Al ver luz en casa de Falk tuvo que dar un gran rodeo. Luego pensó que este se habría sumado a los otros y estarían moviéndose por la zona de los Noland. En el valle, mucha gente salía de casa y dejaba las luces encendidas y las puertas abiertas.
Se contentó con poner el caballo al paso para hacer menos ruido. La luna aún no había salido y estaba muy oscuro. La casa era baja y minúscula, y solo tenía una ventana en la fachada que veía P. M. La ventana formaba un cuadrado de luz que hacía que la oscuridad a su alrededor resultara mucho más opaca.
De repente, una mole pasó resoplando junto a su animal; se trataba de un caballo negro. Luego, casi enseguida, cuando P. M. estaba a unos cincuenta metros de la casa, otra forma salió de la oscuridad y se plantó ante él: al principio no distinguió más que el blanco de una camisa.
—No se asuste, señor Ashbridge. Soy Falk. —Como el caballo de P. M. rezongaba, el hombre extendió la mano para agarrar las riendas—. A pesar de todo lo que han dicho, yo me olía que usted iría. —¿Adoptó P. M. una actitud impaciente al respecto? Falk prosiguió—: ¡Pero si aún no están listos para salir! Les lleva una buena ventaja. —Y acto seguido añadió—: Me alegro de verle para poder disculparme por lo ocurrido.
P. M. no entendió a qué se refería Falk.
—¡Maldita sea! Si no llego a ir al río para explicarles que se habían bebido mi cerveza y demás, no nos encontraríamos en esta situación. Fíjese que yo no tenía muy claro si ir o no. Cuando le vi pasar con el coche, acababa de subirme al camión y estaba indeciso, así que toqué la bocina confiando en que se parara.
¡De modo que había tenido que intervenir una casualidad tan miserable!
—Y después, cuando me preguntaron, no hubo más remedio que contar lo del revólver. ¿Tiene idea de por dónde puede andar?
—Hay una pequeña posibilidad de que lo encuentre.
—¿Le molestaría mucho que le acompañara? No le haré perder tiempo. Mi caballo ya está ensillado.
A P. M. no se le ocurrió desconfiar de él. Y cuando, tras un lapso de tiempo sorprendentemente corto, Falk se sumó a la expedición, el antiguo mecánico, como para dar explicaciones de su conducta, masculló:
—Mire, yo siempre estoy con los pequeños y contra los grandes. O sea, con los débiles para luchar contra los fuertes.
El pobre Falk no sabía que al hablar así emitía una especie de condena con respecto a P. M., que durante toda su vida se había esforzado por ponerse del lado de los fuertes.
P. M. no estaba resentido con él, al contrario; confiaba en Falk y se alegraba de no tener que cabalgar a solas de noche.
Mantenían una conversación extraña, unas veces al paso, otras al trote. En ocasiones, cuando el terreno permitía que los caballos marcharan al galope, Falk hallaba la manera de decir una o dos frases.
Había largos silencios, más que intercambio de palabras, pero no se trataba de silencios incómodos, antes al contrario; cuando no hablaban, los dos hombres disponían de tiempo para comprenderse.
—Están rabiosos como animales, las mujeres aún más que los hombres. Han llamado a Raúl. Quieren reunir a todos los vaqueros que hay a este lado del río. Los pobres obedecerán. ¿O solo harán como si obedecieran? Sería más fácil azuzarlos contra una banda de ladrones de ganado. Contra un hombre solo, del que no saben ni lo que ha hecho, no resulta tan fácil. Solo había que ver la cara que ha puesto Raúl.
—¿Han hablado de mí?
—Alguien se ha percatado de que la señora Noland no estaba. Luego han visto los faros del coche de ella cuando volvía de la casa de usted. Su marido le ha preguntado para qué había ido, y ella le ha respondido con mucha calma: «Quería saber si Nora necesitaba algo. Esta tarde me ha confesado que no se encontraba muy bien».
Ante ellos, muy lejos, los rayos atravesaban el cielo en la parte mexicana, y a veces la cadena montañosa se hacía visible durante algunos segundos. No se oían los truenos. Los contornos de dos nubes gruesas se iluminaban y la luna aparecería dentro de unos momentos.
—Un hombre preguntó qué estaba haciendo usted. Ella le respondió que dormía. Y él se echó a reír.
—¿Quién fue?
—Smiley. Dijo: «Conociéndole, dudo mucho que salga esta noche».
Eso era una canallada, una canallada inútil e injusta, además.
—La que más enfadada estaba era…
—¿La señora Pope?
—Sí. La morena bajita. Oí que hablaba con la señora Pemberton y, más o menos, le decía: «No vale la pena que nuestros amigos arriesguen el pellejo cuando hay gente que cobra por eso. No debemos ni mencionarlo, pues podrían ofenderse. Pero en cuanto se hayan ido llamaré a la policía de Nogales. Se pueden comunicar por radio con la patrulla que está en el valle».
P. M. reflexionó durante uno momento.
—No lo hará —dijo al final.
—¿Por qué?
—Porque Lil Noland se lo impedirá.
Era curioso: no estaba deprimido ni resentido. Seguía sintiendo un vago malestar que no se debía únicamente a la resaca, se trataba de una sensación que en ese momento le resultaba muy familiar, aunque nunca la hubiera sentido con tanta intensidad. Así es como algunos enfermos descubren que llevan tiempo incubando los síntomas de su mal, a los que no habían prestado atención.
Esa sensación, que no conseguía definir, se parecía a un sentimiento de culpabilidad. ¿Pero de qué era culpable él?
De vez en cuando, al estrecharse el sendero o a causa de los matorrales espinosos, se separaban.
También en ocasiones uno u otro azuzaba a su caballo hacia una sombra o hacia algo que se movía, que a menudo resultaba ser un buey o un caballo.
Seguían, de manera mecánica, el progreso de la tormenta por encima de la frontera. Aún no debía de haber empezado a llover. Con frecuencia se producían relámpagos durante varias horas antes de que estallase la tormenta.
Le parecía extraño que Falk lo acompañara. Seguramente se habría apostado ex profeso cerca de su casa. ¿No estaría acechándole?
Y lo que aún resultaba más extraño era que, sin apenas conocerse, lograban entenderse con medias palabras.
A P. M. le embargaban sentimientos y pensamientos confusos, y a Falk le pasaba lo mismo. El hecho de que los hombres se hubieran enfadado, un poco por culpa suya, aunque de manera indirecta, ¿era lo que alteraba de esa manera sus pensamientos?
Cuando por fin apareció la luna entre las nubes e iluminó el perfil de las montañas, Falk no pudo evitar exclamar con un fervor inesperado:
—¡Cómo me gusta esta región! —Unos cien metros más allá, añadió—: A usted también, ¿verdad? Yo lo supe en cuanto llegué aquí.
Al volverse, P. M. divisó los faros de un coche que avanzaba hacia el sur, lo cual significaba que la cacería había empezado. No fue capaz de reconocer el coche. Los dos hombres se hallaban en el extremo izquierdo del camino, en las colinas, y la sombra de la montaña debía de hacerles invisibles. El coche se dirigía hacia los campos de Cady, no podía avanzar mucho más, pues la carretera se convertía en una pista donde acabaría hundiéndose en el barro. Advirtieron otros faros de coche cerca de la casa de Falk, y este, tras quedarse observando durante unos instantes, dijo:
—Se han detenido en mi casa. Seguramente les sorprenderá no encontrar a nadie.
Decidieron galopar para ganar tiempo mientras el estado del terreno lo permitiera. El paso de los caballos solo provocaba un martilleo sordo sobre la tierra arenosa. Aún se distinguía con claridad la camisa blanca de Falk, y su gran sombrero de vaquero.
—Mi mujer nunca se acostumbró —dijo sin que viniera a cuento, mientras reducían la velocidad.
Entretanto, ambos iban pensando en el hombre al que buscaban, pero eso no impedía que cada uno de ellos le diera vueltas a sus propios problemas. Tal vez Falk nunca había hablado de los suyos con nadie, o si acaso lo había hecho, había sido el sábado por la noche con el primer indio con el que se había cruzado, cuando estaba borracho y sin que le preocupara que le entendieran o no.
—Es una chica de ciudad, ¿sabe?, una chica de las afueras. Probablemente habría podido acostumbrarse a California, pero a mí ese sitio me pareció insoportable. No pensé que se marcharía.
Supongo que no pudo evitarlo. —Para P. M. esas palabras constituyeron una especie de revelación. Así pues, Falk, el solitario, también se sentía culpable, y eso era lo que rumiaba, lo que expresaba a su manera, con frases cortas y banales, desde que habían salido—. Fue sincera conmigo. No me quedaba más remedio que dejarla partir.
Se mentía a sí mismo. P. M. también se había mentido con mucha frecuencia y por esa razón no soportaba que los demás se engañaran.
En el fondo, Falk se reprochaba haber permitido que se marchara sola. De una manera confusa, sentía que debería haber partido con ella. En ese instante había mirado las montañas que la luna hacía surgir de la nada y había exclamado: «¡Cómo me gusta esta región!».
Había permitido que su mujer se fuera. Y quizá por eso, en cierto modo, cabalgaba esa noche junto a P. M.; aquello podía parecer un poco rebuscado, pero P. M. le comprendía.
También empezaba a entender otros problemas. ¿Por qué estaba pensando de repente en Emily?
—No era lo que se dice guapa, ¿sabe usted?
El primer coche se había detenido junto al campo de algodón. Alrededor se distinguían unas lucecitas que bailaban y que debían de ser las linternas.
—Le di la parte del dinero que le correspondía, era lo justo. Tenía derecho a la mitad de lo mío.
Cuando P. M. abandonó a Peggy no tenía mucha cosa que darle. Pero luego le envío algo de dinero, para acallar su mala conciencia.
Tanto el uno como el otro eran hombres honrados.
—Mi mujer acabó mal. Me dijeron que la habían visto en Saint Louis y que llevaba una vida de la que prefiero no hablar.
Aquel tipo grandote de rasgos duros se había desahogado; había soltado todo lo que llevaba sobre las espaldas. Y sin duda eso solo le atormentaba de vez en cuando, en cuanto un suceso fortuito le provocaba remordimientos de conciencia.
Y los demás, todos los demás, ¿no tenían también recuerdos amargos que a veces se les atragantaban en la garganta?
Sabía lo de Lil Noland porque Nora se lo había contado. Pero ¿y la propia Nora?
Donald había puesto el dedo en la llaga cuando le preguntó con arrogancia: «¿A qué edad se casó Nora? ¿Qué edad tenía su marido? Era rico, ¿no?».
¿Y Pemberton, en cuyos labios se dibujaba siempre una sonrisa de satisfacción? ¿Y la arpía de la señora Pope?
En el sentido estricto del término no estaba pensando, o por lo menos no era consciente de estar haciéndolo. Dirigía su caballo de izquierda a derecha; y escrutaba los matorrales, ahora que se acercaban a los lugares donde Donald podía estar escondido.
A lo lejos, la cacería debía de haber empezado, con los perros, los vaqueros y tal vez los fusiles.
Nora se había portado bien durante todo el día; incluso al final, cuando él se marchó. Le habría gustado que Donald lo supiera. Lo malo de su hermano era que creía que todo el mundo era su enemigo; antes de que a uno le diera tiempo de ayudarle, ya estaba enseñando los dientes.
«Ya sé que no tienes ganas de hacer un esfuerzo por mí, pero yo te obligaré a hacerlo».
¿Estaría arrepentido, ahora que se hallaba solo con todo el whisky de la víspera aún por digerir? Quizá no; hay gente que nunca se avergüenza de sí misma.
Falk se detuvo, con el cuello en tensión, y le hizo una señal a P. M. para que le imitara. Algo se había movido en un monte bajo. En lugar de ponerse nervioso, como él mismo esperaba, P. M. se mantuvo muy tranquilo. Ni siquiera se le ocurrió llevarse la mano al revólver. No tuvo miedo, solo sintió que se le encogía el pecho.
Era muy probable que Donald hubiese vaciado la botella, pero ni siquiera eso bastaba, aun sumándole la cerveza, para dejarle fuera de combate. ¿No era más verosímil que se encontrara en un momento de excitación, en su fase colérica?
Si se sentía acorralado, dispararía. Él mismo lo había dicho; se lo había advertido a su hermano, igual que la señora Falk había avisado a su marido.
«Nada, ¿comprendes?, nada ni nadie me impedirá pasar».
Falk hizo avanzar a su caballo unos pasos en dirección a lo que se movía, y a P. M. no se le ocurrió pensar que su compañero estaba arriesgándose de forma gratuita, sin motivo alguno.
—Puede venir —dijo al final en voz alta.
Solo se trataba de un coyote joven, al que oyeron internarse en la espesura.
Sin embargo, a partir de entonces tuvieron la prudencia de callarse. El silencio confirió mayor solemnidad a su actitud y a sus ademanes. P. M. estuvo a punto de encender otro cigarro, pero al final renunció.
Ya no le guardaba rencor a su hermano, aunque no podía evitar pensar en él con amargura. ¿Por qué le había hablado Donald como lo había hecho? Era de una crueldad inútil. En el fondo, P. M. ya se atormentaba bastante sin necesidad de ayuda.
Pese a todo, habría hecho todo lo que hiciera falta, como Falk.
La tormenta aún no se había desencadenado, pero los rayos eran más frecuentes e iluminaban cada vez una parte mayor del paisaje.
Oyeron el caudal del río aunque no podían verlo. Todavía no habían llegado al lugar donde podrían aproximarse al agua. El Paso de la Mula se hallaba más lejos. P. M. no estaba seguro de reconocer el sendero y comenzó a ponerse un poco nervioso.
Aquello casi parecía una cita: a medida que pasaba el tiempo, P. M. ya no tenía la impresión de estar buscando, sino de avanzar hacia un objetivo determinado.
Las suposiciones de Lil Noland iban convirtiéndose para él en certezas. Podían no llegar a tiempo; en el estado en que se encontraba, Donald ya habría intentado cruzar.
Al comienzo de su peregrinación nocturna se había formulado un montón de preguntas. Ahora, en cierta medida, daba por hecho que iban a encontrar a su hermano.
Era muy sencillo. Los problemas que le preocupaban no eran de orden práctico; no se preguntaba cómo abordaría a Donald ni qué le diría o qué haría.
A medida que pasaban las horas, todo se volvía más suave, más desdibujado y, a la vez, más sutil.
Tenía la impresión de que jamás se había sentido tan lúcido o, más exactamente, de no haber estado nunca tan cerca de la lucidez.
Los dos hermanos de Appleton, junto a Fairfield, los dos hijos del viejo Ashbridge se buscaban, ambos iban armados, en un valle de la frontera mexicana.
Mildred, la pequeña Mildred Dodson de cabello claro a la que había besado en el cine, esperaba junto con sus tres hijos en una casa desconocida en la que seguramente se precipitaría al pasillo cada vez que oyera pasos en la calle.
Todo le parecía muy natural. De vez en cuando, la bota de Falk —de ese Falk al que el día anterior apenas conocía— tocaba la suya, y parecía que hubiesen cabalgado juntos desde siempre. Se detenían en el mismo momento, se ponían de nuevo en marcha al unísono. Cuando hubo que dejar que los animales recobraran el aliento —después de protagonizar un largo galope—, ambos se quedaron inmóviles.
Luego, con calma, P. M. sacó del bolsillo su petaca, la destapó y se la pasó a su compañero.
No bebían porque sí, sino porque lo necesitaban, de la misma manera que los animales necesitaban descansar. P. M. echó un trago a su vez, pero antes limpió el gollete.
El sendero se iba haciendo impracticable; a menudo ni se distinguía, y tenían que sortear las espinosas ramas de los árboles para evitar que les fustigaran en el rostro.
Falk, que se había bajado del caballo, se inclinaba en ese momento sobre el suelo, iluminándolo con su linterna. Cuando acabó, simplemente asintió con la cabeza.
Donald había pasado por allí. Había acudido a la cita y estaba en algún lugar esperándoles.
P. M. hizo avanzar a su caballo el primero. Era lo justo: se trataba de su hermano y era a él a quien tocaba arriesgarse, pues ciertamente corrían peligro.
A veces, cuando soplaba la brisa, oían por un instante los ladridos de los perros; y, sin duda, un indio que hubiera pegado la oreja al suelo habría percibido el martilleo que producían los caballos al cabalgar.
Nora se había portado bien. A fin de cuentas, eso era para él lo mejor de aquella jornada gris y amarga.
No creía que llegaría a comportarse así; la había juzgado mal. Ese pensamiento le provocaba una oleada de ternura y agradecimiento que recorría su pecho.
Al mismo tiempo, era consciente de merecerse ese trato. Siempre había hecho lo que había podido, hora tras hora. ¿Qué importancia tenía que a veces se acercara hasta cierto barrio de Nogales, del lado de México, para intentar vislumbrar algunos destellos de carne en el umbral de las puertas?
¿Quién sabe? Era un problema que no se veía capaz de resolver. Ahora se preguntaba si no estaba yendo allí para concretar su malestar, su tristeza, para encontrar una excusa, una razón falsa y fácil para sus ataques de mala conciencia.
Escuchaba cómo el ruido del río se hacía más preciso. A varios metros a sus espaldas oía el golpeteo de las herraduras del otro caballo.
El suyo movió las orejas. Y tardó un instante en darse cuenta de lo que pasaba.
De repente, a unos diez pasos por delante de él había un hombre, bañado por los rayos de la luna, con la camisa rasgada, despeinado y con ojos febriles. En el extremo de uno de sus brazos se veía el reflejo de un revólver.
Se quedó quieto, estuvo un momento sin hablar y sin moverse; mientras, el caballo de Falk se detuvo a su vez. Pero Falk aún no podía ver nada.
Por fin dijo:
—Soy yo.
Y enseguida, con los miembros entumecidos, bajó del caballo.