Capítulo 24

Al saltar del coche, Susan se pegó con fuerza a mí. Como suele ser habitual en estos casos, me pareció muy bien. Con un brazo me rodeó la parte posterior de la cabeza, para proteger la base de mi cráneo y la parte superior del cuello. Cuando nos golpeamos contra el suelo, Susan estaba debajo, rebotamos, dimos unas vueltas y luego volvimos a darnos contra el pavimento. Los impactos fueron muy fuertes, pero yo solo recibí de lleno uno estando abajo. El resto de las veces, los golpes eran algo que sentía solo a través de Susan.

Rodamos por una pequeña porción de césped que había a tan solo dos portales de mi edificio, frente a unos apartamentos baratos remodelados. Varios segundos después aparecieron los dos coches perseguidores rugiendo tras la estela de Martin y su sedán alquilado. Mantuve la cabeza agachada hasta que pasaron y luego miré a Susan.

Yo estaba encima. Susan jadeaba en silencio debajo. Una de sus piernas estaba doblada a la altura de la rodilla, sujetando uno de mis muslos entre los suyos. Sus ojos oscuros brillaron y sentí que sus caderas se contrajeron con la clase de movimiento que me trajo a la memoria noches pasadas (y mañanas, tardes y madrugadas).

Quería besarla. Me moría de ganas. Pero me contuve.

—¿Todo bien? —pregunté.

—No se me ha quejado nadie —contestó. Aún no había recuperado el aliento—. Sobreviviré. ¿Y tú? ¿Te duele algo?

—El orgullo —dije—. Me apabullas con este despliegue de fuerza y recursos sobrehumanos. —Me levanté, le ofrecí la mano y la ayudé a incorporarse—. ¿Cómo voy a reafirmar así mi masculinidad?

—Eres mayorcito. Ya se te ocurrirá algo.

Miré a mi alrededor y asentí.

—Lo mejor será que nos ocultemos cuanto antes.

—¿Crees que correr y esconderte te ayudará a reafirmar tu masculinidad?

Nos encaminamos hacia mi apartamento.

—Bueno, cualquier cosa que nos ayude a seguir vivos servirá.

Susan asintió.

—Eso es práctico, pero no especialmente viril.

—Cállate.

—Eso ya es otra cosa —dijo Susan.

No habíamos dado más que un par de pasos cuanto sentí como llegaba el hechizo. Comenzó como un lento escalofrío en la parte posterior del cuello y automáticamente alcé la vista al techo del edificio de apartamentos bajo al que estábamos caminando. Libres del mortero, vi como caían un par de ladrillos de una de las chimeneas. Agarré a Susan del cuello y me aparté, arrastrándola conmigo. Los ladrillos se deshicieron en pedazos y polvo rojo sobre la acera, a escasos centímetros de sus pies.

Se puso tensa y miró hacia arriba.

—¿Qué ha sido eso?

—Una maldición entrópica —murmuré.

—¿Una qué?

Miré alrededor, esforzándome por descubrir de dónde provendría la siguiente explosión de magia.

—Un hechizo de mala suerte. Como echar mal de ojo. El sistema ideal para librarse de alguien que te molesta.

—¿Quién lo ha lanzado?

—¿En mi opinión? El chico serpiente. Parece tener cierto talento y es posible que consiguiera algo de mi sangre para usarla en el hechizo. —Sentí otra acumulación de energía a mi derecha y me fijé en el tendido eléctrico que se alzaba sobre nuestras cabezas—. Joder. ¡Corre!

Susan y yo nos lanzamos a la carrera. Al momento escuché un chasquido en el tendido y luego un chirrido de cables. El extremo más largo del cable que se había soltado voló hacia nosotros dejando tras de sí una estela de chispas blancas y azules. Golpeó el suelo en algún punto detrás de nosotros.

Yo aún tenía la ropa mojada de la habitación de invitados de Nicodemus. De haber estado lloviendo, aquel cable suelto me habría matado. Entonces sentí una vibración, un cosquilleo que me recorrió las piernas. Por un momento perdí el equilibro, pero al final conseguí apartarme unos pasos más de la línea caída y recuperé el control de mis piernas.

Percibí como se fraguaba otro ataque mágico, acompañado de un soplo de aire, pero antes de que pudiera localizar la fuente, Susan me apartó de un empujón hacia un lado. Caí al suelo justo cuando escuchaba como algo se rompía. Una rama tan gruesa como mi pierna se precipitó contra el suelo. Alcé la vista y vi una tira de corteza blanca que recorría el tronco del viejo árbol que había detrás de mi edificio.

Susan me ayudó a ponerme en pie y corrimos el resto del camino hasta mi apartamento. Incluso cuando avanzábamos, noté que algo más se cernía sobre nosotros, más fuerte que todo lo anterior. Mientras me peleaba con el cerrojo de la puerta, un trueno retumbó en el cielo gris precedente al amanecer, justo entonces entramos en casa.

Aún podía detectar como la maldición ganaba fuerza, y me buscaba. Era bastante potente y no estaba seguro de si el umbral de mi apartamento o mis protecciones habituales podrían evitar que entrara. Cerré la puerta con un portazo tras de mí y eché el cerrojo. La habitación se sumió en la oscuridad mientras buscaba a tientas en la cesta junto a la puerta. Dentro había un pegote de cera del tamaño de mi puño. Lo cogí y lo lancé con fuerza contra la puerta, en el hueco entre esta y la jamba. Encontré la mecha porque resaltaba sobre la cera, me concentré en ella y reuní energía. Murmuré: «flickum bicus», liberé la magia y la mecha de repente se encendió con una llama blanca.

En toda la habitación y justo en ese mismo momento, dos docenas de velas de color blanco y amarillo claro se prendieron con aquel mismo fuego albo. Al hacerlo, sentí que una súbita reverberación de mi propia magia, preparada con meses de antelación, se alzaba como una muralla en torno a mi casa. La maldición pulsó de nuevo, en algún lugar de la calle, e impactó contra la barrera, pero mi protección aguantó. La energía maligna se hizo añicos.

—¡Chúpate esa, chico serpiente! —murmuré. Después liberé toda la tensión con un suspiro y añadí—: Métete la maldición por tu culo escamoso y pedalea.

—Nunca serás un héroe de acción con frase lapidaria si haces esas mezclas —dijo Susan jadeando.

—No creo que nadie interprete el papel de Harry Dresden —repuse.

—¿Has ganado?

—Le di con la puerta en las narices a su maldición —contesté—. Deberíamos estar a salvo por un tiempo.

Susan contempló todas las velas encendidas a su alrededor mientras recuperaba el aliento. Vi como su expresión se suavizaba y se entristecía un poco. Habíamos cenado muchas veces allí, a la luz de las velas. Habíamos hecho muchas cosas a la luz de las velas. Estudié sus rasgos mientras parecía sumida en sus pensamientos. Llegué a la conclusión de que los tatuajes la habían cambiado. Alteraban las proporciones y las líneas de su rostro. Le daban cierto aire de frialdad exótica, un extraño atractivo.

—¿Tienes sed? —pregunté. Su mirada se clavó en mí no sin cierta frustración. Puse las manos en alto—. Lo siento. Lo he dicho sin pensar.

Ella asintió y se apartó un poco de mí.

—Lo sé, perdona.

—¿Una Coca-Cola?

—Sí.

Me acerqué cojeando a la nevera que dentro de poco iba a necesitar más hielo. No me quedaba energía para congelar el agua con magia. Cogí dos latas de Coca-Cola, las abrí, y le ofrecí una a Susan. Dio un buen trago y yo la imité.

—Cojeas —dijo cuando hubo terminado.

Me miré los pies.

—Solo tengo un zapato. Por eso ando así.

—Estás herido —dijo con la mirada fija en mi pierna—. Sangras.

—No es nada. Ahora me limpio la herida.

Los ojos de Susan no vacilaron, pero se oscurecieron. Su voz sonó más débil.

—¿Necesitas ayuda?

Me giré un poco para que no me viera la pierna herida. Ella tembló e hizo un esfuerzo evidente para mirar hacia otro lado. Los tatuajes de su cara ahora eran más claros, no más tenues, sino más bien de otro color.

—Lo siento mucho, Harry, de verdad, pero será mejor que me vaya.

—No puedes —dije.

Siguió hablando en voz baja, sin ninguna entonación.

—No lo entiendes. Te lo explicaré todo dentro de poco, lo prometo. Pero ahora tengo que irme.

Me aclaré la garganta.

Hum, no, eres tú quien no lo entiende. No puedes. Es imposible. Literalmente.

—¿Qué?

—Las defensas que he levantado tienen dos caras y no vienen con un botón de desconexión. Estamos, literalmente, atrapados aquí hasta que se desgasten.

Susan me miró, luego se cruzó de brazos sin quitarle ojo a su lata de Coca-Cola.

—Joder —dijo—. ¿Y cuándo será eso?

Negué con la cabeza.

—Las creé para que duraran ocho horas. El amanecer las degradará un poco, así que unas cuatro, cinco horas como mucho.

—Cinco horas —masculló entre dientes—. ¡Oh, Dios!

—¿Qué pasa?

Agitó una mano de forma imprecisa.

—He… he utilizado el poder. Para ser más rápida, más fuerte. Si estoy tranquila, lo puedo aguantar bien. Pero no he estado tranquila. Y se ha ido acumulando dentro de mí. Como el agua en una presa. Y ahora quiere salir, expandirse.

Me humedecí los labios. Si Susan perdía el control, no habría escapatoria posible.

—¿Qué puedo hacer para ayudar?

Agitó la cabeza, negándose a mirarme directamente.

—No lo sé. Voy a ver si me tranquilizo. Intentaré relajarme. —Un brillo frío y hambriento resplandeció en sus ojos—. Y límpiate la herida. Huelo la sangre y… me distrae.

—¿Por qué no enciendes la lumbre? —dije. Luego entré en mi habitación y cerré la puerta tras de mí. Me metí en el cuarto de baño y también cerré la puerta. Allí, en una estantería, guardaba el botiquín de primeros auxilios. Cogí un par de pastillas de paracetamol, me quité los restos del esmoquin alquilado y limpié el corte de la pierna. Era superficial pero medía unos diez centímetros de largo y sangraba abundantemente. Lavé la herida con un jabón desinfectante y agua fría, luego me puse una crema antiséptica y varias tiritas para cerrarla. No me dolió. O al menos no noté nada especial que pudiera distinguir del dolor de fondo que me proporcionaban los golpes y moratones que me cubrían todo el cuerpo.

Todavía temblando, me puse unos pantalones de chándal, una camiseta y mi bata de franela. Eché un vistazo al armario en busca de un par de cosillas que tenía guardadas por si venían mal dadas. Cogí una de las pociones que había preparado, esas que contrarrestaban el veneno de los vampiros de la Corte Roja, y me la metí en el bolsillo. No vi mi brazalete escudo.

Abrí la puerta, salí al cuarto de estar y encontré a Susan prácticamente pegada a la puerta; en sus ojos completamente negros no había ni rastro de esclerótica, y los dibujos que le cubrían la piel ahora tenían un brillo marrón oscuro.

—Todavía huelo la sangre —susurró—. Vas a tener que encontrar una forma de contenerme, Harry. Y tendrá que ser ahora.