Nicodemus se acercó hasta mí con expresión algo distraída. Me di cuenta con un escalofrío de que tenía el aspecto de un hombre que estaba planeando lo que iba a hacer aquel día. Para Nicodemus, yo ya no era una persona. Era un objeto más en una lista, una anotación en su agenda. Para él, cortarme el cuello no era muy diferente de poner una cruz en su lista de cosas por hacer.
Cuando estuvo a medio metro de distancia, no logré vencer el impulso de intentar esquivarlo. Forcejeé con las cuerdas, con la vana esperanza de que quizá se rompieran y me dieran así la posibilidad de defenderme, de correr, de vivir. Las cuerdas no se rompieron. No conseguí liberarme. Nicodemus me observó hasta que me rendí, agotado.
Entonces me agarró del pelo y tiró de él hacia atrás para obligarme a levantar la barbilla y girar la cabeza hacia la derecha. Intenté detenerlo, pero estaba inmovilizado y exhausto.
—No te muevas —dijo—. Será un corte limpio.
—¿Quieres un cuenco, padre? —preguntó Deirdre.
Nicodemus hizo un gesto de contrariedad. Su voz sonó tensa e impaciente.
—¿Dónde tengo hoy la cabeza? Porter, tráemelo.
El criado del pelo gris abrió la puerta y se marchó de la habitación.
Un suspiro después escuchamos un gruñido jadeante y Porter entró volando por la puerta. Cayó al suelo de espaldas, dejó escapar un quejido de dolor y se colocó en posición fetal.
Nicodemus suspiró y dio media vuelta.
—Vaya por Dios, ¿y ahora qué?
Nicodemus no se inmutó cuando Anna Valmont vació el cargador sobre él. Cuando dejé marcada su silueta en la pared del hotel con el poder de mi explosión, salió tan campante, casi sin despeinarse. Pero cuando vio a su criado tumbado en el suelo frente a la puerta abierta, el rostro de Nicodemus palideció, sus ojos se dilataron y rápidamente se colocó detrás de mí y me puso el cuchillo en la garganta. Hasta su sombra reculó, apartándose de la puerta abierta.
—El japo —escupió Nicodemus—. Matadlo.
Hubo un momento de silencioso desconcierto, tras el cual los matones hicieron ademán de sacar sus armas. Al que estaba más cerca de la puerta no le dio tiempo ni a desenfundar la suya. Shiro, todavía con el traje que se había puesto para ir a McAnnally's, apareció como un fogonazo negro, blanco y rojo, armado con su bastón. Introdujo el extremo del bastón en el cuello del matón A y el tipo se desplomó en el suelo.
El matón B sacó su pistola y encañonó a Shiro. El viejo se inclinó hacia la izquierda y después giró con agilidad hacia la derecha. Sonó un disparo y la bala arrancó chispas de las dos paredes en las que rebotó. Shiro sacó a Fidelacchius de su funda de madera al tiempo que se acercaba al matón. Sus movimientos eran tan rápidos que la espada parecía una hoja borrosa de acero brillante. La pistola del matón B salió volando por los aires con la mano todavía asiendo la empuñadura. El hombre se quedó mirando el muñón en que ahora terminaba su brazo mientras la sangre salía a borbotones. Shiro giró de nuevo, con un pie a la altura de la barbilla. La patada rompió algo en la mandíbula del matón herido y el hombre cayó al húmedo suelo.
Shiro se había deshecho de tres hombres en la mitad de segundos y no había dejado de moverse en ningún momento. Fidelacchius volvió a brillar y la silla sobre la que se sentaba Deirdre se vino abajo, llevándosela consigo. Al instante, el viejo le pisó su mata de pelo negro, hizo girar su espada y bajó el extremo para hacerlo descansar sobre la parte posterior del cuello de Deirdre.
En la sala se hizo un silencio casi absoluto. Shiro mantenía su espada contra el cuello de Deirdre y Nicodemus hacía lo mismo conmigo. El diminuto viejo no parecía la misma persona con la que había hablado antes. No es que hubiera cambiado físicamente, sino que su presencia se sentía de otra manera; sus rasgos parecían duros como el pedernal y los años de desgaste solo le hacían más fuerte. Sus movimientos tenían la gracia, rapidez y agilidad de un bailarín. Sus ojos brillaban con una fuerza silenciosa que antes había permanecido oculta, y sus manos y brazos estaban cubiertos por finos músculos. El filo de la espada brillaba con un resplandor rojo, por la sangre y la luz de las antorchas.
La sombra de Nicodemus se alejó un poco más del anciano.
Creo que el agua fría se había mezclado con un repentino rayo de esperanza y se me estaba subiendo a la cabeza. De repente me oí cantar como si estuviera borracho.
—¡Veloz como el rayo! ¡Ruge como el trueno! ¡El azote de ladrones y saqueadores! ¡La hormiga atómica!
—¡Cállate! —dijo Nicodemus.
—¿Seguro? —pregunté—. Porque también puedo imitar a Superratón, si lo prefieres. La hormiga atómica iba un poco pasada de radiactividad. —Nicodemus presionó con más fuerza el cuchillo, pero mi boca funcionaba ya con el piloto automático—. Es un tío rápido. En fin, yo no soy muy buen espadachín, pero ese vejete me ha parecido increíblemente rápido. ¿A ti también? Seguro que te podría atravesar con la espada y no te darías ni cuenta hasta que cayeras de bruces al suelo.
Escuché como Nicodemus rechinaba los dientes.
—Harry —dijo Shiro en voz baja—. Por favor.
Me callé y me quedé allí con el cuchillo en la garganta, temblando, sufriendo y esperando lo mejor.
—El mago es mío —dijo Nicodemus—. Está acabado. Lo sabes. Decidió participar en esto.
—Sí —dijo Shiro.
—No me lo puedes quitar.
Shiro dirigió la mirada a los matones y luego a la prisionera que mantenía inmovilizada en el suelo.
—Quizá sí. Quizá no.
—Si intentas cualquier cosa, el mago morirá. Aquí no hay nadie a quien redimir.
Shiro guardó silencio por un momento.
—Entonces hagamos un intercambio.
Nicodemus rió.
—¿Mi hija por el mago? No, tengo planes para él, y su muerte me será útil ahora o más tarde. Hazle daño a mi hija, y lo mato.
Shiro contempló al denario con calma.
—No me refería a tu hija.
De repente noté una desagradable sensación en el estómago.
Casi escuché la sonrisa de Nicodemus.
—Muy listo, viejo. Sabías que no dejaría pasar una oportunidad así.
—Te conozco —dijo Shiro.
—Entonces deberías saber que tu oferta no es suficiente —dijo Nicodemus—. Ni de lejos.
El rostro de Shiro no mostró ninguna sorpresa.
—Habla.
La voz de Nicodemus se hizo más grave.
—Júrame que no intentarás escapar. Que no pedirás ayuda. Que no te escabullirás.
—¿Y ser tu prisionero durante años? No. Pero te daré este día. Veinticuatro horas. Eso es suficiente.
Negué con la cabeza mientras miraba a Shiro.
—No lo hagas. Sabía lo que hacía, Michael necesitará tu…
Nicodemus me dio un rápido puñetazo en el riñón derecho que casi me dejó sin aliento.
—Cállate —dijo. Centró su atención en Shiro e inclinó la cabeza lentamente—. Veinticuatro horas. De acuerdo.
Shiro hizo el mismo gesto.
—De acuerdo.
—Muy bien —dijo Nicodemus—. En cuanto sueltes a mi hija y dejes la espada, el mago será libre. Lo juro.
El viejo caballero se limitó a sonreír.
—Conozco el valor de tus promesas. Y tú el de las mías.
Sentí una creciente tensión en mi captor. Se inclinó hacia delante y dijo:
—Júralo.
—Lo juro —dijo Shiro. Y al hacerlo, colocó la palma de la mano sobre la base del filo de su espada. Luego la alzó para mostrar un corte limpio del que comenzó a salir sangre—. Suéltalo. Yo ocuparé su lugar como pides.
La sombra de Nicodemus se agitó y vibró en el suelo a mis pies, al tiempo que unos filamentos se lanzaron como látigos hambrientos hacia Shiro. El denario dejó escapar una ronca carcajada y apartó el cuchillo de mi cuello. Hizo un par de movimientos rápidos y cortó la cuerda con la que me había atado las muñecas.
Sin el sostén de las ataduras, me caí. Mi cuerpo gritó de dolor. Me dolía todo tanto que no me di cuenta de que también había cortado la cuerda de los pies. No hice ningún ruido. En parte porque era demasiado orgulloso para dejar que Nicodemus supiera lo mal que me sentía y en parte porque me faltaba el aliento para llorar.
—Harry —dijo Shiro—. Levántate.
Lo intenté. Tenía las piernas y los pies dormidos.
La voz de Shiro cambió, se tiñó con una nota de serena autoridad.
—Arriba.
Obedecí a duras penas. La herida de la pierna ardía y me dolía, y el músculo alrededor se contraía y temblaba involuntariamente.
—Pura estupidez —dijo Nicodemus.
—Valor —dijo Shiro—. Harry, ven aquí. Ponte detrás de mí.
Avancé hacia él dando tumbos. El viejo en ningún momento dejó de mirar a Nicodemus. La cabeza me daba vueltas y casi perdí el equilibrio. De la rodilla para abajo, las piernas eran como dos pedazos de madera muerta y me habían empezado a dar calambres en la espalda. Apreté los dientes y dije:
—No sé cuánto más aguantaré.
—Debes continuar —dijo Shiro. Se arrodilló junto a Deirdre, apoyó su rodilla contra su columna vertebral y le rodeó el cuello con un brazo. Ella comenzó a moverse, pero el viejo aplicó más presión y Deirdre se quedó quieta con un quejido de angustia. Una vez inmovilizada, Shiro agitó Fidelacchius y la sangre que la cubría salpicó la pared. Con un ágil movimiento envainó la espada, desenganchó la funda de su cinturón y me la ofreció por el mango.
—Cógela.
—Hum —dije—. Esas cosas no se me dan muy bien.
—Cógela.
—Michael y Sanya se van a cabrear conmigo si la cojo.
Shiro guardó silencio por un momento y luego dijo:
—Lo comprenderán. Vamos, cógela.
Tragué saliva y le obedecí. En contraste con aquella habitación, la funda de madera estaba caliente, y sentí el zumbido de energía que emanaba de la espada en forma de ondas. Me aseguré de que la tenía bien agarrada.
Shiro dijo con calma:
—Vendrán a buscarte. Vete. Segunda puerta a la derecha, luego sube la escalera.
Nicodemus contempló como desaparecí en la oscuridad tras cruzar la puerta. Miré a Shiro por un momento. Seguía arrodillado en el suelo, presionando el cuello de Deirdre y amenazando con rompérselo, sin apartar los ojos de Nicodemus. Desde atrás, pude distinguir la piel arrugada de la parte posterior de su cuello y las manchas de edad sobre su cráneo recién afeitado. La sombra de Nicodemus había crecido hasta ser ahora del tamaño de una pantalla de cine y cubría toda la pared de atrás y parte del suelo sin dejar de girar y retorcerse, cada vez más cerca de Shiro.
Di media vuelta y me dirigí al túnel lo más rápido que pude. A mis espaldas, escuché a Nicodemus decir:
—Cumple tu palabra, japonés. Suelta a mi hija.
Miré atrás. Shiro liberó a la chica y se incorporó. Deirdre se apartó de él, y al mismo tiempo, la sombra de Nicodemus avanzó como una ola que rompió contra el viejo caballero. En un momento estaba allí, y al momento siguiente solo había oscuridad dentro de la habitación, dominada por la presencia áspera y colérica de la sombra de Nicodemus.
—Mata al mago —escupió Nicodemus—. Quítale la espada.
Deirdre dejó escapar un grito salvaje y primario desde alguna parte de aquella oscuridad. Escuché sonidos de desgarros y roturas. Escuché sonidos secos que podían ser de huesos fracturados o de articulaciones dislocadas. Después escuché el roce metálico y resbaladizo del peinado de Deirdre y una docena de tiras metálicas se lanzaron a por mí desde la oscuridad.
Di unos pasos hacia atrás y vi que las cuchillas no llegaban a tocarme. Me di la vuelta y comencé a alejarme cojeando. No quería dejar allí a Shiro, pero si me quedaba, sería solo para morir con él. El sentimiento de vergüenza se hundió en mí como una navaja.
Más cuchillas surgieron de la oscuridad, seguramente mientras Deirdre adoptaba su aspecto demoníaco. No tardaría mucho en terminar y en aparecer por el pasillo tras de mí. Si no conseguía escapar de allí, era hombre muerto.
Así que una vez más, corrí para salvar la vida, y me odié por ello.