Capítulo 16

Shiro volvió del despacho y me mostró una dirección escrita en una hoja de papel.

—Nos reuniremos hoy a las ocho.

—Después de la puesta de sol —señalé—. Conozco el lugar. ¿Te recojo aquí?

—Sí. Necesitaré algo de tiempo para prepararme.

—Y yo. A eso de las siete. —Me despedí y me dirigí hacia la puerta. Charity no me contestó, pero Shiro sí. Me subí al coche. Mientras lo hacía, más críos entraron corriendo en la casa, dos chicos y una chica. El más pequeño de los dos niños se detuvo para ver quién conducía el Escarabajo, pero Charity apareció en la puerta y lo apremió para que entrara. Me miró enfadada hasta que conseguí poner en marcha el coche y salir de allí.

En el camino a casa tuve tiempo de sobra para pensar. Aquel duelo con Ortega era algo para lo que no tenía forma de prepararme. Ortega era un caudillo de la Corte Roja. Probablemente aquel no sería su primer duelo. Lo que implicaba que ya había matado a gente antes. Dios, quizá incluso a magos. Yo me había enfrentado a huesos duros de roer, pero había sido en luchas sin reglas. Y siempre encontré la forma de hacer trampas a lo grande. En un duelo mano a mano, no podría recurrir a la astucia, ni utilizar nada de lo que hubiera a mi alrededor.

Esto iba a ser una lucha justa, y si Ortega era mejor que yo, me mataría. Así de simple. El miedo también era simple. Simple e innegable.

Tragué saliva y mis nudillos se volvieron blancos. Intenté relajar los dedos, pero no querían. Estaban demasiado asustados para soltar el volante. Qué dedos más idiotas.

Volví a mi apartamento, despegué los dedos del volante y vi la puerta de casa medio abierta. Me eché a un lado, por si alguien me estuviera apuntando con una pistola desde el fondo de la estrecha escalera y saqué mi varita mágica.

—¿Harry? —dijo una susurrante voz de mujer desde mi apartamento—. Harry, ¿eres tú?

Bajé la varita mágica.

—¿Murph?

—Entra —dijo Murphy. Miré al fondo de la escalera y la vi aparecer en el umbral de mi puerta, estaba pálida—. Rápido.

Bajé las escaleras con cuidado, comprobando mis protecciones mientras lo hacía. Estaban intactas, y entonces me tranquilicé un poco. Le había dado a Murphy un talismán personalizado e intransferible que le permitía atravesar mis defensas.

Entré en casa. Murphy cerró la puerta detrás de mí, y luego echó el cerrojo. Encendió el fuego en la chimenea y una de mis antiguas lámparas de queroseno. Me acerqué a la chimenea y me calenté un poco las manos, mientras observaba a Murphy en silencio. Por un momento se quedó quieta, con la espalda y los hombros rígidos, y luego se puso a mi lado, frente a la chimenea. Tenía los labios apretados, tensos, formando una fina línea.

—Tenemos que hablar.

—Últimamente todo el mundo me dice eso mismo —murmuré.

—Me prometiste que me llamarías cuando tuvieras algo.

—Eh, un momento. ¿Quién dice que tengo algo?

—Hay un cadáver en un yate de recreo en el puerto de Burnham y varios testigos vieron como un hombre alto de pelo oscuro dejaba la escena del crimen y se subía a un Volkswagen Escarabajo multicolor.

—Espera un segundo…

—Se ha producido un asesinato, Dresden. No me importa lo sagrado que sea para ti tu compromiso de confidencialidad. Está muriendo gente.

La frustración hizo que rechinara los dientes.

—Te lo iba a contar todo. He tenido un día muy movido.

—¿Demasiado movido como para hablarle a la policía de un asesinato del que probablemente has sido testigo? —dijo Murphy—. A eso, en algunos lugares, se le llama cómplice necesario en un delito de homicidio en primer grado. Lugares como los tribunales de justicia.

—Y dale —murmuré. Mis manos se convirtieron en puños—. Ya me acuerdo de cómo va esto. Ahora me lanzas un directo a la mandíbula y me detienes.

—Eso tendría que hacer.

—¡Maldita sea, Murph!

—Tranquilo. —Suspiró—. Si eso fuera lo que tuviese en mente ya estarías en el coche patrulla.

Mi enfado se evaporó.

—Ah. —Tras un momento, pregunté—: Entonces, ¿qué haces aquí?

Murphy torció el gesto.

—Estoy de vacaciones.

—¿Cómo dices?

La mandíbula de Murphy tembló. Su voz sonaba algo extraña porque no dejaba de apretar los dientes mientras hablaba.

—Me han apartado del caso. Y cuando protesté, me dijeron que o me tomaba unas vacaciones o me iba al paro.

Joder. ¿Los mandamases del departamento habían apartado a Murphy de un caso? Pero ¿por qué?

Murphy contestó a la pregunta que no había formulado todavía.

—Porque cuando Butters examinó a la víctima del puerto, determinó que el arma usada para matar a la mujer y la que se utilizó en el cadáver que viste anoche eran la misma.

La miré atónito.

—¿Qué?

—La misma arma —dijo Murphy—. Butters parecía muy seguro.

Le di vueltas a esa idea en mi cabeza durante unos minutos, intentando construir un razonamiento lógico.

—Necesito una cerveza, ¿y tú?

—Sí.

Fui hasta la despensa y cogí un par de botellas marrones. Utilicé un antiguo abrebotellas para quitarles las chapas y se las ofrecí a Murphy. Ella cogió una y la miró desconfiada.

—Está caliente.

—Es una nueva receta. Mac me mataría si se entera de que sirvo su cerveza negra fría. —Di un sorbo a mi botellín. La cerveza tenía un sabor rico, entero, con un ligero toque a nuez que dejaba un agradable regusto en la boca. La gente puede burlarse lo que le dé la gana de la cerveza local, pero yo creo que Mac sabe lo que hace.

Murphy torció el gesto.

Ug, es demasiado fuerte.

—Yanqui flojucha —dije.

Murphy casi sonrió.

—Los de homicidios se han enterado de que existe relación entre el asesinato en Italia, el de aquí, junto al aeropuerto, y el de esta mañana. Así que han hecho unas llamadas y se han quedado con todo.

—¿Cómo se han enterado?

—Rudolph —escupió Murphy—. No tengo forma de probarlo, pero seguro que esa rata me ha oído hablar por teléfono con Butters y le ha faltado tiempo para ir con el cuento.

—¿Y no puedes hacer nada?

—Oficialmente, sí. Pero en la práctica, la gente empezará a perder los informes, los formularios y las solicitudes que rellene. De hecho, cuando intenté presionar un poco por mi parte, me pararon los pies al momento. —Dio otro trago—. Podría perder el trabajo.

—Eso es a la vez un asco y un alucine, Murph.

—Qué me vas a contar. —Frunció el ceño y me miró a los ojos durante un segundo—. Harry, quiero que te apartes de este caso. Por tu propio bien. Por eso he venido aquí.

La miré contrariado.

—Espera un momento. ¿Quieres decir que me están utilizando para presionarte? Eso es nuevo.

—No bromees con esto —dio Murphy—. Harry, eres conocido en el departamento, y no todo el mundo te aprecia.

—Te refieres a Rudolph.

—No solo a Rudolph. Son muchos los que se niegan a creer que existes. Además, estabas cerca de la escena del crimen y quizá viste algo. Te podrían encerrar.

Evidentemente mi vida ya era demasiado complicada. Di otro trago a la cerveza.

—Murph; poli, mafioso o bicho infernal, da igual. Yo no me rindo porque al abusón de turno no le guste lo que hago.

—Yo no soy una abusona, Harry. Soy tu amiga.

Di un respingo.

—Y aun así me estás pidiendo que lo deje.

Asintió.

—Anda, por fa. Por mí.

—Por ti. Joder, Murph. —Volví a beber y la miré con los ojos entornados—. ¿Qué sabes de lo que está pasando?

—Se llevaron algunos informes antes de que pudiera leerlos. —Alzó los ojos hacia mí—. Pero sé leer entre líneas.

—Vale —dije—. Quizá esto requiera una pequeña explicación.

—¿No lo vas a dejar, verdad?

—No puedo.

—Pues entonces ni te molestes —dijo Murphy—. Cuanto menos sepa, menos podré contarle al juez.

¿Al juez? Joder. Debería haber alguna norma que prohibiera lanzar más de una amenaza legal en una misma conversación.

—Este asunto es bastante feo —dije—. Si los polis lo tratan como si fuera un caso normal, van a morir. De hecho, aunque se ocupara el IE estaría también muy preocupado.

—Vale —dijo Murphy. No parecía muy contenta. Se bebió su cerveza de un largo trago y la dejó sobre la repisa de la chimenea.

Puse una mano sobre su hombro y ella no lo apartó de un manotazo.

—Murph. Esto ya pinta bastante mal. Pero tengo la corazonada de que va a empeorar y rápido. No puedo dejarlo.

—Lo sé —dijo—. Ojalá pudiera ayudar.

—¿Averiguaste algo sobre el teléfono móvil?

—No —respondió. Pero mientras lo decía, me pasó una hoja de papel doblada. La abrí. La letra era de Murphy y decía: «propietario, Quebec Nationale, Inc. Sin número de teléfono. Dirección, apartado de correo. Pista falsa.»

Probablemente una empresa fantasma, pensé. Los Ratones de Iglesia podrían haberla creado para que comprara y vendiera en su nombre. Quizá el difunto Gastón procedía de Quebec y no de Francia.

—Vale. Gracias, Murph.

—No sé de qué me hablas —dijo Murphy. Recogió su chaqueta del sillón, donde la había tirado y se la puso—. Aún no hay orden de búsqueda contra ti, Harry, pero yo que tú sería muy discreto.

—Yo soy pura discreción.

—Lo digo en serio.

—Sí, vale.

—Joder, Harry —pero lo dijo sonriendo.

—Probablemente no querrás que te llame si necesito ayuda.

Asintió.

—Dios, no. Eso sería ilegal. Procura no meterte en líos, estás en una situación bastante precaria.

—Vale.

Murphy se detuvo y preguntó:

—Aparte de en verano, creo que no te he visto nunca sin tu guardapolvos. ¿Dónde está?

Torcí el gesto.

—Perdido en acción.

—Oye, ¿hablaste con Susan?

—Sí —dije.

Sentí los ojos de Murphy sobre mi cara. Lo comprendió sin que yo dijera nada.

—Vaya —dijo de nuevo—. Lo siento, Harry.

—Gracias.

—Nos vemos. —Abrió la puerta sin apartar la mano de su pistola y salió con cautela.

A continuación la cerré y me apoyé contra ella. Murphy estaba preocupada. No se habría presentado en mi casa si no lo estuviera. Y se había mostrado muy precavida con el tema legal. ¿Estaban las cosas tan peliagudas en el Departamento de Policía de Chicago?

Murphy era la primera jefa de Investigaciones Especiales a la que no mandaban a la calle después de una semana peculiar o tres casos sin resolver. En general, cuando la administración quería echar a alguien del cuerpo, lo ascendían a jefe de IE. O lo enviaban a esa unidad. Todos los polis asignados al IE estaban allí porque habían cometido algún error que les había valido aquel indeseable destino. Eso creó un gran sentimiento de camaradería y compañerismo entre sus agentes, una unión que se hacía más fuerte cuando ocasionalmente debían enfrentarse a alguna criatura de pesadilla.

Los polis del IE se habían enfrentado a algunos brujos de medio pelo, a media docena de vampiros, a siete u ocho troles feroces y a un demonio que se manifestó como un montón de basura caliente en proceso de compostaje detrás de una casa de empeños de Chinatown. Los miembros de Investigaciones Especiales se las arreglaban bastante bien porque tenían mucho cuidado, trabajaban en equipo y comprendían que había seres sobrenaturales a los que a veces tendrían que hacer frente siguiendo procedimientos que no siempre concordaban con los de la policía. Oh, y porque habían contratado a un mago que les informaba acerca de los malos, claro está. Me gustaba pensar que yo también había contribuido a su éxito.

Pero supongo que todas las cestas de frutas tienen su manzana podrida. En IE la oveja negra era el detective Rudolph. Rudy era joven, guapo, pulcro y se había acostado con la hija del concejal equivocado. Se negaba en redondo a aceptar la existencia de lo sobrenatural a pesar de haberse topado en varias ocasiones con monstruos, fenómenos mágicos y humanos bondadosos. Se aferraba con testarudez a la creencia de que todo era normal y que el reino de lo paranormal no era más que un timo.

A Rudy yo no le caía bien. A Rudy no le caía bien Murphy. Si el chaval saboteaba la investigación, quizá se ganara el favor de los de Homicidios y consiguiera salir del IE.

Y quizá perdiera unos cuantos dientes la próxima vez que me lo encontrara en un garaje desierto. Dudaba de que Murphy asimilara aquella puñalada trapera con buen talante. Durante un momento me dejé llevar por una agradable fantasía en la que Murphy aporreaba la cabeza de Rudy contra la puerta de su despacho, en el edificio donde tenía su sede la unidad, hasta que en la madera barata aparecía una abolladura con su cara. Disfruté demasiado con aquella imagen.

Reuní unas cuantas cosas que estaban desperdigadas por el apartamento, incluyendo las pociones antídoto que Bob me había ayudado a preparar. Intenté hablar con Bob mientras estaba en el laboratorio y todo lo que conseguí fue una respuesta incoherente y adormilada de la que deduje que necesitaba descansar más. Lo dejé tranquilo, subí las escaleras y llamé a mi servicio de contestador.

Tenía un mensaje de Susan, un número de teléfono. Llamé y un segundo después contestó.

—¿Harry?

—Eres clarividente. Si pudieras hablar con acento extranjero, podrías trabajar en una línea caliente.

—Sí, claro, en eso pensaba —dijo Susan arrastrando un poco las palabras.

—El acento de California no vale —dije.

—Que te crees tú eso. ¿Qué tal va todo?

—Bien, supongo —dije—. Ya tengo padrino.

—¿Michael? —preguntó.

—Shiro.

—¿Quién?

—Es como Michael, pero más viejo y bajito.

—Ah, ya. Bueno, he hecho algunas averiguaciones.

Pensé en otras cosas que solíamos hacer los dos, pero solo dije:

—¿Y?

—Y el hotel Marriott del centro celebra una fiesta esta misma noche, y en ella se incluye la venta de algunas obras de arte y una colecta para alguna organización de caridad. Silbé.

Uau. Así que habrá un montón de arte y dinero en movimiento, cambiando de manos, vagando por acá y acullá…

—Por acá puede, pero no creo que UPS trabaje el acullá —dijo Susan—. Parece un buen lugar para vender un objeto caliente. Y todo está patrocinado por la Sociedad Artística e Histórica de Chicago.

—¿Por quién?

—Un club muy reducido y muy elitista para las clases más adineradas. Caballero Johnny Marcone es el presidente de su junta directiva.

—Parece el lugar ideal para vender mercancía robada —dije—. ¿Cómo me cuelo?

—Son cinco mil dólares el cubierto, el dinero es para fines benéficos.

—Cinco mil —dije—. Creo que nunca he tenido tanto dinero junto en un mismo lugar y en un mismo momento.

—Entonces habrá que pasar al plan B.

—¿Qué es?

La voz de Susan se tiñó de satisfacción.

—Entrar con una reportera del Midwest Arcane que quiere cumplir la última misión que le ha encargado su editora. He hablado con Trish y tenemos dos entradas que en un principio estaban destinadas para un periodista del Tribune.

—Estoy impresionado —dije.

—Pues aún no he terminado. También he conseguido ropa de gala. La fiesta empieza a las nueve.

—¿Para los dos? Uh, Susan, no quiero parecer un gilipollas, pero ¿recuerdas lo que pasó la última vez que te empeñaste en acompañarme en una investigación?

—Esta vez las entradas las tengo yo —dijo—. ¿Vienes conmigo o no?

Pensé un momento en ello, pero no vi la forma de zafarme. Además, no había tiempo que perder en discusiones.

—Vale. Pero debo encontrarme con los rojos en McAnnally's a las ocho.

—Estaré allí con tu esmoquin. ¿A eso de las ocho y media?

—Sí, gracias.

—De nada —dijo en voz baja—. Me alegro de poder ayudar.

Se hizo un largo silencio, lo bastante como para que resultara doloroso para los dos. Al final lo rompí al mismo tiempo que Susan.

—Bueno, será mejor que…

—Bueno, será mejor que te deje —dijo Susan—. Tengo que darme prisa para tenerlo todo a punto.

—Muy bien —dije—. Ten cuidado.

—Lo mismo te digo, Harry. Nos vemos esta noche.

Colgamos y comprobé que estaba listo para salir.

Entonces me dispuse a recoger a mi padrino y a establecer los términos de un duelo del que, cada vez estaba más convencido, no iba salir con vida.