7

La segunda fase de la jornada estuvo marcada por el largo relato de Reeves al teléfono.

En cuanto a Nora, la verdad es que se había portado muy bien, mucho mejor de lo que él esperaba.

Nada que ver con Mildred, que probablemente se hubiera mostrado más preocupada o más tierna.

—Voy a prepararte un baño caliente. Eso te ayudará. Yo también tomaré uno.

Tuvo un detalle sencillo que él agradecía: dejó abierta la puerta que separaba los dos cuartos de baño.

¿Por qué aquel cuerpo de muchachote le recordaba siempre a un boy scout? En cualquier caso, Nora era en verdad eficiente.

Mientras P. M. se encontraba ya en el agua y la otra bañera estaba llenándose en la habitación de al lado, ella dijo:

—Creo que acabaremos limpiándonos el estómago con una botella de cerveza, ¿no? ¿Quieres que te la traiga ya?

Se mostraba muy amable. La oía afanarse, abrir la puerta del frigorífico, sacar vasos limpios, buscar en los cajones el abrebotellas. Nunca se había sentido tan cerca de ella.

Más tarde, cuando llamó por teléfono a su socio Reeves, ya estaba casi presentable y disfrutaba de mayor aplomo del que había creído que tendría cuando se despertó. Se había afeitado. Casi podía abrir del todo el ojo izquierdo. La víspera sangró porque se le levantó un poco la piel del labio inferior; ahora se había puesto una tirita de un bonito color rosa.

Estaba bastante nervioso cuando telefoneó a Reeves. Esperaba enfrentarse a una situación desagradable, pero también en ese caso los hechos sucedieron de una manera diferente a la prevista.

—Soy P. M.

—Ya te oigo.

—Querido Reeves, lamento haberte despertado anoche.

—El encargo se ha cumplido dentro del plazo previsto.

Ni una alusión al estado en el que se encontraba P. M. cuando le llamó la víspera y que al antiguo juez del condado no podía haberle pasado inadvertido.

—Te lo agradezco mucho. Como ya debes saber, estamos aislados por el río y es poco probable que pueda desplazarme hasta Nogales durante los próximos días.

—¿Quieres detalles acerca de la misión que me confiaste?

Hablaba de manera sosegada, fría, seguro que no se le movía ni un músculo de la cara. Había gente que se burlaba de Reeves, pero otros sospechaban que era un gran humorista.

—Si no te resulta muy molesto, Reeves.

—Más molesto me resultaría no dártelos. —Le contó la historia con un tono monocorde, sin interrumpirse ni elevar la voz—: Primero me pregunté dónde podría encontrar mil dólares antes de que abrieran los bancos.

—Lo siento, Reeves.

—No hay por qué. Por favor, no me interrumpas. Pensé en mi amigo Juan Pérez, el propietario del restaurante Las Cuevas. Primero, porque Pérez se levanta pronto para ir al mercado con el cocinero; segundo, porque como en Las Cuevas se trabaja de lleno los domingos, debía de tener dinero en la caja.

Así que atravesé la puerta y me topé con mi amigo Pérez, rodeado de fregonas y cubos de agua.

A esas horas, Reeves debía de ir de punta en blanco. Era fácil imaginárselo en Las Cuevas: el personal en mangas de camisa, limpiando las planchas de la cocina con mucha agua, y el abogado, a las siete de la mañana, preguntando con educación por el jefe.

—No ha puesto ninguna objeción a cambiarme un cheque por billetes de banco.

¿Qué explicación le habría dado Reeves de esa extraña maniobra? Probablemente, ninguna. No era de los que se justificaban y poco le importaba lo que pudieran pensar de él.

Luego me puse a buscar la calle Victoria del Sarto —proseguía sin apresurarse— y, tras recabar información de las personas más adecuadas que encontré, incluido un comisario de policía con el que me crucé por casualidad, llegué forzosamente a la conclusión de que no existía tal calle en Nogales. —P. M. abrió la boca para disculparse una vez más, pero su socio continuó en el mismo tono—: Por el contrario, descubrí una calle Victoria de Soto y eché a andar por la callejuela que sube hasta ella. Casi me atropella un burro cargado con dos odres de agua. En el número cuarenta y uno, el timbrazo que oí desencadenó di-versos ruidos. Por lo menos tres niños acudieron a mirarme a través de una especie de mirilla. Al cabo de bastante ajetreo, una mujer gorda, vestida de forma descuidada y con rulos en la cabeza, entreabrió la puerta atemorizada mientras me preguntaba en español qué quería.

»Le respondí que le traía mil dólares y ella me miró si cabe con aún menos simpatía que antes. “¿Son para mí? ¿Para la señora Espinosa?”. “Efectivamente, me han encargado que le entregue mil dólares a la señora Espinosa”.

»Entonces apareció un hombre, el cual escuchó nuestra conversación y le aconsejó, en un dialecto que pensaba que yo no entendía.

»“Cógelos. ¿Qué tienes que perder?”.

»Los niños estaban en el pasillo, muy excitados.

—Una vez más, Reeves, lamento mucho que…

—¿Me dejas continuar? Yo había preparado un recibo y, cuando le he dicho que tenía que firmarlo, casi me da con la puerta en las narices. Entonces ha aparecido otra persona, una mujer que intentaba que yo no la viera, pues no estaba vestida. Tenía el pelo muy rubio y el rostro reseco, cansado. No hablaba español.

Se dirigió en voz baja y en inglés a la señora Espinosa, y consiguió llevársela al fondo del pasillo mientras yo me quedaba solo en el umbral, donde los niños se acercaban uno tras otro para observarme.

»Ellas tenían problemas para entenderse. La americana se llevó a la otra a una habitación en la que prosiguieron con su dificultosa conversación, y el hombre intentó hacer de intérprete. En la calle se habían ido formando, poco a poco, pequeños corros de chavales mexicanos.

¡Pobre Reeves!

—Por fin, la señora Espinosa volvió con la mano extendida. Antes de entregarle los billetes le enseñé el recibo y dudó de nuevo. A su espalda, una voz suplicaba:

»“¡Por el amor de Dios!”.

»Así que se resignó a firmar con un lápiz, tomó los billetes y cerró de un portazo. Eso es todo. Naturalmente, tengo el recibo a tu disposición.

—Lo siento mucho, Reeves. Ya te lo explicaré.

—No hace falta. Bastará con que ingreses mil dólares en mi cuenta en cuanto la situación del Santa Cruz permita la distribución del correo.

Cuando colgó, P. M. casi se sentía enfermo de vergüenza. Todo aquello era absurdo. No había ninguna razón para no esperar a que abrieran los bancos. Y, sobre todo, la cifra era ridículamente alta. Solo serviría para despertar la desconfianza de la señora Espinosa, y era muy probable que a esas horas la mitad de Nogales estuviera al corriente de la aventura de la americana con los tres niños.

—¿Quieres comer algo?

—Aún no.

—Yo tampoco tengo hambre.

—¿Los demás también estaban borrachos?

—Sí, pero no tanto como tú. —No lo había dicho con un tono de reproche, sino informativo—. ¿Y ahora qué vas a hacer? —Sencillamente, sin prisas, sin adoptar una actitud de falsa displicencia o insinuante, que es lo que hubiera hecho la mayor parte de las mujeres, Nora dijo—: ¿No crees que sería mejor que me contaras quién es?

Se daba cuenta de que estaba triste y sin energías, y de que había perdido el control de los acontecimientos. Ya no lo dudó.

—Es mi hermano.

Y ella repuso, con la misma sencillez:

—Lo sospeché en cuanto me lo presentaste.

—¿Nos parecemos?

—No especialmente. Pero hay un aire de familia. Sobre todo, tenéis una manera de miraros que solo se da entre hermanos.

—Estoy muy preocupado, Nora.

—¿La que le espera en México es su mujer?

—Sí.

—¿Qué ha hecho?

¿Por qué no se lo había contado antes? ¡Todo habría sido más fácil! Nora no se ponía nerviosa, como Lil Noland. Le hacía preguntas como si se tratara de un amigo, para ayudarle. En el fondo, eso es lo que siempre habían sido: amigos. Probablemente, el hecho de haberse casado con él, tras la muerte de MacMillan, se debiera a que no podía vivir sola en el valle. Él tenía una edad razonable y gozaba de una reputación de abogado serio, de hombre honrado. Y bebía con moderación.

Por supuesto, se habían casado bajo el régimen de separación de bienes; y aunque él gestionaba la fortuna de su esposa, lo hacía con la obligación de pedirle consejo al tiempo que necesitaba su firma para cualquier gestión.

No se trataba de desconfianza. Era lo normal en esos casos. Ahora ella no le guardaba rencor por tener un hermano que tal vez les acarreara problemas.

—¿Qué ha hecho? —insistía Nora.

—La verdad, Nora, es que no puedo explicártelo con exactitud. No nos habíamos visto desde la infancia. Solo he recibido noticias suyas de vez en cuando. Hace dos años mató a un hombre. Ni siquiera tengo la certeza de que el hombre en cuestión esté muerto. A mi hermano lo encerraron en Joliet, de donde acaba de escaparse.

—Me hago cargo.

—De verdad que intenté ayudarle. Te juro que estaba dispuesto a llevarle a México en cuanto el Santa Cruz lo permitiera. Como ya sabes, le he enviado dinero a su mujer, que le espera en Nogales. Aún no entiendo qué ha pasado.

—Estabais los dos borrachos.

—Eso no lo explica todo. Desde el momento en que nos vimos hubo algo entre nosotros. Empezó Donald.

—¿Tiene dinero?

—No.

—¿Está armado?

—No creo. Se lo pregunté y me respondió que no.

—Intentará cruzar cueste lo que cueste.

—Sí.

—Pero no podrá atravesar el río hasta que baje el nivel del agua. Y no bajará antes de que pasen unos cuantos días.

Solo había que salir a la terraza para comprobarlo. Frente a ellos, más allá de los prados que formaban el valle, una cadena montañosa que se prolongaba mucho más allá de la frontera mexicana cortaba la línea del horizonte.

Esas montañas se hallaban separadas entre sí por cañones más o menos profundos. Con cada tormenta, uno o varios de esos cañones derramaban miles de toneladas de agua en el Santa Cruz.

De alguna manera, uno podía asistir al nacimiento de las tormentas; en ese mismo momento, aunque en el valle luciera el sol, una de las montañas tenía una corona de nubes negras y, a pesar del sol, podían distinguirse claramente los relámpagos.

Lo mismo sucedía unos cien kilómetros más allá. Hacia México, el valle giraba a la izquierda, se alejaba de Estados Unidos, así que solo se podía llegar a la frontera atravesando el agua.

La noche anterior Donald estaba borracho, como su hermano. Pero Donald no había dormido en una cama, ni al despertar había dispuesto de hielo para ponerse en la frente, ni café, ni cerveza. ¿Se había tumbado sobre la tierra empapada? Seguro que también tenía resaca.

Sin afeitar, con la ropa manchada de barro, se arrastraba por alguna parte con aspecto de vagabundo.

En el valle solían toparse con vagabundos. Caminaban decididos, arrastrando las piernas. La mayoría eran mexicanos que habían entrado en Estados Unidos sin papeles y que intentaban llegar a California, la tierra prometida donde esperaban encontrar empleo.

Los rancheros no les prestaban atención. No les temían, sabían que no eran peligrosos. También sabían que pocas veces conseguían llegar al otro extremo del valle, pegado a Tucson, sin ser detenidos por una patrulla.

Por la carretera circulaban los coches de la policía de frontera. Iban por los caminos, de rancho en rancho, a través de las colinas. Eran policías que conducían de una parte a otra en un jeep que remolcaba un carromato, donde siempre había dos caballos ensillados sobre los que los patrulleros estaban preparados para saltar en cualquier momento.

Y también había que tener en cuenta las avionetas pequeñas, ruidosas y obstinadas, que daban media vuelta como insectos en cuanto veían una silueta que les resultara sospechosa.

Llegaría el momento en que Donald tendría hambre. En la región no crecía ni una fruta; solo hierba, cactus, matorrales secos y espinosos, a veces un árbol de tronco torcido.

¿Llamaría a alguna puerta, correría el riesgo de hallarse ante uno de los que habían bebido con él la noche anterior?

—Me gustaría encontrarlo —murmuró P. M.

—Sería lo mejor. ¿Quieres que vayamos en coche?

—¿Me acompañas?

—¿Por qué no?

A pesar de su angustia y del dolor de cabeza, experimentaba cierta satisfacción al comprobar lo bien que se portaba Nora con él. Hubiera querido mostrársela a su hermano, decirle: «Ahora ya sabes que Mildred no es la única mujer que hay en el mundo».

Si Mildred era como era, se debía a que a las mujeres como ella las educan como si fueran esclavas.

Primero, esclavas de sus padres, de sus hermanos y hermanas pequeñas; luego, del capataz, del jefe, de quien les paga; al final, esclavas de su marido y de sus hijos.

Nora solo le dirigió un pequeño reproche. Solo uno, sin insistir, como si no quisiera hacerle responsable:

—Qué lástima que hayas hablado con Lil Noland.

No dijo nada más, pero él lo comprendió. Era algo en lo que eludía pensar desde la mañana. Para evitar que le sirvieran alcohol a Donald, se había inventado esa estúpida historia de la locura. Le habían creído.

Era, de hecho, lo que había suscitado el interés en torno a Donald. Sin eso, apenas le hubieran prestado atención. Mucha gente traía a amigos que estaban de paso en el valle, y todo el mundo comía y bebía con ellos sin que nadie se preocupara por saber ni quiénes eran ni de dónde venían.

Pero ahora todo el mundo estaría más que dispuesto a considerar peligroso a Donald.

Donald, que se encontraba perdido en algún rincón de un valle del que no podía salir y que algo tendría que comer.

—Me pregunto —dijo Nora mientras acababa de vestirse— si no sería mejor que volviera a llamar a Lil.

—¿Para qué?

—También es verdad que entonces debería llamar a todas las demás. A la que más temo es a la señora Pope. Los Pope son los que están más aislados y ella se asusta con facilidad. No creo que tarde mucho en alertar a la policía de Nogales… ¡En fin! Vámonos.

Él le agradeció que le dejara sentarse al volante. Era una muestra de confianza, teniendo en cuenta el lamentable estado en que se encontraba.

Unos días antes, las montañas eran grandes conos oscuros y yermos sobre los que parecía que no pudiera existir vegetación alguna. Los visitantes, los recién llegados al valle, siempre se asombraban y siempre había que someterlos a un proceso de iniciación.

—Pero ¿dónde está el ganado? —preguntaban un tanto escépticos.

¿No les habían dicho que los rancheros tenían miles de bueyes? En cambio, cerca de las granjas solo se veían algunas docenas, sobre todo de vacas lecheras.

—Están allá arriba.

—¿Qué comen?

—Hierba.

Desde abajo no se los veía, pues el pasto solo crecía en los cañones, y, con la distancia, estos apenas parecían unas grietas estrechas.

Después, un par de días más tarde, la parte baja de las montañas, las colinas, verdecían y se cubrían de flores amarillas.

En esos momentos se entendía por qué hombres como Pemberton amaban su valle. Por lo general, en unos pocos años la mayor parte de los recién llegados acababa manifestando el mismo entusiasmo, rayano en el fanatismo.

—Va a intentar subir.

Eso era siempre lo primero que se les ocurría: escalar el flanco de la montaña. Pero pronto se daría cuenta de que resultaba imposible y de que además eso no le llevaría a ninguna parte. Solo conseguiría rasguñarse las piernas y los pies, y se arriesgaría a que una serpiente de cascabel le mordiera.

El sol seguía bañando el valle, en cambio la mitad de las montañas se hallaba ya bajo la lluvia. Se oía el rugido del río; algunos coches se dirigían hacia allá, mientras que P. M. se encaminó hacia el sur y dejó atrás la casa de los Noland y luego la de los Smiley. Esa era la zona más habitada, con campos que cuidaban como si fueran de césped, caballerizas y corrales.

Seguro que Donald se habría alejado más, habría atravesado los primeros arroyos, los cuales, como procedían directamente de la montaña, solo llevaban agua durante una o dos horas, cuando estallaban las tormentas.

—¿Un cigarrillo?

Como P. M. estaba conduciendo, se lo encendió ella y se lo puso a su marido entre los labios.

—¿Sabe montar a caballo?

—Lo ignoro. En casa había una vieja yegua que mi padre usaba para ir a Fairfield. De pequeños, en el prado, la montábamos sin silla.

Era la primera vez que le hablaba a Nora de su infancia; tampoco ella le había hablado nunca de la suya.

—¿Quién le telefoneó desde Los Ángeles?

—Nuestra hermana Emily.

—¿Está casada?

—No. Trabaja. Le van muy bien las cosas.

Avanzaban lentamente, pues el camino estaba hundido, con charcos y bancos de arena en los que las ruedas patinaban. Cuando aún no habían recorrido ni ocho kilómetros les alcanzó la tormenta, precedida por una tempestad de viento.

—¿Sigo?

—Sí.

¿Habían tenido la misma idea quizá? Ninguno de los dos creía que Donald fuera a llamar a la puerta de alguno de sus amigos. Pero cerca de allí estaba la avioneta de Cady, que sin duda le fascinaría. Todo consistía en saber si podría pilotarla.

—¿Sabes en qué arma sirvió durante la guerra?

—No. Solo sé que estuvo en el Pacífico porque me lo dijo Emily.

Un poco más allá, Cady había irrigado cuidadosamente el valle en un lugar donde la llanura se ensanchaba. Cultivaba algodón y patatas. Acababan de recoger la primera cosecha de patatas. Dentro de unos días prepararían la próxima, pues había una en agosto y otra en noviembre. Solo con la cosecha de patatas había ganado en un año cinco mil dólares.

Por eso, en algunas estaciones del año necesitaba trabajadores, doscientos o trescientos, dependía del momento. Los camiones transportaban a mexicanos y a negros, se traía familias enteras, ya que las mujeres le eran tan útiles como los hombres, y las alojaba en barracones que había construido junto a los campos.

Casi nadie se acercaba por allí, pues era una especie de sector de los leprosos, una zona del valle casi vergonzosa. Pemberton mantenía que un caballero solo debía dedicarse a la cría de ganado, pero a Cady le traía sin cuidado ser un caballero.

Lo normal sería que un hombre perseguido se sintiera atraído por el ajetreo de los barracones, ¿no?

Pasaron frente a unos hangares ocupados por dos enormes camiones que parecían estar encajonados.

Les costó mucho atravesar un charco más profundo que los demás. Unos niños negros se los quedaron mirando sin moverse, aunque la lluvia había arreciado y la ropa se les pegaba a la piel. También algunas mujeres los miraban desde el umbral de los barracones. Veían a los hombres en fila, trabajando en el campo de algodón. Había tejados de chapa ondulada y tubos de latón por los que salía humo; un acre olor humano se desprendía de aquel pueblo improvisado.

—No existe la menor posibilidad de encontrarlo.

¿Tendría Donald tan poca dignidad como para ir a buscar refugio en una de esas cabañas? Hasta los que vivían en ellas eran más ricos que él. Los negros o los mexicanos, en momentos de necesidad, podían trabajar por treinta o cuarenta dólares al día, y también las mujeres se hacían con un jornal. Algunas noches había partidas de dados encarnizadas, se jugaba con el cuchillo al alcance de la mano y a menudo había que llamar a los de la patrulla, que ya se sabían muy bien el camino, para que pusieran orden.

Cady estaba ahí, en su jeep; se trataba de un Cady distinto al de la víspera, el Cady negrero, como se le llamaba en broma, sin afeitar y tocado con un viejo casco de estilo colonial.

P. M. detuvo el coche cerca del suyo.

—¿Estás buscando a tu amigo?

No se mostraba exactamente agresivo, pero tampoco muy amable.

—Después de lo que pasó anoche, me gustaría encontrarlo. Estábamos todos borrachos.

—Bastante, sí.

—¿No lo has visto?

—Yo no. Mi mujer ha oído ruidos. Ha visto que algunos animales pasaban corriendo como si algo los hubiera asustado. Le he dejado un revólver cargado.

—No va armado.

—Un hombre no necesita ir armado para poner en peligro a una mujer.

—Oye, Cady…

—¡Ya lo sé!

—¿Qué sabes?

—Me vas a decir que no es peligroso, ¿verdad? —Y Cady, mascando su cigarro y sin bajar de su asiento del jeep, añadió—: Mira, P. M., no me gusta mucho la gente de nuestro país que merodea por la frontera. A los que vienen del otro lado ya los conocemos: son pobres desgraciados que buscan trabajo, fascinados por los dólares. Para esos siempre tengo una lata de sardinas y una botella de cerveza. Algunos trabajan durante varios días en mis campos antes de proseguir su camino. Pero los americanos que intentan llegar a México, eso ya es otra historia. Me entiendes, ¿no? —Resultaba evidente que todo el mundo había tenido tiempo de darle vueltas al incidente de la víspera—. Hay una penitenciaría en Yuma de la que es bastante fácil escaparse, y una prisión en Florence, y todos esos tipos han oído hablar del valle. Hace un rato me he cruzado con Badger.

P. M. intentó no inmutarse. Badger era el jefe de una de las patrullas de frontera; precisamente de una de esas que llevaban siempre a remolque dos caballos ensillados.

—Estamos atrapados a este lado del río. Aún nos queda para algunos días. No le he explicado nada porque no es asunto mío, pero le he aconsejado que esté ojo avizor. —La palabra «ojo» le hizo fijarse en el de P. M., así que añadió—: Deberías ponerte un filete crudo de buey en el tuyo. Es mano de santo, te lo digo por experiencia.

No era un mal tipo. P. M. siempre había mantenido una buena relación con él, y Cady incluso había acudido a su despacho para consultarle un asunto relativo al alquiler de sus campos. Lo suyo era una cuestión de actitud. Le gustaba hacerse el duro.

—¿No te apetece venir a casa a tomar un trago? —No, gracias.

—¿Quieres que te diga lo que pienso sobre ese tipo? Con lo furioso que estaba, seguro que ha intentado cruzar el río a toda costa y se ha ahogado.

Al hablar así quedaba claro que no decía todo lo que pensaba, y se quedó mirando fijamente a P. M. Pero este no se inmutó lo más mínimo.

—Hasta luego, Cady.

—Hasta luego. Me extrañaría que no tuvierais que esperar una o dos horas delante de La Joséphine antes de poder volver a casa.

Y eso fue lo que sucedió. La Joséphine era uno de los arroyos que bajaban de la montaña, atravesaban el valle e iban a parar al Santa Cruz. Su lecho pedregoso formaba una pendiente muy pronunciada. En cuanto llovía un poco, el agua se desbordaba con una fuerza capaz de volcar un coche aunque el nivel de la corriente solo llegara a la altura de las ruedas.

Nora y él no podían hacer nada más que quedarse en el coche y esperar; mientras unos cristales se embarraban, por otros chorreaba el agua y unas pequeñas corrientes de aire frío se mezclaban de forma insidiosa con el calor húmedo de la calefacción.

Nora podría haberle dirigido algunos reproches. P. M. era consciente de merecerlos, fueran los que fueran, y en ese caso se habría limitado a agachar la cabeza. En cambio encendió la radio y ambos escucharon las canciones mexicanas de Nogales.

No se sentía culpable únicamente ante Nora, sino también ante Donald. Solo era eso, una sensación de culpabilidad que no se concretaba en nada. Se encontraba muy abatido, con la moral muy baja. El efecto de la cerveza que había bebido al levantarse ya se le había pasado y volvía a sentirse mal.

Aunque sin darse cuenta, Cady le había hecho mucho daño al tratarle del modo en que acababa de hacerlo. P. M. no estaba resentido; pasaba por uno de esos momentos en los que uno tiene ganas de pedirle perdón a todo el mundo.

En ese instante comprendía, por ejemplo, lo que Nora había querido decirle cuando le había hablado de la manera en que Donald y él se miraban, como solo dos hermanos se miran.

Tuvo la delicadeza de no ser más precisa. Pero quería decir que se miraban con una clase de odio que solo se da entre los miembros de la misma familia.

Pero él no odiaba a Donald, eso no era cierto. De niños había sentido ternura hacia él. Más tarde, a menudo pensó en ayudarle. Si no lo hizo fue porque se hallaban demasiado lejos el uno del otro, porque Donald no le habría entendido y se hubiera ofendido.

Emily, que era inteligente, debería haberlo adivinado en vez de juzgarle de forma tan severa. Pues era evidente que le había juzgado con severidad, que le consideraba un hombre de corazón duro, un ambicioso dispuesto a sacrificar a su familia.

¡Todo era mucho más sencillo! ¿Acababa de comprenderlo Nora tal vez? ¿Y acaso eso no la llevaría a sentir piedad?

Tampoco quería que le compadecieran. Podía vivir sin admiración: otros lo habían hecho antes que él; pero por lo menos le habría gustado que reconocieran sus méritos y sobre todo su buena fe.

Estaba decidido a no acostarse esa noche; seguiría buscando a su hermano. Se consideraba responsable de él ante Mildred y los niños.

Se daba cuenta de que en coche su búsqueda resultaría infructuosa. Tendría que regresar a caballo, recorrer el valle en todas direcciones, llamar a gritos a Donald por todas partes.

Lo que Cady había dicho no debía suceder bajo ningún concepto; también tendría que impedir que Badger le echara el guante al fugitivo. Badger era un hombre que conocía su oficio y al que le bastarían unos minutos para darle la vuelta a Donald, como si fuera una piel de conejo.

—¿En qué piensas? —preguntó, repentinamente molesto por el silencio de su mujer.

—En mi hermano, que murió en la guerra.

—No es lo mismo.

—Lo fusilaron.

—¿Los alemanes o los japoneses?

—Los americanos. Por desertor. Era un buen chico, muy inteligente, un artista. Vivía en Nueva York, en el Greenwich Village. Primero intentó que lo licenciaran. Tenía miedo. Sabía que tendría miedo. No fue culpa suya. No pudo evitarlo. Lo fusilaron porque esa era la ley y no se podía hacer nada.

Ambos callaron. En menos de un día acababan de recorrer más trecho en el largo camino de conocerse que en tres años de vida en común.

—Lil, ¿sabes? —Era ella quien retomaba la conversación, con la misma voz soñadora, mientras La Joséphine corría a sus pies—. Es muy desgraciada. No quiere a su marido. Me refiero a que nunca ha sentido placer con él. Soy la única persona a quien se lo ha contado, sucedió un día en que las dos habíamos bebido.

Él siempre había considerado a los Noland como una pareja casi ejemplar.

—Ella siempre está pendiente de él —objetó.

—Porque siente remordimientos. Se da cuenta de que es el hombre más bueno de la tierra y se avergüenza de engañarle.

Esa afirmación sí le sorprendió; podía creerse que cualquier mujer del valle fuera capaz de engañar a su marido, pero Lil Noland…

—Es superior a ella. Tú no puedes entenderlo. También hay mujeres que, de repente, experimentan la necesidad de beber. ¿Te acuerdas de Resnick?

Resnick había vivido en el valle, había sido amigo suyo. Era un hombre tranquilo, casi tímido, tan escrupuloso que resultaba ridículo. Dos o tres veces al año, no más, le daba por beber. Entonces desaparecía, y su mujer y sus hijos no tenían noticias suyas durante dos semanas, a veces por más tiempo, y al final resultaba que estaba en la otra punta de Estados Unidos. Una vez, durante una de sus crisis, se embarcó en Los Ángeles y recuperó la conciencia en Panamá. Un poco más y hubiera acabado en China

¿Acaso la madre de P. M. no era así?

—De vez en cuando, Lil necesita un hombre, no importa cuál. Es lo bastante sensata como para elegir a uno que sea discreto.

—¿Por ejemplo?

—Uno de los vaqueros. Es lo más sencillo: después, ellos no creen tener ningún derecho sobre ella.

—¿Tipos como Raúl?

—Raúl también es uno de ellos.

¿Por qué le explicaba todo eso precisamente aquel día, cuando se encontraba tan indispuesto?

Tuvo una vaga sospecha. La miró de reojo, en ese coche que parecía una pecera. ¿No sería que a ella le ocurría lo mismo?

—Lil sufre mucho.

Estuvo a punto de preguntarle: ¿Y tú? Porque en ese momento se sentía preparado para entender cualquier cosa. No le hubiera guardado rencor. Por lo menos no enseguida.

Se lo impidió una especie de cobardía. Estaba sudando y la cabeza le daba vueltas. Los relámpagos le hacían daño en los ojos y, como cada trueno provocaba interferencias en la radio, se limitó a murmurar:

—Apágala, ¿quieres?

No era un día como los demás. Desde luego que no. No era un día… Tenía ganas de llorar.