Capítulo 6

En los años que llevo trabajando como profesional de la magia he aprendido una cosa. Jamás te metas en una pelea cuando los malos son los que la organizan. Los magos podemos invocar relámpagos del cielo, abrir la tierra bajo los pies del enemigo, lanzarlo a otra zona temporal con vientos huracanados y un millón de cosas todavía más desagradables, pero solo si lo planeamos con antelación.

Y no somos mucho más resistentes que la gente normal. Quiero decir que si una criatura malvada me arranca la cabeza, moriré. Es cierto que tengo un potente arsenal mágico al que acudir si lo necesito, pero en más de una ocasión he cometido el error de enfrentarme a seres que estaban preparados para luchar contra mí y eso nunca es una experiencia agradable.

La cosa oso, fuera lo que fuera, me había seguido. Por lo tanto, había elegido el momento y el lugar. Podía haberme quedado y plantarle cara, pero teniendo en cuenta el escaso espacio del callejón, si conseguía esquivar mis golpes me destrozaría antes de que probara suerte con el plan B. Así que huí.

También he aprendido otra cosa. Los magos histéricos no son muy buenos corriendo. Por eso he estado entrenando. Salí de allí a la carrera y prácticamente volé por el callejón mientras mi guardapolvos ondeaba tras de mí.

La cosa oso gruñó mientras me perseguía y pude escuchar como iba ganando terreno poco a poco. La entrada del callejón apareció ante mí y hacia ella corrí todo lo rápido que pude. Si lograra salir a la calle y tuviera espacio suficiente para esquivar y poner obstáculos al avance de la cosa, quizá tuviera una oportunidad.

La criatura pareció darse cuenta también porque dejó escapar un terrible y húmedo rugido y luego dio un salto. Escuché como se preparaba para el salto y giré la cabeza lo bastante para verlo por el rabillo del ojo. Se lanzó a por mi espalda. Yo me tiré al suelo y acabé dando vueltas y deslizándome sobre el asfalto. La criatura me adelantó en el aire y aterrizó en la entrada del callejón, a unos seis metros de mí. Derrapé para detenerme y me puse a correr en dirección contraria. Un miedo y una desesperación crecientes dieron alas a mis pies.

Corrí durante unos diez segundos, más o menos, con los dientes apretados mientras la criatura retomaba la persecución. Pero yo no podía mantener aquel ritmo de sprint por más tiempo. A no ser que se me ocurriera algo, iba a tener que dar media vuelta y esperar lo mejor.

Casi aplasto al joven negro que había visto antes, cuando salté por encima de un montón informe de cajas de cartón. Gritó sorprendido y yo le contesté con un taco.

—¡Vamos! —le dije, cogiéndole del brazo—. ¡Corre, corre, corre!

Miró por encima de mí y sus ojos se abrieron como platos. Yo me volví y vi los cuatro ojos brillantes de la criatura oso acercándose a nosotros. Empujé al chico para que se moviera y él se puso en marcha y comenzó a correr junto a mí.

Corrimos durante unos segundos más antes de que el vagabundo viejo y bajito que había visto antes apareciera cojeando con su bastón. Alzó la vista y la tenue luz de la lejana calle se reflejó en sus gafas.

¡Agg! —grité. Empujé a mi compañero de carrera hacia delante, hacia el viejo y grité—: Sácalo de aquí, ¡marchaos los dos!

Di media vuelta para enfrentarme a la criatura y saqué mi varita mágica para apuntarlo con ella. Concentré mi voluntad sobre los canales de energía de la varita, grité «¡fuego!» y lancé una lengua de puro fuego que restalló en el aire.

La llama impactó en el pecho de la criatura oso, obligándolo a encorvarse y a girar la cabeza hacia un lado. Vaciló en su ataque, derrapó para detenerse, y acabó chocando contra un antiguo y castigado cubo de basura metálico.

—Mira por donde —murmuré—, ha funcionado. —Di un paso hacia delante y lancé otra andanada a la criatura con la esperanza de que se derritiera o se largara. La cosa oso gruñó y me devolvió una mirada asesina y llena de odio con sus cuatro ojos.

La visión de su alma comenzó casi de inmediato.

Cuando un mago mira a alguien a los ojos, ve más que el color de su iris. Los ojos son las ventanas del alma. Cuando miro a alguien a los ojos durante demasiado tiempo, o con demasiada intensidad, me asomo a través de esas ventanas a su interior. Nada escapa a la particular visión de un mago. Y él tampoco puede huir. Los dos os veis tal y como sois por dentro, y con una claridad tan intensa que se queda grabado para siempre en la memoria.

La contemplación del alma de alguien es algo que jamás se olvida.

No importa cuántas ganas le pongas.

Sentí que todo daba vueltas, como en un remolino, y de repente caí hacia delante, dentro de los ojos de la criatura. El sello brillante de su frente se convirtió en un resplandor plateado del tamaño del marcador de un estadio deportivo. Estaba empotrado en una pared de acantilado de mármol negro y verde oscuro. Esperaba ver algo horrendo, pero supongo que no se debe juzgar a un monstruo por su aspecto, por muy repugnante que sea. En su lugar lo que vi fue a un hombre delgado y de mediana edad, vestido con harapos. Tenía el pelo largo y liso, y un fino mechón de color gris le caía sobre el pecho. Su postura reflejaba un intenso dolor. Estaba estirado, con el cuerpo dibujando un arco, los brazos separados y sujetos por encima de la cabeza y las piernas estiradas. Seguí la línea de sus brazos y comprendí el porqué de aquella postura.

Lo habían crucificado.

La espalda del hombre se apoyaba contra la pared del acantilado, con el gran sello plateado sobre él. Tenía los brazos doblados hacia atrás en un ángulo imposible y estaban incrustados en la pared de mármol a la altura del codo. Las rodillas estaban flexionadas y los pies igualmente sepultados en la roca. Se encontraba allí colgado, con el peso de todo su cuerpo sobre los hombros y las piernas. Tenía que ser muy doloroso.

El hombre crucificado se rió de mí, sus ojos relucían con un verde enfermizo. Luego gritó:

—¡No te servirá de nada! ¡Nadie! ¡No eres nadie!

El dolor quebró su voz, convirtiéndola en un quejido. El sufrimiento hizo que su cuerpo se retorciera y las venas resaltaran sobre sus músculos en tensión.

—Estrellas y piedras —susurré. Las criaturas como aquella cosa oso no tenían alma. Eso implicaba que a pesar de las apariencias, aquel ser era un mortal. Un hombre—. ¿Qué coño pasa aquí?

Falto de palabras, el hombre volvió a gritar, esta vez de rabia y angustia. Alcé una mano y di un paso adelante, mi primera reacción era ayudarlo.

Antes de que me acercara más, el suelo comenzó a moverse. La pared del acantilado retumbó y surgieron pequeñas aberturas a través de las cuales se colaba una brillante luz anaranjada. Los huecos se fueron abriendo progresivamente hasta que me encontré frente al segundo juego de ojos, unos ojos del tamaño de túneles del metro, que se abrían sobre el gran acantilado de mármol. Me aparté torpemente varios pasos y la cara en la pared del acantilado resultó ser eso, una cara fría y hermosa, cuyos enormes ojos le conferían un aspecto fiero.

El temblor de tierra se intensificó y una voz, más potente que un concierto de Metallica, habló. La cruda simpleza de sus palabras, la ira y el enconado odio que ocultaban me impactó mucho más que su volumen.

¡Fuera de aquí!

La fuerza de la mera presencia detrás de aquella voz me alcanzó de lleno y me echó hacia atrás violentamente, apartándome del hombre torturado del acantilado y poniendo fin a la contemplación de su alma. La conexión mental se rompió como un espagueti seco y la misma fuerza que había expulsado a mi mente de aquella visión, lanzó a mi cuerpo físico por el aire. Me di contra una vieja caja de cartón llena de botellas vacías y escuché como el cristal se rompía bajo mi peso. El grueso guardapolvos de cuero aguantó y no se me clavó ningún cristal en la espalda.

Durante uno o dos segundos permanecí tumbado boca arriba, atontado. En mi cabeza había un remolino de ideas que no podía parar, ni controlar. Contemplé como la polución lumínica de la ciudad resaltaba contra las nubes bajas, hasta que una vocecilla en mi interior gritó que estaba en peligro. Me encontraba de rodillas, todavía incorporándome, cuando la cosa oso apartó de un manotazo un cubo de basura con una de sus pezuñas y se lanzó de nuevo a por mí.

Aún estaba un poco desorientado por los efectos secundarios de la visión del alma y el ataque psíquico que había roto la conexión. Alcé mi varita, reuní toda la voluntad que pude a pesar de la confusión, y escupí una palabra que envió otro fogonazo hacia la criatura.

Esta vez no pareció afectarlo. El juego de ojos naranjas resplandeció con un repentino brillo y mi llama chocó contra una barrera invisible, dispersándose alrededor de la criatura como escamas de luz roja. Dejó escapar un terrible gruñido y siguió su torpe avance hacia mí.

Intenté levantarme, pero tropecé y caí a los pies del vagabundo bajito y viejo que apoyado sobre su bastón, miraba a la criatura. A duras penas pude distinguir sus rasgos; asiático, perilla corta y cana, cejas blancas y pobladas, gafas con un cristal corrector que hacía que sus ojos parecieran tan grandes como los de un búho.

—¡Corre, joder! —le grité. Intenté dar ejemplo, pero aún no había recuperado el equilibrio del todo y fui incapaz de levantarme del suelo.

El viejo no hizo ademán de salir corriendo. Se quitó las gafas y me las ofreció.

—Guárdamelas, por favor.

Luego dio un paso hacia delante con su bastón y se colocó entre la criatura y yo.

La cosa oso le dedicó un profundo rugido mientras se alzaba sobre las patas traseras, y luego se lanzó sobre el hombre de pelo cano con las mandíbulas abiertas. Yo era incapaz de hacer nada excepto mirar.

El hombre bajito dio dos pasos hacia un lado con una pirueta de bailarín. El extremo de su bastón de madera salió disparado y golpeó la mandíbula de la criatura con un impacto demoledor. Trozos de dientes amarillos volaron de la boca del monstruo. El hombre bajito dio media vuelta y esquivó sus zarpas por unos centímetros. Se colocó detrás de la criatura que se giró para enfrentarse a él, con sus enormes mandíbulas desencajadas de la rabia.

El hombre se apartó como un relámpago, quedándose a poca distancia de los dientes. A continuación, en un confuso estallido de luz reflejada sobre metal, del bastón emergió un sable, la clásica catana de un solo filo y hoja curva. El acero refulgió ante los ojos de la criatura, pero el hombre lo bajó lo bastante para que su hoja, semejante a una guadaña, solo le rebanase unos centímetros de carne de una oreja.

La criatura lanzó un grito que no se correspondía con la levedad de la herida, un alarido que casi sonó humano. Se apartó, sacudiendo la cabeza mientras un fino surtidor de sangre emanaba de su oreja herida.

En aquel momento, me di cuenta de tres cosas.

Una. La criatura no me prestaba ya ninguna atención. Chachi. La cabeza aún me daba vueltas y si se hubiese lanzado sobre mí, probablemente no habría podido hacer nada.

Dos. La espada del viejo no reflejaba ninguna luz. La emitía. El acero de la hoja, decorada con reflejos de agua, brillaba con un firme resplandor plateado cuya intensidad iba poco a poco en aumento.

Tres. Podía sentir el zumbido de energía de la espada incluso a varios metros de distancia. Palpitaba con una fuerza invariable, profunda, tan callada y firme como la misma tierra.

En toda mi vida solo había visto una espada imbuida de semejante poder.

Pero sabía que había al menos dos más.

—¡Oí! —gritó el viejo bajito. Luego dijo con un fuerte acento—. ¡Ursiel! ¡Déjalo! ¡No tienes poder aquí!

La criatura oso, Ursiel supongo, centró su mirada de cuatro ojos sobre el anciano e hizo algo inquietante. Habló. Su voz sonó tranquila, suave, melodiosa, y las palabras parecieron deslizarse desde las fauces y la garganta de la bestia.

—Shiro. Mírate, pobre idiota. Eres un viejo. La última vez que nos enfrentamos estabas en el apogeo de tu fuerza. Ahora no me puedes derrotar.

Shiro entornó los ojos, sostenía la espada en una mano y el bastón de madera en la otra.

—¿Has venido aquí para hablar?

Ursiel inclinó la cabeza hacia un lado y luego la fina voz murmuró:

—No, por supuesto que no.

Giró, me miró y se lanzo a por mí. En ese momento, escuché un murmullo de ropa y luego vi como un viejo abrigo giraba en el aire, extendiéndose como si fuera la red de un pescador. Cayó sobre el rostro de Ursiel y el demonio se detuvo en seco con un aullido de frustración. Alzó las pezuñas y desgarró el abrigo a la altura de la cabeza.

Mientras estaba en ello, el negro joven y alto se interpuso entre Ursiel y yo. Ante mis ojos, sacó un largo y pesado sable de una funda que llevaba sujeta a la cadera. La espada vibró con la misma energía que la de Shiro, aunque con una ligera diferencia, como una nota distinta dentro del mismo acorde. La hoja de acero brilló con luz plateada y detrás del demonio, la espada de Shiro respondió con su propio resplandor. El joven se volvió hacia mí y pude ver por un momento sus ojos oscuros e intensos. Después se giró para plantar cara al demonio y le dijo con una voz grave y sonora, aderezada con un fuerte acento ruso:

—Ursiel, déjalo. Aquí no tienes poder.

Ursiel siseó, sus ojos naranjas cada vez brillaban más.

—Sanya. Traidor. ¿De verdad crees que alguno de nosotros teme a las Tres, cuando sois vosotros, seres patéticos, quienes las blandís? Que así sea. Os mataré a todos.

Sanya extendió a un lado la mano que tenía libre, simulando una invitación, pero no dijo nada.

Ursiel rugió y se lanzó a por Sanya. El joven lo embistió con su sable y la hoja hirió a Ursiel en un hombro, desgarrando músculos y tendones. Sanya aguantó el envite del monstruo sin ceder terreno y, aunque debido al impacto sus pies derraparon unos quince centímetros sobre el hormigón, mantuvo su posición y rechazó el ataque.

Shiro lanzó un potente grito que jamás le habría creído capaz de emitir y Ursiel chilló mientras daba golpes y zarpazos a diestro y siniestro. Sanya dijo algo que me sonó a ruso y avanzó con las dos manos sobre la empuñadura del sable, ganándole terreno a Ursiel que acabó cayendo hacia atrás. Sanya lo siguió de cerca y vi como se lanzaba con todo su peso contra el demonio mientras giraba la empuñadura del sable para clavárselo.

Se precipitó. Las garras de Ursiel lo alcanzaron de lleno en un hombro y escuché el chasquido de huesos que se rompían. El golpe catapultó al joven lejos del demonio, rodó por el suelo hasta chocar contra un muro que finalmente lo detuvo con un grito de dolor por el impacto.

Ursiel se puso en pie, se arrancó el sable del hombro de un manotazo y fue a por Sanya, pero el anciano de la barba blanca lo atacó por un costado, obligándolo a apartarse del hombre herido, y al mismo tiempo, de mí. Durante unos segundos, el viejo y el demonio dieron vueltas uno alrededor del otro. Después, el demonio tomó la iniciativa e intentó herirlo con un remolino de zarpazos.

El viejo esquivó el ataque, cediendo terreno, mientras que su espada relampagueaba y cortaba. Dos veces hirió al monstruo en las patas, pero aunque gritó de rabia, lo único que consiguió fue que se creciera, que estuviera aún más cabreado. La respiración del viejo, sin embargo, era cada vez más agitada.

—Es la edad. —La voz de Ursiel ronroneó en mitad de la lucha—. Se acerca la muerte, viejo. Ahora tu corazón está en sus manos. Y tu vida no ha servido para nada.

—¡Déjalo en paz! —gritó el viejo entre jadeos.

Ursiel rió de nuevo y el par de ojos verdes brillaron con mayor intensidad. Otra voz, esta bastante desagradable, dijo retorciendo y enmarañando las palabras:

—Estúpido predicador. Es hora de morir como hizo el egipcio.

La expresión de Shiro cambió, de una agresividad bajo control e impasible, a algo mucho más sombrío y estoico. Miró cara a cara al demonio por un momento, jadeante, y dijo:

—Que así sea.

El demonio se abalanzó hacia delante y el viejo fue perdiendo terreno hasta acabar acorralado en una esquina del callejón. Parecía que se defendía bastante bien hasta que un zarpazo del demonio alcanzó su espada casi a la altura de la empuñadura y salió volando por los aires. El viejo lanzó un grito ahogado y se pegó al muro, sin aliento y con la mano derecha presionando el lado izquierdo de su pecho.

—Y aquí termina todo, caballero —ronroneó la suave voz demoníaca de Ursiel.

Hai —dijo el anciano completamente resignado. Entonces alzó la vista hacia la escalera de incendios que estaba a unos tres metros del suelo.

Una sombra se deslizó por la barandilla haciendo rechinar el acero. Se produjo un leve zumbido de poder, un fogonazo plateado y el silbido de una hoja cortando el aire. La figura aterrizó en cuclillas al lado de la criatura.

El demonio Ursiel se enderezó al instante, su cuerpo se puso tenso y luego se produjo un golpe sordo.

Entonces su cuerpo se inclinó lentamente hacia un lado, mientras la monstruosa cabeza permanecía inmóvil sobre el suelo del callejón. La luz de sus cuatro ojos se apagó.

El tercer caballero se apartó del cuerpo del demonio. Alto y de anchas espaldas, con el pelo oscuro manchado de canas y cortado al rape, Michael Carpenter apartó la hoja de su espada, Amoracchius, con una rápida sacudida que esparció la sangre que la cubría. Luego la envainó mientras contemplaba el cadáver y negaba con la cabeza.

Shiro se incorporó, su respiración era agitada pero controlada, y se acercó a Michael. Agarró al corpulento compañero por un hombro y dijo:

—Había que hacerlo.

Michael asintió. El viejo caballero recuperó su espada, limpió la hoja y la metió de nuevo en su funda de madera.

No muy lejos de mí, el tercer caballero, el joven ruso, se levantó del suelo. Uno de sus brazos colgaba inerte, pero me ofreció la otra mano. La tomé y me levanté con las piernas aún temblorosas.

—¿Estás bien? —me preguntó con calma.

—Chachi —contesté mientras me tambaleaba. El joven arqueó una ceja, luego se encogió de hombros y recogió su espada del suelo.

Los efectos secundarios de ver el alma del monstruo por fin se iban desvaneciendo, y el choque y la confusión comenzaron a dar paso a un terror desmedido. No había sido lo bastante cuidadoso. Uno de los malos me había pillado con la guardia baja y de haber estado solo, el demonio me habría hecho puré. Y no habría sido algo rápido ni indoloro. Sin Michael y sus dos colegas, el demonio Ursiel me habría despedazado, miembro a miembro, y yo no habría podido hacer nada al respecto.

Jamás me había topado con una presencia psíquica de la magnitud de aquella gran cara de piedra en la pared del acantilado. Bueno, al menos no tan de cerca. Mi primer ataque lo sorprendió y lo enfadó, pero para el segundo estaba preparado y se deshizo de mi fuego mágico como si fuera un moscardón. Fuera lo que fuera ese tal Ursiel, se movía en un círculo social diferente al de un pobre mago mortal como yo. Mis defensas psíquicas no son malas, pero acabaron aplastadas como una lata de cerveza bajo una apisonadora. Eso, más que nada, fue lo que me asustó. He puesto a prueba mi fuerza psíquica contra más de un malo y jamás me había sentido tan indefenso. Oh, sabía perfectamente que había cosas ahí fuera mucho más fuertes que yo…

Pero ninguna de ellas me había atacado en un callejón oscuro.

Sacudí la cabeza y busqué una pared contra la que apoyarme hasta que me hube recuperado un poco. Luego caminé todavía agarrotado hacia Michael. Trozos de cristal roto se desprendieron de los pliegues de mi guardapolvos.

Michael alzó la vista al acercarme.

—Harry —dijo.

—No es que no me alegre de verte —dije—, pero ¿no podías haber saltado y decapitado al monstruo unos pocos minutos antes?

Michael solía encajar bastante bien las bromas. Esta vez, sin embargo, ni siquiera sonrió.

—No, lo siento.

Lo miré extrañado.

—¿Cómo me encontraste? ¿Cómo lo sabías?

—Tenía una pista.

Con lo que podría referirse a que vio mi coche aparcado por allí o que le dio el chivatazo un coro de angelitos. Los caballeros de la Cruz siempre solían aparecer en sitios poco aconsejables cuando más se los necesitaba. A veces resultaba demasiada coincidencia que se presentaran en el lugar y en el momento adecuados. Pero yo prefería no saber nada. Señalé con la cabeza el cuerpo del demonio muerto y dije:

—¿Qué era esa cosa?

—No era una cosa, Harry —contestó Michael, mientras seguía contemplando los restos del demonio. Justo entonces, comenzaron a temblar. Solo unos segundos después, el demonio había desaparecido para revelar la silueta del hombre que había visto al contemplar su alma: delgado, de pelo gris y vestido con harapos. Solo que en mi visión, no tenía la cabeza a un metro del cuerpo. No sabía que una cabeza decapitada pudiera mantener una expresión facial, pero sí podía, y en este caso era de terror absoluto, su boca estaba abierta en un grito silencioso. El sello que había visto en el rostro del precipicio resaltaba en su frente como una cicatriz reciente, oscura y fea.

Se produjo un fogonazo de luz roja anaranjada, el sello desapareció y algo golpeó con ruido metálico el asfalto. Una moneda de plata, un poco más pequeña que la de veinticinco centavos, rodó desde la cabeza del hombre muerto, chocó contra mi pie y allí se quedó. Un segundo después, el cuerpo siseó, como si suspirara y comenzó a convertirse en una especie de moco verde oscuro. El cuerpo se desinfló hasta que solo quedó una nube de vapores tóxicos y un charco de baba asquerosa.

—Ya está —dije mientras contemplaba la escena e intentaba disimular mis temblores—. Creo que con esto he superado el límite de mi rarómetro. Me voy a casa, a meterme en la cama. —Me agaché para coger la moneda antes de que se pringase de baba.

El viejo me golpeó la muñeca con su bastón y gritó:

—¡No!

Me hizo daño. Aparté la mano sacudiendo los dedos y lo miré cabreado.

—¡Estrellas y piedras, Michael! ¿Quién es este tío?

Michael sacó un trozo cuadrado de tela blanca del bolsillo y lo desdobló.

—Shiro Yoshimo. Mi profesor cuando me convertí en caballero de la Cruz.

El viejo me gruñó. Señalé con la cabeza al hombre herido y pregunté:

—¿Y él?

El joven alto y negro alzó la vista hacia mí mientras el anciano le examinaba el brazo. Me miró de arriba abajo sin señal alguna de aprobación, y dijo con el ceño fruncido:

—Sanya.

—El último fichaje de la Orden —añadió Michael. Sacudió la tela y pude ver dos pares de cruces bordadas con hilo de plata. Michael se arrodilló y recogió la moneda con el paño, le dio la vuelta, y luego dobló la tela a su alrededor.

Entonces pude contemplar la moneda. Por una parte había un retrato antiguo, quizá el perfil de un hombre. Por el otro se veía una especie de dibujo oculto bajo una mancha en forma de runa, la que había visto en la frente del demonio Ursiel.

—¿Qué es eso? —pregunté.

—Shiro solo quería protegerte —dijo Michael en lugar de contestar a mi pregunta. Dirigió una mirada a Shiro, que estaba junto al alto Sanya y preguntó—: ¿Cómo está?

—Tiene el brazo roto —contestó el anciano—. Deberíamos marcharnos de aquí.

—Sí —dijo Sanya. El viejo caballero fabricó un cabestrillo con el abrigo hecho jirones y el joven alto introdujo el brazo sin una sola queja.

—Será mejor que nos acompañes, Harry —dijo Michael—. El padre Forthill te buscará acomodo.

—¡Eh, eh! —dije—. Aún no has contestado a mi pregunta. ¿Qué es eso?

Michael frunció el ceño y dijo:

—Es una larga historia y tenemos poco tiempo.

Me crucé de brazos.

—Pues qué mal porque yo no me muevo de aquí hasta que no me digas que demonios está pasando.

El caballero viejo y bajito resopló y dijo:

—Demonios. Eso es lo que está pasando. —Me mostró la palma de la mano y dijo—: Por favor, devuélvemelas.

Lo miré atónito por un momento y luego recordé sus gafas. Se las di, se las puso y sus ojos parecieron saltones y enormemente grandes.

—Un momento —le dije a Michael—. ¿Esto era uno de los caídos?

Michael asintió y noté como un escalofrío me recorría el cuerpo.

—Eso es imposible —dije—. Los caídos no pueden hacer… esas cosas —dije, señalando el charco de mocos—. Lo tienen prohibido.

—Algunos sí pueden —dijo Michael con voz tranquila—. Por favor, créeme. Corres un grave peligro. Sé lo que te han pedido que encuentres y ellos también.

Shiro caminó con sigilo hasta el final del callejón y echó una mirada alrededor.

—Oi. Michael, tenemos que irnos.

—Si no quiere venir, que no venga —dijo Sanya mientras me lanzaba una mirada fulminante. Luego dio media vuelta y siguió a Shiro.

—Michael… —dije.

—Escúchame bien —dijo Michael. Sostuvo en alto el paño blanco doblado—. Hay más de donde vino esto, Harry. Veintinueve para ser exactos. Y pensamos que van a por ti.