No me quedaba mucha magia y seguiría así hasta que tuviera tiempo para descansar y recuperarme de lo que me había hecho Nicodemus. Quizá habría podido lanzarle un hechizo que hubiera contenido a una persona normal, pero no a un vampiro hambriento. Y eso era Susan. Había ganado fuerza en más de un sentido, no solo el físico, y eso le iba a pasar factura a sus defensas, aunque solo afectara a su voluntad de resistir. La nube de reptiles del chico serpiente era uno de los hechizos más potentes que había visto nunca y apenas lentificó el avance de Susan.
Si venía a por mí, y tenía toda la pinta, no sería capaz de detenerla.
Mi lema, desde hacía un par de años, era estar preparado. Tenía algo que la contendría… suponiendo que pudiera pasar a su lado y llegar hasta el cajón donde lo guardaba.
—Susan —dije en voz baja—. Susan, necesito que te concentres. Háblame.
—No quiero hablar —dijo. Bajó los párpados e inspiró lentamente—. No quiero que huela tan bien. Tu sangre. Tu miedo. Me gusta.
—La Hermandad —dije mientras intentaba controlar mis emociones. Por su bien, no podía tener miedo. Me acerqué un poco a ella—. Vamos a sentarnos. Háblame de la Hermandad.
Por un segundo, pensé que no cedería, pero al final lo hizo.
—La Hermandad —dijo—. La Hermandad de San Gil.
—San Gil —dije—. Patrón de los leprosos.
—Y de otros parias. Como yo. Todos son como yo.
—¿Quieres decir que están infectados?
—Infectados. Medioconvertidos. Mediohumanos. Mediomuertos. Hay muchas formas de decirlo.
—¡Ajá! —dije—. ¿Y cuál es su objetivo?
—La Hermandad intenta ayudar a las víctimas de la Corte Roja. Lucha contra la Corte Roja. Delata a los vampiros siempre que es posible.
—¿Y busca una cura?
—No hay cura.
Posé una mano sobre su brazo y la conduje hasta el sofá. Se movió como si estuviera sonámbula.
—¿Y qué son los tatuajes? ¿Cómo un carné de socio?
—Un amarre —dijo—. Un hechizo labrado sobre mi piel. Para ayudarme a contener mi lado oscuro. Para avisarme cuando gana fuerza.
—¿Qué quieres decir con que te avisa?
Bajó la vista y observó el dibujo sobre su mano, luego me lo mostró. Esa parte del tatuaje y el que tenía en la cara estaban ganando intensidad, ahora eran de un color rojo apagado.
—Me avisa cuando estoy a punto de perder el control. Rojo, rojo, rojo. Peligro, peligro, peligro.
La noche que llegó, cuando la vi luchar contra algo fuera de mi apartamento, se mantuvo en las sombras durante los primeros minutos, con el rostro vuelto. Estaba ocultando tatuajes.
—Venga —le dije en voz baja—. Siéntate.
Se sentó en el sofá y me miró a los ojos.
—Harry —susurró—. Duele. Duele resistirse. Estoy cansada de luchar. No sé cuánto más aguantaré.
Me arrodillé para que nuestros ojos estuvieran a la misma altura.
—¿Confías en mí?
—Ciegamente. Con mi vida.
—Cierra los ojos —dije.
Obedeció.
Me levanté y caminé lentamente hasta el cajón de la cocina. No hice ningún movimiento rápido. Uno no se aleja corriendo de algo que está pensando en comerle. Eso los dispara. Fuera lo que fuera lo que tenía dentro, estaba creciendo… lo podía sentir, lo podía ver, lo podía oír en su voz.
Estaba en peligro. Pero no importaba, porque ella también.
Generalmente guardo una pistola en el cajón de la cocina. En aquel momento, tenía una pistola y una cuerda corta blanca y plateada. Cogí la cuerda y volví junto a ella.
—Susan —susurré—. Dame las manos.
Abrió los ojos y miró la suave y fina cuerda.
—Eso no bastará.
—La hice por si un ogro cabreado me hacía una visita. Dame las manos.
Guardó silencio por un momento. Después se quitó la chaqueta y me ofreció las manos, con las muñecas hacia arriba.
Le arrojé la cuerda y susurré:
—Manacus.
Había hechizado la cuerda seis meses antes, pero hice un buen trabajo. Con solo un susurro de poder la cuerda se puso en movimiento. Se agitó en el aire, sus hilos plateados brillaron, y se enroscó limpiamente alrededor de sus muñecas.
Susan reaccionó al instante poniéndose totalmente tensa. Vi como forcejeaba e intentaba liberarse. Expectante, la observé durante medio minuto, luego se puso a temblar y se rindió. Dejó escapar un quejido tembloroso, inclinó la cabeza y el pelo le cayó sobre la cara. Iba a acercarme cuando se puso de pie, las piernas lo bastante separadas para mantener el equilibrio y lo volvió a intentar, subiendo los brazos.
Me humedecí los labios mientras la contemplaba. No creía que pudiera romper la cuerda, pero ya me había llevado sorpresas antes. Su rostro y sus ojos totalmente negros me asustaban. Volvió a tirar de las cuerdas, y el movimiento hizo que se le subiera la camiseta, mostrándome su suave y dorado vientre y los remolinos y aristas rojos del tatuaje que resaltaban sobre su piel. Tenía moratones en las costillas y rasponazos. Después de todo no había salido indemne del salto del coche de Martin.
Tras otro minuto, dejó escapar un suspiro y se sentó. Tenía el pelo revuelto sobre la cara. Pude sentir sus ojos sobre mí más que verlos. No eran ya como los ojos de Susan. Los tatuajes destacaban sobre su piel, rojos como la sangre. Me aparté, poco a poco, con calma, y fui a por el botiquín de primeros auxilios del baño.
Cuando volví, se lanzó a por mí con una velocidad asombrosa y en silencio total. Esperaba algo así, de modo que dije:
—¡Forzare!
La cuerda plateada resplandeció con un fogonazo de luz azul y salió disparada hacia el techo. Sus muñecas se vieron arrastradas con ella y quedó suspendida en el aire. Los pies se balanceaban y ella se retorció, de nuevo en silencio, luchando por liberarse de la cuerda. No lo consiguió, y dejé que se columpiara un poco hasta que se paró, apoyando solo la punta de los pies en el suelo.
Dejó escapar un sollozo ahogado y susurró:
—Lo siento, Harry. No puedo evitarlo.
—No importa. Te tengo controlada. —Me acerqué para examinar las heridas de su estómago y me estremecí—. Dios, estás toda magullada.
—Odio esto. Lo siento mucho.
Me dolía oírla hablar así. En su voz había sufrimiento de sobra para los dos.
—Shh —dije—. Deja que cuide de ti.
Entonces se quedó callada aunque podía sentir sus arrebatos de hambre animal. Llené un cuenco con agua, cogí un paño y me dispuse a limpiarle las heridas lo mejor que pude. Ella se estremecía de vez en cuando. En una ocasión emitió un ahogado quejido. Los moratones le subían hasta la espalda, pero además tenía otra zona de abrasión en el cuello. Le puse una mano en la cabeza y la empujé hacia abajo. Ella no opuso resistencia y la dejó inclinada sobre el pecho mientras le curaba la herida.
En ese momento, el tipo de tensión cambió. Podía olería. Su pelo, su piel despedían un aroma a humo de vela y canela. De repente era incapaz de apartar los ojos de la curva de su espalda, de sus caderas. Se inclinó un poco hacia atrás, y nuestros cuerpos se rozaron; despedía un calor casi abrasador. Su respiración cambió, se hizo más rápida, más pesada. Giró la cabeza lo bastante para mirarme por encima del hombro. Sus ojos ardían y su lengua tembló entre los labios.
—Te necesito —susurró.
Yo tragué saliva.
—Susan, creo que…
—No pienses —dijo. Sus caderas volvieron a rozarme la parte delantera del pantalón del chándal y la erección fue tan repentina que casi me dolió—. No pienses. Acaríciame.
En el fondo sabía que aquella no era una buena idea. Pero posé una mano sobre la curva de su cintura y la cerré lentamente sobre su piel caliente. Una suavidad tersa me acarició la palma. Sentí un placer primario, posesivo, con solo tocarla. Recorrí con la mano y los dedos extendidos todo su costado, su vientre, describiendo lentamente suaves círculos. Ella arqueó la espalda ante mis caricias, cerró los ojos y susurró «sí» una y otra vez. «Sí».
Dejé caer el trapo que sujetaba con la otra mano y le acaricié el pelo. Más suavidad, seda y mechones oscuros derramándose entre mis dedos. Por un momento sentí que se ponía tensa de nuevo y giró la cabeza, enseñándome los dientes en busca de mi mano. Debería haberla retirado, sin embargo la cogí con fuerza del pelo y tiré hacia atrás, obligándola a subir la barbilla y evitando así que me mordiera.
Supuse que se enfadaría, pero en lugar de eso su cuerpo pareció relajarse y se acercó a mí con anhelante abandono. Una lánguida sonrisa curvó sus labios, pero se convirtió en un gemido de deseo cuando deslicé la otra mano hacia arriba, bajo la camiseta de algodón, y le acaricié suavemente los pechos con las yemas de los dedos. Gimió y al oírla, todas mis recientes preocupaciones, temores, enfados y dolores desaparecieron, ardieron, se convirtieron en ceniza consumidos por el fuego del puro deseo. Sentirla de nuevo, que su aroma me llenara la cabeza, era algo con lo que había soñado en innumerables, frías y solitarias noches.
No era una buena idea. Era la única idea.
Deslicé las dos manos sobre su cuerpo, acariciándole el pecho, disfrutando al notar como los pezones se le endurecían y se convertían en dos puntos redondeados bajo mis dedos. Intentó volverse de nuevo, pero me apreté contra su espalda mientras que con la boca le presionaba un lado de la garganta para evitar que volviera la cabeza. Eso la excitó todavía más.
—Te necesito —susurró entre jadeos—. Te necesito. No pares.
Tampoco estaba seguro de poder. No podía dejar de saborearla. Impaciente, le subí la camiseta por encima del pecho, hasta los hombros y disfruté siguiendo lentamente la línea de su espalda con los labios y la lengua, saboreando su piel, comprobando su textura con los dientes. Parte de mí se esforzaba por ser delicado, pero a la otra parte le daba igual. Siente, saborea, disfruta.
Mis dientes dejaron pequeñas marcas aquí y allí sobre su piel, que combinadas con el dibujo de bucles rojos que recorrían en espiral su cuerpo, le daban un aspecto aún más intrigante. El cuero negro de sus pantalones apareció en mi boca como una desagradable y repentina sensación. Me aparté con gesto de contrariedad y decidí apartar aquel obstáculo de mi camino.
A quien le pueda interesar le diré que los pantalones de cuero son difíciles de quitar. Y la lujuria desenfrenada no es el mejor punto de partida para enfrentarte a ellos. Pero no dejé que eso me detuviera. Gimió cuando comencé a bajárselos, y se revolvió y retorció en un intento por ayudarme. En su lugar solo consiguió excitarme aún más porque se frotaba contra mí mientras observaba como se movía de forma sugerente y sinuosa. Sus gemidos y jadeos ahora eran más ahogados, y su cadencia me hablaba de deseo y me animaba a seguir adelante.
Conseguí bajarle los pantalones hasta las caderas. No llevaba nada debajo. Me estremecí y dediqué un largo y delicioso momento a degustarla con las manos, con la boca, besando delicadamente los arañazos y mordiendo la piel sana para provocar más movimientos desesperados y gemidos aún más profundos. Su olor me estaba volviendo loco.
—Ahora —susurró con urgencia en la voz—. Ahora.
Pero me lo tomé con calma. No sé cuánto tiempo estuve allí, besándola, acariciándola, haciéndola gritar cada vez con voz más alta y aguda. Solo sabía que aquello era algo que quería, que necesitaba, que había deseado durante mucho tiempo, y que por fin tenía ante mí. En aquel momento no había nada en la tierra, el cielo o el infierno que me importara más.
Me miró por encima del hombro con los ojos negros e incandescentes por el hambre. Intentó morderme de nuevo la mano, totalmente fuera de sí. Tuve que cogerla del pelo otra vez para evitar que volviera la cabeza, mientras que con la otra mano, le quitaba el resto de la ropa. Volvió a gemir de deseo hasta que me pegué a sus caderas, la sentí contra mí y en un arrebato de fuego y seda la penetré.
Sus ojos se abrieron desorbitados, desenfocados, y gritó, acercándose a mí, acompasando sus movimientos a los míos. Pensé por un momento en bajar el ritmo. Pero no lo hice. Ninguno de los dos lo quería. La tomé así, con la boca en su oído, en su garganta y una mano en el pelo. Ella seguía atada con las manos arriba y su cuerpo estirado para no apartarse del mío.
Dios, estaba preciosa.
Gritó y comenzó a agitarse y tuve que hacer lo imposible para no explotar. Luché contra lo inevitable para alargar el momento. Susan se calmó un poco después de un rato, hasta que con mis manos, mi boca y los embistes de mi cuerpo, convertí los ahogados gemidos una vez más en gritos de deseo. Volvió a gemir, los movimientos de su cuerpo eran rápidos, ágiles, desesperados, y no hubo forma de evitar que me llevara hasta el final con ella.
Nuestros gritos se mezclaron al tiempo que nuestros cuerpos se enredaban. La tensión de los músculos, el placer y el deseo me superaron.
El éxtasis nos hizo arder como el fuego y convirtió en ceniza nuestros pensamientos.
El tiempo pasó sin tocarnos.
Cuando recuperé el sentido, me encontré en el suelo. Susan estaba tumbada boca abajo, debajo de mí. Todavía tenía las manos atadas por encima de la cabeza. No había transcurrido mucho tiempo. Los dos aún no habíamos recuperado el aliento. Me estremecí y sentí que aún estaba dentro de ella. No recordaba haber liberado el hechizo que mantenía la cuerda pegada al techo, pero debí de hacerlo. Moví la cabeza y le besé en un hombro, y luego en la mejilla con mucha suavidad.
Abrió los ojos lentamente, de nuevo humana, aunque sus pupilas estaban dilatadas hasta ocultar el marrón oscuro de su iris. Tenía la mirada perdida. Sonrió y dejó escapar un suave sonido, algo a medio camino entre un gemido y el ronroneo de un gato. La contemplé durante un momento, y entonces reparé en que los dibujos de su cara eran de nuevo oscuros y habían comenzado a desvanecerse. Durante los siguientes minutos, acabaron por desaparecer del todo.
—Te quiero —susurró.
—Te quiero.
—Lo deseaba.
—Yo también —dije.
—Pero es peligroso. Harry, podrías haber acabado mal. Podría haber…
Me incliné y le besé la comisura de los labios para que se callara.
—No ha pasado nada. Tranquila.
Se estremeció, pero asintió.
—Estoy cansada.
Nada me apetecía más que dormir, pero en lugar de eso me puse en pie. Susan dejó escapar un suave murmullo, mitad de placer, mitad de protesta. La cogí en brazos y la dejé sobre el sofá. Toqué la cuerda y deseé que la liberara. Al momento se deslizó por su piel y se enroscó como una serpiente sobre mi mano. Tiré de una manta que había en la parte de atrás del sofá y la doblé sobre ella.
—Duerme —dije—. Descansa un poco.
—Deberías…
—Y lo haré. Lo prometo. Pero… no creo que sea una buena idea dormir a tu lado.
Susan asintió cansada.
—Tienes razón, perdona.
—No importa —dije.
—Debería llamar a Martin.
—El teléfono no funcionará —dije— hasta que las defensas hayan desaparecido.
No me pareció particularmente decepcionada cuando dijo mientras se arrebujaba en mi sofá:
—Oh, pues entonces habrá que esperar.
—Sí —repuse. Le acaricié el pelo—. Susan…
Puso una mano sobre la mía y cerró los ojos.
—Tranquilo. Ya te dije que contigo jamás podré separar el deseo del hambre. Ha sido… una liberación. Me sirvió para liberar estrés. Lo deseaba. Lo necesitaba.
—¿Te he hecho daño?
Volvió a ronronear sin abrir los ojos.
—Un poco, pero no me importó.
Me estremecí y dije:
—¿Estás bien?
Asintió lentamente.
—Todo lo bien que puedo estar. Descansa, Harry.
—Sí —contesté. Volví a acariciarle el pelo y después entré en mi habitación. No cerré la puerta. Dejé las almohadas a los pies de la cama para poder ver el sofá cuando me acostara. Contemplé su rostro, hermoso a la pálida luz de las velas, hasta que se me cerraron los ojos.
Era preciosa.
Deseé que estuviera allí conmigo.