10

Había un hombre viejo, venido de Irlanda, que les había dado la vida y que aún construía casas, en una playa de Florida, para luego alquilarlas y ganar dinero. Estaba Emily, que vivía en un bonito apartamento de Beverly Hills y que trabajaba en una empresa de productos de belleza. Estaba Mildred; y su hijo Frank, que había intentado limpiar zapatos en la calle; y su hija Anny, que debía de parecerse a la madre, con las trenzas descoloridas sobre la espalda; y el pequeño John, al que aupaban para que pudiera hablar por teléfono con su padre.

Estaba Nora, que sin duda había ido a casa de Lil Noland; y también la señora Pope, que se enfadaba porque no le dejaban llamar a la policía.

Había aviones en el cielo, barcos en el mar, trenes que atravesaban traqueteando las grandes zonas desiertas. Estaba la barraca de Falk, que esperaba a su dueño con las lámparas encendidas y la puerta abierta.

Estaban los que galopaban detrás de los perros y los que avanzaban en coche por los caminos. Estaban los hombres que examinaban los rostros en la verja de Nogales, y el Santa Cruz, que transportaba detritus.

Había tres hombres en una pequeña depresión de la corteza terrestre, cerca de un río al que oían pero no veían.

Estaba P. M., adelantándose.

—He venido para ayudarte a cruzar.

—Te has decidido al saber que estaba armado, ¿verdad? ¿Llevas revólver?

—Sí.

—Tíralo delante de ti. Con el cinto.

P. M. lanzó el arma a unos arbustos situados a unos metros por delante de él.

—¿Quién está contigo?

—Un amigo. El hombre al que le has robado la botella.

—¿Para qué ha venido?

—Para ayudarnos.

—¿Va armado?

—¿Va armado, Falk?

—No.

—¿Cómo supiste que estaba aquí?

—Lo dijo Lil Noland.

—¿También se lo ha dicho a los demás?

—No. Los otros están haciendo una batida, con perros, pero no saben dónde estás.

—¿Han avisado a la policía?

—No.

Donald repitió una de las preguntas.

—¿Para qué has venido?

—Para evitar que te atrapen.

—¿No te importa comprometerte aún más?

P. M. no respondió. Aún estaba resentido con su hermano por haber irrumpido en su vida, pero se trataba de algo impersonal; a decir verdad, su rencor no iba dirigido a Donald.

¿Al cielo tal vez? Tampoco tenía derecho a emprenderla con el cielo.

—Hay que encontrar el paso —dijo.

—Hace una hora que lo estoy buscando.

—Lo buscaremos juntos. No debe de estar lejos.

—¿Crees que podremos cruzar?

—Quizá podamos con los caballos.

En ese momento, Donald parecía avergonzado de esa arma que aún sujetaba en la mano, así que se la guardó en el pantalón.

—¿Has tenido remordimientos?

—No lo sé. Ahora hay que encontrar un paso para acceder a la orilla.

—Yo he encontrado uno, pero al final el río tiene de pronto un salto. ¿Sabe tu mujer que estás aquí?

—Sí.

—¿Sabe quién soy?

—Sí.

—¿Y está furiosa?

—No. Déjame pasar delante.

Llevaba al caballo de las riendas y zigzagueaba entre la espesura, intentando acercarse al agua.

—Tome mi linterna —ofreció Falk.

Y como iba cerrando la marcha, a caballo, Donald fue quien la pasó de mano en mano. Oyó a los perros y soltó una risita:

—Tienen miedo, ¿eh?

—Tal vez no estén muy equivocados.

—En cualquier caso, han tenido suerte de no haber llegado aquí los primeros.

Perdieron la pista y llegaron a un callejón sin salida en el que los matorrales eran demasiado espesos como para permitir el paso de los caballos, e incluso el de los hombres.

—¿Por qué no me dijiste ayer que se podía pasar por aquí?

—Porque lo ignoraba. Aún no sé si se podrá. Y Donald, sin importarle nada más, gruñía:

—¡No habrá más remedio que pasar!

Empezaba a llover, caían gotas gruesas y espaciadas. Si había llovido mucho en México, el río estaría tan crecido como en Tumacacori y nadie podría atravesarlo.

—Creo que nos encontramos de nuevo en un sendero.

P. M. estuvo a punto, sin motivo alguno, de echar mano a su petaca, pero le avergonzó hacerlo delante de su hermano. El aire caliente le azotaba la cabeza, tenía gotas de sudor en la nuca y entre los omóplatos.

De cuando en cuando, un dolor en la parte baja del cráneo le recordaba la resaca.

—Presiento que el agua está cerca.

Unos pasos más y ya estaban a orillas del Santa Cruz. Según el dibujo del sendero, era evidente que en circunstancias normales este continuaba hasta el lecho del arroyo. Solo era un paso para caballos, pero un paso al fin y al cabo.

Donald alcanzó a P. M. y, detrás de ellos, Falk descendió del caballo. Los tres contemplaban el agua que corría a una velocidad de al menos veinticuatro kilómetros por hora. A veces veían pasar una rama o un tronco de árbol, y lo seguían con los ojos de una manera mecánica.

—Aquí —dijo P. M.—, no estamos lejos de Nogales.

—¿Qué profundidad tiene el río?

—No puede saberse con exactitud. Se crean hoyos en la arena en cuestión de horas. Lo más probable es que a los animales les llegue hasta el vientre.

Se volvió hacia Falk, que los observaba a ambos sorprendido y preocupado.

—¿Puedo usar su caballo, Falk?

Había estado a punto de decirle que se lo pagaría, o que Nora lo haría, pero era preferible guardar silencio.

—Yo podría cruzar con él —objetó el antiguo mecánico.

—No sería lo mismo. Una vez al otro lado, Donald me necesitará para atravesar la frontera mexicana.

Se dio cuenta de que lo que acababa de decir no era cierto en absoluto. La tormenta se estaba empleando a fondo en Nogales. Con un poco de suerte, Donald podría arreglárselas muy bien solo.

Al mismo tiempo, P. M. sabía que su gesto era necesario, que constituía una especie de desenlace final.

¿Desenlace final de qué? Lo ignoraba. Tenía la cabeza llena de interrogantes no resueltos.

—¿Sabes montar? —le preguntó a su hermano.

—Sí.

—Hay que mantener al animal en la corriente, de cara al agua.

—Comprendo.

La luna alumbraba lo suficiente como para que cada uno pudiera ver la cara del otro. El rostro de Donald estaba lleno de rasguños, pero lo que más llamaba la atención era la sorpresa sin límites de sus ojos, unos ojos que hasta entonces se habían mostrado muy duros.

—¿Quién pasa primero?

Podía parecer que encabezar la fila era lo más peligroso, ya que el primero que cruzara sería quien habría de reconocer el terreno, pero P. M. opinaba lo contrario. Si el primero perdía pie, el segundo siempre tendría una oportunidad de agarrarlo, en cambio lo que resultaría imposible sería conseguir que un caballo retrocediera una vez metido en plena corriente.

—Tú serás el primero —decidió.

En los ojos de Donald brilló un último destello de desconfianza.

Nora se había portado muy bien.

—Monta mi caballo.

—¿Por qué el tuyo?

—¡Porque sí!

Nora supo enseguida por qué P. M. había escogido el caballo en vez de la yegua. Desde hacía años, el animal estaba acostumbrado a cruzar el río, que por lo general era fácil de atravesar. Además, su peso ofrecía mayor resistencia a la corriente.

Una vez más, estuvo a punto de sacar la petaca del bolsillo. Se notaba el cuerpo completamente húmedo, y cuando se subió al animal de Falk sintió que le flojeaban las piernas.

No tenían nada que decirse. Era mejor así. Puso su caballo justo detrás del de Donald y gritó:

—¡Arre!

El caballo, que no estaba acostumbrado a su nuevo jinete, empezó a recular y a mordisquear las cinchas. P. M. le dio por detrás en la grupa con un palo que acababa de arrancar de un árbol. Entonces el animal, después de dos o tres pasos, pareció atraído, atrapado por el río, que enseguida le llegó hasta el pecho. El caballo montado por P. M. le seguía. Los dos hombres ya solo oían el rugido del agua, que les salpicaba la cara.

En mitad de la corriente, el caballo dudó, como si quisiera dar la vuelta. Estaba buscando el camino y tanteaba con las pezuñas el fondo. Debió de perder pie en los cuartos traseros, pero solo un segundo. Le vieron hacer un esfuerzo prodigioso y cómo su pecho emergía. Dejó de andar de nuevo, y sus últimos pasos hacia la orilla fueron rápidos y poderosos como saltos.

P. M. miraba fijamente al animal y al jinete. De repente, sin pararse a pensarlo, supo que para él todo había terminado. Las herraduras del primer caballo se habían fijado al lecho del río, pero el caballo que le seguía acababa de perder pie en uno de los hoyos.

A Falk le costó entender lo que ocurría. Desde la orilla, le gritó a su animal:

—¡Vamos, Back!

Era una sensación extraña. Ante él, había un caballo que solo tenía que hacer un último esfuerzo para llegar a la otra orilla. Empujaba sus cuartos delanteros. Donald se volvía y en su rostro solo había un estupor inmenso.

P. M. había desaparecido casi por completo. Un momento antes, el agua corría a su alrededor, y ahora él avanzaba con ella, veía con qué rapidez el rostro de su hermano estaba cada vez más lejos, ya solo podía oír la voz de Falk, y luego, según le pareció, los ladridos de los perros.

Se le llenó la boca de agua antes de que pudiera darse cuenta de que ya no tenía su caballo al lado; emergió de nuevo y vio unas ramas; extendió la mano, una, dos veces; seguía alargando el brazo, intentaba agarrarse a una rama que pasaba, pero una masa enorme y pesada le empujaba de forma implacable; sin duda se trataba del caballo, pues recibió un fuerte golpe en el muslo.

No sentía dolor. Le parecía extraña la expresión de sorpresa de Donald. Durante un segundo, P. M. volvió a ver su rostro infantil. Probablemente lo que le sorprendía no era el accidente, sino que Pat hubiese aceptado morir.

Él tampoco sabía muy bien por qué había aceptado.

Nora se había portado bien. Nora debía de haber entendido muchas cosas, era más inteligente que él.

¿Qué había pensado, hacía un momento, al respecto de Falk? «¡Espero que no intente salvarme!». Pero no había nada que hacer; además, tampoco habría podido correr por la orilla, repleta de matorrales embrollados.

Ambos estarían mirando cómo fluía el río, que ya se lo había llevado lejos. Mientras, dejaba atrás vertiginosamente las orillas, las ramas espinosas.

¿Falk? ¡Ah, sí! Un sentimiento de culpa… ¿Y por qué no todos los hombres…? Le habían explicado el pecado original, y también algo más… La maldición que pesaba sobre los hijos de Caín.

«Yo siempre estoy con los pequeños y contra los grandes».

Si pudiese salir a flote una vez más, ¿lo comprendería tal vez todo?

¡Se necesitaba tan poco!

Los débiles…

Se había empeñado en ser fuerte. ¿Era realmente uno de ellos? ¿Existen los fuertes?

Un minuto, unos segundos tan solo… Escupía agua, veía de nuevo las ramas, la luna…

Esaú y Jacob. De nuevo tenía ante sí esa imagen, nítida en su Biblia. Jacob era el débil. Esaú el fuerte, muy fuerte… Pero Jacob era quien recibía las bendiciones. Eso ya le sorprendía de niño, cuando leía la Biblia, y nunca había entendido aquella historia. Ahora la entendería…

Había trabajado duro durante toda su vida, había luchado mucho, había deseado apasionadamente ser un hombre honrado.

Entonces había llegado Donald.

Y le había pedido explicaciones.

Y él se había sentido culpable.

Y él había acudido al río porque era su obligación, porque ese es el destino de los fuertes…

Donald estaba en la orilla y la frontera no quedaba lejos. Encontraría a otras Lil, otros P. M., otras Emily, otros Falk que le ayudaran.

Lograría pasar porque era un hombre débil. Mildred y los niños…

Iba rodando de forma vertiginosa. Se golpeaba en el fondo sin cesar. Ya no veía el cielo, ni la luna, ni las ramas, pero creía oír a los perros. A continuación percibió una luz muy viva; al principio pensó que se trataba de la ventana iluminada de la casa de Falk.

Qué tontería. No era la casa de Falk. La luz era demasiado intensa y abrazaba al horizonte como tal vez lo haría el relámpago del fin del mundo.

Ahora lo entendería todo. Que le dieran un segundo, una décima de segundo para comprender el significado de la historia de Esaú y Jacob.

Nora se había… Era inteligente, pero no podía ayudarle. Ella estaba en tierra, junto a la pobre Lil Noland. ¿Acaso sería Nora como Lil Noland?

Jacob se parecía a Donald; había un montón de gente en el pasillo para recibirle; los niños tenían que deslizarse entre las piernas de las personas mayores mientras el teléfono sonaba sin descanso y la señora Espinosa hablaba por los codos en español…

Solo una décima de segundo y lo hubiera sabido todo, así habría podido decirle a Falk acerca de su mujer que…

No encontraron el cuerpo hasta el día siguiente a las diez de la mañana, entre las ramas de un árbol parcialmente caído. Los perros, a los que habían lanzado tras la pista de un ser vivo, habían buscado al muerto durante toda la noche.

Pero a las cinco de la mañana ya sonaba el teléfono en el MM RANCH. Nora, que estaba al otro extremo de la habitación, a solas con su cigarrillo, atravesó todo el salón para descolgarlo.

—¿Diga?

—¿Nora?

—Sí.

—He llegado bien. Perdóname.

Ella respondió de forma maquinal:

—No hay por qué.

Él intentó decir algo más, pero no se le ocurrió nada y repitió:

—Perdón.

—Sí.

No se había atrevido a encender todas las luces. Las personas que habían ido a verla habían dejado las puertas abiertas. Las cortinas ondeaban ante las ventanas y las corrientes de aire eran húmedas. Ni siquiera había querido que Lil se quedara con ella.

Por cierto, se había olvidado de decirle a Donald que Mildred heredaba los bienes de P. M.

Antes de volver a sentarse se dirigió a la cocina, hacia el frigorífico. Quería beber un vaso de cerveza. Se detuvo frente al armario de los licores, vaciló un instante, por fin lo abrió y destapó una botella de whisky.

Cuando llevaron el cuerpo al rancho, a eso de las once, en el camión rojo de Falk, dormía acurrucada en el sillón y a su alrededor había varias colillas; algunas habían quemado la alfombra.

Le preguntaron dónde había que ponerlo y ella les miró como ausente, hizo un ademán de cansancio y suspiró.

—Donde queráis —dijo.

Tumacacori (Arizona), 24 de agosto de 1948