Capítulo 14

Me han golpeado en la cabeza unas cuentas veces. El porrazo que me dio Anna Valmont no fue de los más fuertes, pero la cabeza me latió durante todo el camino a casa. Por lo menos el estómago se asentó y no acabé vomitándome encima. Entré arrastrando los pies, me tomé dos pastillas de paracetamol con una lata de Coca-Cola y envolví un poco de hielo en una toalla. Me senté junto al teléfono, me coloqué el hielo en la nuca y llamé al padre Vincent.

El teléfono dio un solo tono.

—¿Sí?

—Está aquí —dije—. Los dos ratones de iglesia lo ocultaban en un barco en el puerto de Burnham.

La voz de Vincent sonó más tensa.

—¿Lo tiene?

—Ah —dije—, técnicamente no. Algo fue mal.

—¿Qué pasó? —preguntó cada vez más frustrado, más enfadado—. ¿Por qué no me ha llamado?

—Apareció un tercer interesado. ¿Y qué es esto que estoy haciendo ahora mismo? Vi la oportunidad de recuperar lo robado. Me arriesgué y fallé.

—¿Y el Sudario ya no lo tienen los ladrones?

—Ladrona, en singular. La policía de Chicago seguramente estará recuperando el cuerpo de su compinche en este momento.

—¿Se volvieron la una contra la otra?

—Qué va. El tercero en discordia mató a García. Valmont engañó al asesino y se llevó un señuelo. Después cogió el botín verdadero y se marchó.

—¿Y a usted no le pareció adecuado seguirla?

La cabeza me martilleaba sin descanso.

—Corría muy rápido.

Vincent se quedó callado durante un momento y luego dijo:

—Así que hemos vuelto a perder la pista del Sudario.

—De momento —dije—. Pero quizá tenga otra.

—¿Sabe adónde se lo han llevado?

Respiré hondo e intenté parecer paciente.

—Aún no. Por eso se le llama pista y no solución. Necesito una muestra del Sudario.

—La verdad, señor Dresden, es que traje unos retales del Vaticano, pero…

—Genial. Pues lleve uno a mi despacho, déjeselo a los de seguridad. Ellos me lo guardarán hasta que pueda pasarme a recogerlo. Lo llamaré en cuanto tenga algo más definitivo.

—Pero…

Colgué a Vincent y sentí el agradable cosquilleo de la venganza.

—¿Y no le pareció adecuado seguirla? —murmuré a Mister, intentando imitar el acento de Vincent lo mejor que pude—. Pues no, no me pareció adecuado seguirla, pijo gilipollas. ¿Qué le parece si le pongo a tono y luego lo envío a decir misa, por ejemplo?

Mister me observó como diciendo que no debería hablar así de los clientes que pagan. Yo lo fulminé con la mirada para indicarle que ya lo sabía, luego me levanté, fui al dormitorio y rebusqué en el armario hasta que encontré un lapicero y una libreta. Después encendí varias velas en el extremo de la mesa más cercano a mi sillón favorito y me senté con la libreta que había cogido del Etranger. Pasé el lapicero por encima con mucho cuidado con la esperanza de que Francisca García no hubiese utilizado un rotulador.

No lo había hecho. Unas tenues letras comenzaron a aparecer entre el carboncillo con que estaba cubriendo el papel. En la primera línea aparecía la palabra Marriott y luego 2345 en la segunda.

Fruncí el ceño mientras contemplaba la hoja. Marriott. ¿El hotel? O también podría ser el apellido de alguien. O puede que fuera una palabra en francés. No, no lo compliques más de lo necesario, Harry. Probablemente se refiere al hotel. El número podría indicar una hora, las doce menos cuarto. O el número de una habitación.

Miré enfadado la nota. No me decía lo suficiente. Porque aunque tuviera la hora y el lugar, no sabía cuándo, ni dónde.

Entonces me fijé en el teléfono que me había llevado. De móviles sabía tanto como de cirugía gastrointestinal. No había nada en la carcasa, ni siquiera el logotipo de la marca. El teléfono estaba apagado, pero no me atreví a encenderlo. Probablemente dejaría de funcionar. Joder, hasta podría explotar. Cuando viera a Murphy le pediría que me echara una mano con aquello.

La cabeza no dejaba de latir y los ojos me picaban del agotamiento. Necesitaba un descanso. La falta de sueño me volvía torpe. Para empezar, ir al puerto fue una mala idea, y debí haber prestado más atención a mis instintos. Las tripas me dijeron que alguien me estaba observando, pero estaba demasiado cansado, y demasiado impaciente, y como consecuencia casi me disparan, me empalan, me desnucan y me ahogan.

Volví al dormitorio, puse la alarma del despertador para que saltara un par de horas después del mediodía, y me derrumbé sobre la cama. El placer que sentí fue casi obsceno.

Pero naturalmente no duró.

El teléfono sonó y consideré seriamente la posibilidad de ponerlo en órbita, donde podría pasar el rato con el asteroide Dresden. Entré a zancadas furiosas en el cuarto de estar, descolgué el teléfono y grité:

—¿Qué?

—¡Oh, oh! —dijo una voz ligeramente nerviosa al otro lado—. Soy Waldo Butters. Quería hablar con Harry Dresden.

Intenté moderar mi tono a un ligero gruñido.

—¡Ah, hola!

—Te he despertado, ¿verdad?

—Más o menos.

—Sí, las noches en vela son un asco. Oye, algo raro está pasando y he pensado que quizá me podrías aclarar una cosa.

—Claro.

—Mal humor y monosilabismo, señales inequívocas de falta de sueño.

Sa.

—Y ahora ya ni siquiera vocalizas. Bueno, que tengo poco tiempo. —Butters se aclaró la garganta y dijo—: Los gérmenes se han ido.

—Los gérmenes —dije.

—De las muestras que tomé de aquel cadáver. Repetí las pruebas para asegurarme y más de la mitad dieron negativo. Nada, niente, cero.

Aj —dije.

—Vale, hombre de las cavernas, ¿adónde han ido los gérmenes?

—Al amanecer hacen puf —contesté.

Butters parecía desconcertado.

—¿Gérmenes de vampiro?

—No, los delatarían las capitas —dije. Por fin comenzaba a poner mis pensamientos en marcha—. No son gérmenes de vampiro, sino construcciones. Verás, cuando amanece es como si todo el mundo mágico volviera al punto de partida. A un nuevo comienzo. La mayoría de los conjuros no aguantan ni un amanecer. Y hace falta mucho poder para que se mantengan durante dos o tres.

—¿Gérmenes mágicos? —preguntó Butters—. ¿Me estás diciendo que tengo gérmenes mágicos?

—Gérmenes mágicos —confirmé—. Alguien los invocó mediante la magia.

—¿Cómo en un hechizo?

—Generalmente cuando un hechizo tiene como objetivo hacer daño se le llama maldición. Pero seguramente mañana tampoco verás nada nocivo en las otras muestras.

—¿Son infecciosos?

—Actúa como si lo fueran. Son reales hasta que la magia que los sustenta se desmorona.

—Joder. Hablas en serio. Esto es real.

—Pues sí.

—¿Hay algún libro o guía que hable de todo esto?

Aquello me hizo gracia.

—Solo yo. ¿Algo más?

—No. Busqué restos genéticos, pero no encontré nada. Los cortes que presentaba el cadáver se hicieron con un escalpelo o con alguna otra hoja pequeña y afilada. Quizá una navaja.

—Sí, he visto cortes parecidos antes.

—Pero ahora viene lo mejor. Se utilizó el mismo objeto para amputarle las manos y la cabeza. Los cortes son más limpios que los que habría realizado un cirujano en la mesa de operaciones. Tres cortes. El calor cauterizó en parte las heridas. Así que, ¿qué clase de herramienta puede producir cortes tan precisos y seccionar huesos?

—¿Una espada?

—Tendría que estar muy afilada.

—Conozco unas cuantas así. ¿Ha habido suerte con la identificación de la víctima?

—No, lo siento.

—Vale.

—¿Quieres que te avise si averiguamos algo?

—Sí. O si aparece otro cadáver en el mismo estado.

—Dios, espero que no. ¿Has descubierto algo sobre el tatuaje?

—Se llama el Ojo de Thoth —dije—. Quiero averiguar quién lo utiliza por estos lares. Ah, y llama a Murphy. Dile lo de las muestras.

—Ya lo hice. Ella fue quien me dijo que te informara. Creo que estaba a punto de acostarse también. ¿Crees que debería despertarla para decirle que hable contigo?

Na, esto puede esperar —dije entre bostezos—. Gracias por llamar, Butters.

—De nada —dijo—. El sueño es un dios. Ve a adorarlo.

Gruñí, colgué el teléfono y estaba ya listo para dar un segundo paso hacia mi cuarto cuando alguien llamó a la puerta.

—Debería instalar una trampilla bajo el felpudo —le murmuré a Mister—. Yo daría a un botón y la gente caería entre gritos por uno de esos toboganes alucinantes y aterrizaría sobre un charco de barro, en algún otro lugar.

Mister era demasiado maduro para dignificar mi comentario con una respuesta, así que acerqué una mano a la funda de la pistola mientras entornaba la puerta y echaba un vistazo.

Susan inclinó la cabeza a un lado y me dedicó una sonrisa. Llevaba unos vaqueros, una vieja camiseta, un grueso forro polar y gafas de sol.

—Hola —dijo.

—Hola.

—¿Sabes? Es difícil de apreciar con la puerta entornada, pero tienes ojeras y los ojos rojos. ¿Dormiste algo anoche?

—¿Qué significa eso que has dicho? ¿Cómo era… «dormir»?

Susan suspiró y negó con la cabeza.

—¿Me dejas pasar?

Me aparté y abrí más la puerta.

—Pero no me eches la bronca.

Susan entró y cruzó los brazos.

—Aquí siempre hace mucho frío en invierno.

Tenía un par de ideas sobre cómo entrar en calor, pero me las guardé para mí. Quizá porque no quería escuchar su respuesta. Pensé en lo que Murphy me había dicho sobre la charla que teníamos pendiente Susan y yo. Eché más leña al fuego y removí las brasas.

—¿Te apetece un té o algo?

Negó con la cabeza.

—No.

Susan nunca rechazaba una taza de té caliente. Lo intenté, pero no pude disimular la amargura en mi voz cuando dije:

—Piensas cortar conmigo y largarte sin más. Has venido a dejarme.

—Harry, eres injusto —dijo Susan. Su voz sonaba dolida, pero solo un poco. Removí con más fuerza las brasas y unas chispas se elevaron en el aire. Las llamas comenzaban a devorar la leña que acababa de echar—. Esto no es fácil para nadie.

Mi boca siguió funcionando sin consultar antes con mi cerebro. Con mi corazón quizá, con mi cerebro desde luego no. La miré por encima del hombro y dije:

—Excepto para el Capitán Muermo, supongo.

Susan alzó las cejas.

—¿Te refieres a Martin?

—¿No se trata de eso? —Una chispa saltó del fuego, aterrizó sobre mi mano y me quemó. Di un respingo y aparté la mano. Cerré el grueso protector metálico y aparté el atizador—. Y antes de que digas nada, me doy perfecta cuenta de que parezco loco. Y posesivo. Ya sé que esto había terminado antes de que te marcharas. Ha pasado más de un año y has sufrido. Es normal que hayas encontrado a otra persona. Y es irracional e infantil que eso me cabree, pero me da igual.

—Harry… —dijo.

—Y tampoco es que no hayas pensado en lo nuestro —proseguí. Sabía que en algún momento, acabaría ahogándome con el pie de tanto metérmelo en la boca—. Tú me besaste. Tú a mí, Susan. Y te conozco. Significó algo.

—Esto no es…

—Seguro que al soso de Martin no lo besas así.

Susan puso los ojos en blanco y se acercó a mí. Se sentó en el escalón de mi pequeña chimenea mientras yo seguía allí de rodillas. Me puso una mano en la mejilla. Estaba caliente. Era agradable. Y yo me sentía demasiado cansado para controlar mi reacción ante una sencilla caricia, así que volví a mirar el fuego.

—Harry —dijo—, tienes razón. No beso así a Martin.

Volví la cara, pero ella puso sus dedos en mi barbilla y me miró a los ojos.

—No lo beso en absoluto. No tengo nada que ver con Martin.

La miré sorprendido.

—¿No?

Dibujó una «X» invisible sobre su corazón con el dedo índice.

—¡Oh! —dije. Sentí como se relajaba la tensión de mis hombros.

Susan rió.

—¿Eso era lo que te preocupaba, Harry? ¿Qué te dejara por otro?

—No lo sé. Supongo.

—Dios, qué idiota eres a veces. —Me sonrió, pero su expresión reflejaba tristeza—. Siempre me sorprendió que fueras tan listo para unas cosas y tan idiota para otras.

—Cuestión de práctica —dije. Me miró durante un momento con aquella misma sonrisa triste y entonces lo comprendí—. ¿Eso no cambia nada, verdad?

—¿Martin?

—Sí.

Asintió.

—No cambia nada.

Tragué un repentino pollo que se me había atravesado en la garganta.

—Quieres romper.

—No es que quiera —repuso con rapidez—. Pero creo que es necesario. Por el bien de los dos.

—¿Has venido hasta aquí para decirme eso?

Susan negó con la cabeza.

—Aún no está decidido. Me pareció que antes tenía que hablar contigo. Esto es algo que nos atañe a los dos.

Gruñí y volví a mirar el fuego.

—Sería más sencillo si me soltaras el discursito de despedida y te fueras.

—Más sencillo —dijo—. Más fácil. Pero no sería justo y no estaría bien.

No dije nada.

—He cambiado —dijo Susan—. No solo por lo del vampirismo. Mi vida es diferente y ahora sé cosas que antes ignoraba.

—¿Cómo qué?

—Como lo peligroso que es el mundo, por ejemplo —dijo—. Acabé en Perú, pero he viajado por toda Centroamérica y América del Sur. No tenía ni idea de cómo son las cosas por allí. Harry, la Corte Roja está por todas partes. En el campo, hay pueblos enteros dedicados a proporcionarles comida. Como si la gente fuera un rebaño de ganado del señor del castillo. Los vampiros se alimentan de cualquiera. Los han convertido a todos en adictos. —Su voz se endureció—. Incluso a los niños.

El estómago se me revolvió.

—No sabía nada de eso.

—Casi nadie lo sabe.

Me pasé una mano por la cara.

—Dios. Niños.

—Quiero ayudar. Hacer algo. Y he encontrado un lugar donde me necesitan, Harry. Un trabajo. Lo voy a aceptar.

Sentí un dolor en el pecho, un dolor de verdad.

—Creía que la decisión era de los dos.

—Ahora llego a eso —dijo.

Asentí.

—Vale.

Se deslizó hasta el suelo, a mi lado y añadió:

—Podrías venir conmigo.

Ir con ella. Dejar Chicago. Dejar a Murphy, a los Alphas, a Michael. Dejar una horda de problemas, muchos de los cuales había creado yo mismo. Pensé en lo que me ofrecía, en salir de allí. Luchar por una buena causa. Ser amado otra vez, sentir su abrazo. Dios, quería irme con ella.

Pero dejaría tirada a mucha gente. Amigos. A aquellos que estuvieran en peligro y que no tuviesen a quién acudir.

Miré a Susan a los ojos y por un momento vi esperanza en ellos. Luego comprensión. Sonrió, pero era una sonrisa muy triste.

—Susan… —dije.

Me puso un dedo en los labios y pestañeó para enjugarse las lágrimas.

—Lo sé.

Y entonces yo también lo comprendí. Lo sabía porque ella sentía lo mismo.

Hay cosas de las que uno no puede escapar. No si pretendes vivir contigo mismo después.

—¿Ahora lo entiendes? —preguntó.

Asentí, pero mi voz sonó áspera:

—No sería justo. Para ninguno de los dos —dije—. Nunca podríamos estar juntos. Los dos sufriríamos.

Susan apoyó su hombro contra el mío y asintió. La rodeé con mi brazo.

—Quizá algún día las cosas cambien —dije.

—Quizá —admitió—. Te quiero. Nunca he dejado de quererte, Harry.

—Sí —dije. La voz se me quebró con la palabra aún en la boca y el fuego se nubló—. Yo también te quiero. Joder.

Nos quedamos allí sentados, entrando en calor frente al fuego durante un par de minutos más, después le pregunté:

—¿Cuándo te marchas?

—Mañana —dijo.

—¿Con Martin?

Asintió.

—Es un compañero de trabajo. Me ayuda a moverme, vigila mis espaldas. Tengo que dejarlo todo en orden aquí. Y recoger algunas cosas del apartamento.

—¿Qué clase de trabajo harás?

—Más o menos el mismo. Investigar e informar. Solo que informaré a un jefe, en lugar de a los lectores. —Suspiró y luego añadió—: No puedo decirte nada más.

—¡Joder! —murmuré—. ¿Podré contactar contigo?

Asintió.

—Instalaré una línea telefónica. También me puedes escribir. Eso me encantaría.

—Ya. Para no perder el contacto.

Pasaron unos minutos eternos y Susan dijo:

—Estás trabajando en un caso, ¿verdad?

—¿Qué te ha dado esa idea?

Se apartó ligeramente de mí y quité el brazo.

—Lo he olido —dijo. Se levantó para echar más leña al fuego y añadió—: Estás manchado de sangre.

—Sí —dije—. Vi como mataban a una mujer a metro y medio de donde yo estaba.

—¿Vampiros? —preguntó Susan.

Negué con la cabeza.

—Una especie de demonio.

—¿Estás bien?

—Sí, estoy bien.

—Pues resulta chocante porque tienes una pinta horrible —dijo Susan.

—Dije que nada de broncas.

Casi sonrió.

—Lo inteligente sería que durmieras un poco.

—Cierto, pero no soy especialmente espabilado —contesté. Además, estaba seguro de que ya no podría pegar ojo, no después de hablar con ella.

—Ah —dijo—. ¿Puedo hacer algo para ayudarte?

—Creo que no.

—Necesitas descansar.

Señalé con una mano la libreta.

—Y lo haré, pero antes tengo que comprobar una pista.

Susan se cruzó de brazos y me miró a los ojos.

—Pues hazlo después de haber descansado.

—No creo que tenga tiempo.

Frunció el ceño y cogió el cuaderno.

—Marriott. ¿El hotel?

—No sé. Quizá.

—¿Qué estás buscando?

Suspiré, estaba demasiado cansado para respetar el compromiso de confidencialidad.

—Un objeto robado. Creo que la nota se refiere al lugar donde se producirá la venta.

—¿Quién es el comprador?

Me encogí de hombros.

—Entonces te queda mucho trabajo de calle.

—Sí.

Susan asintió.

—Deja que yo eche un vistazo a esto. Tú duerme un poco.

—Será mejor que no te…

Agitó una mano, interrumpiéndome.

—Quiero ayudar. Deja que haga esto por ti.

Abrí la boca y la volví a cerrar. Sabía a qué se refería. Yo también quise ayudarla, aunque no pude. Fue muy duro para mí. Habría supuesto un gran alivio hacer algo por ella, por poco que fuera.

—Está bien —dije—. Pero te limitas a llamadas telefónicas, ¿vale?

—Vale. —Copió la palabra y el número en una hoja del final de la libreta, la arrancó y se dirigió hacia la puerta.

—¿Susan? —dije.

Se detuvo sin darse la vuelta para mirarme.

—¿Te apetece que quedemos para cenar? Antes de que te vayas, quiero decir. Me gustaría, hum, ya sabes…

—Despedirte —dijo en voz baja.

—Sí.

—Está bien.

Se marchó. Me senté en mi apartamento, frente al fuego, y aspiré el olor de su perfume. Tenía frío, y me sentía solo y cansado. Como un tronco hueco, como si la hubiera fallado. Para empezar, no pude protegerla, y luego no pude curarla cuando los vampiros la transformaron.

Cambiar. Quizá ese fuera el quid de la cuestión. Susan había cambiado. Había madurado. No la recordaba tan tranquila, tan segura de sí misma. Siempre había sido una mujer con las ideas claras, pero ahora lo parecía aún más. Había encontrado su lugar, un sitio donde sentía que podía hacer algo bueno.

Quizá debería marcharme con ella de todas formas.

Pero no. Parte del cambio radicaba en que ahora estaba más sedienta. Y más sensual, como si cada cosa que veía, oía o tocara en el cuarto acaparara casi toda su atención. Había detectado las gotas de sangre en mi ropa y le había excitado lo suficiente para obligarla a apartarse un poco de mí.

Otro cambio. Sentía una sed instintiva por mi sangre. Y podría lanzar a un vampiro a seis metros de distancia. No tendría ningún problema en desgarrarme la garganta si perdía el control en un arranque de pasión.

Me lavé la cara mecánicamente dentro de mi ducha sin agua caliente y me fui tiritando a la cama. La rutina no me había ayudado. Solo retrasó el momento en que debía enfrentarme a la realidad de mi relación con Susan.

Tenía que marcharse de Chicago.

Probablemente para siempre.

Eso iba a doler muchísimo por la mañana.