Me pasé todo el camino a casa pensando y maldiciendo mi suerte, mientras el motor del Escarabajo no dejaba de dar nerviosos petardazos. Encontré a Míster sentado al inicio de las escaleras y mientras cerraba la puerta del coche dejó escapar un maullido de protesta. Aunque tenía la varita y el brazalete listos por si algún otro matón de la mafia me esperaba en casa con más pistolas con silenciador, estaba casi seguro de que no había ningún bicho parasubnormal agazapado en las sombras. Mister solía armar bastante barullo justo antes de salir corriendo, cuando había algún peligro sobrenatural oculto.
Lo que demuestra una vez más que mi gato tiene bastante más sentido común que yo.
Mister se enredó en mis piernas y casi consiguió que me cayera por las escaleras. Entré rápidamente y cerré la puerta con cerrojo tras de mí.
Encendí una vela, eché comida y agua fresca en los cuencos de Mister y pasé un par de minutos caminando por la habitación arriba y abajo. Contemplé la cama y descarté la idea por inútil. Estaba demasiado nervioso para dormir, a pesar del cansancio. Tenía la sensación de estar con el agua al cuello, mientras un montón de tiburones nadaban a mi alrededor.
—Muy bien, Harry —mascullé—, ya que estás así, al menos aprovecha para trabajar un poco.
Cogí del perchero una cálida y pesada bata, aparté una de las alfombras y abrí la trampilla que conducía al sótano de mi sótano. Una escalera plegable llevaba a la húmeda cámara de piedra donde tenía mi laboratorio. Bajé los escalones de madera arrastrando el dobladillo de la bata.
Una vez allí, encendí varias velas. Mi laboratorio, salvo algún episodio esporádico de locura, suele reflejar mi estado de ánimo; es un lugar confuso, abandonado, desordenado, pero en general muy práctico. El cuarto no es muy grande. Hay tres mesas pegadas a las paredes formando una «U» y una cuarta situada en el centro, con un pequeño pasillo en torno a ella. Por encima de las mesas, varias estanterías metálicas cubren las paredes. Apilados sobre los estantes y las mesas hay una gran variedad de ingredientes mágicos, más un conjunto de herramientas y utensilios que en casas de más postín se suelen guardar siempre en un gran armario de la cocina. Libros, cuadernos, revistas y periódicos se amontonan en las baldas junto a frascos, cajas y bolsas llenas de todo tipo de hierbas, raíces y sustancias mágicas; desde una botella de siseos de serpiente a un vial de extracto de leche de cardo.
Al final de la habitación hay un pequeño espacio completamente despejado: allí está mi círculo de invocaciones, un anillo de cobre insertado en la piedra del suelo. La experiencia me ha enseñado que uno nunca sabe cuándo necesitará un círculo ritual para defenderse de un ataque mágico, o para retener de forma temporal a un residente del Más Allá, que es su otra aplicación más evidente.
En una de las estanterías suelo guardar menos cosas que en las demás. En sus extremos hay sendos candelabros cubiertos por vieja cera derretida de diferentes colores, de hecho parecen un par de extraños montículos, una especie de Vesubios de cera de abeja en miniatura. Numerosos libros, sobre todo novelas de amor en edición de bolsillo, y algunos pequeños artículos femeninos ocupan el resto de la balda, salvo por la reluciente calavera humana que descansa en su centro. Cogí un lapicero y golpeé con él la estantería.
—Bob, Bob, despierta. Tenemos trabajo.
Dos puntos de luz anaranjada y dorada aparecieron en las oscuras cuencas de la calavera y se fueron haciendo más brillantes mientras yo me encargaba de encender una lámpara de queroseno y media docena de velas repartidas por toda la habitación. La calavera se agitó un poco y luego dijo:
—¿Faltan varias horas para que amanezca y ya te has puesto en marcha? ¿A qué se debe?
Comencé a coger varias cubetas, viales y un pequeño quemador de alcohol.
—Más problemas —dije—. He tenido un día horroroso. —Le conté a Bob, la Calavera, lo del programa de televisión, el desafío del vampiro, el matón, el Sudario perdido y el cuerpo plagado de enfermedades.
—Uau. Tú no haces las cosas a medias, ¿verdad, Harry?
—Aconseja ahora; critica después. Necesito sacar algo en claro y preparar una poción o dos, y tú me vas a ayudar.
—Vale —dijo Bob—. ¿Por dónde quieres empezar?
—Empecemos por Ortega. ¿Dónde está mi copia de los Acuerdos?
—En la caja de cartón —dijo Bob—. Tercera estantería, balda inferior, detrás de los tarros.
Encontré la caja y rebusqué dentro hasta que encontré un rollo de pergamino atado con una cinta blanca. Lo desenrollé y eché un vistazo al texto escrito a mano. Comenzaba con la expresión, «a tal efecto» y a partir de ahí la sintaxis se iba oscureciendo gradualmente.
—No entiendo nada de esto —dije—. ¿Dónde está la sección sobre duelos?
—Párrafo quinto desde el final. ¿Quieres la versión abreviada?
Enrollé de nuevo el pergamino.
—Venga.
—Se basa en el Código Duello —dijo Bob—. Bueno, en realidad se fundamenta sobre normas mucho más antiguas que son las que inspiraron el Código Duello, pero bueno, ahora eso da igual. Ortega es el retador y tú eres el retado.
—Eso ya lo sé. Yo soy el que escoge las armas y el lugar ¿no?
—No —dijo Bob—. Tú eliges las armas, pero él escoge el momento y el lugar.
—Mierda —murmuré—. Iba a elegir un parque cualquiera al mediodía. Pero supongo que también puedo escoger la magia como arma.
—Siempre que sea una de las opciones disponibles. En general, lo suele ser.
—¿Quién lo decide?
—Los vampiros y el Consejo escogerán a un emisario neutral de una lista. Es el emisario elegido quien decide.
Asentí.
—Así que si no permiten esa opción estoy jodido, ¿no? Porque bueno, siendo mago, está claro que la magia es lo mío.
—Sí, pero ten cuidado. Debe ser un arma que él también pueda usar. Si escoges una que solo tú conozcas, él la puede rechazar y obligarte a escoger otra —dijo Bob.
—¿Y eso qué significa?
—Eso significa que pase lo que pase, si no quiere enfrentarse a ti con magia, no tendrá que hacerlo. Ortega no ha llegado a caudillo sin pensar bien las cosas, Harry. Lo más probable es que tenga una idea de lo que puedes hacer y haya planeado algo para contrarrestarlo. ¿Qué sabes de él?
—No mucho. Solo que parece un tipo duro.
Las luces de Bob se clavaron en mí por un momento.
—Bueno, Napoleón, dudo mucho que jamás se enfrentara a un genio táctico como tú.
Le di un golpe con el lapicero que rebotó en el agujero de la nariz.
—Ve al grano.
—El grano es que lo mejor para ti es actuar sobre seguro.
—Lo mejor para mí es no combatir, empezando por ahí —dije—. ¿Necesitaré un padrino?
—Sí, los dos —respondió Bob—. Los padrinos son los que establecen los términos del duelo. El suyo se pondrá en contacto con el tuyo cuando proceda.
—Hum, yo aún no tengo padrino.
La calavera se giró un poco hacia la pared y se dio unos golpecitos en la frente.
—Pues tendrás que conseguir uno, pringado. Es evidente.
Cogí otro lapicero y una hoja de papel amarillento y escribí «Cosas pendientes» en la parte superior, y «Preguntar a Michael sobre el duelo» justo debajo.
—Vale, y quiero que averigües todo lo que puedas sobre Ortega antes de que amanezca.
—Entonces —dijo Bob—, ¿me das permiso para salir?
—Aún no. Hay más.
Bob puso las luces en blanco.
—Claro que hay más. Este trabajo es una mierda.
Saqué un bote de agua destilada y una lata de Coca-Cola. Abrí la lata, di un trago y dije:
—El cadáver que me enseñó Murphy. ¿Maldición infecta?
—Probablemente —dijo Bob—. Pero si realmente tenía tantas enfermedades, era de las grandes.
—¿Cómo de grande?
—Mayor que el conjuro que utilizó hace unos años el Hombresombra para desgarrar corazones.
Silbé.
—Y eso que extraía la energía de tormentas y ritos ceremoniales. ¿Qué haría falta para dar fuerza a una maldición como esta?
—En realidad las maldiciones no son lo mío —se excusó Bob—, pero mucha. Algo así como un alineamiento mágico o un sacrificio humano.
Bebí otro trago de Coca-Cola y negué con la cabeza.
—Aquí hay alguien sin escrúpulos que va a por todas.
—Puede que los centinelas quisieran dar una lección a algún agente de la Corte Roja —sugirió Bob meditabundo.
—Imposible —contesté—. Jamás usarían la magia de ese modo. Incluso si técnicamente el tío murió por enfermedad, sería una estupidez quebrantar la Primera Ley.
—¿Quién más tiene ese tipo de poder? —me preguntó Bob.
Busqué una página en blanco y dibujé una versión un tanto burda del tatuaje del cadáver. Lo alcé para mostrárselo a Bob.
—Puede que alguien a quien no le gustara esto.
—El Ojo de Thoth —dijo Bob—. ¿Tenía eso tatuado?
—Sí. ¿Pertenecía a algún tipo de club privado?
—Puede. Aunque el ojo es un símbolo muy popular en el ocultismo, así que no puedes descartar que fuera por libre.
—Vale —dije—. ¿Y quién lo usa?
—Muchos grupos. Hermandades relacionadas con el Consejo Blanco, sociedades históricas, un par de grupos marginales de expertos en ocultismo, cultos a la personalidad, psíquicos televisivos, héroes de cómics…
—Vale, ya lo pillo —repuse. Volví la página y de pura memoria, dibujé el símbolo que había visto en la frente del demonio Ursiel—. ¿Reconoces esto?
Las luces de Bob se dilataron.
—¿Estás loco? Harry, rompe ese papel. ¡Quémalo!
Fruncí el ceño.
—Bob, espera un poco…
—¡Ahora!
La voz de la calavera sonaba aterrada, y yo me pongo nervioso cuando Bob se asusta. Hay pocas cosas que inquieten a Bob y lo saquen de su habitual pose de consejero sabelotodo. Rompí el papel.
—Así que lo has reconocido.
—Sí. Y no quiero tener nada que ver con esa chusma.
—De eso nada, Bob. Necesito información. Están en la ciudad, me han tendido una emboscada y estoy seguro de que quieren el Sudario.
—Pues que se lo queden —dijo Bob—. No, en serio. No tienes ni idea de la clase de poder que tiene ese grupito.
—Los caídos, lo sé —respondí—. La Orden de los Denarios Negros. Pero ellos también deben respetar las reglas, ¿no?
—Harry, no son solo los caídos. Las personas que han atrapado son casi tan malas como ellos. Asesinos, envenenadores, guerreros, brujos…
—¿Brujos?
—Las monedas los convierten en inmortales. Algunos miembros de la Orden llevan hasta mil años haciendo magia, puede que más. Con todo ese tiempo, incluso al más modesto de los talentos le salen dientes. No importa todo lo que hayan aprendido con la experiencia o lo que les haya proporcionado mayor fuerza, incluso sin superpoderes infernales, seguirían siendo muy chungos.
Fruncí el ceño y rompí el papel en trozos aún más pequeños.
—¿Lo bastante chungos para realizar la maldición?
—No hay duda de que tienen los conocimientos. Pero son tan chungos que no necesitarían recurrir a algo tan grande.
—Genial —repuse. Me froté los ojos—. Vale, bien. Hay peces gordos por todas partes. Quiero que encuentres el Sudario.
—No puedo —dijo Bob.
—Enróllate un poco, Bob. ¿Cuántos trapos de lino de dos mil años hay en la ciudad?
—No se trata de eso, Harry. El Sudario no…
Bob parecía no encontrar las palabras adecuadas.
—No existe en la misma longitud de onda que yo. Está fuera de mi jurisdicción.
—¿Pero qué dices?
—Soy un espíritu de intelecto, Harry. De razón, de lógica. El Sudario es otra cosa. Es un símbolo de fe.
—¿Qué? —pregunté—. Eso no tiene sentido.
—No lo sabes todo, Harry —dijo Bob—. Ni siquiera sabes mucho. Al Sudario no lo puedo tocar. No puedo ni acercarme. Y si lo intentara, estaría cruzando unos límites prohibidos. No pienso enfrentarme a los ángeles, Dresden, caídos o no.
Suspiré y alcé las manos.
—Vale, vale. ¿Conoces a alguien con quien pueda hablar?
Bob guardó silencio por un momento antes de decir:
—Quizá. Ulsharavas.
—¿Ulsha qué?
—Ulsharavas. Una aliada de los loa, es un espíritu oráculo. Tienes los detalles hacia la mitad de tu copia de La guía Dumont de Invocacionadores.
—¿Cómo son sus tarifas?
—Razonables —contestó Bob—. Tienes todo lo necesario para la invocación. Y no es especialmente retorcida.
—¿Ah no?
—Los loa son en el fondo buena gente, pero también tienen un lado oscuro. Ulsharavas es una guía muy amable, pero ya ha dado más de una sorpresa. No bajes la guardia.
—No lo haré —dije con el ceño fruncido—. Una cosa más. Pásate por la casa de Marcone y comprueba si hay algo interesante por allí. No tienes que ir en plan inspector Clouseau, solo echa un rápido vistazo.
—¿Crees que Marcone está metido en esto?
—Sus chicos han intentado matarme, así que no está de más investigar un poco. Te doy permiso para que salgas en busca de información, Bob. Vuelve antes del amanecer. Oh, ¿aún tenemos la receta para el antídoto contra la baba de vampiro?
Una nube de luces naranjas salió volando de la calavera, sobrevoló la mesa y subió las escaleras. La voz de Bob, con una extraña reverberación me llegó flotando:
—Cuaderno rojo. No olvides activar las alarmas mientras estoy fuera.
—Sí, sí —mascullé. Le di a Bob un minuto para que atravesara mis escudos y luego bajé el candelabro con tres velas de colores verde, amarillo y rojo. Encendí la verde y dejé el candelabro a un lado. Saqué la Guía Dumont y leí lo que decía sobre Ulsharavas. Parecía muy sencillo, aunque había que andar con ojo siempre que se atraía algo del Más Allá.
Tardé un par de minutos en reunir lo que iba a necesitar. El espíritu oráculo no podía agenciarse un cuerpo por sí solo, ni siquiera una borrosa nube de luz, como Bob. Necesitaba algo sólido para manifestarse en el mundo mortal. Dumont recomendaba un cadáver reciente, pero como el único que probablemente encontraría sería el mío, busqué un sustituto. Lo encontré en otra caja y lo coloqué en el centro de mi círculo de invocaciones.
Añadí una taza de güisqui y una lata recién abierta de tabaco de mascar Prince Albert, el pago requerido para conseguir que Ulsharavas hiciera acto de presencia. Aquel era el último güisqui que me quedaba y las últimas latas dé tabaco, así que añadí «Comprar güisqui y tabaco Prince Albert en lata» a mi lista de cosas pendientes y la guardé en un bolsillo.
Pasé un par de minutos barriendo el suelo alrededor del círculo, para que ningún pelo o pedazo de papel se colara dentro y estropeara la invocación. Después de meditar durante un rato, dibujé con tiza otro círculo por fuera del de cobre. Luego me tomé un momento para repasar lo que ponía en la guía y después intenté librarme de cualquier distracción.
Respiré hondo y reuní fuerza. Me concentré, me agaché y toqué el círculo de cobre, imbuyéndolo de poder con un ligero golpecito. El círculo de invocaciones se cerró. Sentí un leve cosquilleo en la nuca y un tenue calor en el rostro. Repetí el proceso con el círculo de tiza, añadiendo una segunda capa, y luego me arrodillé a su lado, alzando las manos con las palmas hacia arriba.
—Ulsharavas —murmuré, dotando a las palabras de energía. Mi voz tembló de forma extraña, fluctuando de una forma aparentemente aleatoria—. Ulsharavas. Ulsharavas. El perdido en la ignorancia te busca. El ciego por falta de conocimiento quiere tu luz. Ven a mí, guardiana de la memoria, centinela de lo que ha de venir. Acepta esta ofrenda y responde a mi llamada.
Tras el ritual de palabras, liberé la energía que había estado conteniendo, la dirigí hacia el círculo, y a través de él, salió hacia el Más Allá, en busca del espíritu oráculo.
La respuesta fue inmediata. Un repentino torbellino de luz apareció dentro del círculo de cobre e hizo visible la barrera que lo delimitaba como un plano curvo de chispas azules. Las luces descendieron sobre el cuerpo elegido, un momento después se estremeció y a continuación se sentó.
—Bienvenido, oráculo —dije—. Bob, la Calavera me dijo que quizá podrías ayudarme.
La miniatura humana estiró sus brazos regordetes. Después pestañeó y se los miró, entonces se puso en pie y se contempló. Luego me miró, alzando una ceja y preguntó con una fina vocecita:
—¿Una muñeca repollo? ¿Esperas que te ayude con esto puesto?
Era una muñeca muy mona. Unos tirabuzones dorados caían sobre sus hombros de felpa, llevaba un vestido campestre como del siglo pasado, varios lazos a juego y unos zapatos negros que completaban el conjunto.
—Oh ya, lo siento —me excusé—. No tenía otra cosa con dos brazos y dos piernas, y ando mal de tiempo.
Ulsharavas, la Muñeca Repollo suspiró y se sentó dentro del círculo con las piernas estiradas como un osito de peluche. Le costó un poco coger la taza de güisqui que a su lado resultaba descomunal, pero lo consiguió. Parecía que levantase un enorme barril, pero se ventiló el güisqui de un solo trago. No sé adonde fue, ya que la muñeca en realidad no tenía boca ni estómago, pero no derramó ni una gota. Después metió una manita en la lata de tabaco y se llevó un puñado a la boca.
—Bueno —dijo mientras masticaba—, quieres saber dónde está el Sudario y quién lo ha robado.
La miré sorprendido.
—Pues sí. Vaya, eres muy buena.
—Hay dos problemas.
Fruncí el ceño.
—Vale, ¿cuáles son?
Ulsharavas me miró fijamente y dijo:
—Primero, yo no trabajo para bokkors.
—Yo no soy un bokkor —protesté.
—Tampoco un houngun. Ni un mambo. Lo que quiere decir que eres un brujo.
—Un mago —la corregí—. Pertenezco al Consejo Blanco.
La muñeca ladeó la cabeza.
—Estás marcado —dijo—. Detecto magia negra a tu alrededor.
—Es una larga historia —contesté—. Pero la mayoría no es mía.
—Pero hay otra que sí lo es.
La miré molesto y luego asentí.
—Vale, quizá haya tomado un par de decisiones equivocadas.
—También eres sincero —señaló Ulsharavas—. Con eso me vale. El segundo problema es mi tarifa.
—¿Qué tenías pensado?
La muñeca volvió la cabeza para escupir y el tabaco mascado cayó al suelo.
—Una respuesta sincera a una pregunta. Contéstame y te diré lo que quieres saber.
—Sí, claro —dije—. Y ahora es cuando me preguntas mi nombre. Esta ya me la sé.
—No he dicho que tengas que darme una respuesta completa —dijo la muñeca—. Desde luego no pretendo ponerte en peligro. Pero lo que digas, tiene que ser sincero.
Pensé en su propuesta durante un minuto y luego dije:
—Vale, hecho.
Ulsharavas se metió más tabaco en la boca y comenzó a mascar.
—Respóndeme solo a esto. ¿Por qué haces lo que haces?
La miré extrañado.
—¿Te refieres a ahora?
—Me refiero a siempre —contestó—. ¿Por qué eres mago? ¿Por qué no ocultas tu condición? ¿Por qué ayudas a otros mortales?
—Eh… —dije. Me puse de pie y me acerqué a la mesa—. ¿Qué otra cosa puedo hacer?
—Exacto —dijo la muñeca, y escupió—. Podrías hacer muchas otras cosas. Podrías buscar un propósito a tu vida de otra forma. Podrías recluirte y estudiar. Podrías utilizar tu habilidad para conseguir bienes materiales y riquezas. Incluso dentro de tu profesión de detective, podrías hacer más por evitar ciertos enfrentamientos. Pero en lugar de eso, vives en una casa pobre, tienes un despacho mísero y te enfrentas a toda clase de enemigos, mortales y sobrenaturales. ¿Por qué?
Me senté sobre la mesa, crucé los brazos y miré pensativo a la muñeca.
—¿Qué clase de pregunta es esa?
—Una muy importante —dijo—. Y que accediste a contestar con sinceridad.
—Bueno —repuse—, supongo que quería hacer algo para ayudar a la gente. Algo que se me diera bien.
—¿Esa es la razón? —preguntó.
Le di vueltas a la idea durante un momento. ¿Por qué había comenzado con todo aquello? Porque bueno, casi cada pocos meses me veía involucrado en situaciones que podían terminar conmigo asesinado de mil maneras terribles. La mayoría de los magos nunca tenían esos problemas. Se quedaban en casa, se ocupaban de sus asuntos y generalmente, seguían con sus vidas como si nada. No retaban a otras fuerzas sobrenaturales. No hablaban en público de su condición de magos. No se metían en líos por fisgar en los asuntos de otras personas, previo pago o de forma gratuita. No comenzaban guerras, no los retaba en duelo un caudillo de los vampiros, ni les destrozaban las ventanas del coche a balazos.
Entonces, ¿por qué lo hacía? ¿No sería un masoquista con tendencias suicidas? Quizá padeciese algún tipo de disfunción psicológica…
¿Por qué?
—No lo sé —dije por fin—. Supongo que tampoco he pensado mucho en ello.
La muñeca me miró con una intensidad inquietante durante un minuto antes de asentir.
—¿No crees que deberías?
Bajé la mirada hacia mis zapatos y no contesté.
Ulsharavas cogió un último puñado de tabaco, volvió a sentarse y se recolocó el vestido con decoro.
—El Sudario y los ladrones que buscas están en un pequeño barco alquilado, anclado en el puerto. Es un yate de placer llamado Etranger.
Asentí y exhalé por la nariz.
—Vale, pues gracias por tu ayuda.
Ulsharavas alzó una manita.
—Una cosa más, mago. Debes saber por qué los caballeros del Dios Blanco quieren que te alejes del Sudario.
Alcé una ceja.
—¿Porqué?
—Les han revelado parte de una profecía. Según dicha profecía, si buscas el Sudario, es casi seguro que morirás.
—¿Es solo una parte de la profecía? —pregunté.
—Sí. Su adversario escondió la otra parte.
Negué con la cabeza.
—¿Por qué me cuentas esto?
—Porque —dijo Ulsharavas— debes escuchar la segunda parte de la profecía si quieres restaurar el equilibrio.
—Ah, vale.
La muñeca asintió y fijó en mí su inquietante mirada.
—Si buscas el Sudario, Harry Dresden, es casi seguro que morirás.
—Ya —dije—. ¿Y qué pasa si no lo busco?
La muñeca se recostó y unas lucecitas comenzaron a abandonar su cuerpo para dirigirse al lugar del Más Allá de donde Ulsharavas había venido. Su voz sonó apagada, como si hablara desde muy lejos.
—Si no lo buscas, todos morirán. Y esta ciudad con ellos.