Cuando llegué a Chicago por primera vez, me imaginaba el puerto como un bol gigantesco de agua, con buques y barcos cerca de la orilla y un lejano horizonte con el difuso contorno de los rascacielos de fondo. Y siempre había imaginado a los políticos subversivos vestidos como indios americanos y dando un buen bocado al margen de beneficios de la Compañía de las Indias Orientales.
El puerto de Burham se parecía al aparcamiento de un centro comercial marítimo. Seguramente podría albergar dos o tres campos de fútbol. Los embarcaderos de color blanco se extendían sobre el agua con barcos de recreo y pequeñas barcas de pesca meciéndose en fila sobre la plácida superficie del agua. El olor del lago era una mezcla de peces muertos, algas pegadas a las rocas y aceite de motor. Estacioné el coche en el aparcamiento de la colina, salí, y comprobé que no me faltaba nada. Llevaba el anillo de fuerza en la mano derecha y mi brazalete escudo en la muñeca izquierda; la varita mágica colgaba del interior de mi guardapolvos de cuero y me golpeaba la pierna al caminar. Además añadí al arsenal un espray de pimienta que guardé en un bolsillo del pantalón. Habría preferido traer la pistola, pero ir por ahí con un arma de fuego constituye un delito. Ir con un espray de pimienta no.
Cerré el coche y sentí como una repentina presión me bajaba por la espalda; la forma que tiene mi instinto de advertirme cuando alguien me está vigilando. Mantuve la cabeza gacha, las manos en los bolsillos y caminé hacia el puerto. No giré la cabeza para ver qué había a mi alrededor, sino que intenté mirarlo todo moviendo solo los ojos.
No vi a nadie, pero aquella sensación de que alguien me observaba no desaparecía. No creí que fuera ningún miembro de la Corte Roja. Aún era temprano y el sol no brillaba con mucha fuerza, pero había suficiente luz como para achicharrar a un vampiro. Eso, sin embargo, no desalentaría a otro tipo de asesinos. Y si los ladrones estaban allí, posiblemente vigilarían a cualquiera que se acercara.
Todo lo que podía hacer era caminar a buen paso y esperar que quien me estuviera observando no fuera uno de los matones de Marcone, un esbirro de los vampiros o un pistolero mercenario apuntándome con un arma a la espalda desde varios cientos de metros de distancia.
Encontré el Etranger a los pocos minutos; estaba amarrado no muy lejos de la entrada. Era un barco bonito, un pequeño yate de recreo con espacio suficiente para una cómoda cabina. El Etranger ya tenía unos añitos, pero estaba limpio y parecía bien cuidado. Una bandera canadiense ondeaba en un pequeño mástil situado cerca de la popa. Caminé por delante de la embarcación con paso decidido y escuché.
Escuchar es un truco que aprendí siendo niño. No es fácil cogerle el tranquillo, el quid está en bloquear todos los demás sonidos para escuchar mejor uno en particular, como por ejemplo voces lejanas. Más que magia, creo yo, requiere concentración y disciplina. Aunque la magia también ayuda.
—Inaceptable —dijo una sosegada voz de mujer dentro de la cabina del Etranger. Tenía un sutil acento mezcla de español y británico—. El trabajo al final ha requerido unos gastos muy superiores a los estimados en un principio. Hay que subir el precio para que eso quede reflejado, nada más. —Se hizo un breve silencio, y luego la mujer añadió—: ¿Entonces quiere una factura para desgravarlo? Ya le dije que el presupuesto era solo una estimación aproximada. Estas cosas pasan. —Otra pausa y la mujer dijo—: Excelente. Como acordamos entonces.
Fijé la mirada en el lago, como si admirara el paisaje, e intenté escuchar algo más. Evidentemente, la conversación había terminado. Eché un vistazo alrededor, pero no había nadie en el puerto en una mañana de diario de febrero. Respiré hondo para tranquilizarme y me acerqué al barco.
A través de la ventana vislumbré una sombra que se movía en la cabina y escuché una especie de pitido. Era el timbre de un teléfono móvil que se encontraba sobre una mesa junto al cuaderno de notas de un hotel. En la ventana apareció una mujer con un vestido de noche largo de seda negra y cogió el aparato. Lo descolgó, guardó silencio durante un momento y luego dijo:
—Lo siento. Se ha equivocado de número.
Observé como depositaba el móvil sobre una mesa y luego como dejaba que el vestido de noche cayera al suelo. Luego vi bastante más. Pero no por gusto. Aquello era un asunto de trabajo. Reparé en que tenía unas curvas bastante inquietantes. ¿Lo ves? Todo un profesional.
Abrió una puerta y vi como salía una nube de vapor. El sonido del agua a presión me llegó con más claridad. Entró y volvió a cerrar la puerta, dejando la cabina desierta.
Tenía una oportunidad. Solo había visto a una mujer, aunque no la había podido identificar como Anna Valmont o Francisca García, los dos ratones de iglesia que quedaban. Tampoco había visto el Santo Sudario colgado del tendedero, secándose al sol. Aún así, tenía la sensación de que había acudido al lugar indicado. Las tripas me decían que confiara en mi informador espiritual.
Tomé una decisión y me subí a la corta pasarela que conducía al Etranger.
Tenía que actuar con rapidez. La mujer del barco quizá fuera algo más que aficionada a las duchas largas. Todo lo que necesitaba era entrar, ver si podía encontrar algo que verificara la presencia del Sudario y luego largarme de allí. Si lo hacía bien, podría entrar y salir sin que nadie se enterara.
Bajé las escaleras hacia la cabina con todo el sigilo del que fui capaz. Los peldaños no crujieron. Tuve que agachar la cabeza un poco cuando entré en la cabina. Me quedé junto a la puerta y eché un vistazo alrededor mientras escuchaba el golpeteo del agua en la ducha. La habitación no era grande y no había muchos lugares donde esconder el Sudario. Una cama de matrimonio se comía casi un cuarto del espacio disponible. Una lavadora y una secadora pequeñas estaban colocadas una sobre otra en una esquina, y encima de todo había una cesta con ropa. Una encimera y una cocina con un par de neveritas ocupaban el resto.
Fruncí el ceño. ¿Dos neveras? Les eché un vistazo. La primera estaba abarrotada de comida fresca y cerveza. La segunda, en cambio, no era una nevera sino un armarito que contenía una pesada caja fuerte metálica. Bingo.
El agua de la ducha seguía corriendo. Extendí una mano para coger la caja fuerte, pero de repente me detuve. Puede que los Ratones de Iglesia se hubiesen metido en un buen lío, pero evidentemente eran lo bastante buenos como para esquivar a la Interpol durante varios años. El escondite de la caja fuerte era demasiado torpe y obvio. Cerré la puerta de la falsa nevera y busqué por la habitación. Comenzaba a ponerme nervioso. Me estaba quedando sin tiempo para encontrar el Sudario y salir de allí.
Pues claro. Me acerqué de dos zancadas a la lavadora y a la secadora y cogí la cesta de la ropa. Lo encontré bajo varias toallas mullidas y limpias. Un paquete de plástico opaco, un poco mayor que una camisa doblada. Lo toqué con la mano izquierda. Sentí un cosquilleo en la palma de la mano y el vello del brazo se me erizó.
—Joder, qué bueno soy —murmuré. Cogí el Sudario y di media vuelta para marcharme.
Una mujer vestida con unos pantalones militares negros, chaqueta gruesa y unas castigadas botas de combate me cortaba el paso. Llevaba el pelo teñido de rubio y muy corto, pero aquello no le restaba atractivo a sus rasgos. Tenía una belleza elegante, agradable a la vista.
Sin embargo la pistola que me puso delante de las narices no resultó tan agradable. Era un viejo y feo revólver del calibre 38, una baratija para aficionados.
Tuve mucho cuidado de no moverme. Las armas baratas también matan y no estaba seguro de poder alzar un escudo a tiempo para protegerme. Me había pillado con la guardia baja. No la oí acercarse, ni sentí su presencia.
—Joder, qué buena soy —repitió la mujer con acento británico y un toque de ironía en la voz—. Suelta el paquete.
Se lo ofrecí.
—Toma.
No es que pensara lanzarme a por el arma, pero si daba un paso hacia delante sabría que era una aficionada. No lo hizo, se mantuvo en su sitio, fuera de mi alcance.
—En la encimera, por favor.
—¿Y si no? —dije.
Sonrió con buen humor.
—En ese caso, tendré que pasarme el día desmembrando tu cuerpo y luego limpiando la sangre. Tú decides.
Dejé el paquete sobre la encimera.
—Nada más alejado de mis intenciones que dar tanto trabajo a una señora.
—Eres un encanto —dijo—. Me gusta esa chupa que llevas. Quítatela. Despacio, por favor.
Me quité el guardapolvos y dejé que cayera al suelo.
—Me habéis tendido una trampa —dije—. La segunda llamada eras tú, le dijiste a tu socia que me dejara vía libre.
—Y lo más increíble es que te lo tragaras —dijo la mujer. Siguió dándome órdenes y era evidente que sabía lo que hacía. Me incliné hacia delante y apoyé las manos contra la pared mientras ella me cacheaba. Encontró el espray de pimienta y se lo quedó junto con mi cartera. Me dijo que me sentara en el suelo, sobre las manos, luego cogió mi guardapolvos y se apartó.
—Un palo —dijo mirando mi varita mágica—. Un poco antediluviano ¿no?
Ajá. Quizá fuera una profesional, pero no sabía nada de magia. No creía en lo sobrenatural. De momento no estaba seguro de si eso era bueno o malo. Podría significar que estaría algo menos dispuesta a dispararme. Aquellos que saben lo que puede hacer un mago, se suelen poner muy nerviosos si creen que les van a lanzar un hechizo. Por otra parte, también implicaba que no podía contar con el apoyo del Consejo, ni con la ventaja que me daba el estatus de mago para negociar. Decidí que lo mejor sería actuar como una persona normal, al menos de momento.
La rubia dejó mi chaqueta sobre la encimera y dijo:
—Limpio.
La puerta del cuarto de baño se abrió y la mujer que había visto antes salió. Ahora llevaba un vestido de punto de color burdeos y un par de horquillas le retiraban el pelo de la cara. No era especialmente guapa, pero tenía su atractivo.
—No es Gastón —dijo mientras me miraba con el ceño fruncido.
—No —dijo la rubia—. Ha venido a por la mercancía. Estaba a punto de largarse con ella.
La mujer de pelo oscuro asintió y me preguntó:
—¿Quién eres?
—Dresden —contesté—. Soy detective privado, señora García.
El rostro de Francisca García pareció petrificarse y luego intercambió una mirada con la rubia de la pistola.
—¿Cómo sabes mi nombre?
—Mi cliente me lo dijo. Usted y la señora Valmont están metidas en un buen lío.
Anna Valmont dio una patada a la pared y escupió:
—¡Cojones! —Me miró iracunda, sin dejar de apuntarme con mano firme a pesar del arranque tan temperamental—. ¿Trabajas para la Interpol?
—Para Roma.
Anna miró a Francisca y dijo:
—Deberíamos rematar la venta ya. El negocio se desmorona.
—Todavía no —dijo Francisca.
—No tiene sentido seguir esperando.
—Yo aún no me voy —dijo la mujer de pelo oscuro. Su mirada era dura—. No sin él.
—No va a venir —dijo Anna—. Y lo sabes.
—¿Quién? —pregunté.
—Gastón —contestó Francisca.
No dije nada. No hizo falta, Francisca lo dedujo por mi expresión. Me miró por un momento y cerró los ojos, su rostro estaba cada vez más pálido.
—¡Oh!, ¡oh, Dio!
—¿Cómo? —preguntó Anna. La pistola seguía firme en su mano—. ¿Qué pasó?
—Lo mataron —dije en voz baja—. Y alguien lo dispuso todo para atraer a la policía a Chicago.
—¿Quién haría algo así?
—Mala gente que va tras el Sudario. Asesinos.
—¿Terroristas?
—Ojalá —dije—. Mientras tengan el Sudario en su poder, sus vidas corren peligro. Si vienen conmigo, las dejaré con amigos que las pueden proteger.
Francisca negó con la cabeza y guiñó los ojos un par de veces.
—Se refiere a la policía.
Me refería a los caballeros, pero sabía perfectamente cuál sería su postura una vez que las dos ladronas estuvieran a salvo de cualquier amenaza sobrenatural.
—Sí —admití.
Anna tragó saliva y miró a su socia. La preocupación y la tristeza suavizaron su mirada. Aquellas dos mujeres eran algo más que compinches. Eran amigas. La voz de Anna sonó más calmada cuando dijo:
—Cisca, tenemos que marcharnos. Si este tipo nos ha encontrado, los demás quizá no anden lejos.
La mujer de pelo oscuro asintió y dijo con la mirada perdida:
—Sí. Voy a prepararme. —Se levantó y cruzó la cabina hasta la lavadora. Sacó un par de bolsas de deporte y las depositó sobre la encimera, encima del paquete. Luego se calzó.
Anna la observó durante un momento y luego me dijo:
—Bueno. No podemos dejar que vayas a la policía con el cuento. ¿Qué puedo hacer contigo, Dresden? Lo más sensato sería matarte.
—Pero eso es muy sucio ¿recuerda? Se pasaría el día limpiando —señalé.
Aquello le arrancó una pequeña sonrisa.
—Ah sí, lo había olvidado. —Se metió la mano en el bolsillo y sacó unas esposas de acero. Eran como las de la policía, no de las que se usan para cosas divertidas. Me las arrojó y las cogí al vuelo—. Ponte una en una muñeca —dijo. Eso hice—. Hay un aro en esa trampilla. Pasa la otra por el aro y cierra las esposas.
Vacilé mientras contemplaba como Francisca se ponía un abrigo; su rostro seguía inexpresivo. Me humedecí los labios y dije:
—No saben el peligro que corren, señora Valmont. No tienen ni idea, por favor, déjenme ayudarlas.
—Me parece que no. Somos profesionales, señor Dresden. Quizá seamos ladronas, pero tenemos una ética del trabajo.
—No han visto lo que le hicieron a Gastón LaRouche —dije—. Cómo lo dejaron.
—¿Acaso hay alguna muerte buena? El aro, señor Dresden.
—Pero…
Anna alzó la pistola.
Torcí el gesto y acerqué las esposas al aro de acero que salía de la pared junto a las escaleras.
Como consecuencia, me encontré mirando la cubierta del barco, cuando mi segundo denario en doce horas bajó corriendo las escaleras directo hacia mí.