Capítulo 17

Me planté una vieja cazadora vaquera forrada y me acerqué al despacho. El guardia de seguridad nocturno me puso problemas para pasar, pero al final conseguí que abriera la caja fuerte para poder llevarme el sobre del padre Vincent. Lo abrí y encontré una caja de plástico del tamaño de un naipe, como las que usan los coleccionistas de monedas para exponer sus billetes antiguos. Justo en el centro de la caja, había un único hilo blanco y sucio, de unos cinco centímetros de longitud. La muestra del Sudario.

No era gran cosa. Quizá pudiese utilizar aquella hebra para crear un canal hacia el resto del Sudario, pero no lo veía muy claro. Según tenía entendido, hacía casi treinta años que aquel hilo no formaba parte de la Sábana Santa. Y eso no era todo, además había pasado por las manos de varios sacerdotes y científicos, y era posible que alguno de ellos hubiera dejado algún residuo psíquico que enturbiara el hechizo de rastreo.

Y a eso había que sumarle que el pedazo era muy pequeño. Tenía que ser extremadamente cuidadoso si utilizaba un hechizo para seguir la pista del Sudario o la energía que albergaba podría sobrecargar la hebra igual que la corriente eléctrica puede sobrecargar el filamento de una bombilla. Lo malo es que no se me dan muy bien los hechizos delicados. Tengo mucha energía, pero controlarla toda es complicado. Por lo tanto, me vería obligado a utilizar un hechizo muy suave y eso limitaría su radio de acción.

El hechizo sería un detector de metales en lugar de una antena de radar, pero era mucho mejor que nada. Le di un golpe a la puerta.

Para evitar otro encontronazo con Charity, aparqué el Escarabajo en la curva frente de la casa de Michael e hice sonar el claxon. Un momento después, apareció Shiro. El diminuto anciano se había afeitado toda la cabeza, y su calva brillaba excepto donde tenía manchas de edad. Llevaba una especie de pantalones negros holgados que se parecían mucho a los que Murphy se ponía en sus campeonatos de aikido. Completaba el conjunto una camisa negra y una chaqueta blanca de judo, con una cruz roja a cada lado del pecho. Un cinturón de seda roja mantenía la chaqueta cerrada y sujetaba la espada, oculta en su funda de madera. Abrió la puerta, entró en el Escarabajo y colocó la espada sobre su regazo.

Puse el motor en marcha. Ninguno de los dos dijo nada durante un rato. Mis nudillos se estaban poniendo blancos otra vez, así que inicié una conversación.

—Bueno, ¿y tú te has batido en duelo alguna vez?

Hai —dijo, asintiendo—. Muchas veces.

—¿Porqué?

Shiro se encogió de hombros.

—Por muchas razones. Para proteger a alguien, para obligar a algo a abandonar un lugar en paz. Para luchar sin involucrar a nadie más.

—¿Eran combates a muerte?

Shiro asintió.

—Muchos sí.

—Entonces supongo que se te dan bien —dije.

Shiro sonrió un poco y sus ojos parecieron aún más diminutos.

—Siempre hay alguien mejor.

—¿Alguna vez te has batido con un vampiro?

Hai, de La Corte de Jade, de la Corte Negra.

—¿La Corte de Jade? —dije—. Nunca he oído hablar de esa corte.

—Está en el sureste asiático, China y Japón. Son muy discretos. Pero respetan los Acuerdos.

—¿Alguna vez te has enfrentado a un denario en duelo?

Frunció el ceño y miró por la ventana.

—Dos veces. Pero no respetan las reglas. En ambos casos hicieron trampas.

Pensé en ello durante unos minutos y luego dije:

—Voy a optar por energía. Si no lo acepta, elegiré voluntad.

Shiro apartó la vista de mí y asintió.

—Pero hay una opción mejor.

—¿Cuál?

—No luches. No puedes perder si no hay enfrentamiento.

Estuve a punto de lanzar un resoplido irónico, pero me contuve.

—Creo que ya es muy tarde para eso.

—Si las dos partes quieren abandonar, no habrá duelo —dijo Shiro—. Yo hablaré con el padrino de Ortega. Él también estará allí. Deberías intentar quitarle la idea de la cabeza.

—No creo que lo convenza.

—Quizá sí, quizá no. Renunciar al duelo siempre es la mejor opción.

—Dice el caballero de la Cruz armado con su espada sagrada.

—Yo detesto luchar.

Lo miré durante un segundo, luego dije:

—No es normal oír eso de alguien que lo hace tan bien.

Shiro sonrió.

—Luchar nunca es bueno, pero a veces resulta necesario.

Resoplé.

—Sí, sé a lo que te refieres.

El resto del trayecto hasta McAnnally's transcurrió en silencio. Bajo la luz de las farolas, mis nudillos parecían del mismo color que el resto de mis manos.

McAnnally's es una taberna. No un bar, ni un pub, sino una taberna al estilo del Viejo Oeste. Cuando entré, bajé los tres escalones hasta la dura tarima del suelo y contemplé el local. Frente a la barra conté trece taburetes. Había trece columnas de madera oscura, cada una tallada a mano con hojas retorcidas e imágenes de seres fantásticos de cuento. Trece era el número de mesas repartidas de forma irregular por el salón, y al igual que las columnas y los taburetes de la barra, estaban así dispuestas para desviar y dispersar energías mágicas erráticas. Era una forma de reducir los posibles accidentes causados por magos macarras y chavales descerebrados que aún están descubriendo sus poderes. Varios ventiladores colgados del techo giraban lentamente a tan baja altura que siempre tenía miedo de que sus aspas se me enredaran en las cejas. El local olía a humo de leña, güisqui de barril, pan recién hecho y carne asada. Me gustaba.

Mac estaba tras la barra. No sabía mucho de él. Era un tío calvo, alto, de complexión media, de entre treinta y sesenta años. Tenía unas manos grandes y ágiles, y muñecas gruesas. Siempre lo he visto con la misma ropa, unos pantalones negros, una holgada camiseta blanca y un delantal que, de alguna manera, parecía repeler las manchas de grasa, bebidas y otras cosas que preparaba para la clientela.

Mac me vio en cuanto entré y señaló con la cabeza hacia mi izquierda. Seguí su indicación con la mirada. Una señal en la pared decía: «Territorio neutral». Miré de nuevo a Mac. Sacó una escopeta de debajo de la barra para que yo pudiera verla y dijo:

—¿Estamos?

—Estamos —respondí.

—Bien.

Por lo demás, la sala estaba vacía, aunque normalmente solía haber unas dos docenas de personas pertenecientes al panorama mágico local. Nada de magos de verdad o cosas así, sino más bien personas con cierto talento para la magia. Luego también se dejaban caer grupos distintos de wiccanos, algún que otro mestizo, expertos en ocultismo, la panda de los licántropos buenos, miembros de sociedades secretas y quién sabe quién más. Seguramente Mac hizo correr la voz de que esa noche había una reunión. Nadie en su sano juicio querría estar cerca del lugar donde quizá se produjera una lucha entre un miembro del Consejo Blanco y un caudillo de la Corte Roja. Tenía la certeza de que estaba cuerdo porque yo tampoco quería estar allí.

Caminé hasta la barra y dije:

—Cerveza.

Mac gruñó y abrió un botellín de cerveza negra. Le ofrecí unos billetes, pero él negó con la cabeza.

Shiro se colocó a mi lado en la barra, pero mirando en la dirección opuesta. Mac le sirvió otra cerveza también e él. Shiro le quitó la chapa con una sola mano, dio un pequeño sorbo y dejó la cerveza sobre la barra. Después la miró pensativo, la cogió de nuevo y dio otro trago más lento.

Ua.

Mac gruñó:

—Gracias.

Shiro dijo algo en lo que supuse era japonés y Mac contestó con un monosílabo. Un hombre de muchos talentos y pocas palabras, este Mac.

Maté el tiempo con un par de tragos más y la puerta se abrió.

Kincaid entró con la misma ropa que le había visto esa mañana, pero sin la gorra de béisbol. En su lugar, llevaba el pelo rubio oscuro peinado hacia atrás y cogido en una indisciplinada coleta. Saludó con una inclinación de cabeza a Mac y preguntó:

—¿Está todo listo?

—Ajá —dijo Mac.

Kincaid inspeccionó la sala, miró debajo de las mesas y detrás de las columnas, registró los baños y escudriñó tras la barra. Mac no dijo nada, pero me dio la impresión de que aquellas comprobaciones le parecían inútiles. Kincaid se acercó a una mesa que estaba en la esquina, apartó un poco las de alrededor, y colocó tres sillas en torno a ella. Sacó una pistola de la funda que llevaba al hombro y la dejó sobre la mesa, después se sentó.

—Hola —le dije—. Yo también me alegro de verte, ¿dónde está Ivy?

—Hace tiempo que se acostó —dijo Kincaid sin sonreír—. Soy su representante.

—Oh —dije—. ¿Siempre se acuesta tan temprano?

Kincaid comprobó su reloj.

—Cree firmemente en que los niños deben acostarse pronto.

—Je, je, je, je —no se me dan muy bien las risas falsas—. Bueno, ¿y Ortega?

—Lo he visto aparcando fuera —dijo Kincaid.

La puerta se abrió y entró Ortega. Llevaba una chaqueta negra informal con pantalones a juego, y una camisa roja de seda. No traía abrigo a pesar del frío que hacía. Su piel era más oscura de lo que la recordaba. Quizá fuera porque se había alimentado recientemente. Sus ademanes eran tranquilos y seguros cuando entró y echó un vistazo al salón.

Saludó a Mac con una ligera inclinación de cabeza y él respondió de la misma manera. Los ojos del vampiro se posaron sobre Shiro y se entornaron. Shiro no dijo nada y no se movió. Luego Ortega me miró a mí con una inescrutable expresión y me saludó con otra ligera inclinación de cabeza. Me pareció que lo educado era devolverle el saludo, así que eso hice. Ortega hizo lo mismo con Kincaid, que respondió con un perezoso movimiento de mano.

—¿Dónde está tu padrino? —preguntó Kincaid.

Ortega torció el gesto.

—Acicalándose.

No había terminado de pronunciar la palabra cuando un joven abrió de golpe la puerta y entró en la taberna con despreocupación. Vestía unos ajustados pantalones blancos de cuero, una camiseta de redecilla negra y una chaqueta blanca también de cuero. Tenía el pelo oscuro y lo llevaba largo, hasta los hombros, en una despeinada melena rizada. Su rostro era como el de los modelos, sus ojos grises y sus pestañas gruesas y oscuras. Lo conocía. Thomas Raith, un vampiro de la Corte Blanca.

—Thomas —dije a modo de saludo.

—Buenas noches, Harry —contestó—. ¿Qué le ha pasado a tu guardapolvos?

—Me lo ha quitado una mujer.

—Vaya —dijo Thomas—. Una pena. Con él ha desaparecido la única prenda que te daba algo de clase.

—Mira quién habla. Eso que llevas se acerca peligrosamente al estilo de Elvis.

—El joven y delgado Elvis no estaba tan mal —dijo Thomas.

—Yo me refería al Elvis mayor y gordo. O incluso a Michael Jackson.

El hombre pálido se llevó una mano al corazón.

—Eso duele, Harry.

—Sí, yo también he tenido un mal día.

—Caballeros —dijo Kincaid con una nota de impaciencia en su voz—, ¿comenzamos?

Asentí. Ortega hizo lo mismo. Kincaid nos presentó a todos y sacó un documento en el que se informaba que estaba allí en nombre del Archivo. Estaba escrito a lápiz. Bebí otro sorbo de cerveza. Después Kincaid invitó a Shiro y a Thomas a que se sentaran con él en la mesa de la esquina. Yo volví a la barra, y un momento después, Ortega me siguió. Se sentó, dejando un par de taburetes vacíos entre los dos, mientras Kincaid, Thomas y Shiro hablaban en voz baja.

Terminé la botella y la dejé sobre la barra con un golpe. Mac se dio la vuelta para servirme otra. Negué con la cabeza.

—No te molestes. Ya me has apuntado demasiadas en mi cuenta.

Ortega sacó un billete de veinte, lo dejó sobre la barra y dijo:

—Yo invito. Ponme otra a mí también.

Iba a hacer un comentario idiota sobre como el invitarme a cerveza me compensaba por poner en peligro mi vida y la de aquellos a los que quiero, pero me mordí la lengua. Shiro tenía razón sobre el duelo. No puedes perder una pelea a la que no te presentas. Así que cogí la cerveza que Mac me sirvió y dije:

—Gracias, Ortega.

Asintió y dio un trago. Sus ojos se encendieron un poco, luego volvió a beber, esta vez más despacio.

—Es buena.

Mac gruñó.

—Creía que vosotros solo bebíais sangre —dije.

—Es lo único que necesitamos beber —contestó Ortega.

—¿Entonces por qué tomáis también otras cosas?

Ortega sostuvo en alto la botella.

—Porque la vida es más que mera supervivencia. Tú solo necesitas beber agua, ¿no? ¿Por qué tomas cerveza?

—¿Has probado como sabe el agua en esta ciudad?

Casi sonrió.

Touché.

Hice girar la botella marrón entre mis dedos.

—No quiero esto.

—¿El duelo?

Asentí.

Ortega apoyó un codo en la barra y pensó en lo que había dicho.

—Yo tampoco. No es personal. No es algo que yo quiera hacer.

—Pues no lo hagas —dije—. Podríamos hablar.

—Y la guerra seguiría.

—Llevamos en guerra casi dos años ya —dije—. Pero se trata más bien de escaramuzas, un par de ataques, peleas en oscuros callejones. Es como la guerra fría, solo que con menos republicanos.

Ortega frunció el ceño y observó como Mac limpiaba la plancha detrás de la barra.

—Puede recrudecerse, Dresden. Puede empeorar mucho. Y si hay una escalada en las hostilidades, pondrá en peligro el equilibro de poder en los mundos de la carne y el espíritu por igual. Imagina la destrucción, la pérdida de vidas que eso supondría.

—¿Y por qué no contribuimos a la búsqueda de la paz? Empezando con este duelo. Quizá si juntásemos unas cuentas y unos hilos, podríamos fabricar carteles que dijeran «Haz un chupetón y no la guerra» o algo así.

Esta vez Ortega sí sonrió. Era una expresión extraña en su rostro.

—Ya es tarde para eso —dijo—. Tu sangre es lo único que satisfará a muchos de los míos.

—Puedo donar —dije—. Pongamos, cada dos meses. Pero tú traes las galletas y el zumo de naranja.

Ortega se inclinó hacia mí con la sonrisa desvaneciéndose en sus labios.

—Mago, mataste a un noble de nuestra Corte.

Entonces me enfadé y subí el tono de voz.

—La única razón…

Ortega me interrumpió alzando una mano.

—No digo que no tuvieras tus razones. Pero el hecho es que apareciste en su casa como invitado y representante del Consejo. Y atacaste y mataste a Bianca y a los que estaban bajo su protección.

—Matarme no hará que vuelva —dije.

—Pero saciará la sed de venganza que se extiende entre muchos de mis colegas. Cuando desaparezcas, se mostrarán más proclives a buscar una solución pacífica.

—Mierda —murmuré mientras jugueteaba con la botella.

—Aunque… —dijo Ortega. Su mirada pareció distante por un momento— puede que haya otra solución.

—¿Qué otra solución?

—Ríndete —dijo Ortega—. Ríndete en el duelo, quedarás bajo mi custodia. Si colaboras conmigo, podrías estar bajo mi protección.

—Colaborar contigo —dije. El estómago se me puso del revés—. Te refieres a convertirme en uno de los vuestros.

—Es una alternativa a la muerte —dijo Ortega con expresión seria—. Puede que a mi gente no le guste, pero no creo que se negaran. Pagarás la vida de Bianca con la tuya.

—Como uno de vosotros.

Ortega asintió.

—Como uno de nosotros. —Guardó silencio durante un momento, luego añadió— Podrías traer a la señorita Rodríguez contigo. Estaríais juntos. Ya no sería una amenaza para ti, y los dos os convertiríais en mis vasallos. —Dejó la cerveza sobre la barra—. Entonces verías lo mucho que nos parecemos, Dresden. La única diferencia es que jugamos en equipos rivales.

Me froté los labios. Mi reacción instintiva a la oferta de Ortega era la de la repulsión. Los vampiros de la Corte Roja tienen un aspecto que la mayoría desconoce. Son como murciélagos gigantes, sin pelo, con una piel escurridiza y parecida a la goma de los neumáticos. Se podían cubrir con una máscara de carne para parecer humanos, pero yo he visto lo que ocultan tras su disfraz.

Me he enfrentado a ellos. Varias veces. Aún tengo pesadillas.

Abrí los ojos.

—Deja que te haga una pregunta.

—Adelante.

—¿Vives en una mansión?

—En Casaverde —respondió Ortega—. Está en Honduras. Hay un pueblo muy cerca.

—Ajá —dije—. Y te alimentas de la gente del pueblo.

—Pero los cuido. Les proporciono comida, atención médica y satisfago cualquier otra necesidad que tengan.

—Parece razonable —dije.

—Así nos beneficiamos ambas partes. Los aldeanos lo saben.

—Sí, seguramente. —Terminé la botella—. ¿Te alimentas de niños?

Ortega me miró con el ceño fruncido.

—¿A qué te refieres?

Ni me molesté en esconder la ira en mi voz.

—Te. Alimentas. De. Niños.

—Es el procedimiento más seguro. Cuanto más extendida esté esta práctica menos peligroso es para todos ellos.

—Te equivocas. Somos diferentes. —Me puse en pie—. Haces daño a los niños. No hay más que hablar.

La voz de Ortega sonó áspera.

—Dresden, no descartes mi oferta tan a la ligera.

—¿La oferta de convertirme en un monstruo chupasangre sometido por toda la eternidad a tus deseos? ¿Cómo iba a hacer algo así?

—Es la única forma de conservar la vida —dijo Ortega.

Sentí como mi enfado se convertía en cólera. El labio superior se curvó, apartándose de mis dientes en una especie de gruñido silencioso.

—Creía que la vida era más que mera supervivencia.

La expresión de Ortega cambió. Fue solo por un segundo, pero en ese tiempo vi ira contenida, orgullo arrogante y una violenta sed de sangre en su rostro. Se calmó rápidamente, pero las trazas de aquellas emociones escondidas hicieron que su voz sonara más grave.

—Que así sea. Te mataré, mago.

Sonó muy convincente. Me asustó. Me di la vuelta y caminé hacia la puerta.

—Estaré fuera —dije sin dirigirme a nadie en particular, y salí al frío de finales de febrero.

Así tendría una buena excusa para temblar.