Capítulo 19

El hotel Marriott, en el centro de la ciudad, era enorme, muy bien iluminado y estaba concurrido como un hormiguero. Había varios coches de policía aparcados cerca y un par de agentes ayudaban a dirigir el tráfico frente al hotel. Pude contar unas veinte limusinas en la calle o pasando bajo el arco que daba a las puertas del hotel, y todas eran más grandes y más bonitas que la nuestra. Los aparcacoches iban y venían corriendo para llevarse los automóviles de los invitados que habían preferido utilizar sus propios coches. Había una docena de hombres con chaquetas rojas y expresión de aburrimiento que quizá alguno interpretase como desinterés. La seguridad del hotel.

Martin se detuvo frente a la entrada y dijo:

—Esperaré aquí fuera. —Y pasó a Susan un móvil del tamaño de la palma de una mano. Ella lo guardó dentro de su pequeño bolso de fiesta—. Si te ves en peligro, marca el uno.

En ese momento, uno de los conserjes abrió la puerta de mi lado y salí del coche. No estaba muy cómodo con aquel esmoquin de alquiler. Los zapatos me quedaban bien de largo, pero eran demasiado anchos. Con un movimiento de hombros, me coloqué la chaqueta en su sitio, estiré el fajín y le ofrecí una mano a Susan. Ella salió del coche con una deslumbrante sonrisa y me colocó la pajarita.

—Sonríe —dijo entre susurros—. Toda esta gente está muy pendiente de las apariencias. Si entras con esa cara de ajo, pareceremos fuera de lugar.

Entonces saqué a relucir mi sonrisa de camuflaje. Susan me miró con expresión crítica, asintió y me cogió del brazo. Entramos ocultos bajo el disfraz que nos proporcionaban nuestras sonrisas. Uno de los guardias de seguridad nos detuvo en la puerta y Susan le mostró las entradas. Entonces nos dejó pasar.

—Lo primero que hay que hacer es encontrar las escaleras —dije desde detrás de mi sonrisa—. La zona de carga estará cerca de las cocinas, que imagino se encontrarán debajo de donde estamos ahora. Por ahí es por donde traerán todas las obras de arte.

Susan se detuvo en su camino hacia las escaleras.

—Todavía no —dijo—. Si empezamos a fisgar nada más entrar por la puerta quizá alguien se dé cuenta. Deberíamos mezclarnos con los demás hasta que comience la subasta. Entonces la gente estará más distraída.

—Si esperamos, todo podría irse al garete mientras alternamos.

—Puede —dijo Susan—. Pero es muy probable que Anna Valmont y el comprador estén pensando lo mismo.

—¿Cuándo comienza la subasta?

—A las once.

—Suponiendo que en realidad la nota quiera decir que comienza a las doce menos cuarto, eso no nos deja mucho tiempo para echar un vistazo. Este sitio es enorme.

Llegamos a una escalera mecánica y Susan me miró, arqueando una ceja:

—¿Tienes una idea mejor?

—Todavía no —dije. Me contemplé de refilón en una pulida columna de cobre. No estaba nada mal. Por algo el esmoquin ha sobrevivido un siglo prácticamente sin sufrir alteraciones. No se arregla lo que no está roto. Los esmóquines sientan bien a todo el mundo, y yo era la prueba viviente—. ¿Crees que servirán algo de comer? Me muero de hambre.

—Pero intenta no mancharte la camisa —murmuró.

—Tranquila. Siempre me puedo limpiar los dedos en el fajín.

—No se te puede llevar a ningún sitio —dijo Susan. Se apoyó un poco en mí, y me gustó. La verdad es que estaba disfrutando de todo aquello. Yo iba bastante bien, o eso me pareció, tenía a una mujer maravillosa a mi lado… no, tenía a Susan a mi lado y estaba impresionante. Era como un pequeño rayo de luz entre las tinieblas en las que había vivido, pero ahí estaba, y aquella sensación me duró todo el ascenso en las escaleras mecánicas. Procuro disfrutar de los buenos momentos allí donde se presenten.

Seguimos la marea de hombres y mujeres vestidos de gala que subían más escaleras mecánicas hasta llegar a un gran salón semejante a una enorme caverna. Del techo colgaban arañas de cristal, y las mesas, donde había un despliegue de exquisitos aperitivos y esculturas de cristal, ocupaban casi todo el espacio. Un grupo de músicos tocaba en el extremo opuesto del salón. Parecían bastante relajados mientras interpretaban una tranquila y clásica pieza de jazz. En la pista de baile del tamaño de una cancha de baloncesto había varias parejas que seguían, también bastante relajados, el compás de la música.

La sala no estaba abarrotada de gente, pero ya habría unas doscientas personas, y no dejaban de entrar invitados detrás de nosotros. Charlas educadas pero hipócritas llenaban el aire, acompañadas por sonrisas y carcajadas igualmente falsas. No muy lejos identifiqué a unos cuantos políticos, además de a un par de músicos profesionales y, al menos, a un actor de cine.

Un camarero con una chaqueta blanca nos mostró una bandeja con copas de champán. Sin pensármelo mucho cogí dos y le ofrecí una a Susan. Alzó la copa hasta los labios, pero no bebió. El champán olía bien. Yo sí lo probé y me gustó. No soy muy bebedor, así que lo dejé después del primer sorbo. Beber champán con el estómago vacío probablemente no era lo más indicado si al final necesitaba pensar con rapidez. O salir de allí con rapidez. O hacer cualquier cosa con rapidez.

Susan saludó a una pareja mayor y se detuvo a hacer las presentaciones. Yo mantuve la sonrisa de camuflaje en su sitio y solté las típicas frases de rigor en los momentos precisos. Ya me empezaban a doler las mejillas. Estuvimos así durante media hora más o menos, mientras la banda tocaba sosegadas piezas de baile. Susan conocía a un montón de gente. Trabajó como periodista en Chicago durante cinco o seis años, hasta que tuvo que marcharse, pero evidentemente, había hecho más amigos de lo que yo creía. Muy bien, Susan.

—Comida —dije después de que un viejo encogido besara a Susan en la mejilla y luego se marchara—. Dame de comer, Seymour[2].

—Cuidado que eres básico —murmuró, pero nos acercamos hasta las mesas de la comida para que pudiera coger un sándwich diminuto. No lo engullí de un bocado, aunque tampoco habría pasado nada, porque tenía un palillo atravesado que evitaba que se desmoronase. De todas formas, no me duró mucho.

—Por lo menos mastica con la boca cerrada —dijo Susan.

Cogí otro sándwich.

—No lo puedo evitar. Esto es lo que yo llamo joie de vivre, cielo.

—Y sonríe.

—¿Qué mastique y sonría? ¿Al mismo tiempo? ¿Quién te has creído que soy, Jackie Chan?

Iba a decirme algo, pero cambió de opinión tras la primera sílaba. Sentí como su mano me apretaba el brazo. Dudé por un momento en comerme el segundo sándwich, aunque solo fuera para quitármelo de en medio, pero en su lugar opté por una decisión más sofisticada. Lo guardé en el bolsillo del esmoquin para después, y seguí la mirada de Susan.

Y lo hice justo a tiempo para cruzarme con la de Caballero Johnny Marcone. Era algo más alto de lo normal y uno de esos tipos que no asume su calvicie. Tenía unos rasgos regulares, pero nada llamativos. Central Casting[3] lo habría clasificado como el vecino perfecto. No lucía el típico moreno de barco, ya que estábamos en febrero, pero conservaba las patas de gallo alrededor de unos ojos verde claro. Se parecía bastante a la figura ficticia que quería encarnar ante el público, la de un hombre de negocios normal y respetable, la típica historia del estadounidense de clase media que consigue triunfar.

Dicho esto, Marcone me daba más miedo que ningún otro ser humano que hubiera conocido. Lo he visto sacarse una navaja de la manga antes de que un psicópata forzudo tuviera tiempo de atizarle con una barra de hierro. Y también como, aquella misma noche, lanzaba otro cuchillo para cortar una cuerda mientras daba vueltas colgado bocabajo en la oscuridad. Puede que Marcone fuera humano, pero no era normal. Se hizo con el control del crimen organizado en Chicago durante una guerra indiscriminada entre bandas y desde entonces, lo dirigía a pesar de las amenazas y la oposición de fuerzas naturales y sobrenaturales. Y se mantenía ahí arriba porque era más letal que cualquiera de los que pretendían acabar con él. De toda la gente que había en aquel salón, Marcone era el único que no lucía una falsa sonrisa en el rostro. Y tampoco parecía que aquello le preocupara en exceso, la verdad.

—Dresden —dijo—. Y la señorita Rodríguez, creo. No sabía que fueras coleccionista de arte.

—Soy el mayor coleccionista de cuadros Elvises en terciopelo de todo Chicago —dije al momento.

—¿Elvises? —preguntó Marcone.

—Es el plural de Elvis, creo —dije—. Pero procuro no decirlo mucho, porque entonces comienzo a hablar solo en susurros y a llamar a las cosas «mi tesoro»; por eso suelo utilizar el plural en latín, Elvii.

Entonces Marcone sí sonrió. Era una expresión que le iba. Los tigres con el estómago lleno sonríen como Marcone cuando contemplan a los cervatillos jugar.

—Ah. Espero que esta noche encuentres algo de tu gusto.

—Oh, tengo buen conformar —dije—. Cualquier trapo viejo me bastará.

Marcone entornó los ojos. Se produjo un silencio agudo y cortante cuando su mirada se encontró con la mía. Y no era la primera vez. En una ocasión contemplé su alma, y esa era una de las razones por las que le tenía tanto miedo.

—En ese caso te aconsejo que tengas cuidado con lo que compras.

—Claro, siempre lo tengo —dije—. ¿Y no sería mejor que nos dejáramos de tonterías?

—Por deferencia a tus limitaciones, casi estaría dispuesto —contestó Marcone—. Pero me temo que no sé de qué hablas.

Entrecerré los ojos y di un paso hacia delante. La mano de Susan me apretó el brazo, pidiéndome en silencio que me contuviera. Bajé la voz para que solo me escuchara Marcone.

—Te diré qué haremos. Primero podemos charlar del mandril que mandaste a perforar mi tique del parking. Y luego podemos seguir con la parte en la que se me ocurre cómo devolvértela.

Lo que sucedió a continuación me sorprendió.

Marcone me miró extrañado.

No resultó especialmente expresivo. En una partida de cartas, solo un par de jugadores lo habrían visto. Pero yo lo tenía justo en frente, lo conocía y lo vi. Mis palabras sobresaltaron a Marcone, y se le notó durante medio segundo. Luego disimuló, echando mano de su sonrisa de hombre de negocios que era mucho mejor que mi sonrisa falsa y dándome unos suaves golpecitos en el brazo.

—No me busques las cosquillas en público, Dresden. Tú no te lo puedes permitir. Y yo no te lo voy a permitir.

Una sombra cayó sobre Marcone, alcé la vista y vi la masa de Hendricks a sus espaldas. Hendricks seguía igual de enorme, igual de pelirrojo, me seguía recordando al típico defensa de rugbi, quizá uno demasiado raro para pasar de la liga universitaria a la profesional. Su esmoquin era más bonito que el mío. Me pregunté si seguiría llevando chaleco antibalas debajo.

Cujo Hendricks iba acompañado. De una rubia. Una nórdica alta y elegante, de bonitas y largas piernas, ojos azules, y cara de ángel. Llevaba un vestido blanco y su cuello, muñecas y un tobillo despedían destellos plateados. He visto biquinis en algún número de Sports Illustrated que resultarían demasiado sosos para una mujer como la que Hendricks llevaba del brazo.

Habló, y su voz sonó como un ronroneo gutural.

—¿Algún problema, señor Marcone?

Marcone alzó una ceja.

—¿Algún problema, señor Dresden?

Probablemente habría dicho alguna estupidez, pero noté como Susan me clavaba las uñas en el brazo, a través de la chaqueta.

—Ninguno —dijo Susan—. Creo que no nos han presentado.

—No —dijo la rubia, poniendo los ojos en blanco—. Creo que no.

—Señor Dresden, señorita Rodríguez, creo que ya conocen al señor Hendricks. Y esta es la señorita Gard.

—Ah —dije—. Una empleada, supongo.

La señorita Gard sonrió. Por lo visto aquella era la noche de las sonrisas forzadas.

—Trabajo para la Fundación Monoc —dijo—. Soy asesora.

—Me pregunto sobre qué asesorará —dijo Susan. De todos, ella era la que lucía la sonrisa más afilada.

—Sobre seguridad —dijo Gard, impasible. Luego se centró en mí—. Me encargo de que ladrones, espías y desgraciados espíritus errantes no nos destrocen el césped.

Y entonces lo entendí. Fuera quien fuera la señorita Gard, parecía la responsable de los escudos que habían dejado maltrecho a Bob. El ataque de cabreo justificado inicial dejó paso a la cautela. A Marcone siempre le habían preocupado mis habilidades. Había dado los primeros pasos para nivelar las cosas, y Marcone no era de los que muestran sus cartas antes de tiempo, lo que significaba que ya estaba preparado para vérselas conmigo, de una manera u otra. Estaba listo para luchar.

Marcone me leyó los pensamientos y dijo:

—Ninguno de los dos queremos provocar una escena, Dresden. —Me miró fijamente, con dureza—. Si quieres hablar, llámame mañana a mi despacho. Mientras tanto, te sugiero que busques tus retratos de Elvis en cualquier otra parte.

—Pensaré detenidamente en ello —dije. Marcone negó con la cabeza y se alejó para mezclarse con el resto de invitados, que en su caso implicaba estrechar manos y asentir en los momentos precisos. Hendricks y Gard, la Amazona, siguieron a Marcone de cerca.

—Tú sí que tienes don de gentes —murmuró Susan.

Gruñí.

—Y qué diplomacia.

—Sí, como la de Kissinger —escupí, sin quitarle ojo a Marcone—. Esto no me gusta.

—¿Por qué no?

—Porque está tramando algo. Ha levantando defensas mágicas alrededor de su casa.

—Como si previera problemas —añadió Susan.

—Sí.

—¿Crees que es el comprador del Sudario?

—Desde luego no me extrañaría —dije—. Tiene dinero y contactos de sobra. Según parece la venta tendrá lugar en esta fiesta. —Escaneé la sala mientras hablaba—. No hace nada sin tener todas las de ganar. Seguramente controle la seguridad del hotel. Eso le daría libertad para encontrarse con Valmont cuando nadie lo mire.

Localicé a Marcone mientras se situaba en un lugar estratégico, cerca de una pared y se llevaba un pequeño móvil a la oreja. Dijo algo, su expresión se endureció, tenía el aspecto de un hombre que no escucha, solo da órdenes. Intenté escuchar lo que estaba diciendo, pero entre la banda de música, el baile y el jaleo de la gente charlando, no conseguí descifrar nada.

—Pero ¿por qué? —preguntó Susan—. Tiene los contactos y los recursos, pero ¿qué razones puede tener para comprar el Sudario?

—No tengo ni repajolera idea.

Susan asintió.

—Desde luego no le ha hecho gracia verte aquí.

—Sí. Algo lo inquietó, se ha llevado una desagradable sorpresa. ¿Te fijaste en la cara que puso?

Susan negó con la cabeza.

—¿A qué te refieres?

—A cómo reaccionó durante la conversación. Te aseguro que lo vi. Lo pillé en un renuncio mientras hablábamos y no le gustó.

—¿Lo presionaste?

—Quizá —dije.

—¿Lo bastante como para obligarlo a marcharse pronto? —Los ojos de Susan también habían dado con Marcone que cerró el móvil bruscamente y se encaminó hacia las puertas de servicio con Gard y Hendricks tras él. Marcone se detuvo a hablar con un guardia de seguridad de chaqueta roja y miró en nuestra dirección.

—Será mejor que nos pongamos en marcha —dije—. Necesito un minuto para lanzar el hechizo sobre la muestra de tejido y que este nos lleve hasta el Sudario.

—¿Por qué no lo has hecho antes?

—Su radio de acción es limitado —repuse—. Y el hechizo no durará mucho. Tenemos que acercarnos.

—¿Cuánto? —preguntó Susan.

—Pues unos treinta metros.

Marcone dejó la sala y el guardia de seguridad se llevó un walky-talky a la boca.

—¡Joder! —dije.

—Tranquilo —dijo Susan, aunque su voz sonó tensa—. Estamos entre lo más granado de Chicago. Los guardias de seguridad no quieren escenas desagradables.

—Ya —repuse, y me dirigí hacia la puerta.

—Despacio —dijo Susan con su sonrisa de nuevo en los labios—. No corras.

Intenté no correr a pesar de que el guardia de seguridad cada vez estaba más cerca. Por el rabillo del ojo vi chaquetas rojas moviéndose. Mantuvimos el ritmo tranquilo y relajado de los invitados que pululaban por la fiesta y Susan sonrió por los dos. Estábamos a punto de llegar a las puertas cuando otro chaqueta roja apareció ante ellas, cortándonos el paso.

Reconocí al hombre; era el matón con el que me topé a la salida del estudio de televisión, el que casi nos mata al padre Vincent y a mí en el garaje. Abrió los ojos como platos al reconocerme y acercó una mano a la chaqueta, donde seguramente escondería una pistola. El lenguaje corporal era claro: acércate sin armar jaleo o te pego un tiro.

Miré a nuestro alrededor, pero aparte de los invitados, la pista de baile y otros guardias de seguridad, no vi nada que me pareciera una buena alternativa. Entonces la banda comenzó a tocar una pieza más rápida con un ritmo latino sincopado, y varias de las parejas más jóvenes que no habían bailado antes, saltaron a la pista de baile.

—Venga —dije y me llevé a Susan conmigo.

—¿Qué haces? —preguntó.

—Ganar algo de tiempo para atravesar la sala y llegar hasta las puertas —contesté. Me coloqué frente a ella, la cogí de la cintura, le tomé la otra mano y la llevé hacia la pista de baile con un sencillo paso en dos tiempos—. Tú sígueme.

La miré por un momento y vi que tenía la boca abierta.

—Me dijiste que no sabías bailar.

—No como lo hacen en las discotecas de ahora —dije. Me siguió con bastante facilidad, así que pude aumentar un poco la cadencia—. El rocanrol no se me da muy bien, pero los bailes de salón son otra cosa.

Susan rió. Sus ojos oscuros brillaban, incluso cuando miraba a la gente que nos rodeaba en busca de más chaquetas rojas.

—Con esto, y el esmoquin, casi se podría decir que eres un tío con clase. ¿Dónde aprendiste a bailar?

Seguí avanzando por la pista de baile, haciendo que Susan girara, enrollándola en nuestros brazos unidos, y luego desenrollándola otra vez.

—Cuando vine a Chicago por primera vez, tuve diferentes trabajos hasta que conocí a Nick Christian en Ragged Angel Investigations. Uno de esos trabajos fue el de pareja de baile en un club de jubilados.

—¿Aprendiste con señoras mayores?

—Es complicado bailar el tango con alguien que tiene lumbago —dije—. Se necesita una gran pericia. —Hice girar a Susan otra vez. En esta ocasión cuando la atraje hacia mí, hice que su espalda chocara contra mi pecho mientras mantenía una mano en su cadera y con la otra le cogía del brazo. Sentí una ligera descarga al tocarla, su cintura era delgada y flexible bajo mi mano. Su pelo olía a canela y su vestido dejaba un buen trozo de espalda al descubierto. Era bastante perturbador y cuando me miró por encima del hombro, sus ojos parecían arder. Ella también lo sintió.

Tragué saliva. Concéntrate, Harry.

—¿Ves esas puertas detrás de las mesas plegadas?

Susan asintió.

Miré por encima de mi hombro. La multitud había frenado el avance de los guardias de seguridad, y llegamos antes que ellos al otro lado de la sala.

—Ahí es adónde vamos. Tenemos que dar esquinazo a los seguratas y encontrar a Valmont antes que Marcone.

—¿Y los de seguridad no nos seguirán a través de las cocinas?

—No si Martin el Soso los distrae antes de que abandonemos la pista de baile.

Los ojos de Susan brillaron. Sin dejar de bailar, sacó el móvil de su bolso.

—Tienes una mente retorcida.

—Dirás que estoy loco, pero preferiría que los matones de Marcone no nos acompañaran hasta la salida. —Tuvimos suerte y la banda pasó a tocar una pieza más lenta. Susan pudo acercarse más a mí y esconder mejor el móvil. Escuché como el aparato marcaba los números e intenté poner freno a mis pensamientos y sentimientos. Puede que no funcionara durante mucho tiempo en el estudio de Larry Fowler, pero si lograba dominar mis emociones, quizá le diera a Susan el tiempo necesario para hacer la llamada.

Funcionó. Habló en voz baja durante unos tres o cuatro segundos, después cerró el móvil y lo guardó.

—Dos minutos —dijo.

Mierda. Martin era bueno. Yo podía encargarme de un par de seguratas en las puertas principales. El matón de pelo oscuro de Marcone se acercaba. Le estaba costando abrirse camino educadamente entre la multitud, y conseguimos aumentar la ventaja mientras bailábamos.

—¿Nos hará una señal, o algo así?

—Creo que debemos esperar a que algo los distraiga —dijo Susan.

—¿Cómo qué?

El repentino derrape de unos neumáticos acalló a la banda de música. Se produjo un gran estruendo y escuchamos el ruido de cristales rotos además de gritos procedentes del vestíbulo, una planta más abajo. Los músicos, confundidos, dejaron de tocar, y la gente se apelotonó en torno a la salida para ver qué sucedía.

—Como esto —dijo Susan. Tuvimos que avanzar contracorriente, por así decirlo, pero no parecía importarle a nadie. Vi de refilón al matón de Marcone siguiendo la marea de gente. El muy imbécil llevaba la pistola en la mano, a pesar de que mirara donde mirara, aquel lugar estaba plagado de personajes ricos e influyentes. Al menos apuntaba con ella al suelo y la llevaba pegada a la pierna.

El resto del personal parecía tan interesado en lo que ocurría fuera, como todos los demás, así que conseguimos llegar a la zona de servicio sin que nadie nos dijera nada. Susan echó un rápido vistazo alrededor y dijo:

—¿El ascensor?

—Es mejor ir por las escaleras, si es que hay. Si nos disparan en las escaleras, siempre podemos gritar y hay más espacio para moverse.

Descubrí colgado en la pared un plano de evacuación contra incendios y seguí el camino con el dedo.

—Aquí, hasta el final del pasillo y luego a la izquierda.

Mientras yo observaba el plano, Susan se quitó los zapatos. Ahora parecía mucho menos alta, pero no hacía ningún ruido al caminar descalza sobre la socorrida moqueta. Avanzamos por el pasillo, encontramos las escaleras y comenzamos a bajar. Descendimos tres plantas, así que supuse que nos encontrábamos al nivel de la calle. Abrí la puerta de las escaleras y eché un vistazo. Vi como se abrían las puertas de un pequeño y mugriento ascensor y un par de tipos con el típico uniforme blanco manchado de comida del personal de cocina salieron al pasillo, charlando y con la vista al frente. Escuché el sonido de una sirena o dos fuera, en la calle.

—Una cosa tengo que decir a favor de Martin —murmuré—. Cuando distrae, distrae.

—Es un tío muy responsable en el trabajo —apuntó Susan.

—Vigila tú —dije, y me aparté de la puerta. Susan recorrió con la mirada la escalera y luego el pasillo, mientras yo daba un paso atrás, me arrodillaba en el suelo y cogía todo lo que iba a necesitar para el hechizo de rastreo.

Saqué un rotulador negro y dibujé en torno a mí un círculo sobre las baldosas del descansillo. El rotulador rechinó y cuando terminé, cerré el círculo con mi voluntad. Una suave barrera, algo que no podía ver, pero que podía sentir fácilmente, se levantó a mi alrededor, dejando fuera las fuerzas perturbadoras que me distraerían a la hora de realizar el hechizo.

—¿Ese rotulador es de los permanentes? —preguntó Susan.

—Sí, lo uso para sembrar el caos y la anarquía allí donde voy —murmuré—. Un momento. —Saqué la muestra del padre Vincent y un patito de plástico de los que se dan cuerda—. Ya sé que parece una chorrada, pero no lo es. Espera y verás.

Pasé el hilo por el pico del patito, y después le di cuerda. Murmuré un cántico, en su mayoría compuesto por sílabas sin sentido, y me concentré en lo que quería. Dejé el patito en el suelo, pero en lugar de caminar, se quedó completamente quieto, esperando. Tuve que utilizar una goma para sujetar el pequeño hilo al pico del patito. Era demasiado corto para atarlo a su alrededor. Me concentré, aparté de mi mente todo pensamiento que no tuviera que ver con el hechizo y liberé la magia acumulada mientras susurraba:

—Busca, busca, busca.

La energía salió de mi cuerpo, dejándome sin respiración durante unos instantes. El patito amarillo se estremeció y luego comenzó a moverse en círculos. Asentí una vez, estiré el brazo y con un esfuerzo de voluntad que reforzara el gesto, rompí el círculo. La pantalla se desvaneció tan rápido como había surgido y el patito amarillo hizo cuac y se encaminó hacia la puerta.

Miré a Susan. Sus preciosos ojos oscuros contemplaban al pato con lo que podría describir como, y aquí estoy siendo muy generoso, marcado escepticismo.

La miré con aire de reprobación.

—Ni una palabra.

—No he dicho nada.

—Pues sigue así.

Intentó reprimir una sonrisa.

—Vale.

Abrí la puerta. El patito salió del rellano, avanzó por el pasillo, hizo cuac, y giró a la izquierda. Salí tras el juguete, lo cogí y dije:

—Está cerca. Vamos. El pato solo lo utilizaremos en los cruces.

—¿Sabe el pato bajar escaleras?

—Más o menos. Venga, no sé cuánto durará el hechizo.

Yo iba el primero. No soy el mejor atleta del mundo, pero hago un poco de ejercicio, tengo las piernas muy largas y puedo caminar más rápido de lo que algunos corren. El pato nos condujo por un par de largos pasillos hasta una puerta con un letrero que decía: «Solo personal autorizado».

Abrí la puerta, eché un vistazo e informé a Susan entre susurros:

—Es una lavandería enorme.

Oímos unos pasos a nuestras espaldas procedentes de otro pasillo. Susan me miró con los ojos como platos. Entré en la habitación y Susan me siguió. Entorné la puerta, pero evité que se cerrara por completo para que el clic del pestillo no nos delatara.

Las pisadas se acercaban, eran de dos personas, y vimos como sus sombras pasaban rápidamente cerca de la puerta entreabierta.

—Hendricks y Gard —murmuré a Susan.

—¿Cómo lo sabes? —me preguntó en un susurro.

—Por el perfume de la rubia. —Conté mentalmente hasta diez, abrí la puerta y me asomé. El pasillo estaba vacío. Entonces cerré la puerta y encendí las luces. La sala era bastante amplia, con varias lavadoras industriales pegadas a la pared. Al otro lado de la habitación, frente a las lavadoras, había una fila de secadoras, y justo en medio varias mesas bastante grandes sobre las que descansaban pilas y más pilas de sábanas y toallas blancas, dobladas. Coloqué el patito en el suelo y comenzó a avanzar paralelo a las mesas.

—Así es como lo escondieron en el yate. Entre la ropa limpia.

—¿Y los ladrones profesionales suelen ser tan predecibles? —preguntó Susan.

Fruncí el ceño y volví a dejar el pato en el suelo.

—Vigila la puerta.

El pato se dirigió hacia el otro lado de la sala y chocó contra la ropa tendida. Aparté las sábanas a un lado y encontré una gran rendija de ventilación justo detrás. Me arrodillé, miré en su interior y luego pasé los dedos por el margen de la rejilla. Encontré dos agujeros donde antes habían estado unos tornillos. Un suave golpe en la pared bastó para que la rejilla cayera al suelo y revelara un agujero de ventilación lo bastante grande para que cupiera una persona. Metí la cabeza y descubrí el conducto que avanzaba entre las paredes. El pato entró y giró a la derecha sin vacilar.

—Conducto de aire —dije. Salí de la chaqueta del esmoquin con un par de contorsiones, y sin darme cuenta, rompí la pajarita que llevaba al cuello. Me quité aquellos zapatones y me remangué la camisa, con lo que mi brazalete escudo quedó al descubierto.

—Ahora vuelvo.

—Harry… —comenzó Susan, con preocupación en su voz.

—He visto Alien. No soy Tom Skerritt. —Le guiñé un ojo, recogí el pato y entré en el conducto del aire procurando no hacer ruido.

Evidentemente, no se escuchaba ni una mosca. El conducto avanzaba en línea recta con rejillas que se abrían a los lados cada seis o cuatro metros. Ya había pasado tres rejillas cuando escuché unas voces.

—Esto no es lo que acordamos —dijo Marcone. Su voz sonaba algo distorsionada, como si procediera de un aparato de radio.

El suave acento británico de Anna Valmont le contestó desde el otro lado de la rendija.

—Ni tampoco el encuentro que quiso adelantar. No me gusta que el comprador cambie los planes.

Se escuchó un chasquido metálico procedente del transmisor y luego la voz tranquila y segura de Marcone.

—Le aseguro que no tengo ningún interés en romper los lazos con su organización. No sería rentable.

—Cuando me llegue la confirmación de la transferencia de los fondos, usted tendrá el artículo. Ni un segundo antes.

—Mi contacto en Zurich…

—¿Es que cree que soy imbécil? Este trabajo ya nos ha costado más de lo que habíamos planeado. Corte ya la puñetera transmisión y llámeme cuando tenga algo que decir o destruiré el artículo y me largaré.

—Espere —dijo Marcone. Había tensión en su voz—. No puede…

—¿Ah, no? —replicó Valmont—. No me venga con jodiendas, yanqui. Y apunte otro millón a la cuenta por decirme cómo tengo que hacer mi trabajo. Si dentro de diez minutos no tengo el dinero, no hay trato. Corto.

Me acerqué a la rejilla y comprobé que no estaba bien colada en su marco. Seguramente una vez dentro del hotel, Valmont utilizó los conductos de ventilación para moverse por el edificio. Se encontraba en una especie de almacén. La única luz de la habitación era un resplandor verdoso que se elevaba desde un diminuto ordenador portátil. Valmont murmuró algo para sí, sin apartar los ojos de la pantalla. Llevaba ropa ajustada y negra, además de una gorra de béisbol también de color negro. Lamentablemente, no vi por allí mi chupa, pero tampoco iba a encontrarlo todo envuelto en un bonito paquete.

Miré el patito y lo dejé en el suelo, mirándome a mí. Inmediatamente se dio la vuelta y señaló a Anna Valmont.

La ladrona caminaba arriba y abajo de la habitación como un gato inquieto, con los ojos fijos en el ordenador. Los míos se adaptaron a la oscuridad con el paso de los minutos y vi que Valmont no se apartaba mucho de un tubo del que colgaba una correa. El tubo estaba a tan solo un metro y medio o dos metros de mí.

Contemplé a Valmont caminar hasta que su expresión y sus pasos se inmovilizaron, la mirada fija en la pantalla del ordenador.

—Joder, qué bien —dijo en voz baja—. Ha pagado.

Ahora o nunca. Puse las manos sobre la rejilla y empujé con la mayor suavidad posible. Se desprendió de la pared sin hacer ruido y la dejé a un lado. Valmont estaba completamente concentrada en su diminuto ordenador. Si la perspectiva de recibir el dinero la mantenía distraída durante unos momentos más, podría salir de allí con el Sudario sin que se diera cuenta, igualito que James Bond. Afortunadamente, el esmoquin ya lo tenía. Ahora solo necesitaba un par de segundos para salir, coger el tubo con el Sudario y volver al conducto de ventilación.

Casi me da un infarto cuando la radio de Valmont volvió a chirriar y se escuchó la voz de Marcone decir:

—Ya está. Como acordamos, más el incremento. ¿Es suficiente?

—Sí. Encontrará la mercancía en un almacén del sótano.

Marcone sonó un poco molesto cuando dijo:

—¿Podría ser un poco más específica?

Salí del conducto pensando en cosas silenciosas. Me estiré y toqué con la punta de los dedos la correa del tubo.

—De acuerdo —respondió Valmont—. El artículo se encuentra en una habitación cerrada con cerrojo, dentro de un tubo. El tubo va armado con una bomba incendiaria. El radiotransmisor que puede activar o desactivar el mecanismo está en mi poder. Una vez que esté segura fuera de la ciudad, desarmaré el artefacto y se lo comunicaré a través de una llamada telefónica. Hasta entonces, le sugiero que no intente abrirlo.

Aparté de golpe los dedos del tubo.

—Una vez más, ha alterado el acuerdo —dijo Marcone. Lo hizo con un tono de voz tan impasible y frío como el interior de un congelador.

—Usted no es el único interesado en comprar.

—Muy poca gente puede presumir de haberse aprovechado de mí.

Valmont dejó escapar una risa callada y amarga.

—Vamos. Esto no es más que una especie de seguro de vida, bastante razonable, además —dijo Valmont—. Sea bueno y su precioso trapo no correrá ningún peligro. Intente traicionarme, y no tendrá nada.

—¿Y si las autoridades la encuentran sin mi ayuda? —preguntó Marcone.

—Necesitará una escoba y un recogedor cuando venga a por lo suyo. Creo que lo mejor para todos sería que hiciera todo lo que estuviera en su poder para ponerme las cosas fáciles —dijo, y apagó su transmisor.

Me mordí el labio mientras pensaba frenéticamente. Si me llevara ahora el Sudario, Marcone se enfadaría porque no podría echarle las manos encima. Si Marcone no mataba a Valmont, podría avisar a la policía. Por su parte, Valmont destruiría el Sudario. Si lo cogía, tendría que moverme muy rápido para alejar el Sudario del radiotransmisor. No creo que hacer explotar el aparato con magia resolviera la papeleta. Era tan probable que se averiara y acabara explotando como que no funcionara.

De modo que también debería llevarme el radiotransmisor, y solo había una forma de conseguirlo.

Avancé por detrás de Valmont y presioné el pico del patito de plástico contra su espalda.

—No te muevas —dije— o disparo.

Se puso tensa.

—Dresden.

—Enséñame las manos —dije. Las puso en alto. La luz verde de su ordenador mostraba columnas de números—. ¿Dónde está el transmisor?

—¿Qué transmisor?

Apreté el pato contra ella un poco más fuerte.

—Yo también he tenido un mal día, señorita Valmont. El transmisor del que ha hablado a Marcone.

Dejó escapar un pequeño quejido de consternación.

—Si te lo llevas, Marcone me matará.

—Sí, se toma su imagen muy en serio. Por eso tienes que venir conmigo y pedir protección a las autoridades. Vale, ¿dónde está?

Sus hombros se hundieron y señaló con la cabeza hacia delante durante un segundo. Sentí un pellizco de culpa. Había planeado estar aquí con sus amigos. Estaban muertos. Era una mujer joven, sola, en un país extranjero y a pesar de lo que había sucedido, lo más probable era que no saliera de aquello muy bien parada. Y ahí estaba yo, apuntándole con un patito de plástico a la espalda. Me sentí fatal.

—En el bolsillo izquierdo de mi chaqueta —dijo Valmont en voz baja. Me recordé a mí mismo que yo era un profesional y metí la mano en el bolsillo, en busca del transmisor.

Entonces me golpeó.

Un momento sostenía un pato contra su espalda y buscaba en su bolsillo, y al siguiente estaba en el suelo con un moratón con la forma de su codo formándose en mi mandíbula. El resplandor verde del ordenador se apagó. Apareció una pequeña luz roja y Valmont me quitó el pato de la mano de una patada. El rayo de luz roja siguió al pato durante un segundo silencioso, y luego rompió a reír.

—Un pato —dijo. Se metió la mano en el bolsillo y sacó una pequeña semiautomática plateada—. Estaba casi segura de que no dispararías, pero esto es más que ridículo.

Tengo que hacerme con un permiso de armas.

—Tú tampoco dispararás —dije y comencé a levantarme—. Así que ya estás bajando el arma y…

Me apuntó con la pistola a una pierna y apretó el gatillo. Un fogonazo de dolor me atravesó y dejé escapar un grito involuntario. Me cogí el muslo mientras la luz roja se posaba sobre mí.

Me miré la pierna. Tenía un par de rasguños, pero nada importante. La bala había chocado contra el suelo de cemento, levantando algunas esquirlas.

Seguramente fueron los fragmentos de hormigón los que me hirieron la pierna.

—Lo siento mucho —dijo Valmont—. ¿Qué decías?

—Nada importante —respondí.

—Ya —contestó Valmont—. Bueno, sería de muy mal gusto dejar aquí un cadáver para que el comprador se deshiciera de él, así que creo que al final tendré que entregar la mercancía en mano. No podemos permitir que escapes con el botín que todo el mundo busca.

—Marcone es el menor de tus problemas —dije.

—No, de hecho, es uno de los gordos.

—A Marcone no le van a crecer cuernos y garras, ni te desmembrará viva —dije—. O al menos, no creo que pueda. Hay más seres interesados en el Sudario. Como la cosa que ha entrado en el barco esta mañana.

No pude ver su rostro desde el otro lado del haz de luz roja, pero su voz pareció temblar.

—¿Qué era aquello?

—Un demonio.

—¿Un demonio de verdad? —Lo dijo en un tono forzado, como si no supiera muy bien si reír o llorar. Yo lo conocía bien—. ¿Esperas que me crea que eso era un demonio?

—Sí.

—Y supongo que tú eres una especie de ángel, ¿no?

—Joder, no —dije—. Yo solo trabajo para ellos. Más o menos. Oye, conozco a gente que te puede proteger de esas cosas. Gente que no te hará daño. Te ayudarán.

—No necesito ayuda —dijo Valmont—. Están muertos, los dos están muertos, Gastón y Francisca. Mis amigos. Sea lo que sea esa gente, esas cosas, ya no pueden hacerme más daño.

La puerta cerrada del almacén chirrió cuando algo la arrancó de sus goznes y la arrojó al pasillo. Las luces del corredor entraron a través de la apertura como un torrente cegador y tuve que protegerme los ojos durante unos segundos.

Pude ver formas difusas, sombras frente a la luz. Una era delgada y estaba agachada; sus tentáculos, afilados como cuchillas, se movían a su alrededor como una nube ondulante. La otra era sinuosa y de aspecto fornido, como un hombre que hubiese cambiado las piernas por el escamoso cuerpo de una serpiente gigante. Entre los dos había una figura que parecía humana; un hombre con las manos metidas en los bolsillos de su abrigo, pero la sombra que proyectaba su silueta se agitaba y palpitaba sin descanso, haciendo que la luz temblara y bailara de forma nauseabunda.

—No te pueden hacer más daño —dijo la figura central con voz masculina y expresión divertida—. No importa cuántas veces oiga ese comentario, siempre resulta un refrescante desafío.