Capítulo 4

Susan.

Me quedé bloqueado durante unos diez segundos eternos mientras contemplaba a mi antigua amante. Podía percibir el aroma de su pelo y su sutil perfume mezclado con el olor a cuero nuevo de su chaqueta y algo más, un jabón distinto quizá. Sus ojos oscuros me miraron inseguros y nerviosos. Tenía un pequeño corte en la comisura de los labios del que salía una sangre que parecía negra a la luz roja de mi varita.

—Harry —dijo Susan con voz tranquila y firme—. Harry. Me estás asustando.

Salí de mi estupor y bajé la varita al tiempo que me inclinaba hacia ella.

—¡Piedras y estrellas!, Susan, ¿estás bien?

Le ofrecí una mano, la aceptó y se levantó fácilmente del suelo. Tenía los dedos muy calientes y de su piel escapaban remolinos de vaho.

—Algo magullada —dijo—, pero bien.

—¿Qué era eso?

Susan miró en la dirección en que había huido su atacante y negó con la cabeza.

—De la Corte Roja. No he podido verle la cara.

La miré atónito.

—¿Ahuyentaste a un vampiro? ¿Tú sola?

Me lanzó una sonrisa mezcla de cansancio y cierto orgullo. Aún no había apartado su mano de la mía.

—He estado entrenándome.

Miré alrededor e intenté detectar con mis sentidos cualquier resto de la perturbadora energía que solía rodear a los rojos. Nada.

—Se ha ido —le informé—. Pero será mejor que no nos quedemos aquí.

—¿Entonces entramos?

Iba a decir que sí cuando de repente me detuve. Una terrible sospecha me invadió. Le solté la mano y di un paso atrás.

Una línea apareció en su frente.

—¿Harry?

—He tenido un año muy malo —dije—. Quiero hablar contigo, pero no te invitaré a pasar.

El rostro de Susan reflejaba compresión y dolor. Cruzó los brazos sobre el estómago y asintió.

—Ya. Lo entiendo. Y haces bien en ser precavido.

Di otro paso hacia atrás y comencé a caminar hacia mi puerta de acero reforzado. Ella se apartó un poco y se puso a mi lado, donde yo pudiera verla. Bajé las escaleras y abrí la puerta. Después concentré mi voluntad para desactivar los hechizos de protección de mi casa que eran el equivalente a una mina y una alarma antirrobo combinadas.

Entré, miré al candelabro de pared junto a la puerta y murmuré:

Flickum bicus. —Sentí una pequeña corriente de energía abandonar mi cuerpo y la vela se encendió, iluminando mi apartamento con una suave luz anaranjada.

Mi casa es básicamente una cueva con dos habitaciones. La más grande es el cuarto de estar. En las paredes hay un montón de estanterías llenas de libros, y el escaso espacio restante, lo adorné con varios tapices y un póster de La guerra de las galaxias. Varias alfombras cubren el suelo. Las hay de todos los tipos, desde alfombras hechas a mano por los indios navajos, a una negra de medio metro y con la cara de Elvis que puse en el centro de la habitación. Como con el Escarabajo, supongo que algunos considerarían aquella mezcla de alfombras un ejemplo de estilo ecléctico. Pero para mí solo son algo que me aísla del frío suelo de piedra.

Con los muebles pasa más o menos lo mismo. Casi todos son de segunda mano. Ninguno pega con los demás, pero resultan muy cómodos. De todas formas mantengo la iluminación siempre tenue para no fijarme demasiado en ellos. En un pequeño nicho en la pared están el fregadero, la nevera y la despensa. En la chimenea siempre hay restos de leña renegrida y gris, porque sé que bajo las cenizas, quedan ascuas encendidas. Una puerta da a mi pequeño dormitorio y al cuarto de baño. Puede que fuera una birria de apartamento, pero todo estaba limpio y muy ordenado.

Me volví para mirar a Susan mientras seguía sosteniendo mi varita mágica. Las criaturas sobrenaturales no pueden traspasar el umbral de una casa si la persona o personas que viven en ella no los invitan. Los malos a veces se hacen pasar por otros, y no era tan improbable que alguno de ellos hubiera decidido acercarse a mí fingiendo ser Susan.

Un ser sobrenatural lo pasaría muy mal intentando cruzar un umbral sin ser invitado. Si lo que tenía delante en lugar de Susan era alguna especie de metamorfo, o si, Dios no lo quisiera, Susan se hubiera convertido en vampiro, no podría entrar. Si era la Susan verdadera, no ocurriría nada. O al menos, el umbral no le haría daño. Que su exnovio se pusiera todo paranoico y no se fiara de ella, probablemente sí que tendría consecuencias.

En mi favor diré que estábamos en guerra y que no creo que a Susan le hiciera gracia saber que la había palmado por no tomar las debidas precauciones. Más vale prevenir que desangrarse.

Susan no se detuvo ante la puerta. Entró tranquilamente y dio media vuelta para cerrarla. Luego echó el cerrojo y preguntó:

—¿Más tranquilo?

Desde luego. Una ola de alivio combinado con una repentina explosión de sentimientos me recorrió todo el cuerpo. Era como despertar después de días de angustia para descubrir que el dolor había desaparecido. Donde antes se acumulaba la pena, ahora no había nada, y otros sentimientos fluyeron para ocupar el vacío. Para empezar, nervios, esa temblequera adolescente que acompaña siempre al deseo. Y luego una mezcla de emoción, dicha y felicidad, todo envuelto en un grito de alegría.

Y a la sombra de todo aquello, unas cuantas cosas más oscuras, pero no por ello menos estremecedoras. Puro y genuino placer sensual al olerla, al contemplar su rostro, su pelo negro. Necesitaba sentir su piel bajo mis manos, su cuerpo pegado al mío.

Era más que simple necesidad, era avidez. Ahora que la tenía ante mí, la necesitaba, a toda ella, tanto como comer, beber o respirar, posiblemente más. Quería decirle, quería que supiera lo que significaba para mí que estuviera allí. Pero nunca he sido un tío con mucha labia.

Cuando Susan se dio la vuelta, prácticamente ya me tenía encima. Dejó escapar un ahogado quejido de sorpresa, pero me incliné con cuidado sobre ella, la sujeté por los hombros y la empujé contra la puerta.

Acerqué mi boca a la suya y sentí sus labios suaves, dulces y muy calientes. Ella se puso tensa por un momento, pero luego dejó escapar un gemido profundo y me rodeó el cuello y los hombros con sus brazos mientras me devolvía el beso. Podía sentir el calor y la tersura de su cuerpo delgado y fuerte. Mi deseo se hizo más profundo, al igual que mis besos, y mi lengua rozó la suya, estimulándola. Ella respondió tan ardientemente como yo, sus labios ávidos, casi desesperados, mientras suaves gemidos vibraban entre su boca y la mía. Comencé a sentirme un poco mareado y desorientado, y aunque algo en mí dio la voz de alarma, me pegué aún más a ella.

Deslicé una mano hasta su cadera, por debajo de la cazadora y levanté la camiseta para aferrarme a su suave cintura. Su respiración se volvió más rápida. La atraje hacia mí y ella respondió subiendo una pierna y enrollándola en torno a mi pantorrilla, apretándome contra ella. Comencé a besarle el cuello, a saborear su piel con la lengua y ella arqueó la espalda, mostrándome más piel. Dibujé una línea de besos hasta llegar a la oreja y la mordí con suavidad, haciendo que se estremeciera mientras su cuerpo vibraba contra el mío. De su garganta escapaban gemidos de deseo. Volví a encontrar sus ávidos labios y sus dedos se aferraron a mi pelo, atrayéndome aún más hacia ella.

La sensación de mareo creció. Una especie de pensamiento coherente pasó fugaz por mi cerebro. Luché por atraparlo, pero el beso lo hizo imposible. La lujuria y el deseo acabaron con mi sentido común.

Un repentino y agudo bufido me asustó, y me aparté de Susan mirando como un loco a mi alrededor.

Mister, mi gato bobtail curtido en mil batallas, había saltado a las piedras que había delante de la chimenea y no apartaba sus luminosos ojos verdes de Susan. Mister pesa unos trece kilos, y trece kilos de gato pueden hacer un ruido considerable.

Susan se estremeció, apoyó la palma de su mano contra mi pecho y volvió la cabeza. Mis labios ardían por acariciar otra vez los suyos, pero cerré los ojos y respiré lenta y profundamente. Después me aparté de ella. Pensé en avivar el fuego, no ese fuego, sino el de verdad, pero la habitación me daba vueltas y lo único que pude hacer fue caer sobre el sillón.

Mister saltó a mi regazo con una elegancia que en ese momento me pareció fuera de lugar y se frotó la cara contra mi pecho mientras ronroneaba. Alcé con desgana una mano, lo acaricié y después de un par de minutos la habitación dejó de girar.

—¿Qué coño ha pasado? —murmuré.

Susan emergió de entre las sombras, cruzó la habitación a la luz de una única vela y cogió el atizador de la chimenea. Removió las cenizas hasta que encontró algunas brasas y entonces comenzó a añadir troncos de leña que guardaba en un viejo cubo de hierro junto a la chimenea.

—Lo estaba notando —dijo después de un minuto—. Sentía que te estaba haciendo efecto. Y… —se estremeció—, me gustaba.

Y a mí. Y seguro que habría sido aún mejor sin tanta ropa entremedias. En voz alta solo dije:

—¿El qué?

Me miró por encima del hombro con expresión enigmática.

—El veneno —dijo con calma—. Ellos lo llaman el beso.

—Bueno, desde luego no los culpo. Suena mucho más romántico que saliva narcótica. —Parte de mí deseaba dejar de hablar de tonterías y retomar cualquier línea de pensamiento que terminara con nuestra ropa esparcida por la habitación. Ignoré esa imagen.

—Recuerdo que cuando nos besamos antes de que te fueras no me afectó tanto.

Susan negó con la cabeza y se sentó sobre las piedras de la chimenea con la espalda recta y las manos sobre el regazo. El fuego comenzó a crecer, prendiendo en la nueva leña, y aunque aquella luz se arremolinaba en torno a ella como lenguas doradas, su rostro permaneció sumido en la oscuridad.

—No. Lo que Bianca me hizo me ha cambiado en algunos aspectos. Físicamente, ahora soy más fuerte. Mis sentidos son más agudos, y… —vaciló.

—El beso —balbuceé. A mis labios no les gustó la palabra. Hubieran preferido ponerla en práctica. Los ignoré también.

—Sí —dijo—. No es tan potente como el suyo, pero, surte efecto.

Me pasé la mano por la cara.

—¿Sabes que me vendría bien? —Una Susan desnuda y ardiendo de deseo o una ducha de nitrógeno líquido—. Una cerveza. ¿Quieres una?

—Paso —dijo—. No creo que reducir mis inhibiciones sea lo más conveniente ahora mismo.

Asentí, me levanté y me acerqué a la nevera. Era de esas antiguas, de las que funcionan con barras de hielo y no con freón. Saqué una botella marrón oscura de la cerveza casera de Mac, la abrí y le di un buen trago. Mac se llevaría las manos a la cabeza si me viera bebiendo su cerveza fría. Él se enorgullecía de prepararla como en el viejo mundo, pero yo siempre guardaba un par en la nevera por si me apetecían fresquitas. ¿Qué puedo decir? Soy un mago americano ignorante y bárbaro. Me bebí casi la mitad y luego apoyé la botella fría contra la frente.

—Bueno —dije—. Supongo que no has venido a…

—¿Arrancarte la ropa y aprovecharme descaradamente de ti? —sugirió Susan. Su voz sonó tranquila de nuevo, pero me pareció detectar algo de su propio deseo. No estaba seguro de si debería preocuparme o alegrarme—. No, Harry. Eso es… es un riesgo que no quiero correr contigo. Da igual cuánto lo deseemos.

—¿Por qué no? —pregunté. Yo ya sabía la respuesta, pero las palabras pasaron del cerebro a la boca antes de poder detenerlas. Miré la botella con desconfianza.

—No quiero perder el control —dijo Susan—. Nunca. Ni contigo, ni con nadie. Pero contigo menos. —Se produjo un silencio y solo escuchamos el crepitar del fuego—. Harry, si te hiciera daño no lo soportaría.

Exactamente, pensé, y puede que yo tampoco porque probablemente me mataría. Piensa en ella en lugar de en ti mismo, Harry. Venga, espabila. Solo fue un beso. Olvídalo.

Me bebí el resto de la cerveza que ni de lejos me supo tan buena como otras cosas que había saboreado aquella noche. Miré dentro de la nevera y pregunté a Susan:

—¿Una Coca-Cola?

Asintió con la cabeza mientras miraba a su alrededor. Sus ojos se detuvieron sobre la repisa de la chimenea donde estaban la tarjeta y las tres postales que me había enviado, junto con el pequeño estuche gris donde guardaba el anillo diminuto y barato que rechazó.

—¿Vives con alguien más?

—No. —Saqué un par de latas y le ofrecí una. La cogió sin rozarme los dedos—. ¿Por qué lo preguntas?

—El apartamento está estupendo —dijo—. Tu ropa huele a suavizante. Y tú no le has echado suavizante a la ropa en tu vida.

—Oh, eso. —No puedes ir contando por ahí que un grupo de hadas te hace la casa porque eso las cabrea y se marchan—. Es una especie de servicio de limpieza.

—Tengo entendido que has estado demasiado ocupado para limpiar —dijo Susan.

—Hay que ganarse la vida.

Susan sonrió.

—Me han dicho que salvaste al mundo de una terrible hecatombe. ¿Es verdad?

Jugué nervioso con mi lata:

—Más o menos.

Susan rió.

—¿Cómo se salva al mundo más o menos?

—Solo lo salvé al estilo Greenpeace. Si la hubiera cagado, habría habido una terrible tormenta, pero no creo que nadie se hubiera percatado del desastre hasta treinta o cuarenta años después… los cambios climáticos llevan su tiempo.

—Da miedo —dijo Susan.

Me encogí de hombros.

—En realidad mi primer objetivo era salvarme yo. Lo del mundo vino por añadidura. Quizá me esté volviendo cínico, pero tengo la impresión de que lo único que hice fue evitar que las hadas se cargaran el planeta para poder joderlo nosotros.

Me senté de nuevo en el sillón, abrimos las latas y bebimos en silencio durante un rato. Mi corazón por fin se calmó un poco.

—Te he echado de menos —dije por fin—. Y tu jefa también. Me llamó hace un par de semanas. Me dijo que ya no enviabas los artículos.

Susan asintió.

—Esa es una de las razones por las que he venido. No puedo darle una explicación por carta o por teléfono.

—¿Vas a dejarlo? —pregunté.

Asintió.

—¿Has encontrado otro trabajo?

—Más o menos —dijo. Se apartó el pelo de la cara con una mano—. No puedo contártelo todo ahora mismo.

La miré desconfiado. Desde que la conocía, la obsesión de Susan siempre había sido descubrir la verdad y compartirla con la gente. Su trabajo en el Arcane había logrado que abandonara su obstinada negativa a creer en las cosas que veía, y que antes tachaba de locuras. Era una de esas pocas personas que observaba y meditaba sobre las cosas, incluso sobre las más raras o esperpénticas, en lugar de desecharlas de inmediato. Así fue como nos conocimos.

—¿Estás bien? —pregunté—. ¿Andas metida en algún lío?

—En realidad no —dijo—. Pero tú sí. Por eso he venido, Harry.

—¿A qué te refieres?

—He venido para avisarte. La Corte Roja…

—Ha enviado a Paolo Ortega para liquidarme. Lo sé.

Suspiró.

—Pero lo que no sabes es dónde te estás metiendo. Harry, Ortega es uno de los nobles más peligrosos de la Corte. Es un caudillo. Desde que comenzó la guerra, ha matado a media docena de centinelas del Consejo Blanco en Sudamérica y él fue quien planeó y ejecutó el ataque a Arcángel el año pasado.

Al escuchar aquello me incorporé de repente, completamente pálido.

—¿Cómo sabes todo eso?

—Soy periodista de investigación, Harry. He investigado.

Jugueteé con la lata de Coca-Cola sin dejar de fruncir el ceño.

—Eso no cambia nada. Vino aquí pidiendo un duelo. Un combate justo. Si va en serio, lo aceptaré.

—Pero eso no es todo —dijo Susan.

—¿Ah no?

—La opinión de Ortega sobre cómo combatir esta guerra no es la más popular en la Corte Roja. Unos cuantos vampiros de la élite apoyan su modo de pensar. Pero la mayoría están a favor de un largo y constante derramamiento de sangre. También les atrae la idea de cargarse para siempre a todo el Consejo Blanco. Creen que si se libran de los magos de una vez por todas, no tendrán que seguir ocultándose.

—¿Y eso por qué tendría que interesarme?

—Piensa —dijo Susan—. Harry, el Consejo Blanco lucha en esta guerra con poca convicción. Si tuvieran una buena excusa, le pondrían fin. Ese es el plan de Ortega. Os batís en duelo, te mata y entonces el Consejo Blanco pide la paz. Pagarán algún tipo de compensación que no implique la muerte de ninguno de sus miembros y ya está. La guerra habrá terminado.

La miré sorprendido.

—¿Cómo has averiguado…?

—Hola, Tierra llamando a Harry. Ya te lo he dicho, he investigado.

Fruncí el ceño hasta que me dolieron los músculos de la cara.

—Vale, vale. Bueno, como plan la verdad es que no está mal —dije—. Salvo la parte en la que me mata.

Me dedicó una pequeña sonrisa.

—La mayoría de la Corte Roja prefiere que sigas respirando. Mientras estés vivo, tienen la excusa perfecta para continuar con la guerra.

—Genial —dije.

—Intentarán evitar cualquier duelo. Pensé que debías saberlo.

Asentí.

—Gracias —respondí—. Yo…

Justo entonces alguien llamó con fuerza a la puerta. Susan se puso tensa y se incorporó con el atizador en la mano. Yo me levanté mucho más despacio, abrí el cajón de la mesita junto al sillón y saqué la pistola que guardaba en casa; una Magnun como la de Harry el Sucio que pesaba una tonelada. También cogí un cordón de seda de un metro de largo y me lo enrollé alrededor del cuello de manera que pudiera quitármelo rápidamente si fuera necesario.

Así la pistola con las dos manos, apunté al suelo, la amartillé y dije:

—¿Quién es?

Hubo un momento de silencio y luego una voz de hombre dijo con calma:

—¿Está Susan Rodríguez?

Miré a Susan. Ella se puso aún más rígida, sus ojos ardían de rabia, pero volvió a colocar el atizador en su sitio junto a la chimenea. Después se acercó a mí y dijo:

—Tranquilo, lo conozco.

Desmonté la pistola, pero no bajé la guardia mientras Susan cruzaba el cuarto y abría la puerta.

Un hombre con el aspecto más anodino que había visto nunca apareció en el umbral. Mediría alrededor de uno ochenta y pesaría unos ochenta kilos. Tenía el pelo castaño claro y los ojos del mismo color. Llevaba unos pantalones vaqueros, una cazadora marrón tres cuartos y zapatillas de tenis desgastadas.

Su rostro era insulso, ni atractivo, ni feo. No parecía particularmente fuerte, ni cobarde, ni listo ni… no parecía particularmente nada.

—¿Qué haces aquí? —preguntó a Susan sin más preámbulos. Su voz era como el resto de su anatomía, tan excitante como un formulario de Hacienda.

Susan contestó:

—Ya te dije que tenía que hablar con él.

—Podías haber llamado por teléfono —repuso el hombre—. Esto no tiene sentido.

—Hola —dije en voz alta, y me acerqué a la puerta. Yo era bastante más alto que Sosoman y además tenía una pistola muy grande aunque ahora apuntara con ella al suelo—. Soy Harry Dresden.

Me miró de arriba abajo y luego se volvió a Susan.

Susan suspiró.

—Harry, este es Martin.

—Hola, Martin —dije, me pasé la pistola a la mano izquierda y le ofrecí la derecha—. Encantado de conocerte.

Martin contempló mi mano y luego dijo:

—Yo no doy la mano. —Según parece aquella era la única contestación que me merecía, porque luego se volvió de nuevo a Susan y dijo—: Mañana tenemos que madrugar.

¿Tenemos? ¿Tenemos?

Observé como Susan se sonrojaba de vergüenza. Miró furiosa a Martin y luego a mí.

—Tengo que irme, Harry. Ojalá pudiera quedarme más.

—Espera —dije.

—Ojalá pudiera —repuso—. Intentaré llamarte antes de que nos vayamos.

Ahí estaba de nuevo la primera persona del plural.

—¿Iros? Susan…

—Lo siento. —Se puso de puntillas y me besó en la mejilla con aquellos labios suaves y calientes. Después se apartó y pasó junto a Martin dándole un empujón que le obligó a echar un pie atrás para no perder el equilibrio.

Martin me saludó con una inclinación de cabeza y también se marchó. Después los seguí el tiempo suficiente para ver como se subían a un taxi.

¿Tenemos que irnos?

—Pero qué coño… —murmuré y volví a meterme en casa. Cerré con un portazo tras de mí, encendí una vela, entré en mi diminuto cuarto de baño y abrí el grifo de la ducha. El agua solo sale a un par de grados por encima de cero, pero me desnudé y me metí de todas formas. La sangre me hervía, lleno de frustración.

Tenemos que irnos.

Tenemos, tenemos, tenemos. Es decir, ella y alguien más, dos. Alguien que no era yo. ¿Estaban…? ¿Susan y el Vengador Sabiondo? No podía ser. Quiero decir, por favor, pero si ese tío era un soso. Un triste, un muermo.

Y quizá también un tipo serio.

Afróntalo, Harry. Quizá seas un tío interesante. Puede que hasta fascinante. Pero muy serio no.

Metí la cabeza debajo del chorro de agua helada y me quedé así un rato. Susan no había dicho que estuvieran juntos. Ni tampoco él. Quiero decir que él no era la razón por la que interrumpió el beso. Para eso tenía otro motivo bastante convincente, desde luego.

Pero bueno, nosotros ya no estábamos juntos. Ella se marchó hacía más de un año.

Y en un año pueden cambiar muchas cosas.

Sus labios, en cambio, seguían igual. Y sus manos. Y la curva de su cintura. Y la abrasadora sensualidad de sus ojos. Y los suaves gemidos que hizo al pegarse a mí, pidiéndome con su cuerpo que…

Miré hacia abajo, suspiré y giré el grifo para que el agua saliera aún más fría.

Salí de la ducha tiritando y medio azul, me sequé y me metí en la cama.

Acababa de conseguir que la manta se calentara lo suficiente para dejar de temblar, cuando sonó el teléfono.

Juré en arameo, dejé el calor de la cama por el ambiente helador de la casa, cogí el teléfono y gruñí:

—¿Qué? —Luego, pensando en el improbable caso de que fuera Susan, me obligué a calmarme y dije—: Quiero decir, ¿sí?

—Siento despertarte, Harry —dijo Karrin Murphy, la jefa del Grupo de Investigaciones Especiales de la policía de Chicago. El IE se encargaba de todos aquellos delitos que no encajaban en ningún otro grupo policial, además de los casos raros que nadie más quería. Como resultado, acabaron investigando toda clase de cosas que no tenían una fácil explicación. Su misión era resolver la papeleta y luego redactar un bonito informe.

A veces Murphy acudía a mí en busca de ayuda cuando tenía entre manos algún caso difícil que no sabía cómo resolver. Hacía tiempo que trabajábamos juntos y Murphy y el IE ya tenían suficiente experiencia para enfrentarse a los típicos rifirrafes sobrenaturales de todos los días. Pero de vez en cuando se topaba con algo que la superaba. Tenía mi número en marcación automática.

—Murph —dije—, ¿qué pasa?

—Es un asunto extraoficial —contestó—. Me gustaría saber tu opinión sobre una cosa.

—Extraoficial significa no remunerado, supongo —dije.

—¿Te apetece investigar de oficio un rato? —Hizo una pausa y luego añadió—: Quizá sea importante para mí.

Qué coño. De todas formas ya me habían jorobado la noche.

—¿Dónde nos vemos?

—En el depósito del condado de Cook —dijo Murphy—. Quiero que veas un cadáver.