Los depósitos de cadáveres nunca tienen ventanas. De hecho, si la geografía lo permite, los suelen construir bajo tierra. Supongo que en parte se debe a que es mucho más fácil conservar el frío de un puñado de cámaras del tamaño de ataúdes en una sala aislada bajo la superficie. Pero no creo que esa sea la única razón. Bajo tierra implica algo más que la altitud relativa. Es donde acaban todas las cosas muertas. Las tumbas están bajo tierra. Y el Infierno, el Gehena, el Hades, y una docena de submundos más.
Quizá eso diga algo de las personas. Quizá para nosotros, bajo tierra es un concepto sutil y profundo. Quizá la tierra sea como una barrera simbólica, una construcción artificial que nos recuerda que estamos vivos. Quizá nos ayude a apartar la sombra de la muerte de nuestras vidas.
Yo vivo en un sótano y me gusta. ¿Qué dice eso de mí?
Probablemente que le doy demasiadas vueltas a las cosas.
—Estás muy pensativo —dijo Murphy mientras caminábamos por el pasillo desierto del hospital, hacia la morgue del condado de Cook. Tuvimos que dar un buen rodeo para no pasar por zonas del hospital donde hubiese equipo médico electrónico. El cuero de mi guardapolvos susurraba, al rozarme las piernas. La varita mágica me golpeaba la pierna acompasadamente, atada al forro de mi guardapolvos. Había cambiado los pantalones del traje por unos vaqueros azules y mis zapatos de los domingos por unas botas de senderismo.
Murphy no tenía el aspecto de una valquiria cazadora de monstruos. Murphy parecía más bien la hermana pequeña de alguien. Medía metro y medio, pesaba unos cuarenta y cinco kilos y tenía una constitución atlética, pura fibra. El pelo rubio le caía sobre los ojos azules y lo llevaba más corto por detrás que por delante. Iba mejor vestida de lo habitual: una blusa rojo oscuro y un traje pantalón de color gris; además llevaba más maquillaje del acostumbrado. Tenía toda la pinta de una mujer de negocios.
Dicho esto, Murphy era una valquiria cazadora de monstruos. Era la única persona que conocía que de hecho mató a uno con una motosierra.
—He dicho que pareces pensativo, Harry —repitió, en voz algo más alta. Negué con la cabeza y le contesté—: No me gustan los hospitales.
Asintió.
—Y a mí las morgues me dan repelús. Las morgues y los perros.
—¿Los perros? —pregunté.
—No los que son del tipo beagle, o cocker, sino los grandes.
Asentí con la cabeza.
—A mí me gustan. Mister se los zampa como tentempié. Murphy me sonrió.
—Te he visto asustado antes y no tenías la misma cara que ahora.
—¿Y qué cara tengo? —pregunté.
Murphy frunció los labios como si midiera sus palabras.
—De preocupación. Y algo de frustración. Y culpa. Ya sabes, como si tuvieras problemas de pareja.
La miré con amargura y algo de ironía, y luego asentí.
—Susan ha vuelto.
Murphy silbó.
—Uau. ¿Está… bien?
—Sí. Todo lo bien que puede estar.
—Entonces, ¿por qué parece que te ha sentado mal la cena?
Me encogí de hombros.
—Ha venido para dejar el trabajo. Y está con alguien.
—¿Con un tío? —preguntó Murphy.
—Sí.
Me miró extrañada.
—¿Ha venido con él o está con él?
Sacudí la cabeza.
—Creo que ha venido con él, pero no lo sé.
—¿Va a dejar el trabajo?
—Eso parece. Tenemos que hablar, creo.
—¿Eso te dijo?
—Me dijo que me llamaría y que ya hablaríamos.
Murphy entornó los ojos y dijo:
—¿Eso dijo, eh?
—¿Hum? —exclamé volviéndome hacia ella.
Alzó las manos con las palmas hacia arriba y añadió:
—No es asunto mío.
—Venga ya, Murph.
Suspiró, esquivó mi mirada y no habló durante unos segundos. Por fin dijo:
—Cuando le dices eso a un tío no suele ser para nada bueno, Harry.
Contemplé su perfil y luego fijé la mirada en mis pies durante un rato. Ninguno de los dos dijo nada.
Llegamos al depósito. Murphy presionó un botón en la pared y dijo al altavoz situado junto a una puerta:
—Soy Murphy.
Un segundo después, se escuchó un zumbido y luego un clic metálico. Abrí la puerta y la sostuve para que entrara, con lo que me gané una mirada de desaprobación cuando pasó frente a mí. Murphy no responde muy bien a los gestos caballerosos.
La morgue era como todas las que había visto antes: fría, limpia y con una potente iluminación de tubos fluorescentes. Las puertas metálicas de varias cámaras refrigeradoras cubrían toda una pared. En medio de la habitación había una mesa de autopsias sobre la que descansaba un cadáver oculto bajo una sábana. A su lado, un carro médico y otro junto a un escritorio de oficina barato.
Una polca, con profusión de acordeones y clarinetes, resonaba alegre por toda la sala desde un pequeño radiocasete que había en el escritorio. Sentado frente a él estaba un hombre bajo con una salvaje caballera negra. Llevaba el uniforme de médico y unas pantuflas de conejo de color verde, con orejas incluidas. Tenía un bolígrafo en una mano y escribía algo con rapidez sobre una pila de formularios.
Cuando entramos, alzó una mano hacia nosotros y terminó lo que estaba escribiendo con un estudiado garabato antes de incorporarse de un salto y dedicarnos una generosa sonrisa.
—¡Karrin! —dijo—. Uau, esta noche estás estupenda. ¿A qué se debe?
—Los peces gordos del Ayuntamiento andan merodeando por el departamento —dijo Murphy—, así que tenemos que ir vestidos de domingo y sonreír un montón.
—Cabrones —dijo alegremente el hombrecillo, luego me miró—. E imagino que tampoco deberías gastar dinero público en expertos en temas sobrenaturales. Tú debes de ser Harry Dresden.
—Eso es lo que pone en mis calzoncillos —respondí.
Sonrió.
—Bonita chupa, me gusta.
—Harry —dijo Murphy—, este es Waldo Butters. Ayudante del forense.
Butters me estrechó la mano y luego se acercó a la mesa de autopsias. Se puso unos guantes de látex y una mascarilla.
—Encantado de conocerte, Dresden —dijo por encima del hombro—. Parece que siempre que ayudas a los de IE mi trabajo se vuelve más interesante.
Murphy me dio un puñetazo en el brazo y siguió a Butters. Yo la imité.
—Hay mascarillas en el carrito de la izquierda. Manteneos a medio metro de la mesa y por amor de Dios no tiréis nada al suelo. —Nos pusimos las mascarillas y Butters retiró la sábana.
Había visto muertos antes. Qué coño, incluso soy responsable de unos cuantos. He visto restos de personas quemadas vivas o despedazadas por animales. He visto cadáveres con un boquete en el pecho, porque el corazón les había explotado: cortesía de la magia negra.
Pero jamás había visto nada como aquello. Intenté aparcar esa idea en lo más profundo de mi mente y concentrarme solamente en los detalles. No era conveniente pensar demasiado con aquello delante. Si pensaba demasiado acabaría manchando el suelo de Butters.
La víctima era un hombre de algo más de uno ochenta y constitución delgada. Su pecho parecía una enorme hamburguesa cruda. Unas finas marcas, como de parrilla, se extendían en vertical desde la clavícula hasta el estómago, y en horizontal de lado a lado del cuerpo. Los cortes estaban separados unos quince milímetros entre sí y el dibujo de parrilla grabado sobre la carne era continuo. Los cortes eran profundos y tuve la inquietante sensación de que si frotaba mi mano contra la superficie de aquel cuerpo destrozado, acabarían cayendo al suelo taquitos de carne. Por lo menos la incisión en «Y» de la autopsia estaba cerrada. Su costura desfiguraba la precisión de los cortes.
Lo siguiente que me llamó la atención fueron los brazos del cuerpo. O mejor dicho, los trozos que le faltaban. El brazo izquierdo estaba mutilado unos centímetros por encima de la muñeca. La carne de alrededor parecía desgarrada y por ella asomaba un fragmento de hueso renegrido. El brazo derecho presentaba una amputación justo por debajo del codo, con resultados igualmente repugnantes.
Sentí que se me revolvía el estómago y respiré hondo para contener una arcada. Cerré los ojos por un segundo y luché para reprimir esa reacción. No pienses, Harry. Observa. No pierdas detalle. Esto ya no es un hombre. Es solo su envoltura. Vomitar no hará que vuelva.
Abrí los ojos de nuevo, aparté la vista de su pecho y sus manos mutiladas y comencé a estudiar otras partes del cadáver.
No pude.
Además le habían arrancado la cabeza.
Me quedé mirando el muñón desgarrado del cuello. La cabeza no estaba. Y allí es donde suelen ir las cabezas. Había pasado lo mismo que con las manos.
Una persona debe tener cabeza. Una persona debe tener manos. No podían desaparecer así como así.
Sentí que me invadía una profunda desazón, algo iba muy mal. Una vocecilla en mi interior comenzó a gritar mientras huía despavorida. Observé de nuevo el cadáver y mi estómago amenazó de nuevo con la insurrección.
Contemplé el lugar donde debería estar la cabeza, pero lo único que dije en voz alta fue:
—Caray. Me preguntó qué lo mató.
—Qué no lo mató —me corrigió Butters—. Hay una cosa que sí tengo clara, no murió desangrado.
Miré a Butters extrañado.
—¿Qué quieres decir?
Butters levantó uno de los brazos del cadáver y señaló unas manchas oscuras sobre la carne grisácea, justo donde la espalda del cuerpo tocaba la mesa.
—¿Ves eso? —preguntó—. Livideces. Si este tío hubiera muerto desangrado por las muñecas o el cuello, no habría habido suficiente sangre en el cuerpo para que aparecieran. El corazón habría seguido empujando la sangre hacia fuera, hasta causarle la muerte.
Gruñí.
—Si no murió por las heridas, ¿entonces por qué?
—¿Mi opinión? —dijo Butters—. Por enfermedad.
Lo miré perplejo.
—Por enfermedad —repitió—. O para ser más exactos, por varias enfermedades. Por dentro parece el modelo ideal para un libro sobre enfermedades infecciosas. Aún me falta el resultado de algunas pruebas, pero hasta el momento ha dado positivo en todas. Tenía de todo, desde peste bubónica a faringitis. Y he descubierto algunas señales en su cuerpo que no concuerdan con ningún mal que yo conozca.
—¿Estás diciendo que murió por enfermedad? —pregunté.
—Enfermedades. En plural. Y no te pierdas esto. Creo que también tenía viruela.
—Creía que la viruela ya no existía —dijo Murphy.
—Y así es. Solo quedan unas cepas en algunas cámaras acorazadas y en algunos arsenales de armas biológicas, nada más.
Contemplé a Butters durante un segundo.
—¿Y por qué estamos junto a este cuerpo infestado de miasmas?
—Tranquilo —dijo Butters—. Los bichos malos no se propagan por el aire. He desinfectado el cadáver a conciencia. Mientras llevéis las mascarillas y no lo toquéis, todo irá bien.
—¿Y qué pasa con la viruela? —pregunté.
La voz de Butters sonó sarcàstica.
—Estás vacunado.
—Aún así esto es peligroso, ¿no? Me refiero a tener el cuerpo aquí así…
—Sí —dijo Butters con franqueza—. Pero no tenemos sitio y lo único que ocurriría si informara de un caso de viruela es que encargarían un segundo examen.
Murphy me lanzó una mirada de aviso y dio un paso para colocarse entre Butters y yo.
—¿Tienes la hora de la muerte?
Butters se encogió de hombros.
—Hace unas cuarenta y ocho horas, como mucho. Parece que todas las enfermedades surgieron exactamente al mismo tiempo. Creo que la causa de la muerte fue choque o fallo sistèmico generalizado y necrosis de algunos de los órganos principales, además de daños en los tejidos causados por una fiebre altísima. Es imposible saber qué órgano llegó el primero a la meta. Los pulmones, los riñones, el corazón, el hígado, el bazo…
—Nos hacemos una idea —dijo Murphy.
—Déjame terminar. Es como si todas las enfermedades con las que este hombre había entrado en contacto se reunieran y decidieran cuál era el mejor momento para atacarlo. Es imposible. Probablemente tenía más gérmenes que células sanguíneas.
Fruncí el ceño.
—¿Y una vez muerto lo mutilaron?
Butters asintió.
—En parte. Aunque los cortes del pecho no son post mórtem. Estaban llenos de sangre. Lo torturarían antes de morir, supongo.
—Puaj —dije—. ¿Por qué?
Murphy contempló el cadáver sin permitir que emoción alguna asomara a sus fríos ojos azules.
—Quien le hizo los cortes también le amputaría las manos para dificultar su identificación. Es la única razón lógica que se me ocurre.
—Y a mí —dijo Butters.
Bajé la vista hacia la mesa.
—¿Por qué evitar la identificación de una persona que ha muerto por enfermedad? —Butters comenzó a bajar el brazo de la víctima lentamente y mientras lo hacía descubrí algo—. Espera, no lo muevas.
Alzó la vista hacia mí. Me acerqué a la mesa y pedí a Butters que volviera a subir el brazo. Apenas visible por el color putrefacto de la piel y situado en la cara interna del bíceps había un tatuaje de unos seis centímetros. No era nada del otro mundo. La tinta era de un verde descolorido y tenía la forma de un ojo abierto, no muy distinto del logotipo de la cadena de televisión CBS.
—¿Veis esto? —pregunté. Murphy y Butters observaron el tatuaje.
—¿Lo reconoces, Harry? —preguntó Murphy.
Negué con la cabeza.
—Parece egipcio, pero con menos trazos. Eh, Butters, ¿tienes un papel por ahí?
—Mejor —respondió Butters. Cogió una vieja cámara instantánea de la estantería inferior de uno de los carros médicos e hizo varias fotos al tatuaje. Le pasó una a Murphy que la agitó un poco mientras se revelaba la imagen. Me dio otra a mí.
—Vale —dije, pensando en voz alta—. Un tío muere de tropecientas enfermedades que de alguna manera contrajo al mismo tiempo. ¿Cuándo crees que ocurrió?
Butters se encogió de hombros.
—Ni idea. Es decir, las posibilidades de que contrajera todas esas enfermedades al mismo tiempo son casi nulas.
—¿Hace días? —pregunté.
—Pues, puestos a hacer conjeturas —repuso Butters—, yo diría que más bien horas. Quizá menos.
—Vale —dije—. Y durante esas horas, alguien utiliza un cuchillo para convertir su pecho en pastillas para hacer caldo. Después, cuando ha terminado, se lleva las manos y la cabeza, y se deshace del cuerpo. ¿Dónde apareció?
—Bajo un puente de la autopista —dijo Murphy—. Y estaba así, desnudo.
Negué con la cabeza.
—¿Y han pasado el caso al IE?
El rostro de Murphy mostró cierto fastidio.
—Sí. Homicidios nos lo ha largado porque llevan un caso de más postín que tiene a todo el Ayuntamiento babeando.
Me aparté un paso del cadáver mientras lo estudiaba e intentaba colocar todas las piezas en su sitio. Pensé que no había tanta gente por ahí que torturara a sus víctimas cuadriculándoles la piel a tajos antes de matarlas. Al menos eso esperaba.
Murphy me observó con expresión seria.
—¿Qué, Harry? ¿Se te ocurre algo?
Miré a Murphy, luego a Butters y después otra vez a Murphy.
Butters alzó las manos y se encaminó hacia las puertas mientras se quitaba los guantes y los arrojaba a un contenedor adornado con signos de peligro biológico.
—Vosotros quedaos aquí y meditad sobre este Expediente X. Yo tengo que salir al pasillo, volveré en cinco minutos.
Observé cómo se alejaba y cuando las puertas se cerraron, dije:
—Pantuflas de conejo y polcas.
—No te confundas —dijo Murphy—, es bueno en su trabajo. Quizá demasiado.
—¿Qué quieres decir?
Se apartó algunos metros de la mesa de autopsias y la seguí, luego dijo:
—Butters fue el que se ocupó de los cuerpos encontrados tras el incendio del Velvet Room.
El que yo provoqué.
—Oh.
—Ajá. En su primer informe decía que algunos de los restos recuperados de la escena eran humanoides, pero desde luego no humanos.
—Ya —dije—. Vampiros rojos.
Murphy asintió.
—Pero no puedes escribir eso en un informe y esperar que la gente reaccione de forma normal. Butters pasó tres meses en un hospital psiquiátrico. Cuando salió, intentaron despedirlo, pero su abogado los convenció de que no podían. Así que en lugar de eso, perdió su antigüedad y se quedó atrapado en el turno de noche. Pero sabe que ocurren cosas extrañas, y cuando le llega algo así, me llama.
—Parece majo. Salvo por lo de las polcas.
Murphy sonrió de nuevo y dijo:
—¿Qué sabes?
—No te lo puedo contar —repuse—. Prometí no revelar esa información.
Murphy me miró inquisitiva por un momento. Hubo un tiempo en el que esa contestación me habría costado una amarga discusión. Pero supongo que las cosas cambian.
—Está bien —dijo—. ¿La información que ocultas podría poner en peligro la vida de alguien?
Negué con la cabeza.
—Todavía no lo sé.
Murphy asintió con los labios apretados. Me pareció que sopesaba sus opciones y luego dijo:
—Sabes lo que haces.
—Gracias.
Se encogió de hombros.
—Espero que me avises si se convierte en algo que deba saber.
—Claro —dije mientras contemplaba su perfil. Murphy acababa de hacer algo muy poco habitual en ella: confiar en el buen juicio de otra persona. Yo esperaba amenazas y exigencias. En ese terreno sabía manejarme. Pero esto era casi peor. Un sentimiento de culpa comenzó a devorarme las entrañas. Me había comprometido a no decir nada, pero detestaba hacerle eso a Murphy. Se había jugado la vida por mí en más de una ocasión.
Pero ¿y si no le decía nada? ¿Y si me limitaba a dirigirla en la dirección adecuada para que diera por sí sola con la información que acabaría descubriendo de todas formas?
—Oye, Murph. Me comprometí con mi cliente a no hablar de esto con nadie. Pero… si decidiera ayudarte, te diría que hablaras con la Interpol con respecto al asesinato de un francés llamado LaRouche.
Murphy alzó la vista hacia mí, sorprendida.
—¿La Interpol?
Asentí.
—Si decidiera ayudarte.
—Ya —dijo—. Si decidieras ayudarme. Lástima que seas un cabrón tan discreto.
Le dediqué una sonrisa de medio lado.
—Mientras tanto, veré si encuentro algo sobre ese tatuaje.
Asintió con la cabeza.
—¿Crees que se trata de alguna especie de brujo?
Me encogí de hombros.
—Quizá. Pero si consigues que alguien enferme mediante magia, suele ser para quitártelo de encima sin que parezca un asesinato; la idea es que pase por una muerte natural. Toda esta mezcla… no sé. Podría ser obra de un demonio.
—¿Un demonio de verdad? ¿Cómo el de El exorcista?
Negué con la cabeza.
—Esos son los caídos. Antiguos ángeles. Son diferentes.
—¿Ah sí?
—Los demonios son seres inteligentes procedentes de algún lugar del Más Allá. En general no les interesa el mundo de los mortales, suponiendo que sepan de su existencia. Los que aparecen por aquí suelen ser los más chungos y cabreados. Y el que los convoca lo hace para encargarles algún trabajito sucio. Como hizo Leonid Kravos.
Murphy se estremeció.
—Ya me acuerdo. ¿Y los caídos?
—A ellos sí les interesa nuestro mundo. Pero no tienen libertad de acción, como los demonios.
—¿Por qué no?
Me encogí de hombros.
—Eso depende de con quién hables. Yo he oído de todo, desde teorías sobre resonancia mágica avanzada hasta «porque Dios así lo quiere». Un caído no podría hacer esto a no ser que tuviera permiso de la víctima.
—Vale. ¿Y cuánta gente daría su permiso para que lo infectaran y luego lo torturaran hasta la muerte? —dijo Murphy.
—Ya.
Negó con la cabeza.
—Vaya semanita me espera. Han venido media docena de matones profesionales de la mafia. En la morgue del condado están trabajando a destajo. En el Ayuntamiento nos instan a que perdamos el culo por no sé qué pez gordo europeo o de no sé dónde. Y ahora una especie de monstruo infeccioso deja en la cuneta cuerpos mutilados e imposibles de identificar.
—Por eso te pagan tanta pasta, Murph.
Murphy resopló. Butters entró de nuevo, y yo me despedí. Los párpados cada vez me pesaban más y me dolían partes del cuerpo que no sabía que tenía. Dormir me parecía una gran idea y con tantas cosas que hacer, lo más inteligente era descansar bien para ser todo lo paranoico posible a la mañana siguiente.
Recorrí el largo trayecto de vuelta para salir del hospital, pero encontré el pasillo bloqueado por un paciente conectado a algún tipo de maquinaria de soporte vital. Lo llevaban en camilla de una habitación a otra. Atajé por la cafetería desierta y terminé en un callejón no muy lejos de la salida de urgencias.
Un escalofrío que comenzó en la base de la columna, me subió por la espalda hasta llegar al cuello. Me detuve y miré a mi alrededor mientras buscaba a tientas la varita mágica. Proyecté mis sentidos de mago lo mejor que pude, y saboreé el aire en un intento por descubrir qué era lo que me había hecho estremecer.
No encontré nada y aquella extraña sensación pasó. Comencé a caminar por el callejón hacia el aparcamiento a media manzana del hospital e intenté mirar en todas las direcciones al mismo tiempo mientras avanzaba. Pasé delante de un vagabundo viejo y pequeño que caminaba con dificultad apoyándose en un grueso bastón de madera. Un poco más adelante, me crucé con un joven negro y alto, vestido con un abrigo viejo y un traje roto que le quedaba demasiado pequeño. En una mano de fuertes nudillos agarraba una botella abierta de vodka. Me miró molesto y yo pasé de largo. La vida nocturna de Chicago.
Seguí avanzando hacia mi coche y escuché pisadas cada vez más cerca, detrás de mí. Intenté tranquilizarme. Quizá fuera otro colaborador de la policía asustado, amenazado, paranoico y con sueño acumulado al que habían pedido que acudiera a la morgue en mitad de la noche.
Vale. Quizá no.
El sonido constante de las pisadas detrás de mí cambió, haciéndose más fuertes y desacompasadas. Di media vuelta para encararme con la persona que me seguía mientras alzaba la varita que sostenía en la mano derecha.
Giré justo a tiempo para ver a un oso, a un puñetero oso grizzly, ponerse sobre cuatro patas y cargar contra mí. Yo ya había comenzado a preparar un golpe mágico con la varita y su extremo se iluminó con un resplandor incandescente. Las sombras se apartaron al instante de su luz escarlata y pude distinguir mejor a la cosa que se disponía a atacarme.
No era un oso. No, a no ser que los osos tuvieran seis patas y un par de cuernos de carnero enroscados a ambos lados de la cabeza. No, a no ser que los osos tuvieran un par extra de ojos encima de los dos habituales, de los cuales, dos relucían con una tenue luz anaranjada y los otros dos con un brillo verdoso. No, a no ser que los osos se hicieran ahora tatuajes luminosos de ensortijadas runas en la frente y tuvieran dos filas de dientes serrados, cubiertos de babas.
Aquel montón de kilos de monstruo cabreado corría hacia mí y yo hice lo único que cualquier mago sensato habría hecho en ese momento.
Dar media vuelta y salir pitando.