8

Justo después de que atravesaran La Joséphine tuvo un presentimiento. Habían esperado durante casi dos horas a que bajara el agua y, al internarse en el arroyo, aún les llegaba hasta los cubos de las ruedas: remontaron la pendiente con dificultad a causa de las piedras que se desprendían.

Unos cien metros más adelante oyeron dos discretos bocinazos y P. M. se sobresaltó sin motivo, simplemente porque ese día estaba en baja forma.

—Es Falk —dijo Nora, que había quitado el barro del cristal de la portezuela—. Respóndele.

Así que él también tocó un par de veces el claxon. Eran costumbres del valle. Por la noche se saludaban usando los faros de los coches.

—Parece que se dirige hacia el río.

—¿Con el camión?

Casi nunca hablaban de Falk por la sencilla razón de que no había nada que decir. En aquel momento acababa de salir de la cabaña donde vivía y de subirse a su camión rojo. Y parecía seguir al coche de P. M. a escasa distancia.

Aunque criase ganado, no era exactamente un ranchero. Hacía tres o cuatro años que había llegado del Medio Oeste, de Ohio o de Illinois, para pasar unas vacaciones en el Oeste en compañía de su mujer. Su coche remolcaba una caravana plateada. En su ciudad, Falk debía de trabajar como mecánico en un garaje, y tal vez controlaba algún negocio pequeño, pues no le faltaba el dinero.

Antes que nada, su mujer y él habían realizado el sueño de su vida: recorrer la costa del Pacífico desde San Francisco hasta la frontera mexicana. Durante bastante tiempo se les había visto instalados, con su caravana, a la entrada de un cañón. El hombre era fuerte y muy grandote; la mujer, menuda y muy morena.

Un día se supo que Smiley les había alquilado varios cientos de hectáreas y una casa de dos habitaciones que llevaba mucho tiempo deshabitada.

Eso era más o menos todo lo que se sabía de Falk. Su mujer, a quien la región le horrorizaba, se había marchado. Él vivía solo. Hacía las tareas propias de los vaqueros y él mismo se cocinaba, por así decirlo, ya que detrás de su casa se apilaba un gran número de latas de conservas.

Pemberton, que sabía de lo que hablaba, aseguraba que Falk tenía madera de auténtico ranchero. El sábado por la noche, nunca en otra ocasión, Falk iba al bar de Tumacacori, lleno de indios y de mexicanos, y se emborrachaba a conciencia, de modo que el domingo no se movía de la cama.

¿Por qué tuvo P. M. desde el primer instante la impresión de que los dos bocinazos de Falk podían significar algo distinto a un simple saludo? Ciertamente, ese momento del día era la peor fase de la resaca. La cabeza no le retumbaba como por la mañana, pero era presa de un malestar impreciso que moralmente se traducía en una oleada de pesimismo y asco.

Se dirigía hacia el río, porque era más o menos la hora de hacerlo, porque así lo quería la costumbre y también porque, después de lo ocurrido la víspera, no quería que pareciese que se escondía.

Ya había cinco coches junto a la orilla del río, que acababa de crecer con el caudal de La Joséphine y fluía por delante de ellos formando gruesas burbujas de aire. Larry Noland había bajado del coche. A la luz del crepúsculo, al principio P. M. no vio a Lil. Echó a andar hacia el marido, dispuesto a hacer lo que era su obligación.

—Te pido disculpas por lo que pasó ayer —le dijo—. Creo que estaba más borracho que de costumbre.

Y Larry, que tenía una mejilla hinchada, le tendió la mano; lo hizo con la mirada perdida también él y con aspecto hostil, pero de manera sincera.

—Los dos estábamos borrachos.

—¿Crees que Lil se habrá disgustado?

En ese momento la descubrió junto a ellos.

—No hablemos más del asunto, ¿de acuerdo, P. M.? Sois un par de tontos impresionantes. ¿Está Nora en el coche?

Fue entonces cuando apareció el camión rojo de Falk. Una vez más, sin motivo alguno, P. M. experimentó una sensación desagradable. El antiguo mecánico bajaba de su asiento y se acercaba con paso lento a los demás, como manteniendo las distancias porque no formaba parte del grupo.

Probablemente era muy tímido. Cady no estaba allí, pues en ese caso se hubiera dirigido a él. En la penumbra, se topó con el viejo Pope y, como quien tantea el terreno, empezó a hablar de forma impersonal.

—¡Es curioso! Hoy ha entrado alguien en mi casa.

—¿Te han robado, Falk?

—No sé si a eso se le puede llamar robar, pero se han llevado algunas cosas. Para empezar, se han bebido cuatro botellas de cerveza que había en el frigorífico y me han dejado los envases vacíos.

Hubo unas cuantas risitas.

—Después, el ladrón se ha llevado una botella de whisky sin abrir que tengo siempre de reserva y un salchichón de hígado recién empezado.

Entretanto, P. M. se había acercado, aunque sin querer intervenir personalmente en la conversación.

—¿A qué hora ha ocurrido? —preguntaba la señora Pope.

—No sabría decirlo con exactitud. Salí a caballo hacia las once para ir a recoger dos yeguas en las colinas. Cuando volví debían de ser más o menos las cuatro. La Joséphine ya había crecido y he tenido problemas para conseguir que los animales cruzaran.

—O sea, entre las once y las cuatro. Y esta mañana merodeaba cerca de mi casa. Parece que ha vuelto aquí.

Miraban de soslayo a P. M., quien, adoptando un aire indiferente, se alejó en dirección a su coche, del que Nora no había salido.

—¿Estás seguro de que no ha robado nada más?

—Nunca guardo dinero en casa.

—¿No te habrá quitado alguna arma, quizá?

—No lo he comprobado. Siempre guardo un revólver en el cajón de la mesilla de noche, pero nunca he tenido que utilizarlo.

—¿Uno de los grandes?

—Sí, un Colt que me traje del ejército.

Esa era la situación un poco antes de las siete de la tarde, cuando empezaba a anochecer. P. M. no habría podido decir con exactitud quién estaba junto al río y quién no, pero había reconocido el sombrero claro, casi blanco, de Pemberton y el enorme Chrysler de los Smiley.

Cuando P. M. ocupó su asiento, Lil salió del coche, donde se había pasado todo ese rato charlando con Nora.

—¿Has oído? —le preguntó a su mujer.

—¿Lo del salchichón? Sí.

Aunque todos se sintieran tranquilos, resultaba fácil prever que no iban a dejar de hablar del asunto.

—Sería mejor que volviéramos.

Ella se mostró de acuerdo. Era preferible evitar que les hicieran preguntas demasiado concretas sobre el amigo de la víspera.

La casa estaba húmeda, había corrientes de aire por todas partes. De forma instintiva, P. M. miraba hacia los rincones mientras iba de interruptor en interruptor encendiendo todas las luces.

—¿Sigues pensando en ir a buscarle a caballo?

—Sí.

—No olvides que tiene una botella de whisky entera. Te aconsejo que antes comas algo. No has tomado nada desde esta mañana.

A ambos les pasaba a menudo. Seguía siendo el mejor remedio contra la resaca.

—¿Qué te apetece?

—Una loncha de jamón y un vaso de cerveza.

Se sentó en un sillón y empezó a sentirse mal de verdad mientras Nora se afanaba y le dejaba la comida sobre una mesita.

—¿Puedo darte un consejo? Si sales ahora, te cruzarás inevitablemente con algunos coches y la gente se preguntará adónde vas. Además, ya ha oscurecido por completo. La luna no sale hasta las once y es posible que el cielo se despeje un poco. Yo en tu lugar me tomaría dos aspirinas y dormiría un poco hasta entonces. Así estarás fresco para el resto de la noche.

Así empezaron a sucederse los acontecimientos. Se desnudó, ingirió las aspirinas, se acostó, puso el despertador cerca de la cabecera de la cama y enseguida se sumió en un sueño plagado de pesadillas.

Sin embargo, seguía siendo consciente de la presencia de Nora, que se hallaba junto a una lámpara y fumaba mientras leía una revista. Luego oyó un ruido leve que provenía de fuera, el sonido de una bocina y pasos y voces. Reconoció la voz de Lil, y luego estuvo un buen rato sin saber si soñaba o si la señora Noland se encontraba de verdad en su casa.

—¿Duerme?

—Sí. Está agotado. ¿Qué quieres tomar?

—Nada. Me he escapado un momento, como están tan excitados no se darán cuenta de mi ausencia.

—¿Hay novedades?

—Cuando os habéis marchado del río, la situación aún estaba en calma. Luego Lydia Pope ha empezado a hablar, a decir que era una barbaridad traer al valle a gente así, que ella no quería volver a casa sin saber si el hombre iba armado. —Las puertas estaban abiertas. P. M. ya no dormía, pero no sentía la necesidad de moverse—. Ya sabes cómo son estas cosas. Todo el mundo se ha puesto a dar su opinión.

Smiley ha contado la historia del que se fugó de Florence y fue perseguido por las colinas durante dos días y dos noches antes de que lo entregaran a la policía.

—Entiendo —dijo Nora—. ¿Qué más?

—Cuando he visto que no pensaban separarse, les he invitado a todos a ir a nuestra casa. No creía que volverían a beber tan pronto. Al contrario, pensaba calmarlos.

—¿Siguen allí?

—Sí. Enviaron a Falk a su casa para que comprobara si el revólver seguía en su sitio.

—¿Ya ha vuelto?

—Sí.

—¿Y el revólver?

—Ha desaparecido.

—¿Está seguro Falk de que esta mañana lo tenía?

—Eso dice. Parece un tipo serio. De todos es el que menos excitado está. Les ha dicho: «Tener un revólver no significa dispararlo. Yo hace ocho años que lo tengo y nunca lo he utilizado».

—¿Qué han decidido?

La imagen le resultaba curiosa: las dos voces de mujer, suaves y sin embargo angustiadas, procedían del salón iluminado, mientras que P. M. seguía acostado en la oscuridad de su habitación.

—Le han pedido consejo a Pemberton. Casi todos son ayudantes del sheriff. A Pemberton lo nombraron hace más de treinta años y, además, es íntimo amigo del jefe de policía. Ha dicho: «Es cierto que si ese hombre es un criminal o, simplemente, resulta peligroso, nuestro deber es impedir que cause algún daño».

—¿No ha telefoneado a Nogales?

—Todavía no. No creo que lo haga. En el fondo se sentirían muy orgullosos de actuar por su cuenta, sobre todo si al final pudieran entregarle un peligroso malhechor a la policía.

—¿Qué hacían cuando te has ido?

—Pemberton acababa de telefonear a su casa para que le enviaran a Raúl.

—¿Por qué a Raúl?

—Porque es el que mejor conoce los rincones más recónditos del valle. Smiley ha ofrecido a su perro.

Se trataba de un pastor alemán de gran tamaño, feroz como pocos, que saltaba contra las portezuelas de todos los coches y, al hacerlo, poco le faltaba para arrancarte el codo.

—Los perros… —murmuró Nora.

—Pemberton tiene un danés.

—¡Y Lydia Pope su asqueroso caniche!

—No bromees: lo ha ofrecido en serio, ha asegurado que posee mejor olfato que los demás. Querías saber qué estaban haciendo. Están bebiendo, pero no tanto como para quedarse fuera de combate. Todo el mundo habla a la vez. Se han reunido en el despacho de Larry, se han colocado ante la fotografía aérea del valle y cada uno opina. Parecen los preparativos de una cacería.

—¿A caballo?

—No sé qué decidirán. Estaban discutiendo la posibilidad de que dos coches fueran por los caminos transitables mientras los caballos se encargaban de los senderos y de los cañones.

P. M. estuvo a punto de levantarse; por suerte no lo hizo, pues en ese caso quizá Lil no habría contado lo que le confió a continuación a Nora.

—¿Y qué piensa hacer P. M.? ¿De verdad no sabéis dónde está ese hombre?

—No. Te lo aseguro. Esta tarde llegamos hasta el final de la carretera. Parece que ha pasado por ahí, pero, si lo que dice Falk es cierto, debe de haber vuelto hacia nuestro lado.

—¡Si al menos no hubiera encontrado esa botella!

—Ya.

—¿Va a intentar hacer algo P. M.?

—No se lo dirás a nadie, ¿verdad? Le he aconsejado que durmiera una o dos horas porque luego tiene la intención de ir a buscarle a caballo.

—Pero ¿por dónde?

—Por todas partes.

—Ahora me toca a mí confesarte algo.

Bajó la voz, pero no lo suficiente, ya que P. M. pudo enterarse de casi todo lo que dijo.

—Eric y yo estuvimos hablando mucho ayer por la tarde.

—Ya lo sé.

—Estaba obsesionado con cruzar el río lo antes posible. Temía que P. M. no hiciera todo lo necesario.

No cesaba de analizar mentalmente todos los medios imaginables.

—¿Y tú qué le dijiste?

—Que tal vez había un buen lugar. Que ese sería, en cualquier caso, el primer sitio por el que se podría cruzar el río.

—¿Por dónde?

—Por el Paso de la Mula. Ya sabes, en el último cañón. Cuando era pequeña, en una ocasión en que el río iba muy crecido, mi padre se puso enfermo. El médico le recetó por teléfono un medicamento que había que comprar en Nogales. Un vaquero fue a buscarlo. Se lo conté a Eric. Le expliqué que aquí el río acarrea el agua de cinco cañones, de modo que la tormenta más débil incrementa su caudal. En el Paso de la Mula solo convergen las aguas procedentes de México y las de un único cañón. Además, como se encuentra río arriba, el agua baja allí cuando aquí aún está alta.

—¿Sabes exactamente dónde queda ese sitio?

—Fui de picnic con mi padre. Hay que pasar los campos de Cady, que no existían en la época. No hay carretera, pero sí un sendero que bordea la falda de la montaña. También fue en esos parajes donde Pemberton mató aquel puma del que siempre habla. Al final se llega al río, y hay un paso que no es tan malo como los demás, por ahí cruzó el vaquero de mi padre.

—¿A caballo?

—Sí.

—No se lo habrás contado a ellos, ¿verdad?

—¿Estás loca?

—Será mejor que vuelvas a casa, Lil, y que no digas que has estado aquí.

—¿Le crees capaz de disparar?

—No lo sé.

—¿Irá P. M. allí?

—Hablaré con él.

Antes de irse, Lil abrazó a Nora, algo que no era habitual.

—Sabes, Nora, no ha habido nada entre nosotros y nunca lo habrá. —Y añadió, bajando mucho la voz—: En su caso, no me interesaba eso…

Cuando la puerta estuvo cerrada y se oyó cómo se alejaba el coche, Nora se volvió y descubrió a P. M. en el umbral de su habitación.

—¿Lo has oído?

—Sí.

Aún tenía los ojos hinchados a causa de la resaca y las facciones abotargadas, sobre todo después de los golpes recibidos. Pero, curiosamente, su mirada era firme, incluso fija. Al contrario de lo que podía esperarse, no se abalanzó de inmediato sobre el armario de las botellas.

—¿Sabes dónde es? —preguntó ella.

—Más o menos. He pasado por ahí alguna vez. Puede que encuentre el lugar.

—¿Crees que estará allá?

—Si Lil le habló al respecto, es probable que lo intente.

—¿Y si ya hubiera cruzado?

No eran todavía las once cuando Donald entró en casa de Falk. Luego podría haber intentado cruzar el río. Si por casualidad lo había logrado, quizás ya estuviera en Nogales. Como llovía a cántaros, cabía la posibilidad de que pudiesen cruzarse las alambradas sin llamar la atención de los centinelas.

—Suponte que ya esté allá…

—No podemos saberlo.

—Siempre se puede hacer una llamada.

Se refería a telefonear a Mildred, evidentemente, que se colgaría del aparato junto con sus tres hijos arrebujados en torno a ella mientras la señora Espinosa escuchaba detrás de la puerta.

—¿Qué le iba a decir?

Nada, claro. No era una buena opción. Si Donald no había llegado al otro lado, se pondría histérica. No había forma razonable de explicarle que su marido había huido, que seguramente estaba borracho, que iba armado y andaba perdido por algún rincón del valle, que se había puesto en marcha una cacería y que hombres en coche y a caballo, también armados y con perros, iban a lanzarse tras él.

Desde hacía unos instantes tenía lugar un fenómeno que, probablemente, nunca se había producido durante el tiempo que llevaban casados. En un momento dado, P. M. entró en su habitación, y Nora le siguió de manera espontánea, para no interrumpir la conversación.

Él estaba vistiéndose, se puso unas botas secas y una camisa de lana; luego abrió un cajón y sacó unas espuelas que no usaba casi nunca.

—¿Qué hora es?

—Las diez y media. Dentro de una media hora, ya habrá salido la luna. El cielo no está encapotado del todo y no llueve.

Metió unos cigarros en el bolsillo de la camisa, se aseguró de que llevaba cerillas y un pañuelo.

—Es mejor así. En casa de Noland aún tardarán un poco en decidirse. Luego, cuando se pongan en marcha, cada uno tendrá que ir a buscar su caballo. ¿Te llevas la yegua?

Dudó. Era más ágil que el semental, pero este pesaba más y, sobre todo, era de mayor altura.

—Me llevaré a Pick.

Nada más que decir al respecto, aunque era un tema esencial. Esa frase corta, «Me llevaré a Pick», estaba cargada de sentido.

No tenían nada más que decirse, ni tampoco nada que hacer allí. De repente, P. M. se volvió, abrió el frigorífico y sacó una botella de cerveza; estuvo a punto de abrirla, pero no era cerveza lo que le apetecía.

—Deberías llevarte un poco de whisky.

Había una petaca en el armario. Hizo el ademán de deslizársela en el bolsillo, pero se lo pensó mejor, la abrió y tomó un buen trago. No quería emborracharse ni le apetecía beber realmente, sino que era una verdadera necesidad.

Ahora sí. Ya solo le quedaba despedirse.

—Oye, Nora…

—¿Sí?

—Si… Nunca se sabe… ¿Me entiendes? Me gustaría que les dieras lo que me pertenece a su mujer y a sus hijos.

—¿No te llevas el revólver? —P. M. dudaba—. No lo digo por él precisamente. Pero están los otros, que tal vez no consigan mantener la calma.

—No. Buenas noches, Nora.

—Buenas noches, P. M.

No se besaron, nunca lo hacían. Se quedaron un momento cerca de la puerta, uno frente al otro, algo cohibidos. Al final, P. M. le dio una palmadita en el hombro a Nora, como podría haber palmeado el cuello de su caballo.

—Intenta dormir. A lo mejor, cuando se hayan ido, Lil se siente sola y viene a verte.

—Soy yo quien irá a verla. Si no me encuentras al volver es que estoy en su casa.

Ensilló el caballo con el establo en penumbra. A lo lejos se veían las luces de la casa de los Noland; le parecía oír relinchos y un rumor intenso. Se detuvo delante de la puerta.

—¡Nora!

—Sí.

—Pásame el revólver por si acaso. Está en una funda enganchada a un cinturón.

Detrás de las nubes todavía no se advertía la luna. Se abrochó el cinturón y se apartó casi inmediatamente del camino para no pasar cerca de casa de los Noland. Cuando miró hacia atrás vio las luces de su propia casa. Conocía a Nora: seguro que había encendido un cigarrillo, se había arrellanado en un sillón hecha un ovillo y había alcanzado de forma maquinal una revista.

Solo cuando se hallaba lo bastante alejado de las casas encendió un cigarrillo y puso el caballo al trote, pues tenía que recorrer más de veinticuatro kilómetros para llegar al Paso de la Mula.

Ya había perros ladrando. ¿No sería la señora Pope, ante el umbral de los Noland, quien los estaría azuzando?