Mis ojos se ajustaron a la luz lo bastante para distinguir algunos detalles más. El demonio femenino, con el pelo a lo Joan Jett, dos pares de ojos, un reluciente sello y unas terribles garras, era el mismo denario que nos había atacado en el barco aquella misma mañana. El segundo demonio estaba cubierto con unas escamas verde oscuro salpicadas de óxido rojo. De los hombros a la cintura, parecía más o menos humano. Del cuello para arriba y de la cintura para abajo, parecía una especie de serpiente aplanada. No tenía piernas. Su cuerpo anillado se deslizaba tras él, raspando el suelo con las escamas. También tenía dos pares de ojos, unos eran dorados, como de reptil, los otros, dentro de los primeros, tenían un ligero brillo verde azulado, a juego con el símbolo pulsante de la misma luz que parecía bailar en el destello de las escamas de su cabeza.
Un denario, dos denarios, tres denarios, entre los que incluí al último. De los tres, él era el único que tenía aspecto humano. Llevaba una gabardina beis abierta con aire despreocupado. La ropa era hecha a medida y parecía cara. Una fina corbata gris colgaba suelta de su cuello. Era un hombre de estatura y complexión medias, con el pelo corto y oscuro, salpicado de reflejos plateados. Su expresión era sosegada, divertida, y sus ojos oscuros estaban medio cerrados, como si tuviera sueño. Habló en un inglés con ligero acento británico.
—Vaya, vaya. ¿Qué tenemos aquí? Nuestra valiente ladrona y su…
Me dio la impresión de que le habría gustado entretenerse en una de esas jocosas conversaciones que a los malos de ciudad tanto les gustan, pero antes de que pudiera terminar la frase, Anna Valmont se giró pistola en mano y le disparó tres veces en el pecho. Lo vi encogerse y retorcerse. La sangre le manchó de repente la camisa y la gabardina. Le había dado en el corazón o en una arteria.
El hombre se quedó mirando a Valmont atónito, sorprendido, mientras su camisa seguía tiñéndose de rojo. Se abrió un poco la gabardina y contempló la creciente marea roja. Me di cuenta de que la corbata que llevaba no era una corbata propiamente dicha, sino un viejo trozo de cuerda gris, y aunque parecía una especie de adorno, vi que en realidad estaba atada con un nudo de ahorcado.
—No me gusta que me interrumpan —dijo el hombre en un tono áspero y desagradable—. Ni siquiera he hecho las presentaciones. Hay que prestar más atención a las formas, jovencita.
En una reacción propia de mí, Anna Valmont no lo dudó un momento y volvió a disparar.
El hombre estaría a menos de metro y medio. La ladrona rubia apuntó a su centro de gravedad y no falló ni un tiro. El hombre se cruzó de brazos mientras las balas lo atravesaban, abriendo nuevas heridas que sangraban sin cortapisas. Puso los ojos en blanco después del cuarto disparo, e hizo el gesto con la mano de «venga, termina ya con esto», hasta que la pistola de Valmont se quedó si balas y con la corredera abierta.
—¿Por dónde iba? —dijo.
—Las formas —ronroneó el demonio mujer con los pelos de loca. Las palabras le salieron con dificultad debido a que sus enormes caninos se le clavaban en los labios cuando hablaba—. Las formas, padre.
—Me parece que ya lo mismo da —dijo el hombre—. Ladrona, has robado algo que me interesa. Dámelo y podrás marcharte. Si te niegas, me enfadaré contigo.
El labio superior de Anna Valmont estaba empapado de sudor, y sus ojos desorbitados pasaron de la pistola vacía, al hombre de la gabardina. Estaba paralizada por la confusión y el terror.
Seguramente alguien habría escuchado los disparos. Necesitaba ganar un poco de tiempo. Me incliné, metí una mano en el bolsillo de la chaqueta de Valmont y saqué una cajita de plástico que recordaba vagamente al control remoto de un vídeo. Sostuve en alto el transmisor, puse el pulgar encima, como si supiera lo que estaba haciendo y le dije al tipo de la gabardina:
—Eh, Bogart. Tú y los gemelos fantásticos apartaos o me cargo la sábana.
El hombre alzó las cejas.
—¿Cómo dices?
Agité el control remoto.
—Si hago clic, esto hará bum, y adiós Sudario.
El hombre serpiente siseó mientras su cuerpo se retorcía en movimientos suaves y constantes, y la chica demonio retrajo los labios, mostrándome sus colmillos. El hombre que estaba entre los dos me miró por un momento con ojos inexpresivos y vacíos, y luego dijo:
—Es un farol.
—A mí la sábana me importa un comino —dije.
El hombre clavó su mirada en mí sin moverse. Aunque su sombra sí lo hizo. Se retorció y onduló, y al observarla sentí que me mareaba un poco. Sus ojos dejaron de fijarse en mí para concentrarse en el tubo de embalaje que yacía sobre el suelo.
—Un detonador por control remoto, supongo. ¿Te has percatado de que te encuentras junto al artefacto?
Me había percatado. No tenía ni idea de la potencia de la bomba incendiaria. Pero no importaba, de todas formas tampoco sabía qué botón había que dar para activarla, así que…
—Sí, lo sé.
—¿Prefieres morir a entregar el Sudario?
—Prefiero morir a que tú me mates.
—¿Quién ha dicho nada de matar?
Lo miré furioso a él y luego a la chica demonio y dije:
—Creo que Francisca García dijo algo.
La sombra del hombre se agitó, pero él me contempló con ojos fríos y calculadores.
—Quizá podamos llegar a un acuerdo.
—¿Cómo cuál?
Sacó una pesada pistola de gran calibre de un bolsillo y apuntó a Anna Valmont.
—Dame el control remoto y no mataré a esta joven.
—¿El cabecilla de este grupito de fans de Satán utiliza armas de fuego? Tienes que estar de coña —dije.
—Llámame Nicodemus. —Miró el revólver—. Chulo, lo sé, es que después de presenciar tantos desmembramientos, uno acaba por aburrirse. —Apuntó con su arma a la aterrada Anna Valmont y dijo—: ¿Cuento hasta tres?
Adopté el acento transilvano del Conde Draco cuando contaba murciélagos Y dije:
—Cuenta hasta donde quierras, perro no conseguirrás este detonadorrr, ja, ja, ja.
—Uno —dijo Nicodemus.
—¿De verdad esperas que me rinda así, sin más?
—Es lo que sueles hacer cuando hay una mujer en peligro, Harry Dresden. Dos.
Este Nicodemus me conocía. Y había escogido una táctica de presión bastante rápida y eficaz; acabara como acabara aquello, sabía que lo que yo quería era ganar tiempo. Joder. No iba a ser fácil liarlo.
—Espera —dije.
Amartilló el arma y apuntó a la cabeza de Valmont.
—Tr…
Y aquí ya no tuve más remedio que saltar.
—Vale —dije y le arrojé el control remoto—. Ahí lo tienes.
El tipo bajó el revólver y se giró para coger el control remoto con su mano izquierda. Esperé hasta que sus ojos pasaron de Valmont al remoto.
Y entonces reuní toda la energía que pude en aquel instante, lancé con fuerza mi mano derecha hacia delante y grité:
—¡Fuego!
Una llamarada se elevó del suelo en una ola tan ancha como la puerta y rodó hacia delante en un surtidor de aire supercaliente. Se expandió al avanzar e impactó contra el ensangrentado pecho de Nicodemus. La fuerza del choque lo empujó hacia el pasillo, a sus espaldas, y contra la pared opuesta. No llegó a atravesarla, pero solo porque seguramente estaría reforzada allí donde la golpeó. El tabique de cartón yeso cayó desde sus hombros a sus muslos, y su cabeza se echó para atrás en una brusca flexión del cuello. Casi me pareció que su sombra también salía disparada hacia atrás y se esparcía sobre la pared como salpicaduras de alquitrán.
El hombre serpiente se movió con una rapidez sorprendente, apartándose con habilidad de la explosión. La chica demonio gritó y sus afilados mechones se agruparon en un intento por escudarla mientras el fuego y la energía la lanzaban hacia atrás, lejos de la puerta.
La temperatura subió hasta hacerse insoportable y la ola de calor abrasador me succionó el aire de los pulmones. El retroceso de la explosión me lanzó hacia atrás a través de la habitación, y di varias vueltas hasta chocar con la pared. Me cubrí y protegí la cara cuando las llamas rojas se sofocaron y fueron sustituidas por una nube de feo humo negro. Los oídos me pitaban y no podía oír nada salvo el palpitar de mi propio corazón.
No habría realizado aquel hechizo de fuego si hubiera tenido otra opción. Por eso me fabriqué una varita mágica. La magia rápida y agresiva era difícil, peligrosa y con frecuencia imposible de controlar. La varita mágica me ayudaba a dirigir la energía, a dominarla. Con ella pretendía evitar explosiones que me provocaran quemaduras en los pulmones.
Avancé a tientas entre el humo cegador, incapaz de respirar o ver. De repente, palpé una muñeca femenina, la seguí hasta el hombro y di con Anna Valmont. Tiré de ella con una mano, encontré el tubo del Sudario con la otra y me arrastré hacia el conducto de ventilación, remolcándolos a los dos.
El aire era limpio en la abertura del conducto, y Valmont tosió y se revolvió cuando intenté hacerla entrar. Había bastantes cosas en aquel almacén que se habían prendido fuego y tenía luz suficiente para ver. Una de las cejas de Valmont había desaparecido y tenía todo un lado de la cara rojo y con ampollas. Le grité tan alto como pude que se moviera. Vi como pestañeaba, vagamente consciente mientras yo la empujaba hacia la apertura de la lavandería. Entonces comenzó a arrastrarse lentamente delante de mí.
Valmont no avanzaba tan rápido como yo hubiera querido, claro que tampoco era la que estaba más cerca del fuego y los monstruos. Los latidos del corazón me retumbaban en los oídos y el conducto se me antojó insoportablemente estrecho. Sabía que las formas demoníacas de los denarios eran más resistentes que Anna Valmont o que yo. A no ser que hubiera tenido mucha suerte, se recuperarían de la explosión y no tardarían mucho en salir en nuestra busca. Si no conseguíamos darles esquinazo y subir a un coche rápidamente, nos atraparían; así de sencillo. Empujé a Valmont, cada vez más histérico mientras imaginaba que unos afilados tentáculos me rebanaban las piernas o que unos colmillos rebosantes de veneno se hundían en mis pantorrillas mientras unas manos cubiertas de escamas me arrastraban hacia atrás por los tobillos.
Valmont salió del conducto de ventilación a la lavandería. Yo la seguí lo bastante cerca como para que aquello me recordara a un programa que vi en la tele sobre los hábitos sexuales de los monos aulladores. Poco a poco comencé a recuperar la audición y escuché el timbre sonoro y vibrante de la alarma contra incendios en el pasillo.
—¿Harry? —dijo Susan. Miró a Valmont, luego a mí y la ayudó a ponerse en pie—. ¿Qué está pasando?
Me incorporé y cogí aire.
—Tenemos que largarnos. Ya mismo.
Susan asintió con la cabeza y me empujó. Con fuerza. Avancé dando tumbos y me choqué contra la línea de secadoras, golpeándome en el hombro y la cabeza. Miré hacia atrás y vi el pelo de la chica demonio saliendo por el conducto de ventilación. Después apareció el resto de su cuerpo, con escamas, garras y todo. Rodó por el suelo y luego se puso a cuatro patas con una asombrosa agilidad.
Aunque el denario era rápido, Susan lo era todavía más. La chica demonio se preparaba para lanzarse a por nosotros cuando Susan le propinó una patada en aquellos carnosos labios que mantenía separados en una horrible mueca. El impacto fue lo suficientemente fuerte como para que algo sonara a roto y la chica demonio chillara de dolor y sorpresa.
—¡Susan! —grité—. ¡Cui…!
Iba a decir «dado», pero no me dio tiempo. Media docena de tentáculos volaban hacia Susan como lanzas.
Susan los esquivó. Todos. Para ello tuvo que cruzar la sala de un salto y aterrizar junto a las lavadoras. El denario recuperó el equilibrio y la siguió. Otra oleada de cuchillas se abalanzó sobre Susan, que se arrojó a un lado al tiempo que abría la puerta de una de las lavadoras. Luego la cerró de golpe, atrapando así el pelo del denario. Después, sin sofocarse, le pegó una patada en una de esas extrañas rodillas que se doblaban hacia dentro.
La chica demonio chilló de dolor mientras luchaba por liberarse. Sabía que era lo bastante fuerte como para soltarse de la lavadora en cualquier momento, pero por ahora, estaba atrapada. Susan alzó los brazos y arrancó una tabla de planchar plegable que estaba enganchada a la pared. Después dio un giro y golpeó al denario con el canto. Susan le dio tres veces: en la pierna herida, en la espalda a la altura de los riñones y en la parte de atrás del cuello. El denario chilló ante los dos primeros golpes, pero perdió el conocimiento con el tercero.
Susan se quedó mirando a la chica demonio durante un momento con sus ojos oscuros, encendidos e inmisericordes. La estructura metálica de la tabla de planchar estaba ahora doblada y retorcida por la fuerza de los golpes. Respiró hondo y luego tiró la tabla a un lado, se atusó el pelo con una mano y dijo:
—Puta.
—Uau —dije yo.
—¿Estás bien, Harry? —preguntó Susan sin mirarme.
—Sí —dije—. Uau.
Susan se acercó a la mesa donde había dejado su bolsito. Lo abrió, sacó el móvil y dijo:
—Le pediré a Martin que nos recoja a la salida.
Me puse en movimiento y ayudé a Anna Valmont a incorporarse.
—¿Qué salida?
Susan señaló sin decir nada un plano de evacuación antiincendios que estaba colgado en la pared. Seguía sin mirarme. Dijo alrededor de una docena de palabras en voz baja por teléfono, y luego lo cerró.
—Ya viene. Están evacuando el hotel. Tendremos que…
Sentí un repentino estallido de energías mágicas. El aire que rodeaba a Susan se oscureció y luego se condensó en una nube de sombras. En un abrir y cerrar de ojos, la nube se hizo más densa, luego se solidificó en un sinuoso laberinto de serpientes de todos los tamaños y colores que se enrollaban alrededor de Susan. Súbitamente, el aire se llenó con el sonido de siseos y cascabeles. Vi como las serpientes se lanzaban al ataque, con sus relucientes colmillos. Susan gritó.
Me giré hacia la puerta y vi al denario hombre serpiente. Extendió un brazo mediohumano hacia Susan. De su boca de serpiente escapaban extraños silbidos y pude sentir una tensión vibrante en el aire que separaba la mano extendida del denario de Susan.
Noté como la ira me inundaba y a duras penas logré contenerme para no lanzar otro hechizo de fuego contra el hombre serpiente. Con tanta cólera acumulada, probablemente mataría a todos los que estábamos en la habitación. En su lugar, me concentré en el aire del pasillo, más allá del denario y lo atraje hacia él con las palabras «¡Ventas servitas!» resonando en mis labios.
Una columna de viento golpeó al hombre serpiente desde atrás, lo elevó del suelo y lo lanzó a través de la habitación. Chocó contra la pared de las lavadoras, dejó un bollo de unos cuarenta centímetros en una de ellas y emitió un quejido lastimero y sibilante que yo esperaba fuera de sorpresa y dolor.
Susan se lanzó al suelo, y rodó y tiró de las serpientes para quitárselas de encima. Vi esbozos de su piel dorada a través de los jirones del vestido. Aparecieron gotas de sangre en el suelo, cerca de ella, sobre su piel y sobre las serpientes que se arrancaba, pero muchas seguían aferradas a ella. Se estaba destrozando en aquel intento histérico por librarse de los reptiles.
Cerré los ojos por un segundo que me pareció un año y reuní la suficiente voluntad para intentar deshacer el hechizo del denario. Creé un contrahechizo en mi cabeza, y le pedí a Dios no haber calculado mal la cantidad de energía que necesitaba para deshacerlo. Si me quedaba corto, el hechizo del denario podría hacerse aún más fuerte, como el acero forjado en el fuego. Si me pasaba, el contrahechizo podría liberar el poder de los dos hechizos al azar en un fogonazo destructivo de energía. Concentré mi voluntad en la manta de serpientes que cubría a Susan y les lancé mi poder al tiempo que liberaba el contrahechizo al grito de:
—¡Entropus!
El contrahechizo funcionó. Las serpientes se agitaron y revolvieron por un segundo, y luego hicieron implosión y desaparecieron. Lo único que dejaron tras de sí fue un rastro de baba brillante y transparente.
Susan se tambaleó, todavía jadeando, todavía sangrando. Su piel brillaba, húmeda y resbaladiza por el residuo de las serpientes conjuradas. Hilos de sangre recorrían sus brazos y piernas, y gruesos y oscuros moratones le cubrían un brazo, una pierna, la garganta y un lado de la cara.
La miré durante un segundo. La oscuridad de su piel no se debía a los moratones. Mientras la observaba, las manchas fueron ganando forma y resolución a partir de una vaga coloración, hasta convertirse en las líneas oscuras y afiladas de un tatuaje. Contemplé como el tatuaje se extendía por su piel, lleno de curvas y puntos, al estilo maorí. Comenzaba en la mejilla, bajo el ojo y seguía alrededor de su cara, por la parte de atrás del cuello, la clavícula y el escote de su vestido de noche. Volvía a aparecer de nuevo rodeando el brazo y la pierna izquierda, para terminar en la palma de la mano y sobre el puente de su pie izquierdo. Se incorporó, jadeando y temblando. Aquel dibujo sobre su piel le daba un aspecto salvaje. Me miró durante un momento, con sus oscuros ojos dilatados e inundados de lágrimas, los iris demasiado grandes para ser humanos. Luego apartó la vista.
El hombre serpiente se recuperó lo bastante para colocarse en posición vertical y mirar alrededor. Centró sus ojos amarillos en Susan y dejó escapar un silbido de sorpresa.
—La Hermandad —dijo arrastrando las palabras con un siseo—. La Hermandad, aquí. —El denario echó un vistazo a la sala y localizó el tubo del Sudario que colgaba de mi hombro. Agitó la cola como un látigo y se abalanzó sobre mí.
Yo me lancé a un lado, manteniendo siempre la mesa entre los dos y grité:
—¡Susan!
El hombre serpiente golpeó la mesa con un brazo y la partió en dos. Entonces se acercó a mí pasando por encima de los pedazos, hasta que Susan arrancó una secadora de la pared y se la tiró a la cabeza.
El denario la vio venir y se apartó en el último momento, pero la secadora le dio de refilón y lo desestabilizó. Volvió a sisear, se alejó a rastras de nosotros dos y desapareció tras el conducto de ventilación.
Jadeé y observé el hueco durante un segundo, pero no volvió a aparecer. Después empujé a la todavía atontada Valmont hacia la puerta y le pregunté a Susan:
—¿La Hermandad?
Apretó los labios y apartó sus enormes ojos de mí.
—Ahora no.
Rechiné los dientes de pura frustración y angustia, pero ella tenía razón. El humo era cada vez más denso y no teníamos forma de saber si el alto, la verde y el escamoso volverían. Agarré a Valmont, me aseguré de que aún llevaba el Sudario y salí de la habitación detrás de Susan. Corría descalza a un ritmo constante y entre lo que me dolían los pulmones y la torpeza de la rubia ladrona, me costaba mucho aguantar su ritmo.
Subimos un tramo de escaleras, Susan abrió una puerta y nos topamos de frente con un par de gorilas con chaquetas rojas. Intentaron detenernos, pero Susan les lanzó un par de puñetazos directos, uno a izquierda y otro a derecha, y los dejamos tirados en el suelo mientras seguíamos nuestro camino hacia la salida. Que una mujer los noquease a los dos no iba a quedar muy bien en sus currículos de matones.
Dejamos el edificio a través de una puerta lateral y vimos a Martin esperándonos junto a la oscura limusina. Oí sirenas, gente que gritaba, y el sonido de los camiones de bomberos que intentaban acercarse al hotel.
Martin miró a Susan y se puso tenso. Después, se acercó corriendo.
—Ocúpate tú —dije con voz ronca. Martin cogió a Valmont en brazos y la llevó hasta la limusina como si fuera un bebé dormido. Lo seguí. Martin dejó a la rubia dentro y se puso tras el volante. Susan subió después y yo me quité el tubo que colgaba del hombro para entrar detrás de ella.
Algo me cogió por detrás, me agarró por la cintura como una cuerda suave y esponjosa. Me aferré a la puerta del coche, pero solo conseguí cerrarla mientras algo tiraba de mí y me hacía caer. Acabé en el suelo, frente a la salida de incendios.
—¡Harry! —gritó Susan.
—¡Marchaos! —grité. Miré a Martin, al volante de la limusina. Escuché como bajaba los cierres de las puertas. Luego el motor rugió y el coche se alejó por la calle con un grito de neumáticos.
Intenté correr, pero algo se me había enredado en los pies y no pude ni levantarme del suelo. Me di la vuelta y encontré a Nicodemus de pie frente a mí, la soga de ahorcado era la única prenda que no estaba empapada de sangre. Su sombra, su puñetera sombra era lo que se había enrollado en torno a mi cintura, piernas, manos… y se movía y retorcía como si estuviera viva. Intenté utilizar mi magia, pero el cuerpo de la sombra se hizo de repente frío, más frío que el hielo o el acero congelado, y mi energía se convirtió en polvo helado bajo su abrazo.
Con uno de sus tentáculos me arrancó el tubo de mis insensibles manos, y después se enroscó en el aire para entregárselo a Nicodemus.
—Excelente —dijo—. Tengo el Sudario. Y te tengo a ti, Harry Dresden.
—¿Qué quieres? —pregunté con un hilo de voz.
—Solo hablar —dijo Nicodemus—. Quiero tener una conversación civilizada contigo.
—Chúpamela.
Sus ojos se oscurecieron de fría cólera y sacó su pesado revólver.
Genial, Harry, pensé. Esto es lo que consigues por hacerte el héroe. Te vas a comer una caja de seis caramelitos de nueve milímetros.
Pero Nicodemus no me disparó.
Me golpeó en la cabeza con la empuñadura del arma.
Vi un fogonazo de luz y luego sentí que caía. Perdí el conocimiento antes de que mi mejilla tocara el suelo.