y dijo:

—Sabíamos que Ortega quería matarte. Sabíamos que si lo hacía, quizá consiguiera que se acabara la guerra, solo para iniciarla de nuevo dentro de veinte años, cuando su situación fuera mejor. Me mandaron aquí para que Ortega no te matara y para eliminarlo si podía.

—¿Y lo has conseguido?

Martin negó con la cabeza.

—Tenía un plan de emergencia. Dos de sus vasallos se lo llevaron durante la lucha. Lo sacaron del campo. No sé si estaba gravemente herido, pero es probable que consiga volver a Casaverde.

—Queréis que la guerra continúe. Esperáis que el Consejo Blanco os haga el trabajo sucio y acabe con la Corte Roja.

Martin asintió.

—¿Cómo te enteraste del duelo?

Martin no contestó.

Entorné los ojos y miré a Thomas.

Thomas puso cara de inocente.

—No me mires a mí. Soy un playboy borrachuzo, atiborrado de estupefacientes que lo único que hace es divertirse, dormir y comer. Y sí tuviera en mente vengarme de la Corte Roja, no tendría el valor de enfrentarme a nadie. —Me dedicó una radiante sonrisa—. Soy totalmente inofensivo.

—Ya —dije. Respiré hondo y contemplé el rostro de Susan en silencio durante unos instantes. Después me agaché, busqué en sus bolsillos y saqué las llaves del coche de alquiler—. ¿Os vais ya, Martin?

—Sí, no creo que nadie se percate de nuestra presencia aquí, pero es mejor no arriesgarse.

—Cuídala por mí —dije.

Martin alzó la vista hacia mí por un segundo y luego dijo en voz baja:

—Haré todo lo posible. Tienes mi palabra.

Asentí con la cabeza.

—Gracias. —Me incorporé y comencé a caminar hacia la salida, mientras intentaba ocultar mi pistola con el guardapolvos.

—¿Adónde vas? —preguntó Thomas.

—Al aeropuerto —respondí—. Tengo que reunirme con una gente para hablar de un viejo y una sábana.