No tuve que esperar mucho. La puerta se abrió tras de mí y apareció Kincaid. No me dijo nada, simplemente se subió a un coche alquilado y se marchó. Ortega salió después. Un coche se acercó hasta la entrada y Ortega abrió la puerta de atrás. Se detuvo y se volvió para mirarme.
—Te respeto por tus principios y tu talento, Dresden. Pero estamos en esta situación por tu culpa, y no puedo permitir que continúe. Lo siento.
Vi como se metía en el coche, pero no le contesté. Joder, no había dicho nada que no fuera verdad. Ortega tenía sus motivos y gente… bueno, colegas monstruos, a los que proteger. Y de momento, el tanteo en el partido de Dresden contra los vampiros estaba todavía a cero.
Si un vampiro hubiera hecho eso al Consejo Blanco, dudo mucho que nosotros hubiéramos reaccionado con la misma calma y sangre fría.
Las luces traseras del coche de Ortega aún no habían desaparecido en la distancia cuando Thomas salió de la taberna y caminó hacia mí pavoneándose. Thomas medía algo menos de uno ochenta, con lo que yo le sacaba casi una cabeza. Sin embargo era más guapo y a pesar de mis comentarios anteriores sobre su ropa, era uno de esos tíos a los que todo le queda bien. Aquella camiseta de redecilla creaba sombras sobre su pálida piel que se sumaban a las líneas de unos marcados abdominales.
Yo también tenía abdominales, pero no de esos tonificados y duros. Con una camiseta como esa habría hecho el ridículo.
—Pues ha sido muy sencillo —dijo Thomas. Sacó de su chaqueta un par de guantes de cuero negro para conducir y comenzó a ponérselos—. Aunque tengo entendido que este duelo no es el único juego en marcha en la ciudad en estos momentos.
—¿Por qué dices eso? —pregunté.
—Desde que llegué ayer, me ha estado siguiendo un matón profesional. El picor en el cogote comenzaba a ser molesto.
Miré alrededor.
—¿Está aquí ahora?
Los ojos de Thomas brillaron.
—No. Le presenté a mis hermanas.
La Corte Blanca estaba formada por los vampiros más parecidos a los humanos y en cierto sentido, los más débiles. Se alimentaban de energías psíquicas, de fuerza vital más que de sangre. Generalmente seducían a aquellos de los que se alimentaban, robándoles vida a través del contacto físico durante el acto sexual. Si un par de hermanas de Thomas habían dado con el matón que lo seguía, el asesino probablemente ya no volvería a ser un problema para nadie. Nunca más. Me entró un tic en el ojo.
—Lo más probable es que trabajara para Ortega —dije—. Ha contratado a varios mercenarios para cargarse a gente que conozco en caso de que no aceptara el duelo.
—Eso lo explica entonces —dijo Thomas—. A Ortega no le caigo muy bien. Debe de ser por las malas compañías que frecuentaba.
—Vaya, gracias. ¿Cómo coño te has convertido en su padrino?
—Es una bromita de mi padre —contestó Thomas—. Ortega le pidió a él que fuera su padrino. Una forma de mostrar la solidaridad existente entre las Cortes Roja y Blanca. En su lugar, papá decidió que el miembro de su familia más molesto y vergonzante ocupara su lugar.
—Tú —dije.
—C'est moi —confirmó Thomas con una pequeña reverencia—. Cualquiera diría que quiere verme muerto.
Sentí como las comisuras de mis labios se curvaban en una sonrisa.
—Vaya padre tienes. Igualito que Bill Cosby. ¿Qué tal está Justine?
Thomas torció el gesto.
—En Aruba, así es como está. Que es donde me encontraba yo hasta que uno de los esbirros de papi apareció para arrastrarme hasta aquí.
—¿Qué habéis decidido para el duelo?
Thomas negó con la cabeza.
—No te lo puedo decir. Shiro es el que te debe informar. Porque, bueno, técnicamente, estoy en guerra contigo.
Fruncí el ceño y miré en la dirección en que había desaparecido el coche de Ortega.
—Sí.
Thomas guardó silencio por un momento y luego dijo:
—Quiere matarte.
—Lo sé.
—Es peligroso, Harry. Y listo. Mi padre le tiene miedo.
—Pues a mí casi me cae bien —dije—. Resulta refrescante que alguien que quiere matarme vaya de cara, en lugar de lanzarme un par de bolas curvas y dispararme por la espalda. Es hasta bonito lo de la pelea justa.
—Claro. En teoría.
—¿En teoría?
Thomas se encogió de hombros.
—Ortega tiene unos seiscientos años. Uno no llega a esa edad jugando siempre según las reglas.
—Por lo que he oído, el Archivo no va a permitir trampas de ningún tipo.
—No es trampa si no te pillan.
Lo miré con el ceño fruncido y dije:
—¿Me estás diciendo que está tramando algo?
Thomas se metió las manos en los bolsillos de la chaqueta.
—No digo eso. No me importaría ver como le pateas el culo, pero te aseguro que no pienso hacer nada que llame la atención sobre mí.
—Tu intención es participar sin involucrarte. Muy listo.
Thomas puso los ojos en blanco.
—No voy a lanzarte una cáscara de plátano para que resbales. Pero tampoco esperes ninguna ayuda por mi parte. Mi función aquí es velar por que el duelo sea justo. Después volveré a mi casa de la playa. —Sacó las llaves del coche del bolsillo y se dirigió hacia el aparcamiento—. Buena suerte.
—Thomas —le dije mientras se alejaba—, gracias por el aviso.
Se detuvo.
Entonces le pregunté:
—¿Por qué lo haces?
El vampiro me miró por encima del hombro y sonrió.
—La vida sería insoportablemente aburrida si tuviéramos respuestas para todas las preguntas. —Después prosiguió su camino hacia un coche deportivo blanco y entró en él. Un segundo después, el equipo de música de su coche comenzó a atronar con música heavy metal a gran volumen, el motor rugió y Thomas se marchó.
Miré mi reloj. Faltaban diez minutos para que Susan llegara. Shiro salió de McAnnally's y se puso las gafas. Cuando me localizó, caminó hasta donde estaba y se quitó las gafas de nuevo.
—¿Ortega se negó a cancelar el duelo?
—Me hizo una oferta que no podía rechazar —dije.
Shiro gruñó.
—Será un duelo de voluntades. Mañana, tras la puesta de sol. Wrigley Field.
—¿En el estadio? Ya que estamos, ¿por qué no vendemos entradas? —Miré enfadado hacia la calle y comprobé la hora de nuevo—. He quedado con alguien dentro de un minuto. Te daré las llaves del coche. Ya lo recogeré mañana en casa de Michael.
—No hace falta —dijo Shiro—. Mac me ha pedido un taxi.
—Vale —volví a meter las llaves en el bolsillo.
Shiro estuvo callado durante unos segundos con los labios apretados, pensando, luego dijo:
—Ortega quiere matarte.
—Sí, ya lo sé —dije. Intenté no rechinar los dientes cuando añadí—: Todo el mundo me dice eso como si no lo supiera ya.
—Pero no sabes cómo va a hacerlo. —Lo miré extrañado. Su cráneo afeitado brillaba bajo la luz de una farola cercana—. La guerra no es culpa tuya.
—Eso ya lo sé —dije sin sonar muy convincente.
—No —dijo Shiro—. No tiene nada que ver contigo.
—¿A qué te refieres?
—La Corte Roja lleva años preparándose —contestó—. ¿Cómo si no estaban listos para atacar los enclaves europeos solo días después de que derrotaras a Bianca?
Fruncí el ceño.
Shiro sacó un puro de un bolsillo, mordió el extremo y lo escupió a un lado.
—Tú no fuiste la causa de la guerra. Solo una excusa. Los rojos habrían atacado cuando estuvieran listos.
—No —dije—, así no funcionan las cosas. Es decir, casi todos los miembros del Consejo con los que he hablado…
Shiro resopló. Prendió una cerilla y chupó el puro varias veces mientras lo encendía.
—El Consejo. Panda de arrogantes. Solo saben mirarse el ombligo.
Para alguien que no pertenecía al Consejo Blanco, Shiro parecía tener una idea bastante clara de cómo funcionaba.
—Si la Corte Roja quería la guerra, ¿por qué Ortega intenta detenerla?
—Es prematura —dijo Shiro—. Necesitan más tiempo para prepararse. La ventaja del ataque por sorpresa ya no existe. Quiere golpear una sola vez y tener la garantía de que no necesitará un segundo ataque.
Contemplé al pequeño anciano durante un minuto.
—Esta es la noche de los consejos, por lo visto. ¿Por qué me quieres ayudar?
—Porque en muchos aspectos eres tan arrogante como el Consejo, aunque no te des cuenta. Te culpas a ti mismo por lo que le pasó a Susan. Y aún quieres culparte de más cosas.
—¿Y si es así, qué?
Shiro se volvió hacia mí y me miró directamente a la cara. Yo evité encontrarme con sus ojos.
—Los duelos son una prueba de fuego. Se dirimen con la voluntad, con el corazón. Si no encuentras tu equilibrio, Ortega no tendrá que matarte. Ya te encargarás tú de hacerle el trabajo.
—Supongo que fuiste psicoanalista antes de convertirte en el guerrero que lucha espada en mano contra el mal.
Shiro volvió a chupar el puro.
—En cualquier caso, llevo vivo más tiempo que tú. He visto más cosas.
—¿Cómo qué?
—Como este caudillo de vampiros. Es evidente que te está manipulando. No es lo que parece.
—¡No! Eso sí que es nuevo —dije—. Alguien no es lo que aparenta. ¿Qué puedo hacer ante algo así?
Shiro se encogió de hombros.
—Lleva siglos aquí. No pertenece al mismo mundo. El mundo en el que vivía Ortega era salvaje. Brutal. Los hombres como él destruían civilizaciones enteras en busca de oro y gloria. Y desde entonces, ha luchado durante cientos de años contra otros vampiros rivales, demonios y enemigos de toda índole. Si se acerca a ti a través de los canales estipulados y oficiales es porque cree que es su mejor baza para matarte. A pesar de lo que pueda pasar en el duelo, su intención es darte muerte como sea. Quizá antes, quizá después. Pero te quiere muerto.
Shiro no puso un énfasis particular en las palabras. No hacía falta. Por sí solas bastaban para asustar, no había necesidad de añadir más dramatismo. Miré colérico su puro y dije:
—Eso que fumas te matará.
El viejo volvió a sonreír.
—Esta noche no.
—Creía que los buenos cristianos no fumaban puros.
—Un accidente… —dijo Shiro.
—¿Los puros?
—Mi cristianismo —dijo Shiro—. Cuando era joven, me gustaba Elvis. Tuve la oportunidad de verlo en un concierto cuando me trasladé a California. Era una de esas grandes galas donde se tocan canciones antiguas. Estaba Elvis y había un presentador, pero yo no hablaba mucho inglés. Invitó a algunas personas a subir al escenario para conocer al rey. Yo creí que se refería a Elvis y me apunté. —Suspiró—. Luego descubrí que me había convertido en baptista.
Solté una carcajada.
—Estás de coña.
—No. Pero ya estaba hecho, así que procuré ser un buen baptista. —Posó una mano sobre el mango de su espada—. Luego llegó esto y todo se simplificó enormemente. Ahora sirvo.
—¿A quién sirves?
—Al cielo. O a lo divino que hay en la naturaleza. Al recuerdo de mis antepasados. A mis congéneres. A mí. Todo forma parte de la misma cosa. ¿Conoces la historia de los hombres ciegos y el elefante?
—¿Te sabes el de un oso que entra en un bar? —respondí.
—Lo tomaré como un no —dijo Shiro—. Colocaron a tres hombres ciegos delante de un elefante. Lo tocaron para averiguar de qué criatura se trataba. El primer hombre le tocó la trompa y dijo que el elefante era como una serpiente. El segundo hombre le tocó una pata y dijo que el elefante era como un árbol. El tercer hombre le tocó la cola y dijo que el elefante era como una cuerda fina.
Asentí.
—Oh, ya lo pillo. Los tres tenían razón y los tres estaban equivocados. No podían ver la imagen completa.
Shiro asintió.
—Exacto. Yo solo soy otro ciego. No puedo ver la imagen completa de lo que ocurre en todas partes. Soy ciego y estoy limitado. Sería un idiota si pensara de otra manera. Y por eso, sin saber qué significa el universo, lo único que puedo hacer es ser responsable con el conocimiento, la fuerza y el tiempo que se me ha concedido. Debo ser fiel a mi corazón.
—A veces con eso no basta —dije.
Shiro ladeó un poco la cabeza y me miró.
—¿Cómo lo sabes?
Un taxi se desvió hacia nuestra calle y se detuvo. Shiro se acercó a él y me señaló con la cabeza.
—Estaré en casa de Michael si me necesitas. Ten cuidado.
Asentí.
—Gracias.
—Dame las gracias luego —dijo Shiro. Después se subió al taxi y se marchó.
Mac cerró la taberna un minuto después y se puso un sombrero de fieltro negro mientras salía. Me saludó con una inclinación de cabeza de camino hacia su Trans Am, pero no dijo nada. Cuando Mac se marchó, encontré una zona en sombras donde esperar y vigilé con atención la calle. Me sentaría fatal que de repente apareciera un coche y me dispararan con una vulgar pistolucha. Sería embarazoso.
Una limusina oscura y grande entró en el aparcamiento. Un conductor uniformado salió y abrió la puerta más cercana a mí. Un par de piernas largas y doradas subidas a unos zapatos de tacón de aguja asomaron por la puerta. Susan salió con elegancia, a pesar de los zapatos, lo que probablemente bastaba para calificarla como ser sobrehumano. Llevaba un resplandeciente y ajustado vestido de noche, negro, sin hombros y con una raja a un lado. Unos guantes oscuros cubrían sus manos y brazos hasta el codo y llevaba el pelo recogido, sostenido por un par de palillos negros y brillantes.
Me quedé con la boca abierta, la mandíbula inferior se precipitó contra mis zapatos. Bueno, en realidad no, pero si hubiese sido un dibujo animado, los ojos se me habrían salido de las órbitas.
Susan se dio cuenta de mi reacción y al parecer le hizo gracia.
—¿Tan bien me queda?
Bajé los ojos y eché un vistazo a mi ropa arrugada.
—Me parece que voy demasiado informal.
—Marchando un esmoquin —dijo Susan.
El conductor abrió el maletero y sacó una percha cubierta con una funda del tinte. Cuando dio media vuelta con aquello en la mano, me di cuenta de que el conductor era Martin. Lo único que había hecho para disfrazarse era colocarse el uniforme y no conseguí reconocerlo hasta que lo miré por segunda vez. Supongo que a veces sale a cuenta ser tan insulso.
—¿Es de mi talla? —pregunté mientras cogía el esmoquin que Martin me ofrecía.
—Espero que sí —dijo Susan, bajando las pestañas de forma muy sexi—. Creo que te tengo cogida la medida.
Me pareció que Martin torcía un poco el gesto a modo de reprobación. El corazón se me aceleró un poco.
—Muy bien —dije—. Pues vamos allá, me vestiré de camino.
—¿Me vas a dejar que mire? —preguntó Susan.
—Eso tiene recargo —repuse. Martin abrió la puerta a Susan y yo me colé detrás de ella. Le conté lo que había averiguado sobre el Sudario y los que andaban detrás de él—. Creo que podré dar con la Sábana Santa si me acerco lo suficiente.
—¿Crees que aparecerán más denarios de esos por allí?
—Probablemente —dije—. Si la cosa se pone fea, lo mejor será salir pitando. Esos bichos juegan duro.
Susan asintió conforme.
—Y tengo la impresión de que a los ladrones tampoco les preocupa mucho usar armas.
—Además por allí también andará Marcone. Y allí donde va, suelen aparecer matones armados y cadáveres.
Susan sonrió. Era una sonrisa que no le había visto antes, pequeña, silenciosa y feroz que dejaba ver sus dientes. Parecía natural en ella.
—Con estas cosas te lo pasas en grande, ¿eh, Harry?
—Soy el Bruce Lee de la diversión —dije—. Déjame un poco de sitio.
Susan se apartó todo lo que pudo para que me pudiera poner el esmoquin. Intenté no chafarlo demasiado, a pesar de lo limitado del espacio. Susan me miró con el ceño fruncido.
—¿Qué? —pregunté.
—Lo estás arrugando.
—Esto no es tan fácil como hago que parezca —respondí.
—Si dejaras de mirarme las piernas, quizá no sería tan complicado.
—No las estaba mirando —mentí.
Susan me sonrió mientras el coche avanzaba por el centro y yo hacía lo posible para disfrazarme de Roger Moore. Después de un rato, su expresión se volvió más pensativa y dijo:
—¡Eh!
—¿Qué?
—¿Qué le ha pasado a tu chupa de cuero?