Capítulo 26

Abrí los ojos un rato después y vi a Susan en el cuarto de estar, con los ojos cerrados. Estaba en cuclillas y tenía los brazos extendidos como si sostuviera una gran cesta invisible. Mientras la contemplaba, se movió, sus brazos y piernas se deslizaron describiendo fluidos movimientos circulares. Taichí. Era un tipo de gimnasia meditativa que tuvo su origen en las artes marciales. Mucha gente que practica taichí no sabe que las rutinas que realizan son una hermosa versión a cámara lenta de golpes capaces de romper huesos y dislocar articulaciones.

Tenía la sensación de que Susan sí lo sabía. Llevaba su camiseta y mis pantalones cortos de correr. Se movía con la sencilla elegancia de alguien que ha sacado partido de sus dotes naturales a través del entrenamiento.

Giró y pude verle el rostro, su expresión era de calmada concentración. Pasé un minuto observándola en silencio, mientras catalogaba todos mis dolores y heridas.

De repente sonrió, sin abrir los ojos y dijo:

—Nada de babear, Harry.

—Es mi casa. Puedo babear lo que quiera.

—¿Qué era esa cuerda que usaste? —preguntó mientras seguía con sus ejercicios— He roto esposas antes, ¿era algo mágico?

Quiere hablar de trabajo. Yo había esperado que sacara otro tema. O puede que en realidad temiera que sacara el otro tema. Pero hablar del trabajo también tenía su atractivo. Era territorio seguro.

—Está hecha por las hadas —contesté—. Entretejido en sus hilos lleva crin de unicornio.

—¿De verdad?

Me encogí de hombros.

—Eso fue lo que me dijo Fix, y si él lo dice…

—Podría ser útil si volvieran a aparecer los denarios, ¿no crees?

—No, a no ser que entren aquí —dije—. Está ligada a esta casa. Si la sacas de aquí no funcionará.

—¿Por qué no?

—Porque todavía no soy tan bueno —dije—. Es fácil conseguir que algo funcione en tu casa. Pero se necesitan unos conocimientos muy superiores a los míos para que un encantamiento surta efecto fuera. —Salí de la cama y me puse en marcha. El reloj decía que aún no eran las diez de la mañana. Me di una ducha rápida, me vestí, me peiné un poco y decidí que el aspecto desaliñado y la barba de dos días estaban de moda.

Cuando volví al cuarto de estar, Susan se había puesto de nuevo sus pantalones de cuero y solo se mantenían encendidas cuatro o cinco velas. Las barreras defensivas se estaban degradando.

—¿Qué pasó después de que Martin se largara del hotel? —pregunté.

Susan se dejó caer en una silla.

—Intenté convencerlo para que se detuviera. No quiso. Nos peleamos y me apuntó con una pistola.

Me quedé pasmado.

—¿Qué?

—Aunque para ser justos, yo tampoco estuve muy racional.

—Caray.

—Martin no quería, pero al final lo convencí para que fuéramos a casa de Michael. Pensé que si alguien podía sacarte de aquel lío con los denarios era él.

—Me parece razonable —dije. Dudé entre café y Coca-Cola. La Coca-Cola ganó porque venía ya hecha. Susan asintió antes siquiera de que la pregunta saliera de mi boca y cogí otra para ella—. ¿Y Anna Valmont?

—Estaba conmocionada. Charity la metió en la cama.

—¿Llamaste a la policía?

Susan negó con la cabeza.

—Pensé que quizá supiera algo que nos sirviera. Y no podríamos sacarle ni una palabra si estaba enfadada y encerrada en un calabozo.

—¿Qué dijo Michael a todo eso?

—No estaba allí —dijo Susan—. Shiro sí. Charity dijo que Michael y alguien llamado Sanya no habían vuelto todavía de San Luis y que tampoco había llamado.

Torcí el gesto y le ofrecí la segunda lata.

—Eso no es propio de él.

—Ya. Estaban preocupados. —Susan frunció el ceño—. O por lo menos Charity sí lo estaba. Shiro, no sé. Actuaba como si nada de aquello lo pillara por sorpresa. Seguía vestido con la ropa de samurái y abrió la puerta antes de que llamara.

—Yo también he visto a Michael hacer cosas así. Ventajas del oficio, supongo.

Susan negó con la cabeza.

—Los caminos del Señor son inescrutables.

Me encogí de hombros.

—Puede. ¿Y Shiro dijo algo?

—Solo le dijo a Martin dónde tenía que girar a la izquierda, dónde a la derecha y dónde aparcar. Luego me pidió que le diera dos minutos de ventaja y que me preparara para llevarte al coche. Todo el tiempo estuvo… sonriendo. De haber sido otra persona me habría dado algo de repelús. Parecía satisfecho. O simplemente era bueno ocultando sus emociones.

Jugueteé con la lata.

—Lo es. Es bueno ocultando sus emociones.

Susan subió una ceja.

—No lo entiendo.

—No creo que esté muerto. Todavía no. Aceptó… ocupar mi lugar a cambio de que el denario me dejara marchar. El jefe de los denarios, que según parece se llama Nicodemus, hizo prometer a Shiro que no se resistiría y que no intentaría escapar durante veinticuatro horas.

—Pues eso no suena muy bien.

Me estremecí.

—No. Supongo que son viejos enemigos. Cuando Shiro hizo su oferta, Nicodemus parecía un niño la mañana de Navidad.

Susan dio un sorbo.

—¿Qué clase de gente es esta?

Pensé en Nicodemus y en su cuchillo. En la total indefensión que sentí cuando me echó la cabeza hacia atrás y expuso mi garganta. Pensé en cuerpos rebanados y cortados en trozos.

—Mala gente.

Susan me contempló en silencio durante un momento, mientras yo no apartaba los ojos de mi bebida.

—Harry —dijo por fin—. ¿Vas a abrirla o solo la vas a mirar?

Agité la cabeza y abrí la lata. Tenía las muñecas doloridas y la piel de alrededor estaba toda levantada. Evidentemente, Nicodemus prefería las viejas cuerdas de toda la vida a las hechas con crin de unicornio.

—Perdona. Tengo mucho en lo que pensar.

—Sí —dijo en un tono de voz más dulce—. ¿Qué hacemos ahora?

Eché un vistazo a las velas. Quedaban solo tres.

—La barrera caerá en unos veinte minutos. Cogeremos un taxi, iremos a McAnnally's a por el Escarabajo y luego a casa de Michael.

—¿Y si los denarios nos están esperando fuera?

Cogí mi varita mágica de la repisa del rincón, junto a la puerta, y la hice girar entre mis dedos.

—Tendrán que buscarse su propio taxi.

—¿Y luego?

Recogí mi bastón y lo apoyé contra la pared, junto a la puerta.

—Le contaremos a Michael y a Sanya lo que ha pasado.

—Suponiendo que hayan vuelto.

—Ajá. —Abrí el cajón de la cocina y saqué mi pistola y su funda—. Después, pediré a los buenos de los denarios que suelten a Shiro.

Susan asintió.

—¿Ah sí?

Abrí el cilindro del revólver y lo cargué.

—Sí, se lo pediré por favor —dije, y lo volví a cerrar.

Los ojos de Susan brillaron.

—Inclúyeme a mí. —Me observó mientras me colgaba del hombro la funda del revólver y luego guardaba en ella el arma—. Harry —dijo—. No quiero cortarte el rollo de vengador justiciero, pero hay un par de cuestiones que me preocupan.

—Por qué los denarios quieren el Sudario y qué van a hacer con él —dije.

—Sí.

Saqué una vieja cazadora de cuero de mi habitación y me la puse. No me gustaba. Durante los últimos años solo había llevado mi viejo guardapolvos de tela o el más nuevo de cuero que me había regalado Susan. Eché un vistazo a las velas y todas estaban apagadas. Posé una mano sobre la pared para comprobar el estado de las defensas. Todavía quedaba un tenue eco, pero nada realmente consistente, así que di media vuelta y cogí el teléfono para pedir un taxi.

—Ya podemos irnos. Creo que tengo una ligera idea de lo que están haciendo, aunque no estoy seguro del todo.

Susan me colocó el cuello de la chaqueta con aire ausente.

—Vaya pinta, ¿es que no has aprendido nada de arrogancia del megalómano de Nicodemus?

—Debe de haber leído la lista de cosas que un malvado no debe hacer.

—Parece un tipo eficiente.

Eso pensé yo también.

—Pero se le han pasado un par de cosas. Creo que podemos adelantarnos a sus movimientos.

Susan negó con la cabeza.

—Harry, cuando bajé aquellas escaleras con Shiro, no vi gran cosa. Pero escuché sus voces a través de los túneles. Había… —Cerró los ojos por un momento, su rostro se retorció con una mueca de repulsión—. Es difícil de explicar. Sus voces me causaron gran impresión. Shiro sonaba como… no sé. Como una trompeta. Su voz era clara y fuerte. En cambio la del otro apestaba. Estaba podrida. Putrefacta.

No sabía qué era lo que hacía que Susan hablara así. Quizá se debiera a algo que le hicieron los vampiros. Quizá fuera algo que había aprendido en las clases de taichí. Quizá era solo mera intuición, pero comprendía lo que quería decir. Nicodemus irradiaba algo especial, algo callado, frío y peligroso, algo paciente, vil y maligno más allá de la comprensión humana. Me asustaba un montón.

—Sé a qué te refieres. Nicodemus no es otro idealista amargado o el típico avaro cabrón que solo busca hacerse rico —dije—. Es diferente.

Susan asintió.

—Malvado.

—Y juega duro. —No estaba seguro de si la pregunta iba dirigida a Susan o a mí mismo, pero dije—: ¿Vamos?

Se puso la chaqueta. Yo me acerqué a la puerta y ella me siguió.

—El único inconveniente que tenía el guardapolvos —murmuró—, es que no te podía ver el trasero.

—No me había dado cuenta.

—Si fueras por ahí pendiente de tu culo me preocuparía, Harry.

La miré por encima del hombro y sonreí. Ella me devolvió la sonrisa.

No duró mucho, enseguida nos embargó la tristeza.

—Susan —dije.

Posó dos dedos sobre mis labios.

—No.

—Joder, Susan. Anoche…

—No debió haber pasado —dijo. Su voz sonó cansada, pero sus ojos no se apartaron de mí—. No…

—Cambia nada —dije para terminar su frase. Hasta a mí me sonó a amargado.

Apartó la mano y se abrochó la chaqueta de cuero.

—Vale —dije. Habría sido mejor seguir hablando de trabajo. Abrí la puerta y eché un vistazo fuera—. El taxi está aquí. Vamos a trabajar.