Capítulo 10

Subí la escalera a tiempo de escuchar como se cerraba la puerta de un coche en la calle. Perdí mi Mágnum 357 el verano anterior, en una batalla entre las Cortes de las Hadas que tuvo lugar en las nubes sobre el lago Michigan, por eso ahora guardaba la 44 del despacho en casa. Estaba en su cinto, en una percha junto a la puerta, justo encima de una cesta metálica que colgaba de la pared. En ella guardaba agua bendita, un par de cabezas de ajo, viales de sal y esquirlas de hierro; todo pesando como regalo destinado a aquello que asomara por la puerta e intentara chuparme la sangre, llevarme al mundo de las hadas o venderme galletas rancias.

La puerta estaba reforzada con acero y era más resistente que el muro que la rodeaba. Una vez se presentó en casa un demonio, y aquella era una experiencia que no quisiera repetir. Además, no podía comprar más muebles, aunque fueran de segunda mano.

Me puse el cinturón con la pistola, agité mi brazalete escudo y cogí el bastón y la varita mágica. Cualquier cosa que traspasara la puerta tendría que vérselas con mi umbral, el aura de energía protectora de la casa. A la mayoría de los entes sobrenaturales no se les daban bien los umbrales. Después, tendría que atravesar mis escudos, barreras de energía geométricamente alineadas que bloquearían el paso a cualquier intruso corpóreo o mágico, devolviendo la energía a su fuente. Un pequeño y débil tanteo de mis escudos resultaría en un empuje similar contra aquello que intentaba atravesarlos. Un empuje más violento únicamente serviría para que el atacante recibiera un golpe similar. Entre los escudos había sellos de fuego y hielo, que están pensados para liberar explosiones de energía destructiva casi tan potente como la típica mina antipersonas.

Era una defensa sólida y estratificada. Con suerte, bastaría para evitar que aquello que se acercaba, llegara siquiera a la puerta.

Pero como soy un tío tan suertudo, respiré hondo, apunté la varita hacia la puerta y aguardé.

No tardó mucho. Yo esperaba fogonazos de descargas mágicas, aullidos demoníacos, y quizá algo de pirotecnia cuando la magia maligna chocara contra mis conjuros defensivos. En lugar de eso, llamaron educadamente a la puerta.

Fijé la mirada en la puerta desconfiado y luego pregunté:

—¿Quién es?

Una voz profunda y áspera de hombre gruñó:

—El Archivo.

¡Qué coño!

—¿El Archivo qué más?

Evidentemente el sujeto no tenía mucho sentido del humor.

—El Archivo —repitió la voz con firmeza—. El Archivo ha sido seleccionado como emisario en su disputa y está aquí para hablar con el mago Dresden sobre el duelo.

Fruncí el ceño. Recordé vagamente que en la última reunión del Consejo Blanco a la que asistí, alguien se refirió al tal Archivo como parte neutral. En aquel momento imaginé que se trataba de algún tipo de biblioteca arcana. La verdad es que tenía otras cosas en las que pensar en aquel tiempo y no escuché con mucha atención.

—¿Cómo puedo saber que eres quien dices?

Escuché el roce del papel contra la piedra y la esquina de un sobre apareció por debajo de mi puerta.

—La documentación, mago Dresden —respondió la voz—. Y la solicitud de acogerme a las leyes de la hospitalidad durante mi vista.

Sentí como se reducía algo la tensión en mis hombros. Eso era lo bueno de tratar con la comunidad sobrenatural. Si algo te daba su palabra, podías estar tranquilo. Relativamente.

Aunque bueno, quizá el problema fuera mío. De hecho, de todos los seres que he encontrado, yo he sido el más traicionero en lo que se refiere a mantener mi palabra. Quizá por eso me cuesta tanto confiar en la de los demás.

Recogí el sobre y desdoblé una hoja de papel normal donde se certificaba que su portador había sido escogido por el Consejo Blanco para actuar como emisario en el duelo. Pasé la mano por encima y murmuré un conjuro rápido con la última contraseña que me habían pasado los centinelas, y en respuesta apareció un pequeño y brillante pentáculo en el centro de la hoja como una marca de agua luminiscente. Era auténtico.

Doblé el papel, pero no solté ni el bastón ni la varita, al menos de momento. Quité el cerrojo, levanté los escudos y abrí la puerta lo bastante pare echar un vistazo.

Enfrente había un hombre. Era casi tal alto como yo, pero parecía más corpulento, con unas espaldas lo bastante anchas como para hacer que la chaqueta negra y holgada que vestía le estuviera un poco prieta a la altura de los bíceps. Además llevaba una camisa azul marino y estaba colocado de tal forma que desde donde me encontraba, podía ver las arrugas provocadas por la funda de una pistola. Una gorra negra de béisbol le ocultaba en parte el pelo rubio oscuro que de otra manera le habría caído sobre los hombros. No se había afeitado en varios días y tenía una pequeña cicatriz blanca bajo la boca que resaltaba la hendidura de su barbilla. Tenía unos ojos azul grisáceo extrañamente inexpresivos. No es que ocultara lo que sentía. Era más bien como si no hubiera nada ahí dentro.

—¿Dresden? —preguntó.

—Sí. —Lo miré de arriba abajo—. No pareces muy Archivero.

Alzó las cejas, en expresión de tibio interés.

—Soy Kincaid. Vas armado.

—Solo cuando recibo visitas.

—Nunca había visto a nadie del Consejo con un arma. Bien hecho. —Se volvió y agitó la mano—. No tardaremos mucho.

Miré por encima de su hombro.

—¿A qué te refieres?

Un segundo después, una niña pequeña comenzó a bajar las escaleras, agarrándose con una mano a la barandilla. Era una monada, tendría unos siete años, el pelo rubio, liso y fino, como el de los bebés, y lo llevaba sujeto con una diadema. Vestía un sencillo pichi con una blusa blanca, zapatos negros y una parka que parecía algo excesivo para el tiempo que hacía.

Miré a la niña y luego a Kincaid y dije:

—No puedes traer a la cría a estas cosas.

—Claro que sí —dijo Kincaid.

—¿Es qué no encontraste niñera?

La niña se detuvo a un par de peldaños del final de la escalera, de modo que su cabeza y la mía estaban a la misma altura y dijo con una voz seria y marcada por un ligero acento británico:

—Él es mi niñera.

Sentí como las cejas se me disparaban.

—O para ser más precisos, mi conductor —dijo—. ¿Nos dejas pasar? Lo prefiero a quedarme fuera.

Miré fijamente a la cría durante un segundo.

—¿No eres un poco baja para ser bibliotecaria?

—No soy bibliotecaria —repuso la niña—. Soy el Archivo.

—Un momento —dije—. ¿Cómo qué…?

—Soy el Archivo —repitió con voz tranquila y segura—. Supongo que tus escudos detectarían mi presencia. Parecían funcionar bien.

—¿Tú? —dije—. Tienes que estar de coña. —Extendí con cuidado mis sentidos de mago en su dirección. El aire a su alrededor vibraba con energía, diferente de la que esperaría encontrar en torno a un mago, pero igualmente fuerte; era un ronroneo sordo y peligroso como el de las líneas de alta tensión.

Tuve que contener un súbito rictus de aprensión. La niña tenía poder. Tenía un huevo de poder. El suficiente para preguntarme si mis escudos habrían bastado para detenerla si hubiese decidido atravesarlos. El suficiente para hacerme pensar en el pequeño Biily Mumy, el chaval omnipotente de aquel antiguo episodio de La dimensión desconocida.

Me contempló con sus implacables ojos azules a los que de repente yo no quería mirar.

—Te lo puedo explicar, mago —dijo—. Pero no aquí fuera. No tengo interés ni deseo alguno en hacerte daño. Más bien lo contrario.

Fruncí el ceño.

—¿Lo prometes?

—Lo prometo —dijo la niña con solemnidad.

—¿Y que si no, te parta un rayo aquí mismo?

Dibujó una «x» sobre su pecho con el dedo índice.

—Y que si no, me parta un rayo.

Kincaid subió un par de peldaños y miró con prevención la calle.

—Decídete, Dresden, no voy a dejar que se quede aquí fuera por más tiempo.

—¿Y él, qué? —pregunté al Archivo y señalé a Kincaid con la cabeza—. ¿Es de fiar?

—¿Kincaid? —preguntó la niña con cierto desinterés—. ¿Eres de fiar?

—Has pagado hasta abril —contestó el hombre mientras seguía vigilando la calle—. Después puede que consiga alguna oferta mejor.

—Ahí lo tienes —dijo la niña—. Kincaid es de fiar hasta abril. Es un hombre con ética, aunque un tanto particular. —Se estremeció y metió las manos en los bolsillos de su parka. Se encogió de hombros y me miró a la cara.

En general, mis primeras impresiones sobre la gente (salvo que sean mujeres que podrían hacer cosas de mayores conmigo) son bastante acertadas. Creí en la sinceridad del Archivo. Además, era una monada y parecía que empezaba a tener frío.

—Vale —dije—. Pasa.

Me aparté y abrí la puerta. El Archivo entró y le dijo a Kincaid:

—Espera en el coche. Ven a buscarme dentro de diez minutos.

Kincaid la contempló con el ceño fruncido. Luego me miró.

—¿Seguro?

—Sí. —El Archivo pasó junto a mí y comenzó a desabrocharse el abrigo—. Diez minutos. Quiero volver antes de la hora punta.

Kincaid fijó su mirada vacía sobre mí y dijo:

—Sé bueno con la niña, mago. Conozco a los de tu ralea.

—Recibo más amenazas antes de las nueve que la mayoría de la gente en todo un día —respondí, y le cerré la puerta en las narices. Solo por darme el gustazo. Luego eché el cerrojo.

¿Chulo, yo? Qué va.

Encendí un par de velas para tener un poco más de luz en el cuarto de estar, removí el fuego y añadí un poco más de leña en cuanto vi que las brasas se encendían. Mientras estaba en ello, el Archivo se quitó el abrigo, lo dobló con cuidado, lo dejó sobre el brazo de uno de mis cómodos y mullidos sillones y se sentó, con la espalda recta y las manos sobre el regazo. Sus zapatitos negros se balanceaban adelante y atrás sobre el suelo.

La miré un tanto extrañado. No es que no me gusten los críos ni nada de eso, pero no había tratado a muchos. Ahora tenía a una niña sentada en casa esperando que hablara conmigo sobre un duelo. ¿Cómo coño una niña pequeña, aunque tuviera un rico vocabulario, había sido elegida emisario?

—Bueno, ¿cómo te llamas?

—El Archivo —contestó.

—Sí, eso ya lo sé, pero me refiero a tu nombre. Cómo te llama la gente.

—El Archivo —repitió—. No tengo otro nombre. Soy el Archivo, siempre lo he sido.

—No eres humana —dije.

—Incorrecto. Soy una humana de siete años.

—¿Sin nombre? Todo el mundo tiene nombre —repuse—. Yo no puedo llamarte el Archivo.

La niña inclinó la cabeza a un lado al tiempo que arqueaba una ceja dorada.

—¿Y cómo me quieres llamar?

—Ivy —respondí al instante.

—¿Por qué Ivy? —preguntó.

—¿Eres el Archivo, no? Arch-ivo. Arch-ivito. Ivy.

La niña frunció los labios.

—Ivy —dijo y luego asintió lentamente—. Ivy. Muy bien. —Me observó por un momento y añadió—: Adelante, pregúntamelo, mago. Cuanto antes nos quitemos eso de encima mejor.

—¿Quién eres? —pregunté—. ¿Por qué te llaman el Archivo?

Ivy asintió.

—La explicación completa es demasiado complicada para contártela ahora. Pero la versión corta es que soy el recuerdo viviente de la humanidad.

—¿A qué te refieres con el recuerdo viviente?

—Soy la suma del conocimiento humano que ha pasado de generación en generación, de madre a hija. Cultura, ciencia, filosofía, folclore, tradición. Guardo los recuerdos de mil generaciones de humanos. Soy un compendio de todo lo escrito y hablado. Estudio. Aprendo. Ese es mi objetivo, procurar y conservar el conocimiento.

—¿Quieres decir que si se ha escrito, tú lo sabes?

—Lo sé y lo comprendo.

Me senté muy despacio en el sillón y la miré fijamente. Madre mía. Era un concepto casi imposible de asimilar. El conocimiento es poder, y si Ivy me decía la verdad, sabía más que ningún ser vivo.

—¿Cómo conseguiste el puesto?

—Lo heredé de mi madre al nacer —respondió—. Como ella lo heredó de la suya.

—¿Y tu madre permite que un mercenario cuide de ti?

—Claro que no. Mi madre está muerta, mago. —Frunció el ceño—. Bueno, técnicamente, muerta no. Pero todo lo que sabía y todo lo que era pasó a mí. Ella se convirtió en un recipiente vacío. Está en estado vegetativo. —Su mirada se tiñó de nostalgia, de lejanía—. Ahora es libre. Pero desde luego no está viva en el sentido más vital del término.

—Lo siento —dije.

—Pues no sé por qué. Conozco a mi madre y todo lo que la precedió. —Se puso un dedo en la sien—. Está todo aquí.

—¿Sabes cómo hacer magia? —pregunté.

—Prefiero el cálculo.

—Pero sabes hacerla.

—Sí.

Vaya. Si tomaba la reacción de mis escudos como un indicador, significaba que la cría era al menos tan fuerte como cualquier mago del Consejo Blanco. Probablemente más. Pero si eso era cierto…

—Si sabes tanto —dije—, si eres tan poderosa, ¿por qué tienes que contratar a un guardaespaldas para que te traiga aquí?

—No llego a los pedales.

Me dieron ganas de darme de tortas.

—Ah, claro.

Ivy asintió.

—Necesitaré ciertos datos para preparar el duelo. En primer lugar, dónde puedo encontrar a tu padrino y qué arma prefieres.

—Aún no tengo padrino.

Ivy levantó una ceja.

—Entonces tienes hasta la puesta de sol para encontrar uno. Si no, pagarás con el duelo y con tu vida.

—¿Ah, sí? Hum, ¿y quién se cobrará?

La niña me miró durante un momento en silencio. Luego dijo:

—Yo me encargaré.

Tragué saliva y un escalofrío me recorrió el cuerpo. La creí. Sabía que podía hacerlo y que lo haría.

Hum, vale, oye. Tampoco he elegido un arma todavía. Si yo…

—Elige una y ya está, Dresden. Voluntad, destreza, energía o cuerpo.

—Espera —dije—. Creía que podía escoger espadas o pistolas o cosas así.

Ivy negó con la cabeza.

—Lee tu copia de los Acuerdos. Yo soy la que pone las reglas, y quiero que se haga a la antigua. Puedes elegir un duelo de voluntad para saber quién de los dos tiene una mayor firmeza de carácter. Puedes poner a prueba tu destreza frente a la de tu oponente con las armas que elijáis cada uno. Podéis enfrentar vuestros campos de energía. O puedes retarlo a un combate sin armas. —Meditó durante unos segundos—. Aunque esto último no te lo aconsejo.

—Gracias —mascullé—. Escogeré la magia. Energía.

—Supongo que sabes que él lo rechazará y estarás obligado a elegir otra.

Suspiré.

—Sí, pero, hasta entonces, no tengo que decidirme, ¿no?

—No —reconoció Ivy.

Se oyó un golpe en la puerta y me levanté para abrirla. Kincaid me saludó con una inclinación de cabeza, luego se asomó y dijo:

—Diez minutos.

—Gracias, Kincaid —dijo Ivy. Se levantó, sacó una tarjeta de visita de un bolsillo y me la ofreció.

—Cuando tengas padrino llama a este número.

Cogí la tarjeta y asentí.

—Vale.

Justo entonces Mister salió de mi dormitorio y arqueó la espalda con pereza. Después se acercó a mí y se frotó el costado contra mi pierna a modo de saludo.

Ivy pareció sorprendida, contempló a Mister y su rostro de niña de repente se iluminó con una alegría pura y sencilla.

—¡Gatito! —dijo, e inmediatamente se arrodilló para acariciar a Mister. Al minino pareció gustarle. Comenzó a ronronear más alto y rodeó a Ivy, frotándose contra ella mientras ella lo acariciaba y le hablaba con cariño.

Mira tú por dónde. Qué mona. Era solo una niña.

Una niña que sabía más que ningún mortal vivo. Una niña con una terrible cantidad de poder mágico. Una niña que me mataría si escurría el bulto. Pero aun así, una niña.

Alcé la vista hacia Kincaid que miraba con el ceño fruncido como Ivy se deshacía con el gato. Negó con la cabeza y murmuró:

—Esto sí que pone los pelos de punta.