Capítulo 9

Odio las advertencias crípticas. Ya sé que el concepto de críptico y todo lo que engloba, forma parte del mundo de la magia, pero a mí no me va. Es decir, ¿para qué sirve una advertencia así? Los tres caballeros y la población de Chicago desaparecerían si no me involucraba, y alguien sacaría mi número si lo hacía. Aquello sonaba a profecía autocumplida, o a una chorrada de esas.

Las profecías a veces vienen bien, no me malinterpretéis. Los mortales, incluso los magos, todos existimos en un punto finito dentro del fluir del tiempo. O, con palabras más sencillas, si el tiempo fuera un río, entonces tú y yo seríamos dos cantos rodados. Existimos en un punto y en un momento dado, y nos dejamos llevar por las corrientes. Los espíritus en cambio, no siempre tienen ese tipo de existencia. Algunos se parecen más a un hilo que a una piedra, su presencia es casi indetectable, pero ondean corriente arriba y corriente abajo como parte de su experiencia vital, y de esa forma, aprenden más del río que el canto.

Por eso los espíritus oráculo conocen el futuro y el pasado. Viven en los dos al mismo tiempo y de ahí que sus mensajes sean tan misteriosos. Por eso solo utilizan advertencias breves, sueños enigmáticos, chistes proféticos o el sistema que prefieran para dejar pistas. Si te dicen demasiado, cambiará el futuro que ya están viviendo, así que aconsejan de forma sutil.

Ya. A mí también me da dolor de cabeza.

Yo no me fío mucho de las profecías. Aunque estos espíritus sean muy listos y muy viejos, no lo saben todo. Y con lo chalada que está la gente, no me creo que ningún espíritu sea capaz de concretar de forma irrefutable todos los resultados posibles.

Pero dejando de lado las profecías, verdaderas o no, ahora no podía rechazar el caso. En primer lugar, me habían pagado por adelantado y carecía de la holgura financiera necesaria para renunciar al dinero y pagar las facturas al mismo tiempo.

En segundo, el riesgo de muerte inminente ya no me impactaba tanto como antes. No es que no me asustara. Claro que me daba miedo, y era uno de esos miedos inquietantes y horribles que te bloquean y que no sabes cómo abordar. Pero ya había vivido esa situación antes, y lo podía hacer de nuevo.

¿Quieres saber qué otra razón tenía para no echarme atrás? No me gusta que me manipulen. No me gustan las amenazas. Aunque fueran tan educadas, bienintencionadas y amables como la de Michael, me seguían entrando ganas de pegarle a alguien un puñetazo en la nariz. La profecía del oráculo era otra amenaza, aunque encubierta, y yo no permito que ningún espíritu del Más Allá me diga lo que tengo que hacer.

Y para terminar, si la profecía era cierta, Michael y sus hermanos caballeros podrían estar en peligro, y no hacía mucho que me habían salvado el culo. Los podía ayudar. Quizá fueran lo más cuando se trataba de enfrentarse a los malos en una pelea, pero no eran detectives. No podían dar con los ladrones como yo. Solo tenía que hacerlos entrar en razón. Una vez convencidos de que la profecía que habían recibido no era del todo correcta, todo iría bien.

Pff, claro.

Aparté aquellos pensamientos y miré el reloj. Quería seguir la pista de Ulsharavas lo antes posible, pero estaba cansado y así era fácil cometer errores. Con todos los malos sueltos por la ciudad, no tenía sentido salir de noche exhausto y sin un plan. Era mejor esperar a que las pociones estuvieran listas y a que Bob regresara de su misión. La luz del sol reduciría considerablemente el peligro ya que tiene el efecto de incinerar a los vampiros de la Corte Roja y dudaba mucho que a los pirados de los denarios les sentara bien.

Establecidas las prioridades, comprobé mis notas y comencé a preparar un par de pociones que me darían unas cuantas horas de protección contra el veneno narcótico de los vampiros de la Corte Roja. Las pociones eran sencillas. Para elaborar cualquier poción se necesita un líquido como base y luego varios ingredientes con los que se consigue que la magia con la que has imbuido la poción tenga el efecto deseado. Se usa un ingrediente ligado a cada uno de los cinco sentidos, luego otro a la mente y otro al espíritu.

En este caso, quería algo que contrarrestara la saliva venenosa de los vampiros de la Corte Roja, un narcótico que tenía el efecto de provocar euforia y abandono. Necesitaba una poción que destruyera las sensaciones placenteras del veneno.

Utilicé café rancio como ingrediente base. Luego añadí pelos de mofeta, por el olfato. Un trozo pequeño de papel de lija, por el tacto. Eché una foto pequeña de Meat Loaf que corté de una revista, por la vista. El canto de un gallo que guardaba en un pequeño cristal de cuarzo, por el oído, y una aspirina en polvo, por el gusto. Recorté el cartelito con la advertencia de sanidad de un paquete de cigarrillos y lo troceé como ingrediente ligado a la mente. Después encendí un palito de incienso de los que a veces utilizo mientras medito y dirigí algo del humo hacia los dos recipientes, por el espíritu. Una vez que las pociones comenzaron a bullir sobre el quemador, añadí un poco de mi agotada voluntad, liberé la fuerza sobre las mezclas, y las rocié con energía. Burbujearon y subieron con un entusiasmo gratificante.

Las dejé cocer durante un rato, luego las aparté del fuego y las vacié en un par de botellas de plástico. Después me derrumbé sobre un taburete y esperé a que Bob regresara.

Debí de quedarme dormido porque, cuando sonó el teléfono, me levanté sobresaltado y casi me caigo de la silla. Subí la escalera y descolgué.

—Dresden.

—Hoss —dijo una voz ronca y seria desde el otro lado, era Ebenezar McCoy, un antiguo profesor—. ¿Te he despertado?

—No, señor —contesté—. Estaba levantado, trabajando en un caso.

—Suenas tan cansado como la mula de una mina de carbón.

—No me he acostado.

—Ajá —dijo Ebenezar—. Hoss, te llamo para que no te preocupes por la chorrada esa del duelo. Lo vamos a cancelar.

Ebenezar se refería a los miembros del Consejo de Veteranos; siete de los magos más experimentados del Consejo Blanco imbuidos con una autoridad especial que hacían valer sobre todo en los momentos de crisis, cuando había que tomar decisiones rápidamente. Ebenezar había renunciado a formar parte del Consejo de Veteranos durante casi cincuenta años, pero acabó aceptando para bloquear un ataque político potencialmente fatal de los miembros más conservadores del Consejo Blanco contra este que os habla.

—¿Cancelarlo? No, no lo hagáis.

—¿Qué? —preguntó Ebenezar—. ¿Quieres batirte en duelo? ¿Te has golpeado la cabeza, hijo?

Me froté los ojos.

—Sé que parece una locura. Pero ya se me ocurrirá algo para tener alguna opción de ganar.

—Tengo entendido que tienes ya bastante entre manos como para dejar que ese vampiro te apabulle.

—Pero sabía cómo hacerlo —respondí—. Ortega ha traído a un puñado de matones a la ciudad. Vampiros y pistoleros. Dice que si no me enfrento a él, va a matar a mis amigos.

Ebenezar escupió algo en lo que supuse era gaélico.

—Pues más vale que me digas qué ocurrió.

Le conté a Ebenezar mi encuentro con Ortega.

—Oh, y uno de mis contactos dice que la Corte Roja está dividida con respecto a esto. Son muchos los que no quieren que la guerra acabe.

—Pues claro —dijo Ebenezar—. El idiota del Merlín no nos deja pasar a la ofensiva. Cree que sus puñeteras protecciones harán que se rindan.

—¿Cómo están funcionando? —pregunté.

—De momento bien —admitió Ebenezar—. Las protecciones han repelido un gran ataque. Ya no han muerto más miembros del Consejo por asaltos a sus viviendas, aunque los aliados de la Corte Roja están presionando a los nuestros, y unos cuantos centinelas han caído en misiones de espionaje. Pero esto no durará mucho. No puedes ganar una guerra sentado detrás de un muro, esperando que el enemigo se aburra y se vaya.

—¿Qué crees que deberíamos hacer?

—Oficialmente —dijo Ebenezar—, seguir las indicaciones del Merlín. Ahora más que nunca debemos mantenernos unidos.

—¿Y extraoficialmente?

—Piensa un poco —resopló Ebenezar—. Si no hacemos nada, los vampiros ahuyentarán o acabarán con nuestros aliados y luego, tendremos que enfrentarnos a ellos sin ayuda. Oye, Hoss, ¿seguro que quieres batirte en duelo?

—Claro que no —repuse—. Pero en ese momento no tuve más remedio que aceptar. Ya se me ocurrirá algo. Si gano, sería bueno para el Consejo. Un terreno neutral para reunirse y negociar podría venirnos bien.

Ebenezar suspiró.

—Sí. El Merlín pensará lo mismo. —Guardó silencio por un momento y luego dijo—: ¿Esto no se parece en nada a la vida en la granja, eh Hoss?

—No mucho —admití.

—¿Recuerdas el telescopio que montamos en el tejado?

Ebenezar me enseñó todo lo que sé de astronomía durante las largas y oscuras noches de verano que pasamos sentados en la parte de arriba del granero, con las puertas abiertas y millones de estrellas brillando sobre nuestras cabezas, en la oscuridad de las montañas Ozark.

—Lo recuerdo. Y aquel asteroide que descubrimos y luego resultó ser un viejo satélite ruso.

—Asteroide Dresden era un nombre mucho mejor que Kosmos Cinco. —Rió y luego añadió pensativo—: ¿Recuerdas lo que pasó con ese telescopio y con todo lo demás? Siempre quiero preguntártelo, pero al final se me olvida.

—Lo guardamos dentro de un baúl, en el establo.

—¿Con los cuadernos de las observaciones?

—Sí —respondí.

—Oh, muy bien —dijo Ebenezar—. Gracias.

—De nada.

—Hoss, daremos luz verde al duelo si eso es lo que quieres. Pero ten cuidado.

—No tengo pensado morirme todavía —dije—. Pero si me ocurriera algo… —Tosí—. Bueno, si pasara algo, tengo unos papeles en el laboratorio. Sabrás como encontrarlos. Quiero asegurarme de que algunas personas quedan a salvo.

—Por supuesto —dijo Ebenezar—. Pero es probable que me convierta en un viejo gruñón si tengo que subir hasta Chicago dos veces en tan poco tiempo.

—Eso sería terrible.

—Buena suerte, Hoss.

—Gracias.

Colgué el teléfono, me froté los cansados ojos y bajé a trompicones al laboratorio. Ebenezar no lo había dicho, pero la oferta estaba allí, oculta tras el recuerdo de tiempos pasados. Me había ofrecido santuario en su granja. Y no es que no me gustara Chicago, pero la oferta resultaba muy tentadora. Tras un par de duros años dándome de tortas con malos de todo tipo, pasar uno o dos años tranquilos en la granja cerca de Hog Hollow, Misuri, sonaba de maravilla.

Por supuesto, la seguridad que evocaba aquella imagen era una ilusión. La casa de Ebenezar estaría tan bien protegida como la de cualquier otro mago del planeta, y aunque el viejo podía ser un enemigo terrible, la Corte Roja de los vampiros tenía una gran red de apoyo y generalmente no se molestaban en jugar limpio. El verano anterior destruyeron una fortaleza llena de magos, y si entraron allí, podrían hacer lo mismo con el escondite de Ebenezar en Ozark. Si me marchaba al campo y lo descubrían, la granja de mi amigo sería un objetivo demasiado tentador para dejarlo pasar.

Ebenezar también lo sabía, pero él y yo nos parecemos en una cosa, a él tampoco le gustan los abusones. Me acogería encantado y lucharía hasta la muerte contra los rojos si había que hacerlo. Sin embargo yo no quería complicarle la vida de esa manera. Agradecía su apoyo, pero le debía demasiado como para hacerle esa faena.

Además, en Chicago estaba casi igual de seguro. Mis propios conjuros protectores, pantallas defensivas de magia que protegen el apartamento, me habían mantenido sano y salvo durante el último par de años, y la presencia de una gran población mortal evitaba que los vampiros intentaran nada en público. Aparte de los magos y los vampiros, todos en la comunidad sobrenatural sabían muy bien que los simplones y aburridos mortales eran una de las fuerzas más peligrosas de la naturaleza, y procuraban no llamar demasiado la atención de la población en su conjunto.

La población en su conjunto, mientras tanto, hacía todo lo que podía para ignorar la existencia de todo lo sobrenatural, con bastante éxito por cierto. Los vampiros me habían atacado una o dos veces desde el comienzo de la guerra, pero no fue nada que no pudiera controlar, y siempre se cuidaban mucho de no hacerse notar demasiado.

De ahí el desafío de Ortega.

Y bien, ¿cómo coño iba a combatir en un duelo sin usar la magia?

La cama me llamaba, pero ese pensamiento no logró evitar que me hiciera más preguntas. Caminé intranquilo por el cuarto de estar durante un rato, intentando pensar en algún tipo de arma que me diera la mayor ventaja. Ortega era más fuerte, más rápido, tenía más experiencia, y era más resistente a las heridas que yo. ¿Qué arma podía escoger que compensara todo eso? Pensé que si pudiéramos transformar el duelo en un concurso de comer pizza, quizá tuviera una oportunidad, pero tenía la sensación de que la Pizza Especial Súper Extra Mega Top de Luxe no formaba parte del arsenal aprobado.

Miré de nuevo el reloj y torcí el gesto. Solo quedaban unos minutos para el amanecer y Bob aún no había vuelto. Bob era un ser espiritual, un espíritu de intelecto de uno de los rincones más surrealistas del Más Allá. No es que fuera malo, más bien carecía de cualquier tipo de moral, sin embargo al ser un espíritu, la luz del día era una amenaza para él al igual que para los vampiros de la Corte Roja. Si lo atrapaba, podía matarlo.

Faltaban dos minutos para el amanecer cuando llegó Bob. Bajó flotando las escaleras y se dirigió hacia la calavera.

Algo iba mal.

La nube de lucecitas parecida a un remolino de chispas de tenue brillo que era la manifestación de Bob, dio bandazos a izquierda y derecha antes de llegar a la balda donde estaba la calavera. Una estela de gotas púrpura de plasma brillante cayeron de la nube a su paso, convirtiéndose al golpear el suelo en grumos de gelatina transparente. La nube se metió en la calavera y tras un momento, unas tenues llamas violetas aparecieron en sus cuencas vacías.

Uau —dijo Bob con voz cansada.

—¡Madre mía! —mascullé—. Bob, ¿estás bien?

—No.

¿Bob? ¿Monosilábico? Mierda.

—¿Puedo hacer algo para ayudarte?

—No —respondió sin energía—, descanso.

—Pero…

—Debo… informar —dijo Bob.

Vale. Le había enviado a cumplir una misión y tenía ganas de acabar de una vez.

—¿Qué ha pasado?

—Protecciones —respondió Bob—. En casa de Marcone.

Me quedé con la boca abierta.

—¿Qué?

—Protecciones —repitió Bob.

Me senté sobre el taburete.

—¿Cómo ha conseguido Marcone esas protecciones?

El tono de Bob mostró cierto desdén.

—¿Con magia?

El sarcasmo me tranquilizó un poco. Si tenía humor para hacerse el listo, probablemente no estaba tan mal.

—¿Sabes quién tejió las protecciones?

—No. Demasiado buenas.

Joder. Para dejar así a Bob el conjuro tenía que ser de los potentes. Quizá estuviera peor de lo que pensaba.

—¿Y Ortega?

—En Rothchild —contestó Bob—. Con él hay media docena más de vampiros y unos doce mortales.

Las luces de sus cuencas temblaron y perdieron intensidad. No podía arriesgarme a perder a Bob por exigirle demasiado, y espíritu o no, no era inmortal. No temía a las balas ni a los cuchillos, pero había cosas que podían destruirlo.

—De momento me basta —dije—. Ya me contarás el resto después. Ahora duerme un poco.

Las luces de Bob se apagaron sin decir una palabra más.

Yo miré la calavera preocupado durante un momento y luego negué con la cabeza. Cogí las botellas con las pociones, limpié la zona de trabajo y me di media vuelta dispuesto a marcharme y dejar que Bob descansase.

Me había inclinado sobre las velas escudo para apagarlas cuando la verde siseó y se encogió hasta convertirse en un punto diminuto de luz. La vela amarilla a su lado creció de repente con más brillo que una bombilla encendida.

El corazón comenzó a latirme de forma desaforada y un pánico nervioso bailó sobre mi nuca.

Algo se acercaba al apartamento. Eso es lo que significaba cuando la llama pasaba de la vela verde a la amarilla. Los conjuros de aviso que había extendido a un par de manzanas de mi casa habían detectado actividad sobrenatural hostil.

La vela amarilla se apagó y la vela roja explotó en una llama del tamaño de mi cabeza.

«Piedras y estrellas». El intruso que había disparado el sistema de alarma al que las velas estaban conectadas se acercaba; y era grande. O eran muchos. Y avanzaban rápido, porque la vela roja se encendió enseguida. Ya estarían a escasos metros de mi casa.

Subí la escalera de mi laboratorio como una exhalación y me preparé para luchar.