Capítulo 29

De vuelta en mi apartamento, llamé al móvil personal de Murphy. Utilicé frases simples y se lo conté todo.

—¡Dios mío! —dijo Murphy. ¿Soy bueno resumiendo o no?— ¿Y puede infectar a toda la ciudad con esa maldición?

—Eso parece —respondí.

—¿Qué puedo hacer yo?

—Tenemos que evitar que suban a un avión. No utilizarán un vuelo comercial. Comprueba todos los vuelos chárter que despeguen entre las siete y las siete y media. Los helicópteros también.

—Espera —dijo Murphy. Escuché como tecleaba en el ordenador y como le decía algo a alguien a través de la radio de la policía. Un momento después su voz sonó más tensa—: Tenemos problemas.

—¿Ah sí?

—Hay un par de detectives que van hacia tu casa para detenerte. Parece que Homicidios quiere hacerte unas preguntas. Aunque no hay orden de busca y captura.

—Mierda. —Respiré hondo—. ¿Rudolph?

—Chivato asqueroso —murmuró Murphy—. Harry, ya casi están allí. Solo tienes unos minutos.

—¿No los puedes distraer? ¿Mandar alguien al aeropuerto?

—No lo sé —respondió Murphy—. Se supone que no me puedo inmiscuir en este caso. Y tampoco puedo decir que unos terroristas están a punto de accionar un arma biológica sobre la ciudad, ¿no?

—Utiliza a Rudolph —dije—. Dile en confidencia que te he dicho que se llevan el Sudario de la ciudad en un vuelo chárter. Que él cargue con las culpas si al final todo sale mal.

Murphy dejó escapar una áspera risilla.

—A veces puedes ser muy listo, Harry. Y siempre me pilla por sorpresa.

—Vaya, gracias.

—¿Qué más puedo hacer?

Se lo dije.

—Estás de coña.

—No. Quizá necesitemos más hombres y el grupo de IE está fuera del caso.

—Justo cuando empezaba a pensar que eras un tío inteligente.

—¿Lo harás?

—Sí. No puedo prometerte nada, pero lo intentaré. Vamos, ¡largo! Estarán allí en menos de cinco minutos.

—Vale. Gracias, Murphy.

Colgué el teléfono, abrí mi armario y rebusqué en un par de viejas cajas de cartón que guardaba en el fondo, hasta que encontré mi antiguo guardapolvos de tela. Estaba arrugado y tenía un par de desgarrones, pero parecía limpio. No tenía la misma presencia que el guardapolvos de cuero, pero escondía mejor la pistola que la cazadora. Y además me sentaba bien. Bueno, por lo menos mejor.

Cogí mis cosas, cerré con cerrojo y me subí al coche de alquiler de Martin. Martin no estaba dentro. Susan era la que se sentaba detrás del volante.

—Deprisa —dije. Ella asintió y arrancó.

Unos minutos después, comprobé que nadie nos seguía.

—Imagino que Martin no nos va a ayudar.

Susan negó con la cabeza.

—No. Dijo que había otras obligaciones que tenían preferencia. Y que yo tampoco debería venir.

—¿Y qué le respondiste?

—Que era un cabrón estrecho de miras, testarudo, anticuado y egoísta.

—No me extraña que le gustes.

Susan sonrió un poco y dijo:

—La Hermandad es su vida. Está enteramente dedicado a ella.

—¿Y para ti qué es? —pregunté.

Susan guardó silencio durante un rato mientras cruzábamos la ciudad.

—¿Qué tal os fue?

—Cogimos al impostor. Nos dijo donde van a estar los malos esta noche.

—¿Qué le hiciste?

Se lo conté.

Me miró fijamente durante unos momentos y luego dijo:

—¿Estás bien?

—Estupendamente.

—Pues no lo parece.

—Ya está hecho.

—Pero ¿estás bien?

Me encogí de hombros.

—No lo sé. Me alegro de que no lo vieras.

—Oh, ¿por qué? —preguntó.

—Porque eres una chica. Apalear a los malos es cosa de tíos.

—Cerdo machista —dijo Susan.

—Sí. Me lo ha pegado Murphy. Es una mala influencia.

Pasamos la primera señal de carretera que indicaba el camino hacia el estadio, y Susan preguntó:

—¿De verdad crees que puedes ganar?

—Sí. Joder. Ortega es solo la tercera o cuarta cosa más terrorífica a la que me he enfrentado hoy.

—Pero aunque ganes, ¿qué cambia?

—Que no me maten ahora. Así, me podrán matar más tarde, esta noche.

Susan rió. Pero no había alegría en su risa.

—No mereces vivir así.

Entorné los ojos y dije con voz ronca:

—Eso no tiene nada que…

—Juro por Dios que como vuelvas a imitar a Clint Eastwood, voy a empotrar el coche contra un poste de teléfono.

—¿Es tu día de suerte, pollo? —sonreí y giré la mano izquierda con la palma hacia arriba.

Sentí el suave contacto de su mano contra la mía y luego dijo:

—En algún sitio había que poner el límite.

El resto del camino hacia el estadio lo hicimos en silencio, cogidos de la mano.

Nunca había estado dentro del estadio Wrigley vacío. La verdad es que tampoco tenía mucho sentido. Uno va a esos sitios para sentarse entre un montón de gente y ver algo. Esta vez, con hectáreas y hectáreas de asfalto libre, el estadio en el centro parecía enorme y en cierto modo, desnudo, comparado con la imagen que tenía de él lleno de vehículos y de personas gritando. El viento barrió el edificio y a su paso lo hizo suspirar, silbar y gemir. El sol ya se había puesto y las farolas apagadas de la calle proyectaban sombras de araña sobre el aparcamiento. La oscuridad se acumulaba en los arcos y los soportales del estadio, vacíos como los ojos de una calavera.

—Menos mal que no es un sitio espeluznante ni nada —murmuré.

—¿Y ahora qué? —preguntó Susan.

Otro coche apareció detrás de nosotros. Lo reconocí de la noche anterior en McAnnally's. El automóvil se acercó y se detuvo a unos quince metros de donde estábamos. Ortega se bajó, y se inclinó para decir algo al conductor, un hombre de tez oscura y gafas con cristales ahumados. Había dos hombres más en la parte de atrás, aunque no pude verlos bien. Lo más probable es que también fueran de la Corte Roja.

—Que no vean que tenemos miedo —dije, y salí del coche.

No miré a Ortega, pero saqué mi bastón, lo posé sobre el suelo y contemplé el estadio. El viento se enredó en mi guardapolvos y lo hizo ondear hasta mostrar de forma intermitente la pistola que llevaba en la cadera. Cambié el pantalón del chándal por unos vaqueros oscuros y una camisa de seda negra. Los mongoles, o no sé quién, llevaban camisas de seda porque cuando las flechas se hundían en su carne, estas quedaban envueltas en la tela y luego era más fácil sacar las puntas dentadas sin destrozarlos por dentro. Yo no creía que tuviera que sacarme puntas de flecha del cuerpo, pero cosas más raras me han pasado.

Susan salió y caminó hasta colocarse a mi lado. Ella también se quedó mirando el estadio, y el viento le echó el pelo para atrás como hizo con mi guardapolvos.

—Muy chulo —murmuró, sin apenas mover los labios—. Te queda estupendamente. El chófer de Ortega está a punto de mearse encima.

—Qué cosas más bonitas me dices.

Estuvimos así un par de minutos hasta que escuché un sonido profundo, rítmico y reverberante, como el de los coches de esos imbéciles que llevan la música a toda pastilla. El sonido se hizo más fuerte; entonces se produjo un chirrido de neumáticos al tomar una curva y Thomas apareció en el aparcamiento. Detuvo su coche en diagonal a las líneas que yo había respetado sin darme cuenta al aparcar. Apagó la radio y salió del automóvil, una pequeña nube de humo emergió con él. No era de cigarrillo.

—¡Paolo! —dijo alegremente. Vestía unos vaqueros azules ajustados y una camiseta negra con el logo de Buffy cazavampiros. Llevaba desatados los cordones de una de sus botas de militar y sostenía una botella de güisqui en una mano. Le dio un trago despreocupadamente y avanzó haciendo eses hasta Ortega. Thomas le ofreció la botella mientras luchaba por mantener el equilibrio.

—¿Un traguito?

Ortega le quitó la botella de un manotazo. Se rompió al caer al suelo.

Auguafestas —masculló Thomas tambaleándose—. ¡Hola, Harry! ¡Hola Susan! —Nos saludó con la mano y se cayó de culo—. También pensaba ofreceros a vosotros, pero alguien me ha estropeado los planes.

—Otro día será —dijo Susan.

Una luz azul apareció en uno de los túneles del estadio. Un momento después, un vehículo a medio camino entre un utilitario pequeño y un coche de golf entró en el aparcamiento con una luz de sirena azul que parpadeaba en el techo. Kincaid estaba sentado detrás del volante y señaló con la cabeza a la parte de atrás del vehículo.

—Arriba. Todo está listo dentro.

Caminamos hacia el cochecito de seguridad. Ortega hizo ademán de subir, pero yo lo detuve alzando una mano.

—Las señoras primero —dije en voz baja y le ofrecí a Susan la mano para que subiera. La seguí. Ortega y Thomas subieron después. Thomas se había puesto unos cascos y subía y bajaba la barbilla al tuntún, en lo que probablemente era un intento por acompañar el ritmo de la música.

Kincaid arrancó el coche y dijo por encima del hombro:

—¿Dónde está el viejo?

—No viene —dije. Señalé a Susan con el pulgar—. Tuve que recurrir al banquillo.

Kincaid me miró a mí y luego a Susan y se encogió de hombros.

—Bonito banquillo.

Nos condujo a través de varios pasillos dentro del estadio. De alguna manera conocía el camino a pesar de que no había ninguna luz encendida y apenas se podía ver nada. Al final salimos al campo de juego a través de uno de los bullpens[5]. El estadio estaba a oscuras salvo por tres focos encendidos que alumbraban el puesto del pítcher y la primera y tercera bases. Kincaid condujo hasta el puesto del pítcher, se detuvo y dijo:

—Abajo todos.

Obedecimos. Kincaid aparcó el coche en la base del bateador y luego caminó entre las sombras hasta el banquillo del equipo visitante.

—Ya están aquí —dijo en voz baja.

El Archivo emergió de las profundidades del banquillo sosteniendo una pequeña caja de madera labrada. Llevaba un vestido oscuro sin adornos ni volantes, y una capa gris cerrada con un broche de plata. Seguía siendo pequeña, adorable, pero algo en ella dejaba claro el gran abismo que había entre su edad aparente y sus conocimientos y capacidades.

Avanzó hacia el puesto del lanzador sin mirar a nadie, concentrada en la caja que llevaba. La dejó en el suelo con mucho cuidado, luego alzó la tapa y se apartó.

Cuando abrió la caja, se propagó una ola de frío nauseabundo. Me sobrepasó, me atravesó. Yo fui el único que tuvo algún tipo de reacción. Susan me agarró del brazo sin apartar los ojos de Ortega y Thomas, y dijo:

—¿Harry?

Mi última comida había consistido en un taco que me zampé en el camino de vuelta de mi encuentro con Cassius, pero ahora intentaba abandonarme. Lo retuve y me concentré en apartar de mí aquel frío vomitivo. El malestar disminuyó.

—Tranquila —dije—. Estoy bien.

El Archivo me miró, sus rasgos infantiles parecían imbuidos de una grave solemnidad.

—¿Sabes que hay dentro de la caja?

—Eso creo. Aunque nunca lo he visto.

—¿Ver qué? —preguntó Thomas.

En lugar de contestar, el Archivo sacó una cajita de su bolsillo. La abrió, y con mucha delicadeza extrajo un insecto tan largo como sus dedos; un escorpión marrón. Mientras lo tenía cogido por la cola, nos miró a todos para asegurarse de que acaparaba toda nuestra atención. Así era. Después, dejó caer el escorpión dentro de la caja.

Al instante se produjo un sonido a medio camino entre el grito de un gato montés y el crepitar de una porción de panceta al caer a una sartén caliente. Algo que recordaba vagamente a una nube de tinta en agua limpia salió flotando de la caja. Era tan grande como la cabeza de un bebé. Docenas de tentáculos oscuros agarraron al escorpión, alzándolo en el aire junto con la nube de tinta. Lenguas de fuego de color violeta oscuro bailaron sobre el caparazón del insecto durante dos o tres segundos, y, de repente, se hizo añicos, y cayó al suelo convertido en ceniza y polvo.

La masa nubosa se elevó hasta una altura de un metro y medio y entonces el Archivo susurró una palabra. Se detuvo en seco, y se quedó allí, oscilando suavemente en el aire.

—Mierda —dijo Thomas, y se quitó los cascos. De ellos se escapaba un hilo de música con muchas guitarras eléctricas—. ¿Y eso qué es?

—Mordita —dije en voz baja—. La piedra de la muerte.

—Sí —dijo el Archivo.

Ortega cogió aire lentamente y asintió con la cabeza.

—¿La piedra de la muerte, eh? —dijo Thomas—. Pues parece una burbuja de jabón pintada con espray a la que le han puesto unos tentáculos.

—No es una burbuja de jabón —dije—. Hay un pedazo sólido en su interior. Las energías que alberga son las que crean ese efecto de pompa a su alrededor.

Thomas la señaló con el pulgar.

—¿Y qué hace?

Le cogí de la muñeca antes de que la tocara y le aparté la mano.

—Mata. De ahí su nombre, piedra de la muerte, lumbreras.

—Vaya —dijo Thomas, asintiendo con sagacidad beoda—. Ha molado como se ha zampado al bicho, pero ¿y qué? ¿Es un aparatejo para atrapar insectos?

—Si le faltas al respeto, esta cosa la va a tomar contigo —dije—. Puede matar a cualquier ser vivo. Lo que sea. No es de este mundo.

—¿Es extraterrestre? —preguntó Susan.

—No lo entiende, señorita Rodríguez —dijo Ortega en voz baja—. La mordita no es de esta galaxia, ni de este universo. No pertenece a nuestra realidad.

No estaba muy de acuerdo con que Ortega se incluyera en nuestro equipo, pero asentí.

—Es de «Fuera». Es… antivida coagulada. Un trocito de esto hace que la basura radiactiva parezca humo de tabaco. Solo con estar cerca, te arrebata la vida pedazo a pedazo. Si lo tocas, te mata. Punto.

—Exactamente —dijo el Archivo. Dio un paso hacia delante y nos miró a Ortega y a mí—. La partícula se mantiene fija gracias a un encantamiento. También responde a la voluntad. Los duelistas se situarán cara a cara, con la mordita en medio. Debéis empujarla hacia vuestro contrincante. Aquel cuya voluntad sea mayor, controlará la mordita. El duelo terminará cuando haya devorado a uno de los dos.

Joder.

El Archivo prosiguió:

—Los padrinos observarán el duelo desde la primera y tercera bases, manteniéndose siempre de cara al contrario de su apadrinado. El señor Kincaid vigilará que no haya ningún tipo de interferencia a cargo de los padrinos. Le he dado instrucciones para que intervenga ante la menor sospecha.

Thomas se balanceó un poco y miró al Archivo.

—¿Eh?

La niña se volvió hacia él y dijo:

—Te matará si te entrometes.

—Ya —dijo Thomas despreocupadamente—. Lo he pillado, cielo.

Ortega fulminó con la mirada a Thomas, le gruñó. Thomas miró hacia otro lado y dio un prudente paso atrás.

—Yo controlaré a los dos duelistas para que no intervenga ningún tipo de energía a favor de ninguno. Yo también seré quien resuelva con extrema dureza cualquier tipo de infracción. ¿Comprendido?

Ortega asintió. Yo dije:

—Sí.

—¿Alguna pregunta, caballeros? —dijo el Archivo.

Negué con la cabeza. Ortega hizo lo mismo.

—Podéis decir unas palabras —dijo el Archivo.

Ortega sacó una cinta con cuentas negras y plateadas de su bolsillo. Sin hacer esfuerzo alguno pude detectar las energías defensivas que las rodeaban. Me miró con desconfianza y despreocupación mientras se colocaba el brazalete en el lado izquierdo y dijo:

—Esto solo puede acabar de una forma.

En respuesta, cogí uno de los antídotos del bolsillo, abrí el frasco y me bebí el contenido. Eructé y dije:

—Perdón.

—Eso es tener clase, Dresden —dijo Susan.

—La clase me sale por cada uno de mis orificios —corroboré. Le pasé mi bastón y mi varita—. Guárdame esto.

—Padrinos, por favor, retiraos a vuestras posiciones —dijo el Archivo.

Susan me agarró del brazo y apretó con fuerza durante un segundo. Le acaricié la mano. Entonces me soltó y caminó hacia la tercera base.

Thomas quiso chocar los cinco con Ortega, pero el caudillo lo miró furioso. Entonces Thomas le ofreció su sonrisa Colgate y se alejó contoneándose hasta la primera base. En el camino, sacó una petaca plateada del bolsillo del pantalón y dio un trago.

El Archivo giró la cabeza para mirarme a mí y luego a Ortega. Se encontraba en la base del lanzador, junto a la pompa flotante de energía fría, de modo que estaba un poco más alta que Ortega y un poco más baja que yo. Su rostro era solemne, incluso severo. No le pegaba a una niña pequeña que tenía que ir al cole a la mañana siguiente.

—¿Estáis los dos decididos a batiros en duelo?

—Yo sí —dijo Ortega.

—Aja —afirmé.

El Archivo asintió.

—Caballeros. Adelanten la mano derecha, por favor.

Ortega alzó su mano derecha, con la palma hacia mí. Yo lo imité. El Archivo hizo un gesto y la esfera de mordita se elevó hasta que se encontró flotando a medio camino entre Ortega y yo. Sentí presión contra la palma de la mano, una fuerza invisible y silenciosa. Era como sostener la mano contra el chorro de agua de la piscina; era una presión tenue, pero tenías la sensación de que en cualquier momento se podía desviar a un lado.

Si lo hacía, tendría la oportunidad de ver la mordita de cerca. Mi corazón se aceleró un poco y respiré hondo en un intento por concentrarme y prepararme. Si yo fuera Ortega, querría comenzar lanzando todo lo que tuviera en los primeros momentos del duelo, para acabar con aquello casi antes de que hubiera empezado. Respiré hondo dos veces más y reduje mi foco de concentración, mis pensamientos, hasta que desapareció todo a mi alrededor, salvo la presión contra mi mano y la mortal oscuridad que flotaba a solo unos metros.

—Adelante —dijo el Archivo y se apartó rápidamente hacia la base del bateador.

Ortega dejó escapar un bramido, un grito de guerra, y todo su cuerpo se contrajo, retorció las caderas, y empujó con la mano hacia delante como un hombre que intentara cerrar una cámara acorazada con un solo brazo. Su voluntad llegó hacia mí fuerte y salvaje, y la presión me lanzó hacia atrás, logrando que casi perdiera el equilibrio. La esfera de mordita se desplazó algo más de un metro hacia mí.

La voluntad de Ortega era fuerte. Era muy, muy fuerte. Intenté desviarla, superarla y detener la esfera. Por un segundo de pánico absoluto no conseguí nada. La esfera seguía acercándose a mí. Casi medio metro, veinticinco centímetros, quince. Los pequeños tentáculos de tinta oscura salieron de la nube que rodeaba a la mordita, buscando a tientas mis dedos.

Apreté la mandíbula, afiancé mi voluntad y detuve aquella cosa a diez centímetros de mi mano. Intenté reunir más voluntad y revertir su curso, pero Ortega la seguía empujando con fuerza hacia mí.

—No te resistas, chico —dijo Ortega apretando los dientes—. Tu muerte salvará muchas vidas. Y aunque me mates, mis vasallos de Casaverde han jurado darte caza. A ti y a todos tus seres queridos.

La esfera se acercó un poco más.

—Dijiste que no les harías daño si aceptaba batirme en duelo —gruñí.

—Mentí —repuso Ortega—. He venido aquí a matarte y a terminar esta guerra. Todo lo demás da igual.

—Cabrón.

—Deja de luchar, Dresden. Será una muerte indolora. Si acabas conmigo, serás ejecutado. Pero si te rindes, salvarás sus vidas. Salvarás a tu señorita Rodríguez. A la mujer policía. Al detective que te enseñó. Al dueño del bar. Al caballero y su familia. Al viejo de las montañas Ozark. A los jóvenes licántropos de la Universidad. A todos.

—Colega, acabas de meter la pata —proferí.

Dejé que la ira que las palabras de Ortega habían encendido alcanzara mi brazo. Una nube de chispas rojas chocó contra la esfera de mordita y comenzó a deslizarse en sentido contrario.

El rostro de Ortega pareció tensarse, su respiración se aceleró. Ahora no malgastaba sus fuerzas hablando. Sus ojos se oscurecieron hasta que se hicieron completamente negros e inhumanos. Surgieron arrugas aquí y allí, sobre la superficie de su piel, en la máscara de carne que ocultaba su verdadera apariencia, la del murciélago monstruoso en que se convertían todos los miembros de la Corte Roja. El monstruo Ortega, el verdadero Ortega se removió bajo su falsa cáscara humana. Tenía miedo.

La esfera se acercó más. Ortega renovó sus esfuerzos con otro grito de guerra. Pero la esfera llegó al punto intermedio y siguió aproximándose a él.

—Necio —dijo Ortega casi sin aliento.

—Asesino —contesté, y empujé la esfera treinta centímetros más hacia él.

Apretó la mandíbula, los músculos de su rostro parecieron hincharse.

—Nos destruirás a todos.

—Empezando por ti. —La esfera avanzó un poco más.

—Eres un loco egoísta y soberbio.

—Tú matas y esclavizas a niños —dije. Empujé la esfera de mordita hasta dejarla a treinta centímetros de Ortega—. Amenazas a la gente que quiero. —La esfera avanzó un poco más—. ¿Qué se siente, Ortega? ¿Qué se siente al ser incapaz de protegerte a ti mismo? ¿Qué sientes al saber que estás a punto de morir?

En respuesta, una lenta sonrisa se extendió por su rostro. Movió un poco los hombros, y vi como su otro brazo colgaba inerte a un lado, como una manga vacía. Un pequeño bulto apareció a un lado de su estómago, como si ocultara una pistola en el bolsillo de su abrigo.

Lo miré atónito. Había sacado su brazo verdadero del disfraz de humano y me estaba apuntando con una pistola.

—¿Qué se siente? —preguntó Ortega casi en un susurro—. ¿Por qué no me lo dices tú?