El frío me despertó.
Recuperé el sentido en la más completa oscuridad, bajo un chorro de agua helada. Me dolía la cabeza lo bastante para que la herida de la pierna casi resultara una experiencia agradable. Las muñecas y los hombros me dolían todavía más. Sentía el cuello rígido y tardé un segundo en darme cuenta de que estaba en posición vertical, con las manos juntas, atadas sobre la cabeza. También tenía los pies atados. Mis músculos comenzaron a palpitar y contraerse bajo el agua fría e intenté salir de allí. Las ataduras lo impidieron. El agua fría comenzó a hacerme mella. Dolía muchísimo.
Intenté soltarme, moviendo los miembros con cuidado, comprobando las cuerdas, luchando por liberar las manos. Pero no sabía si estaba consiguiendo algo. Gracias al frío, ni siquiera podía sentir mis muñecas, y estaba tan oscuro que no veía nada.
Cada vez estaba más asustado. Si no podía liberar las manos, quizá tuviera que utilizar la magia para quemar las cuerdas. Joder, tenía tanto frío que la idea de quemarme tenía cierto atractivo. Pero cuando comencé a buscar la energía necesaria, esta se alejó de mí. Entonces lo comprendí. Agua corriente. El agua corriente se lleva las energías mágicas, y cada vez que intentaba reunir poder, este se iba con el agua.
El frío se hizo aún más intenso, más doloroso. No podía escapar de él. Me entró el pánico, me revolví histérico, un agudo dolor me abrasaba los miembros atados mientras caía en un letargo provocado por el frío. Grité un par de veces, creo. Y recuerdo que, al hacerlo, casi me ahogo con el agua.
No me quedaba mucha energía. Tras unos minutos, me rendí, jadeante y dolorido, demasiado cansado para seguir luchando. El agua era cada vez más fría y mis miembros atados gritaban de dolor.
Me dolía todo, pero me consolé pensando que aquello no podría empeorar mucho más.
Pasaron las horas y me demostraron lo equivocado que estaba.
Se abrió una puerta y la luz de una llama me hirió los ojos. Los habría guiñado, si hubiera podido moverme. Un par de hombres altos y fuertes entraron por la puerta con antorchas en las manos. La luz me dejó ver la habitación. La pared junto a la puerta era de piedra pulida, pero las demás paredes a mí alrededor eran una mezcla de gravilla y ladrillos antiguos, excepto una que estaba hecha de hormigón abombado… algún tipo de tubería para el suministro de agua de la ciudad, supuse. El techo era de tierra, piedras y algunas raíces. El agua caía desde algún lugar, sobre mí, y luego desaparecía por un canal desgastado, excavado en el suelo.
Me habían llevado a la Subciudad, una red de cuevas, edificios en ruinas, túneles y antiguas construcciones sobre las que se asentaba Chicago. La Subciudad era oscura, húmeda, fría, llena de criaturas que huían de la luz del sol y de la compañía de los humanos, y que incluso podrían ser radioactivas. Los túneles que albergaron el Proyecto Manhattan eran solo el comienzo de la Subciudad. Nadie que conociera su existencia se aventuraba por aquellos lares, ni siquiera los magos como yo, salvo que uno estuviera muy desesperado.
Nadie sabía moverse por allí abajo, y nadie vendría a buscarme.
—Me he estado machacando bastante en el gimnasio —susurré a los dos hombres con una voz que me recordó al croar de una rana—. ¿Alguno de vosotros me podía traer una cerveza bien fresquita? ¿O quizá un flash?
Ni siquiera se molestaron en mirarme. Uno de los matones se colocó en la pared de mi izquierda. El otro en la pared de la derecha.
—Tendría que haber limpiado un poco, lo sé —les dije—. Si hubiera sabido que iba a tener visita, me habría dado una ducha. Habría barrido.
Ni caso. Rostros inexpresivos. Nada de nada.
—Un público difícil —dije.
—Tendrás que perdonarlos —dijo Nicodemus. Entró por la puerta a la sala iluminada por las antorchas. Se había cambiado de ropa, afeitado y duchado. Llevaba unos pantalones de pijama, pantuflas, y una bata como la de Hugh Hefner. La cuerda gris seguía adornando su garganta—. Fomento la discreción entre mis empleados, y soy muy exigente. Eso a veces les hace parecer distantes.
—¿No dejas hablar a tus matones? —pregunté.
Sacó una pipa de un bolsillo, junto con una pequeña lata de tabaco Prince Albert.
—Les corté la lengua.
—Supongo que en tu departamento de recursos humanos habrá poco trabajo —dije.
Aplastó el tabaco dentro de la pipa y sonrió.
—Te sorprenderías. Ofrezco un excelente seguro dental.
—Lo vas a necesitar cuando la poli de los trajes de fiesta te arranque los dientes. Este esmoquin es alquilado.
Sus oscuros ojos brillaron y algo feo se movió tras ellos.
—El pequeño de Maggie. Te has convertido en un hombre de considerables recursos.
Lo miré durante un segundo entre temblores y mudo de la sorpresa. Mi madre se llamaba Margaret.
¿Y yo era el pequeño? Hasta donde yo sabía, era hijo único. Pero sabía muy poco de mis padres. Mi madre murió en el parto. Mi padre sufrió un aneurisma cuando yo tenía unos seis años. Tenía una foto suya de una amarillenta página de periódico que guardaba en un álbum de fotos. Aparecía actuando en una cena a beneficio de los niños en una pequeña ciudad de Ohio. También tenía una Polaroid en la que se veía a mi padre y a mi madre embarazada posando frente al Lincoln Memorial. Yo aún llevaba el amuleto en forma de pentáculo de mi madre alrededor del cuello. Estaba arañado y castigado, pero eso es normal cuando lo utilizas para matar hombres lobo.
Eran los dos únicos objetos que conservaba de mis padres. Ya había oído comentarios antes sobre las malas compañías de mi madre. Nada en concreto, solo frases sueltas que escuché de pasada. Luego un demonio me dijo que mis padres fueron asesinados, y la misma criatura me dio a entender que podía tener otros parientes. Yo ignoré por completo todo aquello, y decidí que el demonio no era más que un sucio mentiroso.
Y dado que Nicodemus y Chaunchy trabajaban para la misma organización, probablemente tampoco podía confiar en el denario. Seguramente estaba mintiendo. Seguramente.
Pero ¿y si decía la verdad?
Que siga hablando, me dije. Busca información. Tampoco tenía mucho que perder, y el conocimiento es poder. Quizá descubriera algo que me diera alguna clase de ventaja.
Nicodemus encendió la pipa con una cerilla y aspiró unas cuantas veces mientras observaba mi cara con una pequeña sonrisa en los labios. Me había descubierto. Evité mirarlo a los ojos.
—Harry, ¿te puedo llamar Harry?
—¿Cambiaría algo si dijera que no?
—Me diría algo sobre ti —dijo—. Me gustaría conocerte mejor y preferiría ahorrarme el viaje al dentista, si es posible.
Lo miré colérico, temblando bajo el agua heladora, con el chichón latiendo y los brazos y las piernas doloridos por las cuerdas.
—Tengo que preguntártelo, ¿a qué clase de dentista vas tú? ¿A Sacamuelas de Sade? ¿O al odontólogo Joe Mengele?
Nicodemus aspiró el humo de su pipa y contempló mis ataduras. Otro hombre inexpresivo entró, este era más viejo, delgado y con una abundante mata de pelo gris. Empujaba un carrito de servicio de habitaciones. Desplegó una mesa pequeña y la colocó en la zona de la sala adonde no llegaban las salpicaduras del agua. Nicodemus jugueteó con la cazoleta de su pipa.
—Dresden, ¿puedo ser sincero contigo?
Supuse que el carrito ocultaba un variado abanico de instrumentos destinados a asustarme con sus posibles aplicaciones para la tortura.
—Pues no lo sé, ¿puedes?
Nicodemus observó como el criado colocaba tres sillas plegables y cubría la mesa con un mantel blanco.
—Te has enfrentado a muchos seres extremadamente peligrosos. Pero en general, se trataba de imbéciles. Yo prefiero evitar los enfrentamientos siempre que sea posible, y por eso estás maniatado bajo un chorro de agua.
—Me tienes miedo —dije.
—Bueno, has acabado con tres magos rivales, un noble de la corte de los vampiros e incluso con una reina de las hadas. Te subestimaron, como hicieron también tus aliados. Yo no. Supongo que podrías considerar tu actual situación como un cumplido.
—Sí —murmuré mientras intentaba evitar que me entrara más agua helada en los ojos—. Me siento muy halagado.
Nicodemus sonrió. El criado abrió el carrito y descubrió algo mucho más diabólico que instrumentos de tortura. El desayuno. El viejo asistente comenzó a colocar la comida sobre la mesa. Patatas fritas, queso, galletas, panceta, salchichas, panecillos, tostadas, fruta. Y además café, ¡Dios santo! Café caliente. El aroma me golpeó el estómago y a pesar de que estaba medio congelado, comenzó a retorcerse hacia un lado de mi abdomen, buscando la forma de salir y conseguir algo de aquella comida.
Nicodemus se sentó, y el criado le sirvió café. Supongo que servirse él mismo habría sido rebajarse.
—He intentado mantenerte alejado de este asunto.
—Ya. La verdad es que pareces un buen tío. ¿Eres tú el que inventó la profecía de la que me habló Ulsharavas?
—No tienes ni idea de lo difícil que es interceptar y sorprender a un ángel mensajero.
—Ya —dije—. ¿Y por qué lo hiciste?
Nicodemus no era tan importante como para no echarse él mismo la leche, eso sí, nada de azúcar. La cuchara tintineó al golpear la taza.
—Tengo un par de recuerdos agradables de tu madre. No me costaba mucho probar, así que me dije ¿por qué no?
—Esta es la segunda vez que la mencionas —dije.
—Sí. La respetaba. Y eso no es algo que me suceda con frecuencia.
—La respetabas tanto que me agarraste y me trajiste aquí. Ya veo.
Nicodemus agitó la mano.
—Las cosas han surgido así. Yo necesitaba a alguien de cierto peso metafísico. Tú te entrometiste en mi negocio, me venías bien y no desentonabas en la receta.
—¿La receta? ¿Qué receta?
Dio un sorbo al café y cerró los ojos con deleite. El muy cabrón.
—Supongo que esta es la parte de la conversación en la que te descubro mis planes.
—¿Qué tienes que perder?
—Y según parece esperas que te hable también de los puntos flacos que pueda tener. Me siento insultado por la falta de profesionalidad que eso implica.
Apreté los dientes.
—Gallina.
Cogió un trozo de panceta y lo mordisqueó.
—Te bastará con saber que van a pasar una o dos cosas.
—¿Ah, sí? —Menuda réplica, a ver qué dice a eso.
—Sí. Te liberaré de tus ataduras y te sentarás para disfrutar de un buen desayuno… —Cogió de la mesa un cuchillo ligeramente curvo y con pinta de afilado—. O te rebanaré la garganta en cuanto termine de comer.
Resultaba bastante aterrador porque lo dijo sin ningún melodrama. En un tono despreocupado. Como el que la gente normal utiliza para decir que va a sacar la basura.
—El típico ultimátum de «únete a mí o muere» —dije—. Vaya, no importa cuántas veces me lo suelten, parece que nunca pasa de moda.
—Me temo que, por lo que he visto de tu trayectoria, resultas demasiado peligroso para dejarte con vida… y yo tengo un plazo que cumplir —dijo Nicodemus.
¿Un plazo? Así que trabajaba contra reloj.
—Pues en esos casos suelo resultar bastante molesto. No es nada personal.
—Ya lo sé —me dijo—. Esto no es fácil para ninguno de los dos. Yo utilizaría alguna técnica psicológica contigo, pero según parece no estoy muy al tanto de los últimos descubrimientos. —Cogió una tostada y le puso mantequilla—. Bueno, también son pocos los psicólogos que pueden conducir carruajes, así que supongo que estamos empatados.
La puerta se volvió a abrir y entró una mujer joven. Tenía el pelo largo y oscuro, pero revuelto, como si se acabara de levantar. Su rostro era demasiado delgado para resultar hermoso. Llevaba un kimono de seda rojo atado con un cinturón algo suelto, de modo que se le formaban huecos al moverse. Evidentemente no llevaba nada debajo. Como ya he dicho, la Subciudad es un lugar frío.
La chica bostezó, se estiró perezosa, y mientras me observaba dijo con un extraño acento vagamente británico:
—Buenos días.
—Lo mismo digo, pequeña. Harry Dresden, creo que no te he presentado a mi hija, Deirdre.
Observé a la chica que me resultaba vagamente familiar.
—No la conozco.
—Claro que sí —dijo Deirdre al tiempo que cogía una fresa de la mesa del desayuno. La mordió lentamente, con los labios cerrados sobre la fruta—. En el puerto.
—Ah, Madame Medusa, supongo.
Deirdre suspiró.
—Esa es nueva. Qué gracioso. ¿Puedo matarlo, padre?
—Todavía no —dijo Nicodemus—. Pero si al final hay que liquidarlo, me encargaré yo.
Deirdre asintió somnolienta.
—¿Me he perdido el desayuno?
Nicodemus la sonrió.
—Claro que no. Danos un beso.
Se sentó en su regazo y lo besó. Con lengua. Puaj. Después de un momento se levantó, Nicodemus le apartó una de las sillas y ella se sentó. Volvió a ocupar su lugar y dijo:
—Aquí hay tres sillas, Dresden. ¿Estás seguro de que no quieres desayunar con nosotros?
Iba a decirle lo que podía hacer con la tercera silla, pero el olor a comida me detuvo. De repente me sentí desesperada y dolorosamente hambriento. El agua se hizo más fría.
—¿Qué es lo que has pensado?
Nicodemus hizo una señal con la cabeza a uno de los matones. El hombre se acercó a mí, sacó un pequeño estuche para guardar joyas de su bolsillo. Lo abrió y me lo ofreció.
Fingí un pequeño sobresalto y dije: —Pero esto es muy repentino.
El matón me miró con ojos asesinos. Nicodemus sonrió. Dentro del estuche había una antigua moneda de plata, como la que había visto en el callejón detrás del hospital. En la moneda había otro sello.
—Vaya, así que lo nuestro va en serio —dije sin entusiasmo—. ¿Pretendes que sea uno de los vuestros?
—No hace falta si no quieres —dijo Nicodemus—. Solo pretendo que escuches nuestra versión antes de que tomes una decisión y tengas una muerte sin sentido. Acepta la moneda. Desayuna con nosotros. Hablaremos. Después, si no quieres nada con nosotros, te podrás marchar.
—Dejarás que me vaya. Claro.
—Si aceptas la moneda no creo que pueda detenerte.
—¿Cómo sabes que no daré media vuelta y la usaré contra ti?
—Es una posibilidad —dijo Nicodemus—. Pero soy un gran creyente en la bondad de la naturaleza humana.
Y una mierda.
—¿De verdad piensas que me puedes convencer para que me una a vosotros?
—Sí —dijo—. Te conozco.
—No.
—Claro que sí —contestó—. Sé más de ti que tú mismo.
—¿Ah sí? ¿Qué sabes?
—Sé por qué elegiste este tipo de vida. Por qué te erigiste en protector de los mortales y te declaraste enemigo de cualquiera que los hiciera daño. Por qué vives apartado de los tuyos, siendo objeto de mofa y burla de la mayoría de los mortales. Sé por qué malvives en una casa de alquiler, desdeñando la fama y el dinero. ¿Por qué lo haces?
—Soy discípulo de las enseñanzas de Peter Parker, evidentemente —dije.
Supongo que Nicodemus era más de DC Cómics porque no lo pilló.
—Porque no te permites nada más. Y yo sé por qué.
—Vale, ¿por qué?
—Porque te domina el miedo. Tienes miedo, Dresden.
—¿A qué? —pregunté.
—A lo que podrías ser si alguna vez te alejases del camino correcto —dijo Nicodemus—. Tienes miedo de tu poder. Has pensado en cómo sería plegar el mundo a tus deseos. Las cosas que podrías tener. La gente. Una parte de ti ha pensado en eso y ha disfrutado con la idea de usar el poder de tu magia para hacer realidad tus deseos. Y tienes miedo de ese placer. Por eso prefieres martirizarte.
Iba a rechazar lo que había dicho, pero no pude. Tenía razón, o al menos no estaba del todo equivocado. Soné resignado cuando dije:
—Todo el mundo fantasea con esas cosas de vez en cuando.
—No —dijo Nicodemus—, no es cierto. La mayoría de la gente jamás piensa en nada semejante. No se les cruza por la cabeza. El mortal medio no sabría qué hacer con ese poder. Pero tú, tú eres distinto. Quizá te guste pensar que eres uno de ellos, pero no es así.
—Eso no es cierto —contesté.
—Claro que sí —dijo Nicodemus—. Puede que no quieras admitirlo, pero aun así es cierto. Tú simplemente te niegas a aceptarlo. Y es algo que se ve en varios aspectos de tu vida. No quieres ver lo que eres, por eso tienes tan pocas fotos tuyas. Tampoco tienes espejos.
Rechiné los dientes.
—No soy diferente en las cosas realmente importantes. No soy mejor que el resto. Todos nos podemos los pantalones por los pies.
—Cierto —admitió Nicodemus—. Pero dentro de un siglo, tus socios mortales se estarán pudriendo bajo tierra, mientras que tú, salvo amputación o cambios radicales en la forma de vestir, te seguirás poniendo los pantalones por los pies. Todos esos aliados y amigos envejecerán y morirán, mientras que tú ahora es cuando comienzas a conocer el verdadero potencial de tu fuerza. Pareces mortal, Dresden, pero no te equivoques, no lo eres.
—Oh, cállate.
—Eres diferente. Un bicho raro. En una ciudad de millones, eres un ser único.
—Lo que explicaría mi éxito con las mujeres —dije, pero no le puse mucha convicción a las palabras. Algo en la garganta me pesaba.
Nicodemus pidió al criado que le sirviera café a Deirdre, pero él fue quien le echó el azúcar.
—Tienes miedo, pero no deberías. Eres muy superior a ellos, Dresden. Hay todo un mundo esperándote. Son innumerables los caminos que podrías tomar. Los aliados que estarían a tu lado a lo largo del tiempo. Que te aceptarían por lo que eres sin hacer burlas. Véngate. Encuentra a tu familia. Encuentra tu verdadero lugar en el mundo.
Había elegido las palabras que harían mella en una de mis más viejas heridas, una pena infantil que jamás había logrado superar. Me dolió escuchar aquello. Despertó en mí una antigua esperanza perdida, un anhelo. Me hizo sentir perdido. Vacío.
Solo.
—Harry —dijo Nicodemus con un tono casi compasivo—. Yo antes era muy parecido a ti. Estás atrapado. Y te mientes a ti mismo. Finges ser como cualquier otro mortal porque te aterroriza admitir que no lo eres.
No tuve que contestar a eso. La moneda de plata brillaba en su estuche, todavía a mi alcance.
Nicodemus posó de nuevo una mano sobre el cuchillo.
—Me temo que tengo que hacerte la pregunta.
Deirdre miró el cuchillo y luego a mí con los ojos en llamas. Lamió el azúcar que se había derramado sobre el borde de su taza de café y guardó silencio.
¿Y si cogía la moneda? Si Nicodemus decía la verdad, al menos podría vivir para luchar otro día. No tenía ninguna duda de que Nicodemus me mataría, como había hecho con Gastón LaRouche, Francisca García y ese pobre hombre que había acabado en la mesa de Butters. No había nada que lo detuviera, y con el agua cayendo sobre mí, dudaba mucho de que incluso mi maldición de muerte estuviera al cien por cien.
No podía dejar de imaginar qué se sentiría al morir desangrado bajo aquel chorro de agua fría. Una sensación de quemazón, un hilo caliente sobre mi garganta. Mareo y frío. Debilidad, y la sensación de caer en un sopor que se convertiría en una oscuridad total. La muerte.
Que Dios me ayudara. No quería morir.
Pero había visto al desgraciado cabrón de Ursiel, esclavizado y loco de dolor. Su sufrimiento era mucho peor que la muerte. Y lo más probable era que si aceptaba la moneda, el demonio que venía con ella me anularía y me corrompería de la misma manera. No soy ningún santo. Ni siquiera soy especialmente estricto desde un punto de vista moral. Tengo un lado oscuro. Me he sentido fascinado por él. Atraído por él. Y en más de una ocasión, me he rendido a él.
Era una debilidad que el demonio de la moneda podría explotar. No era inmune a la tentación. El demonio, el caído, me arrastraría con él. Es lo que hacen los caídos.
Había tomado una decisión.
Nicodemus me observaba con ojos impasibles y una mano sobre el cuchillo.
—No nos dejes caer en la tentación —dije—. Y líbranos del mal. ¿No es así como va?
Deirdre se relamió. El matón cerró el estuche y se apartó.
—¿Estás seguro, Dresden? —dijo Nicodemus en voz baja—. Esta es tu última oportunidad.
Me relajé. Ya no tenía sentido hacerse el machito. Había tomado una decisión y se acabó.
—Estoy seguro. Vete a tomar por culo, Nick.
Nicodemus me miró impertérrito durante un momento. Después se levantó cuchillo en mano y dijo:
—Creo que ya he terminado de desayunar.