Cogí mi bastón, mi varita mágica, el bastón de Shiro y entonces decidí que tenía que comprarme una puñetera bolsa de golf. El taxi nos dejó frente a McAnnally's. El Escarabajo Azul seguía en el aparcamiento cercano donde lo dejé, nadie me lo había robado, no lo habían vaporizado, ni dañado en ningún aspecto.
—¿Qué le ha pasado a la ventana de atrás? —preguntó Susan.
—Un matón de Marcone me disparó a la salida del estudio de Larry Fowler.
Susan torció el gesto.
—¿Has ido otra vez al programa de Larry Fowler?
—No quiero hablar de eso.
—Ya. ¿Y el capó?
—Los agujeros pequeños son las balas del matón. El gran bollo fue obra de un clorofobio —respondí.
—¿Un qué?
—Un monstruo planta.
—Ah. ¿Por qué no dices simplemente «monstruo planta»?
—Tengo mi orgullo.
—Pobre coche.
Saqué las llaves, pero Susan me detuvo, posando una mano sobre la mía, después rodeó el coche. Se agachó y miró debajo un par de veces, luego dijo:
—Vale.
Entré.
—Gracias, 007, pero nadie pone bombas en un Volskwagen. Son demasiado monos.
Susan abrió la puerta del acompañante y dijo:
—Tan monos como el confeti, si no tienes cuidado, Harry.
Rezongué, pisé el acelerador y puse rumbo a casa de Michael.
La mañana era fría y clara. El invierno aún no había abandonado la región de los Grandes Lagos y lo que ocurriera en el lago Michigan, tenía su reflejo en Chicago. Susan salió y echó un vistazo al jardín frente a la puerta principal mientras fruncía el ceño tras sus gafas de sol.
—¿Cómo consigue que su casa esté tan bonita, dirigir un negocio y además luchar contra demonios en sus ratos libres?
—Y seguro que se traga todos esos programas de bricolaje de la tele —dije.
Torció el gesto.
—El césped está verde. Estamos en febrero y el césped está verde. ¿No te parece raro?
—Los caminos del césped son inescrutables.
Susan refunfuñó y después me siguió hacia la puerta principal.
Llamé. Un momento después la voz del padre Forthill dijo:
—¿Quién es?
—Sonny y Cher —respondí—. Salt-N-Pepa nos pidieron que viniéramos en su lugar.
Abrió la puerta sonriendo tras sus gafas de montura dorada. Era el mismo viejo padre Forthill bajo, rechoncho y medio calvo, pero parecía tenso y cansado. Las arrugas de su rostro estaban ahora más marcadas de lo que recordaba.
—Hola, Harry.
—Padre —dije—. ¿Conoce a Susan?
La miró con aire pensativo.
—De oídas —dijo—. Adelante, entrad.
Eso hicimos y cuando pasamos, Forthill dejó el bate de béisbol Louisville Slugger en una esquina. Alcé las cejas, intercambié una mirada con Susan y luego dejé mi varita y el bastón de Shiro junto al bate. Seguimos a Forthill hasta la cocina.
—¿Dónde está Charity? —pregunté.
—Ha llevado a los niños a casa de su madre —dijo—. Volverá pronto.
Dejé escapar un suspiro de alivio.
—¿Y Anna Valmont?
—En el cuarto de invitados. Sigue durmiendo.
—Tengo que llamar a Martin —dijo Susan—. Perdonad.
Se apartó y entró en el pequeño estudio.
—¿Café, donuts? —preguntó el padre Forthill.
Me senté a la mesa.
—Padre, nunca ha estado más cerca de convertirme.
Rió.
—El fantástico Forthill salva almas armado con un suizo. —Sacó el néctar de los mismos dioses en forma de una bolsa de Dunkin' Donuts y unos vasos de papel. Mientras apartaba uno para él dijo—: Siempre he admirado tu capacidad para hacer bromas en los malos momentos. La situación es grave.
—Ya me he dado cuenta —dije con la boca llena de un donut glaseado—. ¿Dónde está Michael?
—Sanya y él fueron a San Luis para investigar posible actividad denaria. La policía local los arrestó.
—¿Qué? ¿Por qué?
—No se han presentado cargos —dijo Forthill—. Los arrestaron, los tuvieron bajo custodia veinticuatro horas y luego los soltaron.
—Una estratagema —dije—. Alguien los quería fuera de juego.
Forthill asintió.
—Eso parece. He hablado con ellos hace unas dos horas. Están de camino y no tardarán en llegar.
—Pues en cuanto vuelvan, tenemos que ir a por Shiro.
Forthill frunció el ceño y asintió.
—¿Qué te pasó anoche?
Le conté la versión corta, le hablé de la subasta de arte y de los denarios, pero obvié los detalles más jugosos de después, porque no me parecieron asunto suyo. Además, tampoco me habría sentido cómodo contándoselo todo. No soy especialmente religioso, pero bueno, el tío era cura.
Cuando terminé, Forthill se quitó las gafas y me miró con dureza. Tenía los ojos del color de un huevo de petirrojo, y miraban con una intensidad inquietante.
—Nicodemus —dijo en voz baja—. ¿Estás seguro de que dijo que se llamaba Nicodemus?
—Sí.
—¿Seguro, seguro?
—Sí. Tuvimos una agradable charla.
Forthill cruzó los brazos y exhaló lentamente.
—Madre de Dios. Harry, ¿me lo podrías describir?
Lo hice mientras el viejo cura me escuchaba.
—Oh, y siempre llevaba una cuerda alrededor del cuello. No es una soga, sino una cuerda más fina, como las que se usan para tender la ropa. Al principio pensé que era una de esas corbatas de vaquero.
Los dedos de Forthill tocaron el crucifijo que pendía cerca de su cuello.
—¿Atado con un nudo corredizo?
—Sí.
—¿Qué te pareció? —preguntó.
Miré mi donut medio mordisqueado.
—Me asustó mucho. Es… malvado, supongo. Perverso.
—La palabra que estás buscando es «demoníaco», Harry.
Me encogí de hombros, comí el resto del donut y no se lo discutí.
—Nicodemus es un antiguo enemigo de los caballeros de la Cruz —dijo Forthill con calma—. Nuestra información sobre él es limitada. Tiene la manía de buscar y destruir nuestros archivos un siglo sí y otro no, así que no podemos estar seguros de quién es o desde cuándo existe. Puede que incluso ya caminara por la tierra cuando el Salvador fue crucificado.
—A mí no me pareció que tuviera más de quinientos —murmuré—. ¿Cómo es que ningún caballero le ha hecho la raya en medio?
—Lo han intentando —dijo Forthill.
—¿Y se ha librado?
Los ojos y la voz de Forthill no se alteraron cuando dijo:
—Los mata. Siempre los mata a todos. Más de un centenar de caballeros. Más de un millar de sacerdotes, monjas y monjes. Tres mil hombres, mujeres y niños. Y esos son solo los que figuran en las páginas que recuperamos de los archivos destruidos. Solo dos caballeros que se han enfrentado a él han sobrevivido.
Entonces lo comprendí.
—Shiro es uno de ellos. Por eso Nicodemus aceptó que ocupara mi lugar.
Forthill asintió y cerró los ojos durante un momento.
—Afortunadamente. Aunque los denarios ganan poder infligiendo sufrimiento y dolor a otros. De esa forma aplican de manera más eficiente la fuerza que les confiere el caído. Y obtienen más energía de aquellos que se dedican a luchar contra ellos.
—Está torturando a Shiro —dije.
Forthill posó su mano sobre la mía durante un segundo, su voz sonó tranquila, calmada.
—Debemos tener fe. Quizá lleguemos a tiempo de ayudarlo.
—Creía que la razón de ser de los caballeros era hacer justicia —dije—. Que son el puño de Dios y todo eso. Entonces, ¿cómo es que ese tal Nicodemus puede matarlos al por mayor?
—Por la misma razón que cualquier hombre puede matar a un semejante —dijo Forthill—. Es inteligente, cauto, hábil y cruel. Como el ángel caído al que sirve.
Probé suerte con el nombre.
—¿Badassiel?
Forthill casi sonrió.
—Anduriel. Fue un capitán de Lucifer, tras la Caída. Anduriel comanda a los treinta caídos que viven en las monedas. Nicodemus no está sometido al dominio de Anduriel. Son compinches. Nicodemus trabaja con el caído de igual a igual y porque quiere. Nadie del clero, ni de ninguna de las Órdenes de caballeros, ni ninguno de los caballeros de la Cruz ha conseguido hacerle ni siquiera un rasguño.
—La cuerda —supuse—. La cuerda es como el Sudario, ¿no? Tiene poder.
Forthill asintió.
—Eso creemos, sí. Es la misma cuerda que el traidor usó en Jerusalén.
—¿Cuántos denarios trabajan con él? Seguro que entre ellos no se llevan muy bien.
—Tienes razón, gracias a Dios. Nicodemus no suele trabajar con más de cinco o seis denarios, según nuestros datos. Y suele mantener a otros tres cerca.
—El chico serpiente, la chica demonio y Ursiel.
—Sí.
—¿Cuántas monedas hay repartidas por el mundo?
—Ahora mismo solo sabemos de nueve; diez, con la de Ursiel.
—Así que en teoría, Nicodemus podría tener a otros diecinueve caídos trabajando con él. Además de unos cuantos matones para acompañar.
—¿Matones?
—Matones. Mercenarios de los normales, o eso me parecieron.
—¡Ah! Pero no son normales —dijo Forthill—. Por lo que hemos podido averiguar, conforman una especie de pequeña nación. Son fanáticos. Su labor es de carácter hereditario, pasa de padres a hijos, de madres a hijas.
—Esto se pone cada vez mejor —repuse.
—Harry —dijo Forthill—. No sé cómo preguntarte esto con tacto así que simplemente iré directo al grano. ¿Te dio una de las monedas?
—Lo intentó —contesté—. Pero la rechacé.
Los ojos de Forthill no se apartaron de mí hasta que se le acabó el aire.
—Ya. ¿Recuerdas cómo era el sello que tenía grabado?
Gruñí a modo de afirmación, cogí un donut cubierto de chocolate y con el dedo dibujé el símbolo.
Forthill ladeó la cabeza con el ceño fruncido.
—Lasciel —murmuró.
—¿Lasciel? —dije mientras me chupaba el chocolate del dedo.
—La Seductora —susurró Forthill. Pasó el dedo por el chocolate para borrar el sello—. Lasciel también recibe los nombres de Tejedora de Redes y Tentadora —dijo, mientras lamía el chocolate—. Aunque me parece extraño que Nicodemus quisiera liberarla. No suele acatar el liderazgo de Anduriel.
—¿Un ángel rebelde entre los ángeles rebeldes?
—Quizá —dijo Forthill—. Pero lo mejor será no hablar de ello, de momento.
Susan salió del pequeño despacho con un teléfono inalámbrico pegado a la oreja.
—Muy bien —dijo al teléfono y mientras pasaba por delante de nosotros nos hizo una señal con la mano para que la siguiéramos. El padre Forthill arqueó las cejas y entramos en el cuarto de estar de la familia Carpenter.
Era una habitación bastante amplia dividida en varios ambientes mediante muebles. La televisión formaba parte del más reducido, pero aun así, resultaba demasiado pequeña. Susan fue directa hacia ella, la encendió y fue pasando por los diferentes canales.
Se detuvo en el telediario del canal local donde se veía a un helicóptero sobrevolar un edificio en llamas. Alrededor de una docena de camiones de bomberos amarillos y rojos lo rodeaban, pero resultaba obvio que su intención era únicamente evitar que el fuego se extendiera. El edificio no tenía salvación.
—¿Qué es eso? —preguntó Forthill.
—¡Mierda! —escupí, di la espalda al televisor y comencé a caminar arriba y abajo.
—Es el edificio al que Shiro nos llevó anoche —contestó Susan—. Los denarios se ocultaban en unos túneles que hay debajo.
—Ya no —repuse—. Se han marchado y así es como ocultan sus huellas. Joder, ¿y de eso hace cuánto? ¿Seis horas? A estas alturas estarán fuera del estado.
—Nicodemus —dijo Forthill—. Así es como trabaja.
—Los encontraremos —dijo Susan sin inmutarse.
—¿Cómo? —pregunté.
Apretó los labios y dio media vuelta. Habló en voz baja por teléfono. No pude escuchar lo que dijo, pero su tono era el de alguien que estaba terminando una conversación. Colgó el aparato un momento después.
—¿Qué podemos hacer?
—Yo podría ir al inframundo —dije—. Quizá obtenga algunas respuestas allí, pero no puedo hacerlo hasta que se ponga el sol.
Forthill dijo con tranquilidad.
—No debes hacer eso. Es demasiado peligroso. Ninguno de los caballeros querría…
Agité una mano en el aire, interrumpiéndolo.
—Necesitamos información o Shiro morirá. No solo eso, sino que si no damos con Nicodemus, utilizará el Sudario para hacer aquello que se ha propuesto. Si tengo que ir al mismísimo Averno en busca de respuestas, lo haré.
—¿Y Michael qué? —preguntó Susan—. ¿No podría encontrar a Shiro tal y como Shiro te encontró a ti?
Forthill negó con la cabeza.
—No necesariamente. No depende de ellos. A veces los caballeros reciben este tipo de información, pero no es algo que puedan obtener cuando quieran.
Consulté mi reloj y calculé mentalmente la distancia.
—¿Cuánto tardarán Michael y Sanya en llegar? ¿Una hora más o menos?
—Si no surge ningún otro contratiempo —dijo Forthill.
—Genial. Veremos si el equipo de los ángeles quiere participar. Si no, llamaré a Charity en cuanto se ponga el sol. —Le cogí a Susan el teléfono y salí de la habitación.
—¿Adónde vas? —preguntó Susan.
—A hablar con Anna Valmont. Y después, voy a llamar a mi cliente. Sobreviva o no, me gustaría dar la impresión de que por lo menos intenté comportarme como un profesional.
Charity tenía una habitación de invitados que poco a poco acabó engullida por una jungla de telas. Apiladas contra una pared había cajas llenas de telas de todos los colores imaginables; sobre la mesa reposaba una pequeña máquina de coser, apenas visible entre más montones de telas cuidadosamente dobladas. Más cajas con lo mismo se amontonaban formando una fortificación alrededor de una cama pequeña que estaba ocupada por un bulto oculto bajo varias colchas.
Encendí una lamparita que había en la mesa de la máquina de coser con la esperanza de que la habitación no se prendiera fuego.
—Anna. Despierta.
El bulto farfulló algo y se removió antes de volver a quedarse inmóvil.
Descolgué el teléfono y dejé que el pitido de la línea rompiera el silencio de la habitación.
—Sé que estás despierta, señorita Valmont. Y sabes que antes, en el Marriot, te he salvado el pellejo. Así que si no te espabilas y me cuentas algo ahora mismo, voy a llamar a la poli para que vengan a recogerte.
No se movió. Marqué un número y escuché como el teléfono daba varios tonos.
—Cabrón —murmuró. Con su acento británico sonó algo así como «cabran». Se sentó con cautela y se tapó con la manta. Vi sus hombros desnudos.
—Está bien, ¿qué quieres?
—Para empezar mi guardapolvos —dije—. Pero como no creo que lo tengas escondido bajo el colchón me tendré que contentar con el nombre del comprador.
Me miró durante un momento antes de decir:
—Si te lo digo, me matarán.
—Si no me lo dices, te entrego a la policía.
Se encogió de hombros.
—Lo cual, aunque desagradable, no me matará. Además, esa era tu intención desde el principio.
La miré furioso.
—Te he salvado la vida. Dos veces.
—Ya lo sé —dijo. Durante un momento tuvo la mirada perdida, pero luego dijo—: Es increíble. Aunque lo he visto con mis propios ojos. Es una… locura. Como un sueño.
—No estás loca —dije—. O al menos, no se trata de alucinaciones ni nada parecido.
Se rió a medias.
—Lo sé. Cisca está muerta. Gastón está muerto. Se han ido para siempre. Eran amigos míos. —Su voz se quebró y pestañeó varias veces con rapidez—. Yo solo quería acabar el trabajo. Para que su muerte no fuera en vano. Les debía al menos eso.
Suspiré.
—Oye, te lo voy a poner fácil. ¿Era Marcone?
Se encogió de hombros sin enfocar la mirada.
—Yo trataba con un intermediario, así que no lo sé con seguridad.
—¿Pero era Marcone?
Valmont asintió.
—Supongo que sí, es lo más probable. El comprador era alguien con mucho dinero e influencia en la ciudad.
—¿Sabe que lo sabes?
—Uno nunca le dice al comprador que sabes quién es cuando el tipo está intentando por todos los medios que no lo identifiques. Sería una grosería.
—Por poco que conozcas a Marcone, sabrás que no dejará que te largues con el dinero sin haber hecho la entrega —dije.
Se frotó los ojos.
—Me ofreceré a recuperar la mercancía.
—Buena idea. Suponiendo que no te mate antes de que termines de formular tu oferta.
Me fulminó con la mirada durante un segundo, enfadada y llorosa.
—¿Qué quieres de mí?
Cogí una caja de pañuelos de papel de detrás de un montón de tela amarilla de algodón y se lo ofrecí.
—Información. Quiero saberlo todo. Es posible que hayas oído o visto algo que pueda ayudarme a recuperar el Sudario. Échame un cable y quizá te consiga algo de tiempo para que abandones la ciudad.
Cogió la caja y ocultó los ojos tras un pañuelo.
—¿Cómo sé que cumplirás con tu parte?
—Tierra a la Spice Ratera, oye bien Spice Ratera, te he salvado el culo dos veces. Creo que podrías confiar algo en mí.
Bajó la vista y se mordió el labio.
—No… no sé.
—Esta oferta tiene fecha de caducidad.
Inspiró profunda y entrecortadamente.
—Está bien. Está bien, deja que me asee un poco. Que me vista… Luego te diré lo que quieras saber.
—Genial —dije—. Venga. Hay una ducha en el baño al final del pasillo. Te traeré toallas y todo eso.
—¿Esta es tu casa?
—De unos amigos. Pero ya he estado aquí antes.
Asintió y buscó por la cama hasta encontrar la camiseta negra que había llevado la noche anterior. Se la puso y se levantó. Tenía unas piernas largas, bonitas y magulladas, y cuando apoyó el pie derecho dejó escapar un grito de dolor y se inclinó peligrosamente hacia delante. La cogí antes de que se diera contra el suelo, se apoyó sobre mí y levantó el pie en el aire.
—Maldita sea —dijo casi sin resuello—. Anoche debí de torcerme el tobillo. —Me miró muy seria—. Esas manos.
Aparté la mano de algo suave y firme.
—Perdón. Sin querer. ¿Puedes andar?
Negó con la cabeza e intentó mantener el equilibrio sobre una sola pierna.
—Me parece que no. Échame una mano de momento.
La ayudé a avanzar por el pasillo hasta el cuarto de baño. Saqué unas toallas del armario de la ropa blanca y se las ofrecí a través de la puerta entornada. Echó el pestillo y comenzó a ducharse.
Negué con la cabeza y volví al pasillo mientras marcaba el número del padre Vincent. Al quinto tono, lo cogió, su voz sonaba cansada y tensa.
—Vincent.
—Soy Harry Dresden —dije—. Sé adonde fue a parar el Sudario y quién quería comprarlo. Pero alguien más apareció y me lo quitaron.
—¿Está seguro? —preguntó Vincent.
—Sí.
—¿Sabe dónde está?
—No exactamente, pero lo averiguaré. Lo sabré esta misma tarde, quizá antes.
—¿Por qué no lo sabrá hasta esta tarde? —preguntó Vincent.
—Bueno, hum, es un poco difícil de explicar —dije.
—Quizá la policía debería encargarse del resto de la investigación.
—No se lo aconsejo.
—¿Por qué?
—Según mi información es posible que su desconfianza no estuviera del todo desencaminada.
—¡Oh! —dijo Vincent. Parecía preocupado—. Creo que deberíamos vernos y charlar, señor Dresden. No me gusta hablar de esto por teléfono. ¿A las dos, en la habitación donde nos vimos por última vez?
—Supongo que sí —dije.
—Hasta entonces —respondió Vincent, y colgó.
Volví al cuarto de estar y encontré a Susan sentada mientras leía el periódico de la mañana con un café y un donut. Una de las puertas correderas de cristal que antes daban al patio de atrás estaba abierta, y al otro lado había un montón de madera y plástico, la nueva sección que estaba construyendo Michael. El rugido de la sierra se coló por la puerta abierta.
Salí y encontré al padre Forthill trabajando. Se había quitado el abrigo y el alzacuellos. Llevaba una camisa negra de manga corta debajo. Se había puesto unos guantes de cuero y unas gafas para proteger los ojos. Terminó de serrar la viga y sopló el serrín de la zona de corte antes de levantarse.
—¿Qué tal está el padre Vincent?
—Me ha parecido cansado —repuse—. Luego hablaré con él, suponiendo que no ocurra algo antes.
—Me preocupa —dijo Forthill. Alzó la viga a la parte superior de lo que sería una ventana—. Toma, sujeta esto, anda.
Lo hice. Forthill comenzó a clavar varios clavos, mientras sostenía otros tantos en la boca.
—¿Y la señorita Valmont?
—Se está duchando. Va a cooperar.
Forthill frunció el ceño y cogió otro clavo de entre los labios.
—Pues me sorprende bastante, no me pareció de las que se rinden.
—Es por mi encanto personal —dije—. Las mujeres no se pueden resistir.
—Humm —dijo Forthill, todavía con los clavos en la boca.
—Es lo único decente que puede hacer. Y está entre la espada y la pared, ¿no?
Forthill colocó otro clavo y frunció el ceño. Luego me miró.
Le devolví la mirada por un momento y luego dije:
—Voy a ver qué tal va.
Estaba en medio del cuarto de estar cuando escuché como se cerraba la puerta de un coche y a continuación el rugido del motor. Corrí hacia la puerta principal y la abrí justo a tiempo para ver la destrozada ventanilla trasera del Escarabajo Azul alejándose calle abajo y desaparecer.
Rebusqué entre mis bolsillos y gruñí. Las llaves del coche no estaban.
—Hija de puta —refunfuñé. Di un puñetazo al marco de la puerta de pura frustración. No le di muy fuerte. Estaba enfadado, pero no pretendía romperme los nudillos—. El viejo truco del tropezón y me lo trago.
Susan apareció junto a mí y suspiró.
—Harry, eres idiota. Eres un buen hombre, pero idiota en lo que respecta a las mujeres.
—Primero mi chupa y ahora mi coche. A eso lo llamo yo estar agradecida.
Susan asintió.
—Cría cuervos…
La contemplé por un momento.
—¿Te estás cachondeando de mí?
Se volvió y me miró con una expresión totalmente seria, pero su voz sonó un poco ahogada.
—No.
—Claro que sí.
Se puso roja y negó con la cabeza.
—Te ríes de mi dolor.
Dio media vuelta, caminó hacia el cuarto de estar y cogió el periódico. Se sentó y lo sostuvo en alto para taparse la cara, pero me pareció escuchar unos sonidos entrecortados.
Volví a salir al patio. Estaba furioso. Forthill me miró por encima del hombro con las cejas arqueadas.
—Deme algo que pueda romper, o que pueda golpear muy fuerte —le dije.
Sus ojos brillaron.
—Acabarás haciéndote daño. Toma, sujeta esto.
Alcé otro tablero y lo puse en su sitio mientras Forthill lo fijaba todo con unos martillazos. Mientras estaba en ello, la manga de su camisa se subió, dejando al descubierto un par de líneas verdes.
—Espere —dije, y le cogí el brazo con firmeza. El tablero se me escurrió de la otra mano y me golpeó en la cabeza en su camino hacia el suelo. Torcí el gesto por el golpe y me estremecí, pero le subí la manga.
Forthill tenía un tatuaje en la cara interna de su brazo derecho.
Un Ojo de Thoth.
—¿Qué es esto? —pregunté.
Forthill miró alrededor y se bajó la manga.
—Un tatuaje.
—¿No me diga? Un tatuaje. Eso ya lo sé. ¿Qué significa?
—Tiene que ver con algo en lo que me involucré cuando era joven —repuso—. Una organización a la que pertenecí.
Intenté calmarme, pero mi voz sonó dura.
—¿Qué organización?
Forthill me miró sorprendido.
—No entiendo por qué eso te disgusta tanto, Harry…
—¿Qué organización?
Parecía confundido.
—Éramos unos cuantos jóvenes que juramos los votos juntos, prácticamente unos niños. Y…, bueno. Fuimos testigos de algunos acontecimientos extraños. Y después tuvimos conocimiento de otros ocurridos en el pasado. Un vampiro asesinó a dos personas y nosotros lo detuvimos. Nadie nos creyó, claro.
—Claro —dije—. ¿Y qué pasa con el tatuaje?
Forthill apretó los labios mientras meditaba una respuesta.
—Hace mucho que no pienso en ello. Pues a la mañana siguiente, salimos y nos hicimos los tatuajes. Luego juramos que nos mantendríamos alerta frente a las fuerzas de la oscuridad y que nos ayudaríamos los unos a los otros siempre que pudiéramos.
—¿Y luego qué?
—Después de que se nos pasara la resaca, nos tomamos muchas molestias para que nuestros superiores no los vieran —respondió Forthill con una tímida sonrisa—. Éramos jóvenes.
—¿Y luego?
—Y luego no se produjeron más fenómenos sobrenaturales durante los siguientes años y cada uno se fue por su lado. Hasta que Vittorio me llamó la semana pasada, el padre Vincent; no había hablado con ninguno de ellos en años.
—Espera. ¿Vincent tiene un tatuaje como este?
—Bueno, quizá se lo haya quitado. No me sorprendería nada.
—¿Y qué pasó con los demás?
—Han muerto en los últimos años —dijo Forthill. Se quitó uno de los guantes de trabajo y miró su mano ajada—. Por aquel entonces, creo que ninguno de nosotros pensó que llegaríamos a vivir tantos años.
Los engranajes de mi cerebro comenzaron a funcionar a toda velocidad y entonces lo supe. Comprendí lo que estaba pasando y por qué. Por pura intuición me dirigí hacia la parte delantera de la casa, recogiendo mis cosas por el camino. El padre Forthill me siguió.
—¿Harry?
Pasé por delante de Susan, que dejó el periódico y se puso en pie para seguirme.
—¿Harry?
Llegué a la puerta principal y la abrí de golpe.
En ese momento, el motor de la furgoneta pick up blanca de Michael se detuvo de forma brusca y él y Sanya saltaron del vehículo. Estaban sucios y sin afeitar, pero por lo demás parecían bien. Michael me miró atónito y dijo:
—¿Harry? Creo que he visto a una mujer conducir tu coche hacia la autopista. ¿Qué pasa?
—Coge todo lo que necesites para combatir —dije—. Nos vamos.