Capítulo 3

El padre Vincent me llevó hasta un motel al norte de O’Hare. Pertenecía a una cadena nacional, era barato, pero limpio, y las puertas de las habitaciones daban todas al aparcamiento. Conduje hasta la parte de atrás del edificio, apartada de la calle, sin dejar de fruncir el ceño. No parecía la clase de sitio donde se hospedaría alguien como Vincent. El sacerdote bajó del coche casi antes de que echara el freno de mano, caminó a toda prisa hacia la puerta más cercana y se metió dentro en cuanto fue capaz de abrir el cerrojo.

Lo seguí. Vincent cerró la puerta, echó el cerrojo y luego se peleó con las cortinas hasta que consiguió cerrarlas. Señaló con la cabeza la pequeña mesa de la habitación y dijo:

—Por favor, siéntese.

Lo hice y estiré las piernas. El padre Vincent abrió el cajón de una modesta cómoda y sacó una carpeta cerrada con un elástico. Se sentó frente a mí, apartó el elástico y dijo:

—La Iglesia está interesada en recuperar algo que le han sustraído.

Me encogí de hombros y repuse:

—¿No debería encargarse de eso la policía?

—Ya hay una investigación en marcha y he ofrecido al Departamento de Policía de Chicago mi ayuda para lo que necesiten. Pero… ¿cómo decir esto educadamente? —Frunció el ceño—. La historia es una gran maestra.

—No se fía de la policía —dije—. Vale.

Hizo una mueca de desagrado.

—Es que en el pasado la policía de Chicago se ha visto asociada con numerosas figuras del crimen organizado.

—Eso ya solo se ve en las películas, padre. Quizá no se haya enterado, pero lo de Al Capone pasó hace muchos años.

—Puede que sí —dijo—. Puede que no. Yo solo pretendo hacer todo lo que esté en mi poder para recuperar el artículo robado. Y eso incluye contratar a un discreto detective privado.

Ajá. Así que no confiaba en la policía y quería que yo trabajara para él en secreto. Por eso estábamos en aquel motel barato y no en el lugar donde realmente se hospedaba.

—¿Qué quiere que encuentre?

—Una reliquia —contestó.

—¿Una qué?

—Un objeto sagrado, señor Dresden. Una antigüedad que pertenece a la Iglesia desde hace siglos.

—Oh, eso —dije.

—Sí. Se trata de un artículo delicado y muy antiguo y creemos que quienes lo tienen ahora no lo cuidan como deberían. Hay que recuperarlo lo antes posible.

—¿Qué sucedió?

—Lo robaron hace tres días.

—¿De dónde?

—De la catedral de San Juan Bautista, en el norte de Italia.

—Eso está muy lejos.

—Creemos que lo trajeron aquí, a Chicago, para venderlo.

—¿Por qué?

Sacó de la carpeta una foto de veinte por veinticinco, en blanco y negro, y revelada en brillo. Me la ofreció. En ella se veía a un cadáver bastante destrozado. Yacía sobre los adoquines de la calle; la sangre había corrido entre las piedras y se había acumulado ligeramente alrededor del cuerpo. Creo que se trataba de un hombre, aunque no estaba seguro. Pero fuera quien fuera, le habían dejado la cara y el cuello hechos jirones, literalmente. Presentaba cortes profundos, limpios y rectos. El trabajo de un experto en arma blanca. Puag.

—Este individuo es Gastón LaRouche. El cabecilla de una banda de ladrones que se llaman a sí mismos Ratones de Iglesia. Se especializan en robar en santuarios y catedrales. Encontraron su cuerpo cerca de un pequeño aeropuerto la mañana siguiente al robo. En su maletín había varios documentos de identificación estadounidenses falsificados y billetes de avión con destino a Chicago.

—Pero de lo robado ni rastro.

—Así es. Exacto. —El padre Vincent sacó otro par de fotos. También eran en blanco y negro, pero ofrecían una imagen más tosca, como si las hubieran ampliado varias veces. En ellas se veía a dos mujeres de constitución y altura medias, pelo negro y gafas oscuras.

—¿De las cámaras de vigilancia? —pregunté.

Asintió con la cabeza.

—Facilitadas por la Interpol. Son Anna Valmont y Francisca García. Pensamos que colaboraron con LaRouche en el robo, luego lo mataron y salieron del país. La Interpol recibió el chivatazo de que Valmont había sido vista aquí, en el aeropuerto.

—¿Sabe quién es el comprador?

Vincent negó con la cabeza.

—No. Y este es el caso. Quiero que encuentre al resto de la banda y recupere lo robado.

Fruncí el ceño mientras contemplaba las fotos.

—Sí. Y eso es lo que quieren ellos también.

Vincent me miró sorprendido.

—¿Qué quiere decir?

Negué con la cabeza impaciente.

—Está claro. Mire bien la foto. LaRouche no murió allí.

Vincent frunció el ceño.

—¿Por qué dice eso?

—Hay muy poca sangre. He visto hombres hechos trizas y desangrados. Ahí falta un huevo de sangre. —Hice una pausa—. Perdone la expresión.

El padre Vincent se santiguó.

—¿Y por qué encontraron su cuerpo allí?

Me encogí de hombros.

—Es el trabajo de un profesional. Fíjese en los cortes. Son metódicos. La víctima probablemente estaba inconsciente o drogada porque no es fácil mantener inmovilizado a un hombre mientras le destrozas la cara con un cuchillo.

El padre Vincent se puso una mano en el estómago.

—Oh.

—Así que tiene un cadáver abandonado en una calle cualquiera con un letrero que básicamente dice: el botín está en Chicago. De modo que, o el culpable es increíblemente idiota, o alguien pretendía atraerlo hasta aquí. Esto es obra de un profesional. El cadáver es una trampa.

—Pero ¿quién haría algo así?

Me encogí de hombros.

—Eso es lo que deberíamos averiguar. ¿Tiene alguna foto mejor de estas dos mujeres?

Negó con la cabeza.

—No, y jamás las han detenido. No tienen antecedentes.

—Pues entonces es que son buenas. —Cogí las fotos. Unidas a las fotos con un clip había unas hojas de papel donde figuraba una lista de alias conocidos, lugares… pero nada realmente útil—. Esto me va a llevar un tiempo.

—Es lo que suele ocurrir cuando el objetivo merece la pena. ¿Qué necesita de mí, señor Dresden?

—Un adelanto —contesté—. Con unos mil bastará. Y también una descripción de la reliquia, cuanto más detallada mejor.

El padre Vincent asintió como si todo le pareciera muy lógico y sacó del bolsillo un fajo de billetes cogido por un clip de acero. Contó diez retratos de Ben Franklin y me los ofreció.

—El objeto robado es un lienzo de lino, rectangular, de cuatro metros con seis centímetros de largo y un metro con diez centímetros de ancho, tejido a mano en forma de sarga de cuatro en espiga. Presenta una serie de parches y manchas y…

Alcé una mano y fruncí el ceño.

—Un momento. ¿Dónde dice que se produjo el robo?

—En la catedral de San Juan Bautista —respondió el padre Vincent.

—En el norte de Italia —dije.

Asintió con la cabeza.

—En Turín, para ser exactos —añadí.

Volvió a asentir con aire misterioso.

—¿Han robado el puñetero Sudario de Turín? —pregunté.

—Sí.

Me recosté en la silla mientras le echaba otro vistazo a las fotos. Eso cambiaba las cosas. Eso cambiaba mucho las cosas.

El Sudario. Supuestamente la tela con la que José de Arimatea envolvió el cuerpo de Cristo tras la crucifixión. Aquello eran palabras mayores. También se dice que Jesús llevaba el paño cuando resucitó, y que quedaron impresos en él su imagen y su sangre.

Uau —dije.

—¿Qué sabe del Santo Sudario, señor Dresden?

—No mucho. Que enterraron a Cristo con él. En los años setenta lo sometieron a varias pruebas, pero nadie pudo demostrar que fuera un fraude. Hace unos años casi se quemó cuando se declaró un incendio en la catedral. Algunos dicen que tiene el poder de sanar, o que lo custodian un par de ángeles. Y alguna otra cosa que ahora mismo no recuerdo.

El padre Vincent dejó caer las manos sobre la mesa y se inclinó hacia mí.

—Señor Dresden. El Sudario es quizá la reliquia más importante de la Iglesia. Es un gran símbolo de fe en el que creen muchas personas. También tiene trascendencia política. Es absolutamente crucial para Roma que el Sudario vuelva a estar bajo la custodia de la Iglesia a la mayor brevedad posible.

Lo miré fijamente durante un segundo e intenté escoger mis palabras con cuidado.

—¿Se sentiría muy ofendido si le dijera que el Sudario es además hum… importante en términos mágicos?

Vincent apretó los labios.

—Yo no creo en fantasías, señor Dresden. Es un pedazo de tela, no una alfombra mágica. Su valor deriva únicamente de su importancia histórica y simbólica.

Ajá —respondí. Caray, pues de ahí es de donde procede gran parte de la magia. El sudario era antiguo, estaba considerado como algo especial y la gente creía en él. Eso bastaría para otorgarle cierto poder.

»Hay muchos que no opinarán como usted —dije.

—Por supuesto —convino—. Por eso su conocimiento de la comunidad ocultista de Chicago puede resultar muy útil.

Asentí pensativo. Aquello podría ser algo totalmente normal. Alguien podría haber robado un paño viejo y mohoso para vendérselo a algún pirado que creyese que era una sábana mágica. Podría resultar que el Sudario no fuera más que un símbolo, una antigüedad, una reliquia histórica… interesante, pero poco significativa.

Claro está que también existía la posibilidad de que el Sudario fuera auténtico. Que hubiera envuelto el cuerpo del Hijo de Dios cuando volvió de entre los muertos. Aparté ese pensamiento.

Sin entrar a valorar el cómo ni el porqué, si el Sudario era algo especial en términos mágicos, significaba que nos encontrábamos ante un nuevo y sucio juego del ratón y el gato. De todos los poderes extraños, oscuros y malignos que podían haberse llevado el Sudario, no se me ocurrió ninguno que fuera hacer algo bonito con él. Puede que allí estuvieran involucrados toda clase de intereses sobrenaturales.

Incluso dejando a un lado esa posibilidad, la búsqueda mortal del Sudario parecía una misión bastante peligrosa. John Marcone quizá tuviera algo que ver, así como la policía de Chicago y probablemente la Interpol y el FBI. Aunque carecieran de poderes sobrenaturales, cuando se trataba de encontrar personas, los polis eran muy buenos. Probablemente, localizarían a los ladrones y darían con el Sudario en unas semanas.

Miré las fotos, luego el dinero y pensé en cuantas facturas pagaría con aquel dulce y contundente adelanto del padre Vincent. Si tenía suerte, quizá no fuera tan peligroso como parecía.

Ja.

¿A quién pretendo engañar?

Me metí el dinero en el bolsillo. Luego cogí las fotos.

—¿Cómo puedo localizarlo?

El padre Vincent apuntó un número de teléfono en una hoja con el logo del motel y me lo pasó.

—Tome. Puede llamarme a ese número mientras estoy en la ciudad.

—Muy bien. No le prometo nada concreto, pero veré lo que puedo hacer.

El padre Vincent se puso en pie y dijo:

—Gracias, señor Dresden. El padre Forthill habla muy bien de usted.

—Es un buen tipo —dije y me levanté.

—Si me perdona, tengo otros asuntos que atender.

—Ya imagino. Aquí tiene mi tarjeta por si necesita ponerse en contacto conmigo.

Le di la tarjeta de visita, le estreché la mano y me marché. Al llegar al Escarabajo, cogí la escopeta, saqué el cartucho de la recámara, le puse el seguro y la volví a guardar en el maletero. Después cogí un palo de madera algo más largo que mi antebrazo adornado con runas y sellos tallados. Me servía para dirigir mi magia con mayor precisión. Arrojé la chaqueta de mi traje sobre la escopeta y saqué del bolsillo un brazalete de plata del que colgaban una docena de pequeños escudos de estilo medieval. Me lo coloqué en el brazo izquierdo, me puse un anillo de plata en la otra mano y después cogí mi varita mágica y la dejé en el asiento del acompañante al entrar en el coche.

Con el nuevo caso, el asesino a sueldo y el desafío de Ortega, quería estar seguro de que no me volvían a pillar con la guardia baja.

Me fui a casa en el Escarabajo, a mi apartamento. Tengo alquilado un sótano en un viejo y destartalado edificio reconvertido en casa de vecindad. Cuando por fin llegué era pasada la medianoche y el aire de finales de febrero estaba salteado con ocasionales copos de nieve húmeda que se derretía nada más tocar el suelo. El subidón de adrenalina causado por lo que ocurrió en El programa de Larry Fowler y luego por el ataque de los matones profesionales se había disipado, dejándome dolorido, cansado y preocupado. Salí del coche con la idea de ir directo a la cama y levantarme temprano al día siguiente para trabajar en el caso de Vincent.

Una gélida y repentina estela de energía y un par de ruidos sordos procedentes de las escaleras que conducían a mi apartamento me hicieron cambiar de idea.

Saqué mi varita mágica y preparé el brazalete escudo que llevaba en la muñeca izquierda, pero antes de poner un pie sobre las escaleras, un par de siluetas las subieron volando y aterrizaron pesadamente sobre la gravilla medio congelada del aparcamiento. Lucharon y rodaron hasta que una de las dos figuras, la que se quedó tumbada boca arriba, alzó una pierna y empujó a la que estaba encima.

La segunda figura recorrió unos seis metros en el aire, aterrizó sobre la gravilla con un sonido sordo y una exhalación. Después se incorporó y salió corriendo.

Con el escudo listo, di un paso adelante antes de que el intruso que quedaba pudiera levantarse. Canalicé mi voluntad a través de la varita y las runas que la cubrían se encendieron con una luz roja. El fuego se concentró en el extremo, refulgente como una bengala, y avancé hacia el intruso mientras le apuntaba con ella:

—Como te muevas te frío.

La luz roja iluminó a una mujer.

Iba vestida con vaqueros, una chaqueta de cuero negra, una camiseta blanca y guantes. Su pelo era negro como la noche y lo llevaba recogido en una cola de caballo. Sus ojos oscuros y rasgados me fulminaron tras las largas pestañas. Su hermoso rostro tenía una expresión de comedida diversión.

Mi corazón me aporreó el pecho con una mezcla de dolor y emoción.

—Bueno —dijo Susan fijando su atención en mí en lugar de en la varita—, sé que donde hubo fuego quedan brasas, pero esto es ridículo.