Los gritos se acallaron antes de lo que había imaginado y yo hice todo lo que pude para seguir moviéndome en línea recta. La oscuridad era casi total. Vi de refilón que pasaba por delante de un par de puertas a mi izquierda y di varios traspiés hasta que me topé con la segunda a la derecha. La franqueé y encontré unas escaleras que conducían a una especie de conducto o pasadizo, con una luz que brillaba en lo alto, como a unos setecientos kilómetros de distancia.
Había subido un par de peldaños cuando algo me golpeó a la altura de la rodilla, me cogió por las piernas y se enroscó en ellas. Caí de la escalera y el bastón chocó con estrépito contra el suelo. Me pareció ver por unos instantes el rostro de un hombre, y luego mi atacante emitió un grito sin palabras y me golpeó con fuerza en el ojo izquierdo.
El puñetazo hizo que agachara la cabeza y rodara por el suelo. La buena noticia era que no me arrancó media cara, lo cual quería decir que el que me había dado el puñetazo probablemente era otro mortal. La mala noticia era que era más pesado que yo y probablemente estaba mucho más cachas. Se puso encima de mí, e intentó agarrarme de la garganta.
Yo encogí el cuello y agaché la cabeza cuanto pude, para que no me la arrancara. Me lanzó otro puñetazo, pero es difícil golpear con fuerza cuando se está rodando por el suelo en la oscuridad. Falló y yo comencé a jugar sucio. Alcé los brazos para clavarle las uñas en los ojos. Lo conseguí con uno, y el tipo chilló y se apartó.
Logré salir de debajo, propinándole un fuerte empujón, y me lo quité de encima. Cayó, rodó por el suelo, pero enseguida hizo ademán de levantarse.
Le di una patada en la cabeza con mis zapatos de fiesta alquilados. El zapato salió volando, algo que estoy seguro jamás le ha pasado a James Bond. El matón se tambaleó, a punto de perder el equilibrio, así que le di con el otro pie. Era un tipo duro. Vi como comenzaba a recuperarse también de ese último golpe. Me incliné y le aticé con el puño como si fuera una maza en la parte posterior del cuello, varias veces. Mientras lo hacía no dejé de gritar y me pareció que la periferia de mi visión se teñía de rojo.
Aquellos puñetazos lograron que se desplomara inconsciente en el suelo.
—Hijo de puta —dije jadeando y buscando a tientas el bastón de Shiro hasta que di con él—. Te has llevado una buena tunda.
—Hoy sería un buen día para comprar lotería —dijo Susan. Bajó los últimos peldaños de la escalera, vestida de nuevo con los pantalones negros de cuero y el abrigo oscuro. Comprobó que el matón no estaba fingiendo—. ¿Dónde está Shiro?
Negué con la cabeza.
—No viene.
Susan respiró hondo y luego asintió con la cabeza.
—¿Puedes subir?
—Eso creo —contesté mientras echaba un vistazo a la escalera. Le ofrecí el bastón—. ¿Me llevas esto?
Se inclinó para coger la espada. Se produjo un chispazo plateado de electricidad estática y Susan silbó y apartó los dedos.
—¿Qué coño es eso?
—Una espada mágica.
—Pues no me gusta —dijo Susan—. Venga, sube; yo te cubriré las espaldas.
Manejé torpemente el bastón y al final conseguí meterlo como pude por debajo del fajín del esmoquin. Comencé a subir por la escalera y una vez más escuché el grito de Deirdre; esta vez su voz era ya totalmente demoníaca y resonaba de forma extraña a través de los pasillos de piedra.
—¿No es eso…? —preguntó Susan, agitando los dedos.
—Sí. Sube —contesté—. Date prisa.
La acción y la adrenalina me habían hecho entrar en calor, o eso pensé. Noté un cosquilleo en los dedos, pero al menos los podía mover, y comencé a ganar velocidad a medida que subía.
—¿Cómo me has encontrado?
—Shiro —respondió Susan—. Fuimos a casa de Michael para pedirle ayuda. Parecía saber adónde teníamos que ir de forma instintiva.
—Vi a Michael hacer algo parecido una vez —dije con la respiración entrecortada—. Me contó que sabía dónde se le necesitaba. ¿Cuándo se va a acabar esta puñetera escalera?
—Quedan unos ocho o nueve metros —dijo Susan—. Da al sótano de un edificio vacío del centro. Martin nos espera en el coche.
—¿Por qué aquella cosa habló de «Hermandad» cuando te vio en la subasta? —pregunté—. ¿Qué hermandad?
—Es una larga historia.
—Pues resúmela.
—Luego.
—Pero…
No pude seguir protestando porque resbalé y casi me caigo al llegar a lo alto de la escalera. Recobré el equilibrio y me vi de repente en una habitación completamente a oscuras. Miré hacia atrás y vi la silueta de Susan, una sombra borrosa contra un tenue resplandor verde dorado.
—¿Y esa luz? —pregunté.
—Sus ojos —dijo Susan con un hilo de voz—. Yo me encargo. Aparta.
Eso hice. Susan subió el último peldaño mientras la luz verde dorada se hacía más brillante y escuché el roce metálico del pelo de Deirdre avanzando desde el otro lado de las escaleras. Susan se volvió y sacó algo que guardaba en el bolsillo de la chaqueta. Hizo clic entre sus manos y luego la oí contar:
—Uno, mil, dos, mil, tres, mil, cuatro, mil —y arrojó aquel objeto escaleras abajo.
Se giró hacia mí y sentí como me cubría los ojos con sus manos al tiempo que me alejaba de un empujón de la escalera. Entonces lo comprendí, y me aparté del hueco de la escalera cuanto pude justo antes de que se produjera un terrible estruendo y un fogonazo de luz tiñera de rojo los dedos de Susan.
Los oídos me pitaron y me caí. Susan me ayudó a ponerme en pie y comenzó a abrirse camino entre la oscuridad con paso ligero y firme. Del hueco de la escalera se escapaban los confusos chillidos de furia de la chica demonio. Pregunté:
—¿Eso era una granada?
—Algo parecido —dijo Susan—. Pero solo produce mucho ruido y mucha luz.
—Y la tenías en el bolsillo —dije.
—Yo no, Martin. Se la he pedido prestada.
Tropecé con algo en el suelo, parecía una extremidad.
—Puaj, ¿qué es esto?
—No lo sé. Algún tipo de animal guardián. Shiro lo mató.
Seguí avanzando y con el otro pie pisé algo húmedo y cálido que me empapó el calcetín.
—Genial.
Susan abrió la puerta de un golpe y salimos a la noche de Chicago; por fin pude ver de nuevo. Dejamos el edificio detrás de nosotros y bajamos un tramo de escaleras de hormigón que nos dejaron en la acera. No reconocí el vecindario a primera vista, pero no era de los buenos. Tenía una pinta que hacía que La jungla[4] pareciese Mary Poppins en comparación. El cielo comenzaba a clarear, ya faltaba poco para el alba.
Susan miró calle arriba y calle abajo y maldijo en voz baja.
—¿Dónde está?
Me di la vuelta y miré a Susan. Los oscuros remolinos y crestas de su tatuaje aún resaltaban sobre su piel. Su rostro parecía más delgado de lo que recordaba.
Escuchamos otro aullido procedente del interior del edificio.
—Este no es un buen momento para llegar tarde.
—Lo sé —dijo mientras flexionaba los dedos—. Harry, no sé si podré pararle los pies a ese demonio si nos ataca de nuevo. —Se miró la mano donde el tatuaje se retorcía y curvaba—. No podré controlarla por mucho tiempo.
—¿Controlar? —pregunté—. ¿El qué?
Subió el labio superior en una amarga mueca y sus ojos volvieron a barrer la calle arriba y abajo.
—La sed.
—Vaaaaaale —dije—. No nos podemos quedar aquí. Tenemos que movernos.
Justo entonces, escuchamos el rugido de un motor y un sedán alquilado verde oscuro apareció con un chirrido de neumáticos en la esquina de un edificio. Se pasó al carril contrario, se subió al bordillo de la acera, hasta que finalmente derrapó y se detuvo.
Martin abrió la puerta de atrás. Tenía un corte en la sien izquierda y sobre su mandíbula lucía un reguero de sangre reseca. Unos tatuajes como los de Susan, pero más gruesos, enmarcaban uno de sus ojos y todo el lado izquierdo de su rostro.
—Me están siguiendo —dijo—. Rápido.
No nos lo tuvo que decir dos veces. Susan me empujó al interior del coche y luego se tiró encima de mí. El sedán ya estaba de nuevo en marcha cuando Susan aún no había cerrado la puerta. Eché la vista atrás y vi que nos seguía otro coche. Antes de haber recorrido una manzana, un segundo automóvil apareció delante del primero y los dos aceleraron tras nosotros.
—¡Joder! —dijo Martin mirando por el retrovisor—. ¿Qué le has hecho a esta gente, Dresden?
—Rechacé su oferta de reclutamiento —dije.
Martin asintió con la cabeza y los frenos chirriaron al tomar una curva.
—Pues yo diría que no se lo han tomado muy bien. ¿Dónde está el anciano?
—Se ha quedado.
Resopló por la nariz.
—Estos imbéciles conseguirán que todos acabemos en la cárcel si esto sigue así. ¿Tienen mucho interés en ti?
—Más que la mayoría.
Martin asintió.
—¿Conoces un lugar seguro?
—Mi casa. Tengo varios escudos de energía que podría activar. Mantendrían a raya a todo un ejército de vendedores puerta a puerta. —Fijé la mirada en Susan—. Al menos durante un rato.
Martin tomó otra curva cerrada.
—No está lejos. Puedes saltar del coche en marcha, nosotros los distraeremos.
—No —dijo Susan—. Apenas puede moverse. Está herido y podría entrar en choque. No es como nosotros, Martin.
Martin frunció el ceño.
—¿Pues qué sugieres?
—Yo iré con él.
Alzó la vista y miró por el espejo retrovisor a Susan durante un momento.
—Es una mala idea.
—Lo sé.
—Es peligroso.
—Lo sé —dijo con voz tensa—. Pero no hay otra opción, ni tiempo para discutir.
Martin volvió a concentrarse en la carretera y dijo:
—¿Estás segura?
—Sí.
—Pues que Dios os ayude, entonces. Sesenta segundos.
—Espera un momento —dije—. ¿Qué estáis…?
Martin derrapó en la siguiente curva y a continuación hundió el pie en el acelerador. El impulso me lanzó hacia la puerta de mi lado y me aplastó la mejilla contra el cristal de la ventana. Al mirar por ella, reconocí mi barrio. Eché un vistazo al velocímetro y deseé no haberlo hecho.
Susan se inclinó sobre mí para abrir la puerta y dijo:
—Salta.
La miré y luego me acerqué un poco a la puerta.
Ella me miró a los ojos, y de nuevo aquella dura sonrisa de complacencia asomó a sus labios.
—Confía en mí. Esto es cosa de niños.
—Los dibujos animados son cosa de niños. El zoo es cosa de niños. Saltar de un coche en marcha es de pirados.
—Ya lo has hecho antes —repuso—. Con los licántropos.
—Aquello fue diferente.
—Sí. Me dejaste dentro del coche. —Susan pasó por encima de mí para situarse junto a la puerta, cosa que mi cuerpo le agradeció. Sobre todo con aquellos pantalones de cuero tan ajustados. Mis ojos tuvieron que darle la razón al resto de mi cuerpo. Sobre todo en lo que respectaba a los pantalones ajustados. Entonces se puso de cuclillas con un pie sobre el suelo del coche y una mano en la puerta; me ofreció la otra—. Vamos.
Susan había cambiado en aquel último año. O quizá no. Siempre había sido buena en lo que hacía. Solo que ahora ya no se dedicaba al periodismo. Podía enfrentarse a demonios asesinos en un combate mano a mano, arrancar tablas de planchar de las paredes, lanzarlas con una mano y usar granadas en la oscuridad. Si decía que podía saltar de un coche en marcha y evitar que nos matáramos, la creía. Qué cojones, pensé. Además, yo ya había hecho eso antes, aunque a un quinto de esa velocidad.
Pero había algo más profundo que eso, algo más oscuro que la ladina sonrisa de Susan había despertado en mi interior. A una parte de mí, la más salvaje, arriesgada y primaria, siempre le había gustado el peligro, la adrenalina, y ponerse a prueba enfrentándose a los variados y diversos seres letales que se cruzaban en mi camino. Había un placer especial en caminar sobre el filo de la navaja, una energía vital que no se encontraba en ningún otro lugar, y parte de mí (la más tonta y loca, pero cuya existencia era imposible negar) echaba de menos aquello cuando no lo tenía.
Ese lado salvaje se reveló e hizo que en mis labios se dibujara una sonrisa parecida a la de Susan.
Le cogí la mano y un segundo después saltamos del coche. Me oí reír como un loco mientras volaba por los aires.