Capítulo 7

Seguí la camioneta pickup blanca de Michael con mi Escarabajo Azul hasta la catedral de Santa María de los Ángeles. Es una iglesia enorme, un símbolo de la ciudad. Si os gusta el estilo gótico en arquitectura, Santa María es un buen ejemplo. Aparcamos cerca de la parte de atrás del edificio y caminamos hasta la entrada de servicio, una sencilla puerta de roble enmarcada por cuidados rosales trepadores.

Michael golpeó la madera un par de veces y escuché como alguien descorría varios cerrojos antes de abrir la puerta.

En el umbral apareció el padre Anthony Forthill. Era un hombre de cincuenta y tantos, calvo y con algo de sobrepeso ganado con los años. El negro de su camisa y sus pantalones hacía resaltar el blanco inmaculado de su alzacuellos. Era más alto que Shiro, pero mucho más bajo que el resto de nosotros y tras las gafas, sus ojos parecían cansados.

—¿Ha salido bien? —preguntó a Michael.

—En parte —respondió, luego alzó el paño doblado y dijo—: Ponga esto en el barril, por favor. Y voy a tener que entablillar un brazo.

Forthill se estremeció y asió el paño doblado con la clase de respeto reverencial que se suele mostrar solo a explosivos o muestras de virus letales.

—Ahora mismo. Buenas noches, señor Dresden. Adelante, pasen todos.

—Padre —contesté—, tiene usted pinta de sentirse tan bien como yo.

Forthill intentó sonreír y luego se alejó en silencio por el pasillo. Michael nos guió por el interior de la iglesia; subimos unas escaleras y llegamos a una especie de almacén donde había un montón de cajas apiladas hasta el techo que tapaban las ventanas, y unas camas plegables. Un par de lámparas antiguas que no hacían juego iluminaban la habitación con una suave luz dorada.

—Traeré comida y algo para beber —dijo Michael en voz baja mientras se dirigía hacia la puerta—. Y tengo que llamar a Charity. Sanya, será mejor que te sientes hasta que examinemos bien ese brazo.

—Estaré bien —dijo Sanya—. Ayudaré con la comida.

Shiro resopló y dijo:

—Siéntate, hijo. —Se encaminó hacia la puerta y cuando estuvo frente a Michael dijo—: Llama a tu mujer, yo me encargaré de lo demás. —Los dos se marcharon juntos y sus voces se convirtieron en ton murmullo conforme se alejaban por el pasillo.

Sanya miró furioso en dirección a la puerta por un momento y luego se sentó en una de las camas. Echó un vistazo a la habitación y dijo:

—Utilizas las fuerzas de la magia, supongo.

Me crucé de brazos y me apoyé contra la pared.

—¿Cómo lo has descubierto?

Me mostró los dientes, blancos en contraste con su oscura piel.

—¿Desde cuándo eres wiccano?

—¿Qué soy qué?

—Un pagano, un brujo.

—Yo no soy brujo —contesté mientras miraba la puerta—. Soy mago.

Sanya frunció el ceño.

—¿Cuál es la diferencia?

—Los magos somos más guapos.

Me miró sin comprender nada.

—Nadie me ríe las gracias —murmuré—. La wicca es una religión. Algo más deslavada que las demás, pero una religión al fin y al cabo.

—¿Y?

—Y yo no soy un tío religioso. Hago magia, claro, pero es como… ser mecánico. O ingeniero. Hay fuerzas que se comportan de cierta forma. Si sabes lo que haces, puedes conseguir que trabajen para ti y para eso no es necesario meter en el ajo a ningún dios o diosa.

El rostro de Sanya reflejaba sorpresa.

—Entonces no eres creyente.

—No quisiera que ninguna fe tuviera que cargar conmigo como practicante.

El ruso alto me contempló por un momento y luego asintió lentamente.

—Yo siento lo mismo.

Arqueé una ceja al estilo del señor Spock.

—¿Es una broma, no?

Negó con la cabeza.

—No. Soy ateo desde que era niño.

—Tienes que estar de coña. Eres un caballero de la Cruz.

Da —dijo.

—Entonces si no crees en nada, arriesgas tu vida para ayudar a otros porque…

—Porque hay que hacerlo —contestó sin dudar—. Algunos debemos correr ciertos peligros por el bien de la humanidad. Debemos dedicar nuestras vidas y nuestras fuerzas a proteger a la comunidad.

—Un momento —dije—. ¿Te convertiste en un caballero de la Cruz porque eres comunista?

El rostro de Sanya se retorció en una mueca de repulsión.

—Claro que no. Soy trotskista, que es muy distinto.

Contuve como pude el ataque de risa, pero era complicado.

—¿Cómo conseguiste la espada?

Descansó su mano buena sobre la empuñadura del sable, que yacía a su lado en la cama.

Esperacchius. Me la dio Mijail.

—¿Qué Mijail? ¿Michael? ¿Y cuando ha ido Michael a Rusia?

—No este Michael —repuso Sanya. Señaló con el dedo hacia arriba—. El otro, el arcángel san Miguel.

Lo miré incrédulo por un momento y luego dije:

—Ya, así que un arcángel te da una espada sagrada, te dice que luches contra las fuerzas del mal y aun así, tú sigues siendo ateo. ¿Es eso lo que estás diciendo?

Sanya volvió a fruncir el ceño.

—¿Y no te parece una estupidez monumental?

Su mirada se oscureció durante unos segundos, pero luego respiró hondo y asintió.

—Puede que en realidad sea agnóstico.

—¿Agnóstico?

—Es la persona que se muestra escéptica ante la existencia de un poder divino —dijo.

—Ya sé lo que significa —contesté—. Lo que me sorprende es que digas eso de ti. Porque tú has visto más de un poder divino. Joder, uno de esos poderes te ha roto un brazo hace media hora.

—Hay muchas cosas capaces de romper brazos. Tú mismo dijiste que no necesitas un dios o una diosa para dar sentido a tus experiencias con el mundo sobrenatural.

—Sí, pero no soy agnóstico. Simplemente no tomo partido. En cuestiones teológicas, soy Suiza, así de simple.

—Eso es pura semántica —dijo Sanya—. No comprendo tu postura.

Respiré hondo, todavía luchando contra un posible ataque de risa y dije: —Sanya, mi postura es que hay que ser muy cabezón para sentarte en esa cama y decir, después de ver lo que has visto, que no estás seguro de si existe Dios.

Alzó la barbilla y contestó:

—No necesariamente. Puede que esté loco y todo esto solo sea una alucinación.

Entonces fue cuando me entró la risa. No pude evitarlo. Estaba demasiado cansado y tenso para contenerme. Reí y disfruté del momento a conciencia, mientras Sanya permanecía sentado en su camastro fulminándome con la mirada y con cuidado de no mover el brazo herido.

Shiro apareció en la puerta con una bandeja de sándwiches y verduras en vinagre. Nos miró sorprendido a través de sus gafas de culo de vaso primero a Sanya y luego a mí. Dijo algo a Sanya en un idioma que me pareció ruso. El joven caballero redirigió su mirada de enfado a Shiro, pero asintió en un gesto lo bastante marcado para considerarlo una inclinación de cabeza, luego se levantó, cogió dos sándwiches con una de sus enormes manos y salió de la habitación.

Shiro esperó a que Sanya se hubiera marchado antes de dejar la bandeja sobre una mesa de jugar a las cartas. Mi estómago se volvió loco al ver los sándwiches. Ese es el efecto que tiene sobre mí la mezcla de esfuerzo extenuante y miedo tremebundo. Shiro señaló la mesa con una inclinación de cabeza y abrió un par de sillas plegables. Me senté, agarré un sándwich y comencé a comer. Pavo y queso. Una delicia.

El viejo caballero cogió otro para él y lo comió con lo que me pareció un apetito bastante similar. Masticamos en silencio durante un rato hasta que dijo:

—Sanya te ha hablado de sus creencias.

Sentí como las comisuras de la boca se me curvaban hacia arriba y contesté: —Sí.

Shiro resopló con complacencia.

—Sanya es un buen hombre.

—No entiendo por qué lo reclutaron para ser caballero de la Cruz.

Shiro me miró por encima de sus gafas mientras masticaba. Después de un rato dijo:

—El hombre ve caras, pieles, banderas, asociaciones, listas… —Dio otro mordisco más grande, tragó y añadió—: Dios solo ve corazones.

—Si tú lo dices —dije.

No contestó. Justo cuando terminé mi sándwich, Shiro dijo:

—Buscas el Sudario.

—Es un asunto confidencial —repuse.

—Si tú lo dices —dijo, imitando la inflexión de voz. Las arrugas que rodeaban sus ojos se hicieron más profundas—. ¿Por qué?

—¿Por qué, qué?

—¿Por qué lo buscas? —me preguntó mientras masticaba.

—Si lo estuviera buscando, y no digo que ese sea el caso, lo haría porque me han contratado para eso.

—Es trabajo —dijo.

—Sí.

—¿Lo haces por dinero? —dijo.

—Sí.

—Hum —repuso y empujó las gafas hacia arriba con el dedo meñique—. ¿Te gusta mucho el dinero, mago Dresden?

Cogí una servilleta de un lado de la bandeja y me limpié la boca.

—Antes creía que me gustaba, pero ahora sé que es una cuestión de dependencia.

Shiro dejó escapar una gran carcajada y se levantó entre risas.

—¿El sándwich está bueno?

—Guay.

Michael entró unos minutos después con cara de preocupación. No había ningún reloj en la habitación, pero debían de ser más de las doce. Pensé que si yo hubiese llamado a Charity Carpenter tan tarde, también tendría esa cara. Era una fiera en lo concerniente a la seguridad de su marido, sobre todo si sabía que yo andaba cerca. Vale, admito que Michael solía volver bastante magullado cada vez que me ayudaba en uno de mis casos, pero aun así, no me parecía justo. Ni que yo lo hiciera a propósito.

—¿Charity no se ha quedado contenta? —pregunté.

Michael negó con la cabeza.

—Está preocupada. ¿Queda algún sándwich?

Había un par. Michael cogió uno, y yo otro más para acompañarlo. Mientras comíamos, Shiro sacó su espada y un estuche de limpieza, y comenzó a frotar la hoja con un paño suave y una especie de aceite.

—Harry —dijo por fin Michael—, tengo que pedirte una cosa. Es muy difícil. Y es algo que ni siquiera consideraría en circunstancias normales.

—Claro, lo que sea —dije mientras masticaba. En aquel momento, era totalmente sincero. Michael había arriesgado su vida por mí en más de una ocasión. Incluso su familia estuvo en peligro en nuestra última aventura juntos. Además lo conocía lo bastante como para saber que no me pediría nada imposible—. Está hecho, te debo más de una.

Michael asintió. Luego me miró fijamente y dijo:

—Abandona el caso, Harry. Vete un par de días fuera de la ciudad. O quédate en casa. Pero no sigas con él, por favor.

Lo miré extrañado.

—¿Quieres decir que no quieres mi ayuda?

—Prefiero que estés a salvo —repuso Michael—. Corres un grave peligro.

—¿Estás de coña? —pregunté—. Michael, me apaño bastante bien. Ya deberías saberlo.

—Te apañas bien sí, ¿cómo esta noche? Harry, si no llegamos a aparecer por allí…

—¿Qué? —grité—. Estaría muerto. Pero eso es algo que pasará antes o después. Hay tantos tíos que me quieren matar que al final alguno de ellos acabará teniendo éxito. Así qué cuéntame algo que no sepa.

—No lo entiendes —dijo Michael.

—Claro que lo entiendo —dije—. Un monstruito salido de los descartes de una peli de terror de serie B ha intentado matarme. Ha pasado antes y probablemente pase de nuevo.

Shiro dijo sin apartar la vista de su espada:

—Ursiel no vino a matarte, Dresden.

Pensé en aquellas palabras durante otro tenso silencio. Las lámparas zumbaban un poco. El trapo de Shiro susurró al pasarlo por el acero de la espada.

Contemplé el rostro de Michael y pregunté:

—¿Pues qué quería entonces? Habría jurado que era un demonio, pero luego resultó ser un metamorfo. Había un mortal dentro. ¿Quién era?

La mirada de Michael jamás vacilaba.

—Se llamaba Rasmussen. Ursiel lo atrapó en 1849, cuando iba camino de California.

—Lo vi, Michael. Lo miré a los ojos.

Michael se estremeció.

—Eso no lo sabía.

—Era prisionero dentro de su propia alma, Michael. Algo lo retenía. Algo grande. Ursiel, supongo. Es uno de los caídos, ¿verdad?

Michael asintió.

—¿Cómo coño puede ocurrir algo así? Creía que los caídos tenían prohibido interferir en el libre albedrío.

—Y así es —dijo Michael—. Pero lo pueden intentar. Y los denarios tienen más que ofrecer que muchos.

—¿Los denarios? —pregunté.

—La Orden de los Denarios Negros —dijo Michael—. Ven esto como una oportunidad. Un modo de hacer daño.

—Monedas de plata. —Respiré hondo—. Como la que cogiste con el pañuelo bendecido. Treinta piezas de plata, ¿eh?

Asintió.

—Quien toca las monedas queda marcado por el caído que hay dentro. Le tienta, le da poder, el caído lo sepulta cada vez más profundamente bajo su influencia. Jamás le obliga a nada, solo ofrece. Hasta que al final la víctima renuncia a tanto de sí misma que…

—La cosa toma el control —rematé.

Michael asintió.

—Como le pasó a Rasmussen. Intentamos ayudarlos. A veces la persona se da cuenta de lo que ocurre y quiere escapar de su cárcel. Cuando nos enfrentamos a ellos, intentamos desgastar al demonio, dar a la persona cautiva la oportunidad de escapar.

—Por eso le hablabais. Hasta que su voz cambió. Pero Rasmussen no quería que lo liberaran, ¿verdad?

Michael negó con la cabeza.

—Aunque te parezca increíble, Michael, me han tentado en más de una ocasión. Puedo soportarlo.

—No —dijo Michael—. No puedes. Casi ningún mortal se resiste a los denarios. Los caídos conocen nuestras debilidades. Nuestros puntos flacos. Saben cómo minar nuestra voluntad. Da igual que estés avisado y conozcas su existencia, llevan miles de años destruyendo hombres y mujeres.

—Te digo que estaré bien —refunfuñé.

Shiro gruño:

—El orgullo precede a la caída.

Lo miré con fastidio.

Michael se inclinó hacia delante y dijo:

—Harry, por favor. Sé que no has tenido una vida fácil y que eres un buen hombre, pero también tan vulnerable como los demás. Estos enemigos no te quieren muerto. —Se miró las manos—. Te quieren a ti.

Y eso me asustó. Me asustó de verdad. Quizá porque parecía preocupar mucho a Michael y él no era un hombre que se preocupara con facilidad. Quizá porque había visto a Rasmussen, y su imagen, crucificado, riendo como un loco, quedaría grabada por siempre en mi memoria.

O quizá porque parte de mí se preguntaba si realmente era imposible encontrar el modo de utilizar el poder que ofrecía la moneda. Si a un fulano cualquiera que buscaba oro lo había convertido en una máquina de matar tan tremenda que se necesitó a tres caballeros de la Cruz para aniquilarlo, ¿qué podría hacer con alguien como yo?

Le daré una buena tunda al duque Paolo Ortega, eso para empezar.

Pestañeé y salí de mi ensimismamiento. Michael me observaba con expresión triste y supe que había adivinado mis pensamientos. Cerré los ojos, la vergüenza me estaba revolviendo el estómago.

—Estás en peligro, Harry —dijo Michael—. Deja el caso.

—Si corriera tanto peligro —repuse—, ¿por qué ese tal padre Vincent me contrató?

—Forthill le pidió que no lo hiciera —contestó Michael—. El padre Vincent… tiene una idea diferente a la del padre Forthill sobre cómo abordar los asuntos sobrenaturales.

Me puse en pie y dije:

—Michael, estoy cansado. Estoy muy cansado.

—Harry —me reprendió Michael.

—Muerto —murmuré—. Estoy muerto de cansancio. No puedo con mi alma. —Me dirigí hacia la puerta—. Me voy a casa a dormir un poco. Pensaré en lo que me has dicho.

Michael se puso en pie y Shiro con él, los dos plantándome cara.

—Harry —dijo Michael—. Eres mi amigo. Me has salvado la vida. Uno de mis hijos se llama como tú, pero deja el caso. Si no es por ti, hazlo por mí.

—¿Y si no quiero? —pregunté.

—Entonces tendré que protegerte de ti mismo. En nombre del Señor, Harry, por favor, no me obligues.

Di media vuelta y me marché sin decir adiós.

En esta esquina del cuadrilátero, un Sudario perdido, un cadáver desfigurado a conciencia, un guerrero vampiro eficaz y mortal, tres caballeros sagrados, veintinueve ángeles caídos y la madre que los parió a todos.

Y en la otra esquina, un mago profesional cansado, magullado y mal pagado, amenazado por sus aliados y al que su novia estaba a punto de plantar por el tío más soso del mundo.

¡Oh, sí!

Estaría mucho mejor en la cama.