Tuve pesadillas.
Más o menos lo de siempre. Alguien gritaba mi nombre mientras era devorado por las llamas. Una chica mona extendía los brazos, cerraba los ojos y caía lentamente hacia atrás mientras docenas de finos cortes se abrían por toda su piel. El aire se convertía en una bruma densa y rosa. Luego daba media vuelta y me encontraba con los labios de Susan. Ella me besaba, me tiraba al suelo y después me desgarraba la garganta a mordiscos.
Una mujer, que me pareció familiar, pero que no reconocí, negó con la cabeza y movió una mano de izquierda a derecha. La escena onírica hizo un fundido en negro al paso de su mano. La mujer dio media vuelta, me miró fijamente con sus ojos oscuros y dijo:
—Necesitas descansar.
Me despertó Mickey Mouse. La alarma del despertador tintineó escandalosamente; su mano pequeña estaba en las dos y la grande en las doce. Me entraron ganas de aplastarlo por haberme despertado, pero me contuve. No estoy en contra de un poco de violencia creativa de vez en cuando, pero hay que trazar la línea en algún sitio. Yo no podría dormir en la misma habitación que una persona capaz de chafar a Mickey Mouse.
Me levanté, me vestí, dejé un mensaje para Murphy, otro para Michael, di de comer a Mister y cogí el coche.
La casa de Michael no era como la mayoría de los edificios de su barrio, al oeste de Wrigley Field. Tenía una valla de madera blanca. Tenía unas cortinas elegantes. Tenía un pequeño jardín en la parte delantera que siempre estaba verde, incluso en lo peor del abrasador verano de Chicago. Tenía unos pocos árboles que daban sombra, muchos arbustos bien cuidados, y si me hubiera topado con un par de cervatillos pastando en el jardín o bebiendo agua de la fuente donde se bañaban los pájaros, no me habría sorprendido.
Salí del Escarabajo, sosteniendo holgadamente la varita mágica en mi mano derecha. Abrí la puerta de la valla y unas cuantas campanitas que colgaban de un hilo tintinearon alegremente. La puerta se cerró lentamente tras de mí. Llamé a la puerta principal y esperé, pero no hubo respuesta. Fruncí el ceño. La casa de Michael nunca había estado vacía antes. Charity cuidaba de al menos dos niños que aún no tenían edad para ir al colegio, incluyendo al pobre crío al que llamaron como yo. Harry Carpenter. ¿No es un poco cruel?
Entorné los ojos al mirar el sol cubierto de nubes. ¿Y no era ya hora de que salieran los mayores de clase? Charity tenía una especie de obsesión maternal con que los chavales no se encontraran la casa vacía.
Debería haber alguien.
Sentí un pinchazo desagradable en la boca del estómago. Volví a llamar, pegué la oreja a la puerta y escuché. Oí el lento tictac del viejo reloj del abuelo en la sala principal. La caldera se reactivó durante un momento, y los conductos de ventilación susurraron. Se produjeron más sonidos cuando un soplo de brisa azotó la casa, crujidos de acogedora madera vieja.
Nada más.
Intenté abrir la puerta. Estaba cerrada. Me bajé del porche y seguí el estrecho camino que llevaba a la parte de atrás de la casa.
Si la parte delantera de la casa de los Carpenter podría aparecer en un número de Casas y Jardines, la parte de atrás serviría para hacer un anuncio de bricolaje. El gran árbol situado en el centro daba mucha sombra en verano, pero ahora que se le habían caído las hojas, podía ver la casa, más parecida a una fortaleza, que Michael había construido para sus hijos entre sus ramas. Tenía sus cuatro paredes, hasta una ventana, y barandillas allí donde existía el riesgo de caerse. La casa del árbol tenía un porche desde el que se veía el jardín. Jo, yo no tenía porche. La vida es injusta.
Una gran sección del jardín estaba ocupada por una caseta en construcción unida a la parte trasera de la casa. Michael ya había puesto los cimientos, y las vigas de madera formaban la estructura de lo que serían las paredes. Había gruesos plásticos de constructor grapados a los maderos para aislar la obra del viento. El garaje, aparte, estaba cerrado y al asomarme por su ventana comprobé que había un montón de madera y otros materiales de construcción.
—Ni un coche —murmuré—. Quizá se han ido al McDonald's. O a misa. ¿Se celebraban misas a las siete de la tarde?
Me di la vuelta para volver al Escarabajo. Dejaría a Michael una nota. El estómago me dio un vuelco. Si no conseguía un padrino para el duelo, la noche podía acabar mal. Quizá debería pedírselo a Bob. O a Mister. Nadie osa meterse con Mister.
Algo golpeó el canalón metálico que rodea toda la parte de atrás de la casa.
Me sobresalté como un caballo espantado y me acerqué a la parte trasera para echarle un vistazo al tejado. Dado que el día anterior me habían intentado matar tres asesinos distintos, me pareció que mi nerviosismo estaba totalmente justificado.
Llegué a la parte de atrás, pero no vi nada en el tejado desde allí, así que trepé por las ramas y luego subí por la escalera de uno ochenta hasta la plataforma principal de la casa del árbol. Desde allí comprobé que no había nada en el tejado.
Escuché unas pisadas rápidas y algo pesadas debajo de donde yo estaba y más allá de la valla de la parte de atrás. Me quedé inmóvil y escuché.
Las pisadas avanzaron a lo largo de la valla y luego oí el roce de los eslabones de una cadena que alguien arrastraba sobre las hojas secas y otros detritus del invierno. Escuché un gruñido ahogado de esfuerzo y una larga exhalación. Luego las pisadas llegaron a la base del árbol.
Distinguí el sonido del cuero al rozar la corteza y el árbol comenzó a temblar casi imperceptiblemente. Alguien estaba trepando.
Miré a mi alrededor, pero la escalera era la única forma de bajar, a no ser que decidiera saltar. Seguramente no habría más de tres metros hasta el suelo. Era muy posible que aterrizara de una pieza. Pero si calculaba mal el salto, me podría torcer un tobillo o romper una pierna, lo que convertiría mi huida en algo poco práctico y bastante embarazoso. Saltar sería un recurso de emergencia.
Reuní mi voluntad, así con fuerza mi varita mágica y apunté con ella al lugar donde la escalera se encontraba con la plataforma. El extremo de la varita se encendió con una diminuta e intensa luz roja.
El rostro angelical y rodeado de mechones rubios de una jovencita apareció en lo alto de la escalera. Emitió un grito ahogado y abrió mucho sus ojos azules.
—¡Joder!
Desvié el extremo de la varita hacia arriba, apartándola de la chica mientras liberaba la energía.
—¿Molly?
Siguió subiendo y pude verle toda la cara.
—Vaya, ¿es una antorcha de acetileno o algo así?
Entorné los ojos y la miré fijamente.
—¿Eso que llevas en la ceja es un pirsin?
La joven hizo chasquear los dedos junto a su ceja derecha.
—¿En la nariz también?
Molly lanzó una mirada furtiva a la casa por encima del hombro, y subió los peldaños que le quedaban hasta la plataforma. Tan alta como su madre, Molly era todo piernas y brazos. Llevaba el típico uniforme de colegio privado, una falda, una blusa y un suéter, pero parecía que le hubiera atacado un pervertido con tijeras en lugar de dedos.
La falda estaba cortada en tiras, y debajo llevaba unos pantis negros también rotos hasta casi la indecencia. La blusa y el suéter parecían haber sobrevivido a un bombardeo, pero el sujetador de satén rojo brillante que asomaba por debajo tenía pinta de nuevo. Llevaba demasiado maquillaje. No le quedaba tan mal como a las que eran ya mayores para jugar al lobo, aunque demasiado jóvenes para conducir, pero estaba igualmente de más. Una fina anilla de oro le atravesaba una ceja, y una chincheta dorada sobresalía de una de las aletas de la nariz.
Me esforcé por no sonreír. Sonreír habría implicado que encontraba su atuendo divertido y Molly era lo bastante joven para sentirse ofendida. Además aún conservaba un vago recuerdo de una época en mi vida en la que iba igual de ridículo. El que no haya llevado nunca pantalones bombachos que tire la primera piedra.
Molly trepó con dificultad y arrojó una voluminosa mochila sobre el suelo de madera.
—¿Te sueles colar en casas árbol ajenas, Dresden?
—Busco a tu padre.
Molly arrugó la nariz, luego comenzó a quitarse la chincheta. Yo no quería ni mirar.
—No soy quién para decirte cómo tienes que hacer tu trabajo, pero generalmente no suele estar en la casa del árbol.
—Vine a buscarlo, pero nadie me abrió la puerta cuando llamé. ¿Es eso normal?
Molly se quitó también el pirsin de la ceja, agarró la mochila que descansaba sobre las tablas del suelo y sacó una falda larga con un estampado floral, una camiseta y un suéter.
—Hoy es día de recados. Mamá mete en el Halcón Milenario a todos los monstruitos y recorre la ciudad.
—Oh. ¿Y sabes cuándo va a volver?
—En cualquier momento —dijo Molly—. Se puso la falda larga, y se quitó la rota y las medias que no se sabe muy bien cómo, todas las chicas consiguen cuando llegan a la adolescencia. La camisa y el suéter rosa fueron a continuación, después el jersey roto, y luego, para mi desasosiego, se sacó el sujetador rojo brillante por debajo de aquella ropa más recatada y lo metió en la mochila.
Me di la vuelta lo mejor que pude dentro de lo limitado del espacio. Las esposas que Anna Valmont me había puesto en la muñeca me molestaban y me pellizcaban. Me rasqué irritado. Lo normal sería que con la cantidad de veces que me han esposado, me hubiera hecho con un juego de llaves.
Molly sacó una toallita húmeda de algún lugar y comenzó a quitarse el maquillaje.
—Eh —dijo un minuto después—, ¿qué pasa?
Gruñí y agité la muñeca ligeramente haciendo que la esposa se balanceara.
—¡Hala, como mola! —dijo Molly—. ¿Te busca la poli? ¿Por eso te escondes en la casa del árbol?
—No —dije—. Es una larga historia.
—¡Oooohh! —dijo Molly como si entendiera—. Son esposas de las otras, de las de pasarlo bien. Ya lo pillo.
—¡No! —protesté—. ¿Y qué sabes tú de esa clase de esposas? Si tienes diez años.
Molly resopló.
—Catorce.
—Da igual, eres una cría.
—Internet —dijo con aire grave—. Expande las fronteras del saber adolescente.
—Dios, soy un carca.
Molly chasqueó la lengua y volvió a buscar en la mochila. Me cogió de la muñeca con firmeza, zarandeó una anilla con un montón de llaves y comenzó a probarlas todas en un intento por abrir las esposas.
—Bueno, cuéntame todos los detalles —dijo—. Puedes decir pip en lugar de las palabras guarras, si quieres.
La contemplé atónito.
—¿De dónde has sacado todas esas llaves de esposas?
Me miró y entornó los ojos.
—Piénsalo bien. ¿De verdad lo quieres saber?
Suspiré.
—No, probablemente no.
—Guay —dijo y volvió a concentrarse en las esposas—. Pues cambiemos de tema. ¿Qué os pasa a ti y a Susan?
—¿Por qué te interesa?
—Me gustan esas cosas. Además, le oí decir a mamá que sois una parejita que echa chispas.
—¿Tu madre dijo eso?
Molly arrugó la nariz.
—Más o menos. A su modo, claro. Utilizó palabras como «fornicar», «pecado», «perversión infantil» y «bancarrota moral». Bueno, ¿es verdad?
—¿Qué estoy en la bancarrota moral?
—Que entre Susan y tú saltan chispas.
Me encogí de hombros y dije:
—No, ya no.
—No muevas la muñeca. —Molly probó suerte con otra llave, pero la descartó—. ¿Qué ha pasado?
—Muchas cosas —dije—. Es complicado.
—Oh —dijo Molly. El cierre de las esposas hizo clic, se abrieron y mirándome satisfecha dijo—: Ya está.
—Gracias. —Me froté la muñeca dolorida y guardé las esposas en el bolsillo del abrigo.
Molly se inclinó y recogió un pedazo de papel. Lo leyó y dijo:
—¿Preguntar a Michael lo del duelo? ¿Güisqui y tabaco?
—Es la lista de la compra.
Molly frunció el ceño.
—Oh. —Guardó silencio durante un momento y luego preguntó—: ¿Fue por lo que le hicieron los vampiros?
La miré atónito de nuevo.
—¿Es que lo han dado en las noticias o qué? ¿Corre por ahí alguna biografía mía no autorizada?
—Bajé las escaleras sin que se dieran cuenta y oí como papá le contaba a mamá lo que pasó.
—¿Sueles cotillear las conversaciones ajenas?
Puso los ojos en blanco y se sentó en el borde de la plataforma con los pies colgando.
—Es que lo que se dice en voz alta nunca es interesante, ¿sabes? ¿Por qué habéis roto?
Me senté a su lado.
—Como ya te he dicho, era complicado.
—¿Complicado por qué?
Me encogí de hombros.
—Debido a su nueva condición… tiene problemas para controlar sus impulsos —dije—. Me contó que los sentimientos y, hum, otras emociones fuertes son peligrosos para ella. Podría perder el control y atacar a alguien.
—Oh —dijo Molly, arrugando otra vez la nariz—. Así que no podéis tontear porque…
—Podría acabar muy mal. Y ella se convertiría en un vampiro de verdad.
—Pero vosotros queréis estar juntos, ¿no? —preguntó Molly.
—Sí.
Frunció el ceño.
—Dios, qué triste. Quieres estar con ella, pero el sexo…
Me estremecí.
—Eh, eres demasiado joven para pronunciar esa palabra.
Los ojos de la niña brillaron.
—¿Qué palabra? ¿Sexo?
Me puse las manos en las orejas.
—Ah.
Molly sonrió y añadió.
—Pero el piiip le haría perder el control.
Tosí incómodo y bajé las manos.
—Más o menos. Sí.
—¿Por qué no la atas?
Miré fijamente a la cría durante un momento.
—¿Qué? —tartamudeé.
—Sería lo más práctico —dijo Molly muy seria—. Además, ya tienes las esposas. Si no se puede mover mientras estáis piiip, no podrá morderte, ¿no?
Me puse de pie y comencé a bajar por la escalera.
—Esta conversación es demasiado piiip para mí.
Molly se rió y me siguió hasta el suelo. Corrió el cerrojo de la puerta trasera con otra llave, creo que del mismo llavero y fue entonces cuando el monovolumen azul claro de Charity apareció en el jardín. Molly abrió la puerta, entró en la casa como una exhalación y volvió sin su mochila. El monovolumen se detuvo y el motor enmudeció.
Charity salió del vehículo y nos lanzó sendas miradas de desaprobación a Molly y a mí. Llevaba unos vaqueros, botas de senderismo, y una gruesa chaqueta. Era una mujer alta, de un metro ochenta aproximadamente, y se movía con una seguridad en sí misma que irradiaba fuerza. Su rostro tenía la fría belleza de una estatua de mármol y llevaba la larga cabellera rubia recogida en la nuca.
Sin decirle nada, Molly se acercó a la puerta corredera del vehículo, la abrió, metió medio cuerpo y desabrochó los cinturones de seguridad de los niños mientras Charity iba a la parte de atrás y abría el maletero.
—Dresden —dijo—. Échanos una mano.
Fruncí el ceño.
—Oh, tengo un poco de prisa. Esperaba encontrar a Michael aquí.
Charity cogió un paquete de veinticuatro latas de Coca-Cola del monovolumen con una mano y un par de bolsas de papel con la otra. Se acercó a mí y prácticamente me las incrustó en el pecho. Tuve que reaccionar rápidamente para que no se me cayeran, y mi varita mágica acabó en el suelo.
Charity esperó a que tuviera bien asidas las bolsas para volver de nuevo al monovolumen.
—Déjalo en la mesa de la cocina.
—Pero… —dije.
Ella pasó delante de mí camino de la casa.
—Se me está derritiendo el helado, la carne se va a descongelar y hay un bebé que se va a despertar hambriento. Déjalo sobre la mesa y luego hablamos.
Suspiré y miré resignado la compra. Las bolsas pesaban lo suficiente para hacer que los brazos me dolieran un poco. Aunque eso tampoco quiere decir gran cosa. No soy de los que van con frecuencia al gimnasio.
Molly salió del vehículo y dejó en el suelo a una niña pequeña con el pelo rubio platino. Llevaba un vestido rosa con un jersey naranja chillón, unos zapatos morados brillantes y un abrigo rojo. Se acercó a mí y dijo con el balbuceo de una niña pequeña:
—Me llamo Amanda. Tengo cinco años y medio y mi papá dice que soy una princesa.
—Yo soy Harry, alteza —contesté.
Arrugó la nariz y dijo:
—Ya conozco a un Harry. Te puedes llamar Bill. —Y con eso se marchó dando saltitos hacia la casa detrás de su madre.
—Bueno, me alegro de que eso haya quedado claro —murmuré. Molly bajó del coche a otra niñita rubia, todavía más pequeña. Esta iba vestida con un mono azul, una camisa rosa y un abrigo rosa. Sostenía una muñeca de trapo en un brazo y una manta rosa de aspecto desgastado en el otro. Al verme, dio unos pasos hacia atrás y se escondió detrás del monovolumen. Se asomó para mirarme una vez más y luego se volvió a esconder.
—Yo me ocupo —dijo una voz de hombre con acento.
Molly saltó del automóvil, cogió una bolsa de papel del maletero y dijo:
—Vamos, Hope.
La niña pequeña siguió a su hermana como un patito mientras Molly entraba en la casa, pero Hope echó la vista atrás tímidamente tres o cuatro veces en el camino.
Shiro salió del coche con una sillita de bebé. El viejo caballero llevaba el bastón que ocultaba su espada colgado del hombro, en una funda, y sus manos llenas de cicatrices sostenían la sillita con cuidado. Un niño, de menos de dos años, dormía en ella.
—¿El pequeño Harry? —pregunté.
—Sí, Bill —dijo Shiro. Sus ojos brillaron tras las gafas.
Fruncí el ceño y dije:
—Es guapetón.
—¡Dresden! —gritó Charity desde la casa—. ¡Tú llevas el helado!
Torcí el gesto y le dije a Shiro:
—Será mejor que entremos.
Shiro asintió sensato. Llevé las bolsas a la gran cocina de los Carpenter y las dejé sobre la mesa.
Durante los siguientes cinco minutos, Shiro y Molly me ayudaron a llevar suficiente comida para alimentar a una horda de mongoles.
Después de guardar toda la comida fresca, Charity preparó un biberón y se lo dio a Molly que se lo llevó a otra habitación junto con una bolsa de pañales y el bebé dormido. Charity esperó hasta que se hubo marchado y luego cerró la puerta.
—Muy bien —dijo, mientras seguía guardando la comida—. No he hablado con Michael desde que llamaste esta mañana. Le dejé un mensaje en el móvil.
—¿Dónde está? —pregunté.
Shiro dejó su bastón sobre la mesa y se sentó.
—Dresden, te pedimos que no te involucraras en este asunto.
—No estoy aquí por eso —dije—. Solo tengo que hablar con él.
—¿Por qué lo buscas? —preguntó Shiro.
—Un vampiro me ha retado a un duelo según las normas de los Acuerdos. Necesito un padrino antes del anochecer o me descalificarán. De forma irreversible.
Shiro frunció el ceño.
—¿La Corte Roja?
—Sí. Un tipo llamado Ortega.
—He oído hablar de él —dijo Shiro—. Es una especie de líder guerrero.
Asentí con la cabeza.
—Eso dicen, sí. Por eso estoy aquí. Esperaba que Michael pudiera echarme una mano.
Shiro pasó el pulgar por la suave superficie de madera de su bastón.
—Recibimos información sobre actividad denaria cerca de San Luis. Él y Sanya fueron a investigar.
—¿Cuándo volverán?
Shiro negó con la cabeza.
—No lo sé.
Miré el reloj y me mordí el labio.
—Joder.
Charity, que iba cargada con varios paquetes de comida, me fulminó con la mirada.
Levanté las manos.
—Perdón. Estoy un poco tenso.
Shiro me miró detenidamente por un momento y luego preguntó:
—¿Crees que Michael le ayudaría?
La voz de Charity nos llegó con eco a caverna desde la despensa.
—Mi marido a veces es idiota.
Shiro asintió y luego añadió:
—Entonces yo te ayudaré en su lugar, Dresden.
—¿Qué harás qué? —pregunté.
—Yo seré tu padrino en el duelo.
—No tienes por qué hacerlo —dije—. Tranquilo, ya se me ocurrirá algo.
Shiro levantó una ceja.
—¿Ya se han elegido las armas?
—No, aún no —repuse.
—Entonces ¿cuándo es la reunión con el emisario y el padrino de tu oponente?
Saqué la tarjeta que me había dado el Archivo.
—No lo sé, me dijeron que cuando tuviera un padrino llamara a este número.
Shiro cogió la tarjeta, se levantó sin decir ni una palabra más, y fue directo al teléfono de la otra habitación.
Lo detuve, cogiéndolo del brazo.
—No tienes por qué hacer esto. No me conoces.
—Michael sí. Eso es suficiente para mí.
La vieja red de apoyo entre caballeros resultaba muy útil, pero me hacía sentir culpable por aceptar su ayuda. Demasiada gente había resultado herida por mi culpa en el pasado. Michael y yo nos habíamos enfrentado a peligros juntos, y nos habíamos protegido mutuamente. De alguna manera, para mí era más fácil acudir a él en busca de ayuda. Pero aceptar eso mismo de un extraño, ya fuera caballero de la Cruz o no, me parecía un abuso. O quizá fuera mi orgullo.
Pero ¿qué otra cosa podía hacer?
Suspiré y asentí.
—Es que no quiero arrastrar a nadie más conmigo.
—Déjame pensar —murmuró Charity—. ¿Dónde habré oído yo eso antes?
Shiro la sonrió con expresión paternal y divertida, y luego dijo:
—Yo llamaré.
Esperé mientras Shiro llamaba desde la otra habitación, una especie de estudio o despacho que Michael reservaba para los asuntos de trabajo. Charity se quedó en la cocina y colocó una gigantesca olla a presión sobre la encimera. Sacó una tonelada de verduras, carne para estofar, varios botes de especias y comenzó a trocear cosas sin dirigirme la palabra.
La observé en silencio. Sus movimientos tenían la precisión de alguien tan acostumbrado a aquella rutina que ya estaba pensando en lo que iba a hacer dentro de veinte minutos. Me pareció que cortaba las zanahorias con algo más de violencia de lo que era necesario. Comenzó a preparar otro guiso mientras seguía con el estofado; pollo con arroz, además de otras cosas sanas que yo casi nunca veo en tres dimensiones.
Dudé un momento, pero luego me puse de pie, me lavé las manos en el fregadero, y comencé a trocear verdura.
Charity me miró ceñuda por un momento, sin decir nada. Sin embargo sacó algunas verduras más y las dejó a mi lado, luego recogió todo lo que había cortado y lo echó en la olla. Un par de minutos después suspiró, abrió una lata de Coca-Cola y la dejó en la encimera, junto a mí.
—Me preocupo por él —dijo.
Asentí y me centré en los pepinos.
—Ni siquiera sé a qué hora regresará esta noche.
—Menos mal que tienes una olla a presión —dije.
—No sé qué haría sin él. O qué sería de los niños. Estaría completamente perdida.
Qué coño. Un poco de consuelo irracional, pero bien intencionado no costaba nada. Di un sorbo a la Coca-Cola.
—Estará bien. Sabe cuidarse de sí mismo. Y además tiene a Shiro y Sanya con él.
—Le han herido tres veces, ¿sabes?
—¿Tres? —pregunté.
—Tres. Contigo. Todas.
—Y por eso es culpa mía. —Me giré para cortar más verduras como los adolescentes en las pelis de miedo—. Claro.
No podía ver su cara, pero su voz sonó, más que nada, cansada.
—No se trata de culpar a nadie. Ni de quién se equivocó. Lo único que pienso es que cuando está contigo, mi marido, el padre de mis hijos, vuelve herido.
El cuchillo se me resbaló y me corté un pedazo de carne del dedo índice.
—¡Ay! —grité. Le di al grifo del agua fría y metí el dedo debajo del chorro. Con este tipo de cortes, uno nunca sabe lo graves que son hasta que no ves cómo sangran. Charity me pasó una servilleta de papel y examiné la herida durante un minuto antes de envolver el dedo con ella. No era nada serio, pero dolía un montón. Contemplé como mi sangre manchaba la servilleta de papel y luego pregunté:
—¿Por qué no te libraste de mí entonces?
Alcé la vista y contemplé como Charity me miraba sin entender. Tenía unos círculos oscuros bajo los ojos que antes no había visto.
—¿A qué te refieres?
—Hace un momento —dije—, cuando Shiro te preguntó si Michael me ayudaría. Podrías haberle dicho que no.
—Pero él te ayudaría sin pensárselo. Lo sabes.
—Pero Shiro no.
De repente pareció vacilar.
—No te entiendo.
—Podías haber mentido.
Por la expresión de su rostro vi que había comprendido, y el fuego volvió a sus ojos.
—No me gustas, Dresden. Y desde luego no me importas lo bastante como para olvidar todo lo que creo sagrado, utilizarte como excusa para rebajarme como persona, o traicionar la causa que defiende mi marido. —Fue hasta un armario y sacó un pequeño botiquín. Sin decir nada, me cogió la mano, apartó la servilleta de papel y abrió el botiquín.
—¿Y ahora me vas a curar la herida? —pregunté.
—No espero que lo entiendas. El concepto que tenga de ti no afectará a mis decisiones. Michael es amigo tuyo. Arriesgaría su vida por ti. Le rompería el corazón verte sufrir, y por eso no lo permitiré.
Se calló y me curó el corte con los mismos movimientos ágiles y rápidos que utilizaba en la cocina. Tengo entendido que ahora se hacen desinfectantes que no escuecen.
Pero Charity utilizó una solución yodada.