Capítulo 28

Cuando el padre Vincent abrió la puerta, le golpeé con ella en la cara lo más fuerte que pude. Se echó hacia atrás con un grito de sorpresa. Entré en la habitación con el bate de béisbol Louisville Slugger del padre Forthill en mano y le golpeé con la parte más gruesa en la garganta.

El viejo sacerdote emitió un extraño sonido y se llevó las manos al cuello mientras caía al suelo.

No me detuve allí. Le pateé las costillas dos veces, y cuando se retorció en el suelo, intentando escapar, le puse un pie en la parte posterior del cuello, saqué mi pistola y la apoyé contra su cabeza.

Dio —susurró Vincent, jadeante—, Dio, ¡espere! ¡Por favor, no me haga daño!

—No tengo tiempo para chorradas —dije—. Deja de fingir.

—Por favor, señor Dresden. No sé a qué se refiere. —Tosió sin dejar de jadear y vi como unas gotas de color rojo caían a la alfombra. Posiblemente le sangraba la nariz, o quizá un labio. Giró un poco la cabeza, sus ojos estaban desorbitados por el pánico—. Por favor, no me haga daño. No sé qué quiere, pero seguro que podemos llegar a un acuerdo.

Eché hacia atrás el martillo del revólver y dije:

—Seguro que no.

Su rostro se puso pálido.

—¡No, espera!

—Ya me estoy cansando de estos jueguecitos. Tres.

—Pero no sé… —Perdió el aliento y escuché como luchaba por no vomitar—. Tiene que decirme que…

—Dos —dije—. No pienso seguir con esta farsa más.

—¡No puede! ¡No puede!

—Uno —dije, y apreté el gatillo.

En el instante entre la palabra y el hecho, Vincent se transformó. Sobre su piel apareció una cubierta tubular de escamas verdes y sus piernas se entrelazaron para convertirse en el largo y sinuoso cuerpo de una serpiente. Los ojos quedaron para el final, y se transformaron en alargadas órbitas amarillentas mientras un segundo juego de ojos verdes brillantes se abría sobre los primeros.

En el revólver no había balas. Clic. La serpiente se retorció para morderme, pero yo ya me estaba quitando de en medio. Michael entró por la puerta, su rostro sin afeitar resultaba inexpresivo por la determinación, y en sus manos, Amoracchius relucía con su propia luz blanca. El hombre serpiente se enroscó con un siseo para enfrentarse a Michael. El caballero lo intentó con un limpio corte horizontal, pero el hombre serpiente lo esquivó por debajo y se lanzó a la puerta formando una línea de brillantes escamas verdes.

Cuando el hombre serpiente salió por la puerta, Sanya le asestó un golpe en la cabeza con un madero de uno veinte por cinco por quince. El impacto dejó al hombre serpiente con la barbilla pegada al pavimento. Tuvo un par de espasmos, pero después se quedó inmóvil.

—Tenías razón —señaló Michael, y a continuación guardó la espada en su funda.

—Será mejor que lo metamos dentro antes de que alguien lo vea —dije.

Michael asintió, cogió la cola del hombre serpiente y lo arrastró al interior de la habitación.

Sanya la registró, asintió y después dejó el pesado madero en el suelo no sin cierta satisfacción. Reparé en que había manejado aquella cosa con una sola mano. Caray. Tenía que empezar a ir al gimnasio.

—Bien —dijo el ruso grandote—. Voy a llevar esto de vuelta a la furgoneta y enseguida estoy aquí.

Unos minutos después, el hombre serpiente se despertaba en la esquina de la habitación de hotel con Michael, Sanya y yo mirándolo desde arriba. Sacó la lengua un par de veces y sus dos pares de ojos inspeccionaron la habitación.

—¿Qué ha pasado? —siseó. La última palabra le salió con una ración extra de eses.

—Se te pasó un tatuaje —dije—. El padre Vincent tenía un tatuaje en la cara interna del brazo derecho.

—No había ningún tatuaje —insistió el hombre serpiente.

—Quizá no lo viste debajo de toda aquella sangre. Has cometido un fallo bastante idiota. Es comprensible. La mayoría de los delincuentes no suelen ser muy avispados, así que tú ya empezaste con mal pie desde el primer momento.

El hombre serpiente siseó mientras agitaba sus escamas sin descanso y una especie de caperuza, como la de las cobras, comenzaba a hacerse notar entre su cuello y sus hombros.

Michael desenvainó a Amoracchius. Sanya hizo lo mismo con Esperacchius. Las dos hojas alumbraron con su pura luz blanca al hombre serpiente que se encogió e intentó apartarse.

—¿Qué quieres?

—Hablar —dije—. Te diré cómo funciona esto. Yo te hago preguntas. Tú las contestas. Mientras cumplas con tu parte, nosotros estaremos contentos.

—¿Y si no cumplo? —preguntó el hombre serpiente.

—Me haré un par de botas nuevas.

Las escamas de la serpiente y los anillos que conformaban su cuerpo se enroscaron sobre sí mismos con un sonoro roce. Sus ojos no se apartaban de los dos caballeros.

—Pregunta.

—Esto es lo que creo que pasó. De alguna manera, tu grupito de colegas se enteró de que alguien había contratado a los Ratones de Iglesia para encontrar y robar el Sudario. Decidisteis que se lo quitaríais cuando se dispusieran a abandonar la ciudad, pero algo salió mal. Atrapasteis a Gastón LaRouche, pero él no llevaba el Sudario. Por eso lo torturasteis hasta que lo confesó todo.

—Y después de contárnoslo todo —dijo el hombre serpiente—, Nicodemus dejó que su putita se divirtiera un rato.

—Es muy bonito que un padre y una hija compartan aficiones. Bien, averiguasteis lo que LaRouche sabía, lo matasteis y dejasteis su cuerpo en un lugar donde sabíais que no tardaría en ser visto y con varias pruebas que apuntaban hacia el destino del Sudario. Pensasteis que lo mejor sería que las autoridades mortales hicieran el trabajo de investigación, y cuando dieran con los ladrones, les quitaríais el Sudario.

—Es un trabajo ingrato. Nosotros estamos por encima de esas cosas.

—Acabarás hiriendo mis sentimientos, chico serpiente. Descubristeis que la Iglesia iba a mandar a alguien. Después, recogisteis al pobre padre Vincent en el aeropuerto y tú te hiciste pasar por él.

—Un razonamiento que podría seguir hasta un niño pequeño —siseó el denario.

Acerqué una silla y me senté.

—Ahora es cuando se pone interesante. Decidís contratarme, ¿por qué?

—¿Por qué crees?

—Para tener vigilados a los caballeros —dije—. O para tenerlos ocupados mientras intentaban mantenerme fuera del caso. O quizá pensaste que lo mismo te acabaría dando el Sudario. Probablemente por las tres razones. No tiene sentido hacer las cosas por un solo motivo cuando se pueden encontrar al menos dos más. Incluso me diste una muestra del Sudario para ayudarme a encontrarlo. —Me apoyé en el respaldo de la silla—. Ahí es cuando me di cuenta de que algo no encajaba. Le conté a Marcone como uno de sus matones me había atacado y se sorprendió.

—No sé de qué hablas —dijo el hombre serpiente.

—Marcone era el comprador.

Una fría carcajada se deslizó por la boca del hombre serpiente.

—Un mortal. Un simple mortal.

—Sí, bueno, el mortal se dio cuenta de que alguien se hacía pasar por el padre Vincent y mandó a un asesino para matarte. El tipo que aguardaba a la salida del estudio de Fowler no me apuntaba a mí, sino a ti.

—Imposible —dijo el hombre serpiente.

—El orgullo te pierde. Marcone no se ha caído de ningún guindo.

—Pareces muy satisfecho de tu astucia, mago.

—Pues falta lo mejor —dije animado—. Verás, Nicodemus no dijo gran cosa, excepto que tenía un plazo que cumplir y que necesitaba a alguien conocedor del mundo sobrenatural. En cambio a su hija si se le escapó algo. Le preguntó si no quería usar un cuenco de plata. Es decir, un cuenco ceremonial, y eso me dio qué pensar. Supuse que lo querían para recoger la sangrevital. El combustible de un ritual.

La cola del hombre serpiente se retorcía sin descanso.

—Creo que el padre Vincent os sirvió como calentamiento. Un ensayo para el ritual. Creo que vino aquí con dos muestras del Sudario y que usasteis una como foco para la maldición que lo mató. Una vez que comprobasteis que funcionaba, decidisteis ir a por el Sudario.

—No sabes nada, mago —dijo el hombre serpiente. El sello brillante de su frente refulgió al mismo tiempo que su par extra de ojos—. Eres patético.

—Estás hiriendo mis sentimientos. Al final voy a tener que coger el bate de béisbol —dije—. Nicodemus borró todas sus huellas esta misma mañana cuando prendió fuego al edificio que habíais ocupado. Supongo que te encargó que lo dejaras todo atado y bien atado con la poli y conmigo. Creo que ha planeado algo, y creo que lo hará esta noche. Así que ¿por qué no convertimos este monólogo en una charla relativamente placentera y me lo cuentas?

—¿Acaso crees que me das miedo, mago? —dijo el denario—. Yo ya destruía hombres más poderosos que tú antes de que este patético país naciera.

—¿Dónde está Nicodemus y qué va a hacer con el Sudario? Te daré una pista. Tiene algo que ver con una maldición infecta.

—Sirvo a Nicodemus desde hace…

—Desde la última vez que fui al dentista, sí, ya lo pillo —dije—. Pero deja que llame tu atención sobre un detalle. Nicodemus no está aquí. —Extendí los brazos a ambos lados con las palmas hacia arriba al estilo de Vanna White—. Estos dos caballeros sí están aquí. Y muy enfadados, además.

Sanya miraba al denario fijamente, mientras balanceaba ligeramente el sable que sostenía en la mano. Gruñó. Y yo no necesité más para querer apartarme de él.

—Oye —dije—, vamos a encontrar a Nicodemus y vamos a romperle la cara. Vamos a estropearle los planes, sean los que sean, y vamos a liberar a Shiro. Y tú nos vas a decir lo que necesitamos saber.

—¿O?

—Te mato —dijo Michael con un susurro.

El hombre serpiente me miró fijamente durante un largo rato. Después comenzó a agitarse al tiempo que hacía un sonido ronco con la garganta. Tardé un minuto en darme cuenta de que se estaba riendo de mí. Las serpientes no están hechas para reír. No le pegaba a aquel cuerpo serpentino.

—No me puedes amenazar —dijo—. No puedes hacerme nada.

—Pues aquí hay un par de espadas sagradas que no piensan lo mismo.

—No —dijo el denario. Alzó la mano hacia su cabeza y agarró el sello como si quisiera arrancárselo de la frente. El símbolo se iluminó y luego se apagó junto con el segundo par de ojos. Todo él se estremeció y las escamas comenzaron a derretirse y desaparecer. Por un segundo, los rasgos del padre Vincent emergieron de las escamas muertas. Después ellos también se disiparon, reemplazados por el esbozo de otras facciones más duras. La piel de aquel hombre era oscura, como árabe. A duras penas llegaría a medir el uno sesenta, la estatura media de hace varios siglos, y no era especialmente corpulento.

El hombre bajó la mano y dejó que una moneda de plata ligeramente descolorida rodara por el suelo hasta los pies de Michael.

—Me llamo Quintus Cassius y hace mucho que soy esclavo de los deseos del demonio Saluriel. —Sus ojos oscuros brillaron con maldad y el tono de su voz rebosaba sarcasmo—. Te suplico misericordia, una oportunidad para enmendarme. No sé cómo podré agradeceros, caballero, el haberme salvado del tormento.

Mierda. Había sacado la carta de la moral. Rápidamente miré a Michael.

El hombretón miró ceñudo a Cassius, el chico serpiente, pero no tardó ni un segundo en sacar un pañuelo bordado con una cruz plateada, coger la moneda y envolverla en él. Michael y Sanya intercambiaron una larga mirada y entonces los dos envainaron sus espadas.

—Eh, tíos. ¿Qué coño estáis haciendo? Este es un demonio asesino muy peligroso, ¿recordáis?

—Harry —dijo Michael—. No podemos. No si entrega la moneda y pide misericordia.

—¿Qué? —pregunté—. ¡Eso es una chorrada!

—Desde luego —dijo Cassius, la alegría bailaba en su voz—. Saben que no soy sincero. Saben que me lanzaré sobre ellos a la menor oportunidad. Que conseguiré una de las otras monedas y volveré a lo que he sido durante siglos.

Me puse en pie, estaba tan enfadado que la silla se cayó.

—Michael, si le ofreces la otra mejilla a este cabrón te la arrancará de la cara. Se supone que eres el puñetero puño de Dios.

—No es así, Harry —dijo Michael—. La misión de los caballeros no es destruir a los que sirven al mal.

—Claro que no —apostilló Cassius. De alguna manera, ahora su voz siseaba más que cuando era una serpiente—. Nos tienen que salvar.

—¿Salvarlos? —Miré atónito a Michael—. ¿Estás de coña?

Michael negó con la cabeza.

—Nadie más puede enfrentarse a los denarios, Harry. Nadie más puede retar a los caídos. Puede que esta sea la única oportunidad de Cassius de dar la espalda a lo que ha sido. De cambiar de rumbo.

—Genial. Yo también estoy de acuerdo con que cambie de rumbo. Hagamos que vaya en línea recta, derechito al fondo del lago Michigan.

La expresión de Michael reflejaba dolor.

—Los caballeros están aquí para proteger la libertad. Para dar a los oprimidos por las fuerzas oscuras la oportunidad de liberarse. No puedo juzgar el alma de un hombre, Harry Dresden. Ni tú tampoco. Nadie puede. Lo único que puedo hacer es permanecer fiel a mi misión. Darle la oportunidad de que vea esperanza en su futuro. De mostrarle el amor y la compasión que se le debe a cualquier ser humano. El resto está fuera de nuestras manos.

Mientras Michael hablaba, contemplé el rostro de Cassius. Su expresión cambió. Se hizo más dura. Más tensa y amargada. Lo que Michael dijo le había hecho mella. Ni se me ocurrió pensar que le había afectado lo suficiente como para cambiar de bando, pero sí para hacer que se enfureciera.

Me volví a Michael y dije:

—¿De verdad crees que esa cosa comenzará a beber del néctar de la bondad humana?

—No —respondió Michael—. Pero eso no cambia nada. Ha entregado la moneda y ha renegado de su influjo. En lo que suceda ahora ni Sanya ni yo tenemos ya parte. Todo depende de Cassius.

—Has visto a estas cosas en acción —espeté mientras me acercaba amenazador a Michael—. He visto los cadáveres que dejan. Me habrían matado a mí, a Susan, a ti, ¡qué coño! ¡A todos nosotros sin pensárselo dos veces! Solo Dios sabe qué tienen planeado con esa maldición que están preparando.

—Todo poder tiene sus límites, Harry. —Negó con la cabeza—. Aquí es donde está el mío.

Sin pensar realmente lo que hacía, le di un empujón en el hombro.

—Puede que ya hayan matado a Shiro. ¿Y vas a dejar que este cabrón se marche?

Michael me cogió del brazo con una mano y lo retorció. Michael es fuerte. Tuve que ponerme de puntillas para liberar la presión que puso en mi codo, y luego me apartó de un empujón; su mirada era dura, fría y furibunda.

—Ya lo sé —dijo con el mismo tono susurrante—. Sé que le han hecho daño. Que lo van a matar. Igual que Shiro sabía que Nicodemus no cumpliría su promesa de liberarte. Es una de las cosas que nos diferencia de ellos, Harry. La sangre de sus manos no es justificación para que yo manche también las mías. Yo tomo mis decisiones según los dictados de mi alma, no de acuerdo a sus crímenes. —Miró a Cassius, y el denario apartó los ojos de la silenciosa llama que ardía en el rostro de Michael—. No me corresponde a mí juzgar su alma. Aunque me muera de ganas.

—Madre mía —murmuré—. Si sois todos tan idiotas, no me extraña que Nicodemus haya matado a tantos caballeros.

—Harry… —dijo Michael.

Lo interrumpí:

—Míralo, Michael. No es una víctima. Es un puñetero colaborador. El pobre cabrón de Rasmussen quizá se viera obligado a trabajar con los denarios, pero Cassius lo hace porque quiere.

—Eso tú no lo sabes, Harry —dijo Sanya.

—¿Por qué le dais otra oportunidad? ¿Es que acaso alguno de ellos renunció para siempre a las monedas?

Sanya posó su oscura mano sobre mi hombro y dijo:

—Yo renuncié.

Me volví para mirarlo, incrédulo.

—Yo era uno de ellos —dijo Sanya—. Tenía poca experiencia. Era tonto. Orgulloso. Mi intención no era convertirme en un monstruo, pero el poder corrompe. Shiro se enfrentó al caído al que yo servía. Me hizo ver sus mentiras y decidí cambiar.

—Traidor —dijo Cassius con una voz heladora—. Te ofrecimos el mundo. El poder y la gloria. Todo lo que podías desear.

Sanya lo miró directamente y dijo:

—Lo que yo quería no me lo podíais dar. Tuve que encontrarlo por mí mismo. —Extendió un brazo—. Cassius, tú también puedes dejarlos, como hice yo. Ayúdanos, por favor. Y déjanos ayudarte.

Cassius se apartó, como si la mano de Sanya le pudiera quemar y siseó:

—Me comeré tus ojos.

—No podemos dejarlo aquí —dije—. Nos pegará un tiro por la espalda. Intentará matarnos.

—Quizá —dijo Michael en voz baja y sin moverse.

Yo quería enfadarme con Sanya y Michael, pero no podía. Solo soy humano. Yo también tuve mis flirteos con el lado oscuro. Hice pactos idiotas. Tomé decisiones equivocadas. Si no me hubiesen ayudado a liberarme de todo aquello, ahora probablemente estaría muerto.

Comprendía lo que Michael y Sanya decían y hacían. Comprendía sus razones. No me gustaban, pero no podía rebatirlas sin convertirme en un hipócrita. Yo también había tenido una segunda oportunidad.

Cassius comenzó a resoplar y a carcajearse con aquella risa suya seca y desdeñosa.

—Corred —dijo—. Marchaos. Meditaré vuestras palabras. Examinaré mi vida. Pensaré en enderezar mis pasos.

—Vamos —dijo Michael en voz baja.

—No podemos dejarlo aquí —insistí.

—La policía no tiene nada contra él, Harry. No lo vamos a matar. Así que hemos terminado. Ten fe. Ya verás como encontraremos una respuesta.

Cassius rió cuando Michael se dio la vuelta para encaminarse hacia la salida. Sanya lo siguió, pero caminó despacio mientras volvía la cabeza para mirarme.

—Idiotas —murmuró Cassius, levantándose—. Débiles e idiotas.

Recogí el bate y me giré hacia la puerta.

—Te equivocas —le dije a Cassius.

—Débiles —insistió Cassius—. No había pasado ni una hora cuando el viejo ya estaba chillando. Nicodemus comenzó por la espalda. Lo azotó con cadenas. Luego Deirdre jugó con él.

Miré a Cassius con dureza por encima del hombro.

Un rictus de desprecio le hizo levantar el labio superior mostrándome los dientes.

—A Deirdre le gusta romper dedos. Me hubiera gustado quedarme a ver más. Yo solo pude arrancarle las uñas de los pies. —Su sonrisa se hizo mayor, sus ojos brillaron—. La mujer, la de la Hermandad. ¿Es tuya?

Sentí como el labio superior se separaba de mis dientes.

Los ojos de Cassius refulgieron.

—Sangró mucho, ¿verdad? La próxima vez que la encuentre, no estarás allí para estropearme el conjuro. Dejaré que las serpientes la devoren. Mordisco a mordisco.

Lo miré fijamente.

Cassius volvió a sonreír.

—Aun así hay misericordia para mí, ¿verdad? Perdón. Sí, Dios es genial.

Me giré para darle la espalda y dije en voz muy baja:

—La gente como tú siempre confunde bondad con debilidad. Michael y Sanya no son débiles. Afortunadamente para ti, son hombres buenos.

Cassius se rió de mí.

—Desgraciadamente para ti, yo no.

Me di la vuelta con el bate de béisbol en las manos, y le golpeé con todas mis fuerzas en la rodilla. Le rompí la rótula.

Chilló conmocionado por la sorpresa y luego se desplomó. Escuché unos extraños crujidos procedentes de la articulación.

Volví a blandir el bate y le di en el tobillo derecho.

Cassius gritó.

Luego le rompí también la rodilla izquierda. Y el tobillo izquierdo. No paraba de retorcerse y de gritar, así que tuve que atizarle unas doce veces más.

—¡Para! —consiguió balbucear—. ¡Para, para, para!

Le di una patada en la boca para que se callara, le pisoteé el brazo derecho y le destrocé la mano con otra media docena de palazos.

Le inmovilicé el brazo izquierdo de la misma manera, y me coloqué el bate en el hombro.

—Escúchame, montón de mierda. No eres una víctima. Elegiste convertirte en uno de ellos. Llevas toda tu vida al servicio de las fuerzas oscuras. Freddy Mercury diría que Belcebú tiene reservado un demonio para ti solito.

—¿Qué crees que estás haciendo? —dijo jadeante—. No puedes… no irás a…

Me incliné hacia abajo y retorcí su falso alzacuellos, asfixiándolo.

—Los caballeros son hombres buenos. Yo no. Y matarte no me hará perder el sueño. —Lo zarandeaba con cada palabra con la fuerza suficiente para hacer que sus dientes ensangrentados castañetearan—. Dónde. Está. Nicodemus.

Cassius se derrumbó, comenzó a llorar. Su vejiga debió de vaciarse en algún momento porque la habitación olía a orina. Luchó por coger aire y luego escupió un diente roto.

—Te lo diré —dijo con voz entrecortada—, pero no me pegues más.

Solté el alzacuellos y me enderecé.

—¿Dónde?

—No lo sé —dijo mientras observaba como empequeñecía ante mis ojos—. No me lo dijo. Iba a verlo esta noche. Quedamos en vernos esta noche. A las ocho.

—¿Dónde?

—En el aeropuerto —dijo Cassius. Entonces comenzó a vomitar. Yo no le solté el brazo así que todo aquello le cayó encima—. No sé exactamente dónde.

—¿Qué trama?

—Una maldición. Va a liberar la maldición. Con la ayuda del Sudario y la sangre del viejo. Tiene que estar en movimiento para completar el ritual.

—¿Por qué?

—La maldición es una plaga. Tiene que propagarse lo más lejos posible. Cuantas más personas queden expuestas, mayor será su poder. El apocalipsis.

Levanté el pie de su brazo y destrocé el teléfono del hotel con el bate. Encontré su móvil y también lo hice añicos. Después metí la mano en el bolsillo y le arrojé una moneda de veinticinco centavos.

—Hay una cabina al otro lado del aparcamiento, tras un montón de cristales rotos. Más vale que llames a una ambulancia. —Di media vuelta y salí por la puerta sin mirar atrás—. Si te vuelvo a ver, te mato.

Michael y Sanya me esperaban al otro lado de la puerta. El rostro de Sanya parecía expresar cierta satisfacción. En cambio Michael estaba serio, preocupado, sus ojos buscaron los míos.

—Alguien tenía que hacerlo —le dije a Michael. Mi voz sonó fría—. Está vivo. Es más de lo que se merece.

—Quizá —dijo Michael—. Pero lo que has hecho, Harry, está mal.

Por una parte, me sentía enfermo. Por otra, en cambio, satisfecho. Y no estaba seguro con cuál de las dos partes quedarme.

—Oíste lo que dijo sobre Shiro y Susan.

Los ojos de Michael se oscurecieron y asintió.

—Eso no cambia nada.

—No, claro —le miré a los ojos—. ¿Crees que Dios me perdonará?

Michael guardó silencio por un momento y luego su expresión se relajó. Me cogió del hombro y dijo:

—Dios siempre es misericordioso.

—Te has mostrado bastante generoso con lo que le has hecho —dijo Sanya con aire filosófico—. Relativamente hablando, claro. Quizá esté herido, pero por lo menos sigue vivo. Así tendrá más tiempo para meditar sobre sus opciones.

—Ajá —dije—. Así soy yo. Lo hice por su propio bien.

Sanya asintió con gravedad.

—Tu intención era buena.

Michael asintió.

—¿Quiénes somos nosotros para juzgarte? —Sus ojos brillaron y preguntó a Sanya—: ¿Viste la cara que puso la serpiente, justo cuando Harry se dio la vuelta con el bate?

Sanya sonrió y comenzó a silbar mientras atravesábamos el aparcamiento.

Nos subimos a la camioneta.

—Dejadme en mi casa —dije—. Tengo que coger un par de cosas y hacer unas llamadas.

—¿El duelo? —preguntó Michael—, Harry, ¿estás seguro de que no quieres que yo…?

—Déjamelo a mí —dije—. Tú ya tienes suficientes problemas. Ya me encargo yo. Os veré luego en el aeropuerto y os ayudaré a buscar a Shiro.

—Si sigues con vida —dijo Sanya.

—Sí, gracias, Camarada Obviedades.

El ruso sonrió.

—¿Le diste a Cassius veinticinco centavos?

—Sí.

—¿Para llamar por teléfono?

—Sí.

—Ahora con eso no llamas, han subido las tarifas —señaló Michael.

Me recosté en el asiento y esbocé una sonrisa.

—Sí, ya lo sé.

Sanya y Michael rompieron a reír, y Michael además dio unas palmaditas al volante.

Yo no me uní a ellos, pero disfruté de su risa mientras pude. El sol de febrero avanzaba rápidamente hacia el horizonte.