Capítulo 13

Lo vi acercarse por el rabillo del ojo y apenas tuve tiempo de captar el movimiento y lanzarme a un lado, lo más lejos que pude. El demonio pasó junto a mí como una borrosa sucesión de susurros y murmullos metálicos, llevando consigo el olor a agua del lago y sangre seca. Ninguna de las ladronas gritó, aunque en aquel momento no sabía si era porque no quisieron o porque estaban demasiado sorprendidas.

El demonio era más o menos humano, en términos generales, y femenino para más señas. La curva de sus caderas desembocaba en unas piernas extrañamente articuladas, con las rodillas dobladas hacia atrás, como las de un león. Su piel estaba cubierta por escamas de color verde metálico y sus brazos terminaban en manos de cuatro dedos con garras también metálicas. Como el demonio Ursiel, tenía dos pares de ojos, uno era de un verde brillante y el otro de color rojo cereza, y un sello luminoso que ardía en medio de la frente.

Llevaba el pelo largo. Es decir, que el pelo le medía más de cuatro metros y era como una extraña mezcla de la Medusa y el Doctor Octopus. Daba la sensación de que se lo hubieran cortado en tiras de dos centímetros y medio a partir de una lámina de metal de ochocientos metros. Se retorcía a su alrededor como una nube de serpientes vivas, como hilos metálicos que golpeaban las paredes y el suelo del barco, aguantando su peso como una docena de extremidades adicionales.

Anna fue la primera en recuperarse de la sorpresa. Ya tenía una pistola en la mano y estaba lista, pero no le habían enseñado cómo se usa en una situación de combate real. Apuntó con dificultad al denario y vació el cargador en lo que se tarda en dar un suspiro. Como yo estaba medio metro detrás del demonio, me aparté como pude hacia un lado y recé para no convertirme en daño colateral.

El demonio se estremeció una vez, quizá al recibir un tiro, y luego chilló y retorció los hombros y el cuello. Una docena de tirabuzones metálicos fustigaron el aire dentro de la cabina. Uno de ellos alcanzó la pistola y con un chirrido metálico la cortó limpiamente en dos a la altura del cañón. Media docena de tentáculos más azotaron el rostro de Anna, pero la ladrona rubia tenía buenos reflejos y consiguió zafarse. Un tentáculo se enrolló alrededor de su tobillo, tiró de él y arrojó a la mujer al suelo, mientras otro le golpeaba el estómago y, afilado como un escalpelo, le cortaba la chaqueta y salpicaba la cabina con gotas de sangre.

Pálida, Francisca se quedó mirando a la cosa durante un segundo con sus enormes ojos desorbitados. Entonces abrió bruscamente un cajón de la diminuta cocina, sacó un cuchillo grande y pesado, y se lo lanzó al denario. Su hoja brilló en el aire y acabó hundiéndose en el brazo del demonio. De su garganta escapó un furioso chillido que no tenía nada de humano. El denario se giró, un hilo de sangre plateada brillaba sobre su piel cubierta de escamas, y le lanzó un zarpazo. Alcanzó a Francisca en el antebrazo y de la herida comenzó a brotar sangre. El cuchillo cayó al suelo. Francisca gritó y se apartó, acurrucándose contra la pared.

El denario, con los ojos ardiendo, giró la cabeza ciento ochenta grados en un movimiento, que por lo antinatural, resultaba espeluznante. Luego incontables tentáculos cruzaron la cabina y se clavaron como cuchillos en el estómago de Francisca García. La mujer dejó escapar un grito ahogado y contempló sus heridas mientras varios tentáculos la traspasaban de parte a parte. Cuando chocaron contra la pared de madera, se produjo un sonido hueco.

El demonio rió. Fue una carcajada rápida, ahogada y nerviosa, del tipo que uno esperaría oír de una adolescente histérica. Su rostro se retorció en una sonrisa feroz, mostrando una boca llena de dientes que parecían metálicos, y sus dos pares de ojos brillaron con más intensidad.

Francisca susurró:

—Oh, mi Gastón. —Después inclinó la cabeza, el oscuro pelo le cayó sobre la cara como un velo, y su cuerpo se relajó. El demonio se estremeció y sacó los afilados tentáculos del cuerpo de Francisca. Estaban cubiertos de sangre unos treinta centímetros desde su extremo. Los agitó en una especie de frenesí enloquecido y más salpicaduras de sangre aparecieron por todas partes. Francisca se desplomó con el vestido cubierto de sangre, luego se balanceó y cayó muerta hacia un lado.

Después, los dos pares de ojos del denario se volvieron hacia mí, y me lanzó un enjambre de tentáculos afilados como cuchillas.

Yo ya había comenzado a preparar mi escudo, pero cuando vi a Francisca caer, una ola de furia me recorrió el cuerpo, llenándome de una ira roja de pies a cabeza. El escudo surgió frente a mí en forma de media luna de resplandeciente energía roja y los tentáculos chocaron contra él provocando una docena de fogonazos de luz blanca. El denario aulló, se apartó violentamente y los tentáculos retrocedieron por la habitación con los extremos chamuscados y ennegrecidos.

Miré a mi alrededor desesperado en busca de mi varita mágica, pero no estaba donde Anna la había dejado cuando me la quitó. Sin embargo, el espray de pimienta sí. Lo cogí y me volví hacia el denario a tiempo de ver como alzaba una de sus garras. El aire entre sus dedos brilló con reflejos iridiscentes y, con un destello de luz en su juego de ojos superior, el demonio lanzó su puño contra mi escudo.

Lo golpeó con ganas, era increíblemente fuerte. El impacto me empujó hacia atrás, contra la pared, y cuando la onda caliente de energía tocó mi escudo rojo, se fracturó en jirones de luz que salieron volando por la cabina como las chispas de un fuego de campamento. Intenté apartarme, alejarme de la terrible fuerza del demonio, pero gruñó y varios mechones de pelo se incrustaron en el casco en torno a mí, cerrándome el paso. El denario intentó alcanzarme con sus garras.

Yo lancé un grito de batalla histérico y le eché el espray de pimienta por toda la cara, justo a los dos juegos de ojos.

El demonio gritó de nuevo, volvió la cabeza, desmontó su jaula de tentáculos y cerró con fuerza los ojos humanos inundados de repente por las lágrimas. Los brillantes ojos de demonio ni siquiera pestañearon. Echó el brazo para atrás y me propinó un guantazo con el dorso de la mano que me arrojó al suelo y me hizo ver las estrellas.

Me puse de nuevo en pie, aterrorizado ante la idea de que me atacara mientras yacía indefenso a sus pies. El denario parecía capaz de superar mi magia sin mucho esfuerzo, y en aquel reducido espacio resultaba un adversario letal. Llegué a la conclusión de que sería imposible subir por las escaleras sin que me destrozara antes. Lo que significaba que tenía que encontrar otra forma de salir de allí.

El denario se llevó una mano a los ojos y dijo en un inglés gutural y macarrónico:

—Pagarás por esto.

Alcé los ojos y vi que Anna, que sé había arrastrado por el suelo hasta el cuerpo de Francisca, se inclinaba de rodillas sobre ella para protegerla del denario con su propio cuerpo. Estaba pálida por el dolor, o por la conmoción, o por ambos, pero me miró y luego señaló con la cabeza el extremo opuesto de la cabina.

Seguí su mirada y comprendí lo que quería. Mientras el denario se recuperaba y guiñaba los ojos llenos de lágrimas sin dejar de observarme furibundo, yo me lancé hacia el otro lado de la habitación gritando:

—¡Sácalo de la nevera! ¡Qué no se lo lleve!

El denario escupió algo que me pareció un taco, y sentí como sus pezuñas de león aterrizaban sobre mi espalda y se clavaban en mi piel, haciéndome caer de bruces al suelo. Me pasó por encima, llegó a la nevera y sus tentáculos la destrozaron, sacando la puerta de sus goznes para después registrar el interior y tirar al suelo todo lo que había dentro. Aún no había terminado con la primera, cuando su pelo ya había abierto la nevera falsa y estaba extrayendo la caja fuerte de acero.

Mientras el denario estaba en ello, miré con desesperación alrededor de la cabina y encontré mi varita mágica en el suelo. Rodé hasta ella, la espalda me ardía de dolor, y la cogí. Invocar el fuego dentro de aquel reducido espacio era una mala idea, pero esperar a que el denario me matara con un tirabuzón me parecía todavía peor.

El demonio estaba de pie, con la caja fuerte, cuando comencé a canalizar energía hacia la varita mágica. Sus runas labradas se iluminaron con un brillo dorado, la punta de la varita de repente se encendió con una luz roja y el aire se calentó a su alrededor.

El denario se agazapó, sus miembros de demonio eran demasiado largos, sus formas femeninas inquietantemente atractivas, y la luz roja se reflejaba en sus escamas de un verde metálico. Su pelo se agitó en una masa susurrante, produciendo chispas cuando sus afilados mechones se rozaban unos contra otros. Una lujuria violenta ardió en sus dos pares de ojos por un segundo, pero luego se apartó. Su pelo destrozó el techo de la cabina como si fuera papier-máché, y con la ayuda de su cabellera, un brazo y una pierna, salió trepando de la cabina del barco. Escuché como se zambullía en el agua, llevándose consigo la caja fuerte.

—¿Qué era eso? —masculló Anna Valmont, mientras abrazaba el cuerpo inerte de Francisca—. ¿Qué coño era eso?

No solté la varita mágica, ni aparté la mirada del agujero del techo; sospechaba que aquel denario no era de los que dejaban testigos con vida. El extremo de la varita temblaba sin control.

—¿Cómo está?

Seguí vigilando el agujero del techo durante varias respiraciones temblorosas más hasta que Anna dijo con un hilo de voz:

—Ha muerto.

Sentí un pinchazo en el estómago, seco y caliente. Quizá sea una especie de neandertal por pensar así, pero me dolió. Hacía un minuto, Francisca García estaba hablando, haciendo planes, llorando, respirando. Viviendo. Había sido una muerte violenta y yo no podía soportar que algo así le pasara a una mujer. No habría sido menos malo si le hubiera sucedido a un hombre, pero para mí no era lo mismo.

—¡Mierda! —susurré—. ¿Cómo estás? ¿Puedes caminar?

Antes de que contestara, el barco se tambaleó y se inclinó a un lado. Escuché como algo se rompía y se retorcía y luego el sonido de agua correr. Un frío helador me cubrió los tobillos y comenzó a subir por las piernas.

—El casco tiene una vía —dio Anna—. Está entrando agua.

Me dirigí hacia la escalera, todavía con la varita en alto, para comprobar si había alguien.

—¿Puedes salir?

Una luz explotó detrás de mis ojos y caí a cuatro patas frente a la base de la escalera. Anna me había golpeado con algo. Un segundo fogonazo de luz y el dolor hizo que bajara la cabeza lo suficiente como para que me salpicara el agua helada en la frente. Como en sueños, vi a Anna alejar de una patada la varita mágica de mí. Luego cogió el paquete del Sudario que estaba sobre la encimera y arrancó la primera página de la libreta con el logotipo del hotel. Reparé en que tenía sangre en la chaqueta, estaba empapada, y que sus pantalones militares también tenían manchas en la pernera izquierda. Cogió mi guardapolvos, estremeciéndose de dolor, y una de las bolsas de deporte. Se puso mi chaqueta para ocultar la sangre. El agua en la cabina le llegaba ya hasta la parte de arriba de sus botas de militar.

Intenté salir de aquel estupor, pero lo único que conseguí fue aclarar un poco la vista. Sabía que tenía que salir, pero no conseguía que el mensaje pasara de mi cabeza a mis brazos y piernas.

Anna Valmont pasó por encima de mí y subió las escaleras. Se detuvo a medio camino, escupió una maldición, y bajó los escalones necesarios para poder agacharse y salpicarme la cara con agua fría. La impresión despertó algo en mi cuerpo, tosí, estaba mareado, pero comencé a moverme de nuevo. En toda mi vida, creo que solo en dos ocasiones he estado tan borracho que no podía tenerme en pie, bien pues incluso entonces me sentí más capaz que en aquel momento.

La ladrona rubia me cogió de un brazo y me ayudó a subir un par de peldaños con el rostro retorcido de dolor. Me aferré desesperadamente a ese impulso y seguí subiendo como pude incluso cuando ella ya no tiraba de mí.

Anna me dejo atrás y no se volvió cuando dijo:

—Solo hago esto porque me gusta tu chupa, Dresden. No vuelvas a acercarte a mí.

Después salió de la cabina y desapareció con el Sudario.

Comencé a sentir como la cabeza me palpitaba y se me hinchaba, pero también como recuperaba la consciencia. Aunque evidentemente no podía estar muy lúcido, porque volví a bajar las escaleras de la cabina. El cadáver de Francisca García yacía sobre un costado. Tenía los ojos vidriosos y la boca ligeramente abierta. Una de sus mejillas estaba medio cubierta por el agua.

Aún se veían las marcas de las lágrimas en la otra. El agua a su alrededor era turbia, de un color marrón rosáceo.

Se me revolvió el estómago y la ira que acompañó a esa sensación casi me manda al suelo de nuevo. En lugar de eso, avancé pesadamente a través del agua helada hasta la mesa. Cogí el teléfono móvil que había allí y la libreta del hotel. Dudé un momento ante el cuerpo de Francisca. No se merecía que se la tragara el lago como si fuera el casco de una botella de cerveza.

Volví a tambalearme. El nivel del agua ahora subía más rápidamente. Ya me cubría las espinillas y no sentía los pies debido al frío. Intenté levantar el cuerpo, pero el esfuerzo me produjo una punzada de dolor en la cabeza que casi me hizo vomitar.

Dejé el cadáver en su sitio, incapaz siquiera de soltar un taco mínimamente coherente, y me tuve que conformar con cerrarle los ojos suavemente con una mano. Era todo lo que podía hacer por ella. Por supuesto, la policía la encontraría dentro de unas horas.

Y si no me espabilaba, también a mí. Pero no podía perder una noche en el calabozo con la rutina habitual de los interrogatorios, las acusaciones, y luego esperar a que alguien pagara la fianza. Llamaría a Murphy en cuanto fuera posible.

Crucé los brazos para luchar contra el frío. Con la libreta y el teléfono móvil estrechados contra el pecho, dejé atrás el puñetero charco de la cabina del Etranger y salí a la cubierta. Tuve que dar un saltito para llegar al muelle. Había un par de personas en el paseo del puerto, mirando lo que ocurría abajo, y vi a más de uno observando desde la cubierta de sus barcos.

Agaché la cabeza, pensé en cosas inocentes y salí de allí a toda prisa antes de que la mañana empeorara todavía más.