Al principio no fue desagradable, todo lo contrario. Se sentía muy magullado y hundía el cuerpo voluptuosamente en el colchón, hasta hacerse daño, como cuando jugueteamos con un diente que nos duele. Aún no se había percatado de que se encontraba en su cama. Lil Noland —pero una Lil Noland tan diferente de la auténtica que nadie la hubiese reconocido— era su acompañante en un sueño sentimental y erótico a la vez… Y justo cuando quiso concretar ese erotismo empezó a volver a la realidad de manera progresiva; a medida que se desprendía del sueño, del estupor, los estímulos se convertían en agujetas y su cabeza se llenaba de un vacío sonoro y vertiginoso.
El ruido regular, espaciado —ese fue su primer descubrimiento—, provenía de la ducha en su cuarto de baño debido a las gruesas gotas de agua que caían. O sea, que alguien se había dado una ducha. ¿Él, tal vez? Nora no habría ido a ducharse a su cuarto, y Donald tampoco.
Acto seguido tuvo conciencia de que todo iba a empeorar, así que intentó dormirse de nuevo. Pero era demasiado tarde, las preguntas lo acosaban.
Para empezar, ¿cómo había ido a parar a su cama? No había abierto los ojos porque la luz le hacía daño, pero sabía que estaba en su cama, la había palpado y había reconocido su forma. Luego se palpó también el pecho y comprobó que estaba desnudo.
En alguna ocasión se había emborrachado hasta perder el conocimiento y la mayor parte de las veces se había despertado vestido, de través sobre la cama o incluso sobre la alfombra.
¿Lo había desnudado Nora? ¿La había ayudado alguien? ¿Donald tal vez?…
Prefería no seguir con sus descubrimientos. Aunque no se acordaba de los hechos ni de cómo habían sucedido, era consciente de que le aguardaban algunas novedades desagradables. No solo desagradables, sino humillantes. Ese temor le había acompañado durante todo el sueño.
Aparte de las gotas de agua provenientes de la ducha, no oía ningún ruido. No llovía. Por la luz que atravesaba sus párpados cerrados dedujo que debía de lucir el sol. Dolores, la criada, no se encontraba en la cocina. ¿Aún no había llegado? Parecía tonto, hoy no acudiría. Estaba en Tumacacori, al otro lado del río, de modo que no podrían contar con el servicio durante varios días. ¡Estupendo, con el desorden que a buen seguro reinaría en la casa y el malhumor que sin duda tendría Nora!
Intuía que ella estaba resentida con él. Solo Dios sabía cómo, pero lo adivinaba. No le guardaba rencor porque se hubiera emborrachado, eso también le sucedía a ella, sino porque se había portado mal. Todo el mundo le guardaba rencor. Su último recuerdo de la víspera era una sensación de vergüenza, de soledad en medio de la reprobación general.
Tenía que actuar enseguida, necesitaba hacer algo importante, crucial, ¿pero de qué se trataba? Esa idea le había obsesionado durante toda la velada, pero en ese momento no conseguía recordar qué tenía que hacer.
En cuanto a las resacas, ahora padecía la peor de su vida. Pensaba que nunca conseguiría levantarse, caminar. Cuando oyera a Nora, lanzaría unos gemidos para llamar su atención. Ella le daría un vaso de sal de frutas y le pondría una bolsa de hielo en la cabeza.
¡Ojalá se levantara pronto! ¿Estaría durmiendo todavía? Habría podido irse en el coche sin que él la oyera. No quería abrir los ojos de golpe, resultaba demasiado doloroso. ¿No sería mejor recordar algunos detalles antes de encontrarse ante Nora?
En cualquier caso, lo ocurrido había sido una tontería, una gran tontería. Se hallaban todos en el amplio salón de los Noland y ya estaba anocheciendo. No acababan de despedirse. Prácticamente el día había concluido y no había estado del todo mal. En ese preciso momento no habría sabido decir dónde se encontraba Donald, lo cual significaba que ya no le obsesionaba.
¿Quién propuso que fueran a dar un vistazo al río? Era previsible. Veía todos los coches frente a la escalinata; algunos, aunque no hubiera oscurecido del todo, llevaban los faros encendidos.
—Ven conmigo.
No se dirigían a él, sino a Donald; se trataba de Lil Noland —que no tenía ningún motivo para salir de su casa—, era ella quien se hacía cargo de él de esa forma. Estaba muy contenta, muy alegre. Tomaba del brazo a Donald con familiaridad y le llevaba hasta su coche mientras su marido se subía a otro, sin apreciar la menor malicia en la operación.
¿Estaba todo el mundo borracho? Seguramente un poco. Había parado de llover; gruesas gotas de agua caían de los árboles. Los coches, al pasar por la carretera transformada en canal, parecía que tuvieran unos grandes bigotes líquidos.
En cuanto a P. M., empezaba a sentirse furioso. Cuando iba a subir al coche en compañía de Lil, Donald le había dirigido una sonrisa irónica. Él también estaba contento, del mismo humor que la señora Noland. Nadie diría que se trataba del mismo hombre nervioso que hacía un rato había telefoneado a Mildred y a los chicos.
Esa llamada había resultado patética. P. M. se había puesto más nervioso de lo que hubiese querido.
Primero la mujer, que apartaba a los niños, les suplicaba que tuvieran paciencia y luego les pasaba el auricular a uno tras otro, de mayor a menor; al último, el pequeño John, hubo que sostenerlo en brazos para que llegara a la altura del teléfono, que se hallaba colgado de la pared.
Donald no tenía ningún derecho a jugar con Lil de esa manera; no era una mujer con la que se pudiera jugar. En una ocasión en que todo el mundo estaba muy excitado, como la noche anterior, P. M. intentó seducirla. Ella le sonrió amablemente, como una amiga, y le puso la mano en el brazo.
—¡Nosotros no, mi querido P. M.!
No se sentía despechado. Se trataba de… ¡Por Dios, qué complicado resultaba todo! Tampoco eran celos, ni un sentimiento mezquino.
Todavía no.
Los coches se habían detenido, y toda la gente se bajaba de ellos. Los faros alumbraban el río, cuyo aspecto —con esa masa de agua negra que corría vertiginosamente y tan crecida que ya no se veía el capó de los coches— resultaba fascinante.
Alguien le dijo a Donald:
—Estás asistiendo a uno de los ritos del valle.
Y era cierto. En cuanto crecían las aguas, la gente del valle acudía a ese lugar cuatro o cinco veces al día. Algunos volvían a las once de la noche, incluso a las doce, antes de acostarse. No acudían con la esperanza de pasar, simplemente querían verlo.
Raúl, el jefe de los vaqueros de Pemberton, también estaba allí, bajo un árbol; su caballo blanco se mantenía inmóvil en la penumbra. Raúl había ido para mirar, como los demás. Hacía tal vez una hora que estaba allí, contemplando cómo el agua arrastraba las ramas y los troncos de los árboles.
Se hablaba del río, era inevitable. Siempre las mismas historias.
Podía distinguirse la voz de Lil Noland, más aguda de lo habitual porque estaba excitada.
—Raúl, cuéntale qué hacía el indio yaqui.
Como la mayor parte de los mexicanos, Raúl tenía sangre india en las venas y había heredado de los indios la impasibilidad. Frente a la corriente amarillenta, su aspecto era impresionante, montado sobre un caballo blanco al que los faros de los coches casi hacían fosforescente.
—Fue el único que consiguió nadar en el Santa Cruz crecido —recitaba—. Le conocí bien. Era un yaqui más alto y más fuerte que yo. Vivía en una casa de adobe situada más o menos donde hoy se encuentra el bar de Tumacacori.
»Cuando la corriente bajaba con más fuerza, venía aquí, con un vistoso pañuelo rojo anudado a la cintura a modo de vestimenta. En cuanto vislumbraba un trozo de madera flotando se lanzaba al agua y se abría paso a través de la corriente como la gente de la ciudad se abre paso entre el gentío; uno tenía la certeza de que le vería salir por el otro lado, cien metros río abajo y siempre por el mismo sitio, agarrado a su tronco de árbol. De ese modo se abastecía de leña para el invierno.
—¿Se ahogó?
—No, lo atropelló un coche.
¡Qué historia más apropiada para Donald! ¡Y anda que las demás! Por ejemplo, Pemberton le estaba hablando del año en que las lluvias, en vez de remitir en septiembre, habían continuado hasta diciembre.
—Un poco antes de Navidad nos quedamos atrapados durante diecinueve días.
¡Y también la historia del coche de los Cady, claro! Había que contarlo todo. Cady, que se obstinó en pasar con su coche. El agua solo le llegaba por encima de las ruedas. Estaba en mitad del río, le quedaban apenas unos cuantos metros cuando apareció una especie de muro de agua de un metro o más de altura.
Alguien gritó desde la orilla, y afortunadamente Cady le oyó y echó un vistazo río abajo. Tuvo el tiempo justo de salir del coche y alcanzar la orilla chapoteando.
Poco después ya solo podía verse el capó del coche. Conservaba una fotografía de aquello. Cuando el Santa Cruz se desecó, encontraron el coche casi dos kilómetros río abajo, reducido a chatarra, y allí seguía.
En la oscuridad, Lil tomaba a Donald por el brazo y lo hacía de una manera muy especial, adoptando una actitud maternal, protectora, de tal forma que nadie podía escandalizarse o sonreírse.
¿Acaso no habían visto correr el agua lo suficiente? A P. M. le dolía la cabeza. Tenía ganas de tomarse un último whisky y acostarse. Pero aún le quedaba algo por hacer, aunque en ese momento no sabía de qué se trataba.
Acabaría por recordarlo. Todas esas siluetas, en la oscuridad estriada por la luz de los faros de los coches…
—Lo que un indio ha conseguido, un blanco lo puede mejorar —dijo Donald.
La prueba de que no estaba furioso fue que se limitó a encogerse de hombros al oír cómo su hermano se pavoneaba de esa manera ante Lil Noland.
—¿Y si regresáramos, chicos?
—¿Por qué no venís todos a casa? Vosotros hoy no tenéis criados, pero yo tengo la suerte de contar con Jenkins.
P. M. habría jurado que, mientras se expresaba de ese modo, Lil Noland apretaba ligeramente el brazo de Donald. ¿Se resistió? Tal vez. En cualquier caso, P. M. acabó por casualidad en el mismo coche que Nora. Solo tenían que recorrer unos cientos de metros. Iban en fila y a una velocidad de tortuga.
—Cuando empezó a beber, me entró miedo —dijo Nora—. Por suerte, lo lleva bastante bien. Lil lo vigila.
—¿A eso le llamas vigilar? —contestó P. M. con soma.
—No seas malo. ¿A quién ha telefoneado? —No lo sé.
—Qué misteriosos estáis vosotros dos. Seguro, que no me lo has contado todo.
—¿Yo?
¡Vamos allá! Vamos una vez más a casa de los Noland, donde uno podía recuperar su rincón, su cenicero aún lleno, su vaso vacío. Incluso no resultaría extraño que los sillones estuvieran todavía calientes.
Era la enésima vez que aquello sucedía, ¿en esta o en cualquier otra casa del valle? No tenían nada que decirse ni nada que hacer en grupo; y sin embargo sentían una pereza invencible a la hora de separarse.
Jenkins, a quien nada de aquello pillaba desprevenido, ya estaba preparando los cócteles.
Eso es lo que debió de acabar con P. M.: los cócteles —¿eran Martinis o Manhattans?—, sumados al bourbon de la tarde.
Casi enseguida se percató de que se había quedado con la mente en blanco. Veía a la gente moverse.
Notaba en las fosas nasales un olor a sopa de guisantes. Quizás habían abierto unas latas de conserva y recalentado la sopa. En cualquier caso, un plato hondo había ido a parar al suelo. ¿Lo había tirado él? La verdad es que no recordaba haber comido sopa.
Estaba rabioso, lo que complicaba aún más las cosas. Ya no sentía celos de su hermano, no tenía motivos (aunque se había producido aquella llamada patética y aún conservaba la imagen de Mildred y de los tres críos alrededor del teléfono, en el pasillo de la pensión).
Tampoco tenía Lil la culpa de que P. M. estuviera tan rabioso. No se había enamorado de ella; si un día se le había insinuado fue porque había bebido.
Estaba furioso. Y eso no lo entendía nadie, ni siquiera él mismo. Sin embargo, le daba la impresión de que tenía motivos para ello.
Nada estaba sucediendo como tenía que suceder. Donald no se comportaba como debía; ni Donald ni nadie.
Entre su hermano y él, ¿quién era el que había trabajado durante toda su vida y triunfado a base de tesón y coraje?
Tal vez si se partiera de eso acabaría encontrándose una explicación.
Y sin embargo, unas horas antes, cuando estaban solos en el rancho, Donald le había dicho con cinismo:
«¿Si tú cometieras alguna fechoría, crees que Nora…?».
En esta historia mediaba un abismo de injusticia. Lil no era la única que le dedicaba atenciones a Donald. Hasta Pemberton lo agasajaba, aunque con la esperanza, también es verdad, de atraerle hasta la mesa de póquer.
P. M. supo que Donald aceptaría; de hecho estaba a punto de aceptar, por eso intervino:
—No. No debe jugar.
—¿Temes que les despoje de todo su dinero? Eso te jorobaría, ¿verdad? —dijo Donald, rechinando los dientes.
Lil lo controlaba. Por entonces daba la impresión de que presentía alguna catástrofe. Jugaba a hacer de madre con Donald, que tenía diez años más que ella, y le daba la sopa a cucharadas, cosa que a todo el mundo le parecía muy bien porque era como un juego.
Volvió a quedarse en blanco. Ya podía ponerse a buscar, que no encontraba más que vacíos. Muy pronto Nora se los aclararía, y eso supondría un suplicio.
Le venía a la mente la palabra «perro», y no sin motivo. A partir de cierto momento, ambos se habían comportado como dos perros rabiosos que se buscan las cosquillas. ¿Acaso los demás no se habían dado cuenta? ¿O es que le echaban toda la culpa a P. M.?
Los invitados iban de una a otra habitación, las atravesaban para llegar a los cuartos de baño. Había zonas de sombra y de luz. Por todas partes se veían vasos, hasta en el patio. A veces uno tropezaba en la oscuridad con alguien a quien no reconocía y que tal vez se encontraba mal.
Las miradas de ambos hombres se cruzaban desde lejos, y la de Donald despedía siempre el mismo desafío teñido de desprecio.
¿Con qué derecho despreciaba a P. M.?
Al observarle, podría pensarse que era el centro de la reunión y que se reía de todos ellos, especialmente de las mujeres; que se burlaba del mundo, ebrio, ligero y sarcástico.
P. M. no debía de haber estado solo durante todo ese tiempo. Seguro que le habían hablado, que se había sumado más o menos tiempo a varios grupos, que había vaciado algunos vasos, pero siempre había acabado recuperando la pista de su hermano; tal vez ya tenía ganas de pelea.
¿Sentía Donald, por su parte, el mismo deseo?
—¿No crees que sería mejor que volviéramos a casa?
Era Nora. Sabía reconocer el momento en que él ya estaba completamente borracho, pero no ignoraba que era inútil insistir.
Además, esa noche, su hermano y él parecían dos fuerzas de la naturaleza.
Lo que tenían que solucionar constituía una vieja rencilla familiar. Una desavenencia que se remontaba sin duda a Appleton, cerca de Fairfield, en Iowa, o aún más atrás. Era un conflicto que los superaba, un conflicto bíblico.
Debió de pronunciar esas palabras, pues pensó mucho en ellas y ahora las recuperaba en su confusa memoria.
—¡Un conflicto bíblico!
Caín y Abel… Esaú y Jacob…
Ninguno de los dos podía detenerse ya. Pero ¿cómo empezaría todo?
Eso es precisamente lo que no acertaba a reconstruir. Sabía que se trataba de una tontería, de algo incoherente. Al final todo había sido falseado. El famoso conflicto bíblico había acabado por ser una historia infame, y todos habían sido incapaces de entenderla: sus mejores amigos debían de sentirse decepcionados.
¿Cómo hacerles comprender que lo que pasaba entre ellos era realmente importante, que se trataba de uno de los dramas más antiguos?
Ni siquiera fue Donald quien empezó. Tendría que recordar lo que dijo exactamente y también saber si hay momentos en la vida en los que a uno lo empujan de forma inexorable a hacer lo contrario de lo que desearía.
Pensaba en Mildred Dodson y era Lil Noland quien le sacaba de quicio. Odiaba a su hermano y la culpaba a ella.
No consiguió elegir el momento adecuado. Todo ocurrió cuando menos se lo esperaba y, para acabar de arreglarlo, tenía un vaso lleno en la mano.
Había estado pendiente de ellos y se topó con ambos en la terraza, donde creían que estaban a solas.
Ya no era el brazo de Donald, sino su mano, lo que Lil acariciaba con una actitud fingidamente maternal.
—¿No os da vergüenza? ¿No te da vergüenza, Lil? Si tu marido… —dijo, sorprendiéndose del sonido de su propia voz.
Para que aquello acabara como acabó fue necesario un número incalculable de casualidades, además de un tercero en discordia. Larry Noland, que por lo general no era celoso, también había bebido más de la cuenta y, al igual que P. M., había seguido a su mujer hasta la terraza.
Lo normal hubiera sido que la emprendiera con Donald.
Cuando P. M. habló, Larry se encontraba apostado en un rincón de la terraza. Y resultó que, en contra de lo que podía esperarse, se enfrentó con P. M.
Era un tipo tranquilo pero de reacciones brutales; sin avisar, sin mediar palabra, le dio a P. M. un puñetazo en la cara.
El vaso salió literalmente disparado, se derramó sobre el vestido de la señora Noland y fue a parar al suelo, donde se hizo añicos. Sin ser consciente de lo que hacía, como una reacción ante el dolor de la mandíbula, P. M. golpeó a su vez. No una, sino dos, tres veces, tal vez más, y hubiera sido capaz de seguir pegando a su adversario aunque este yaciera tumbado en el suelo.
¿Había ya gente a su alrededor en ese momento? ¿Intentó controlar Lil a Donald?
Este avanzó con los puños apretados y P. M. le plantó cara, sintiendo una especie de alivio.
Notó un golpe en el ojo izquierdo y a partir de entonces le fue imposible abrirlo. Pero sus propios puños tampoco encontraban precisamente el vacío. La voz de Nora le perseguía:
—¡P. M., cálmate! ¡Déjalo!
Tras un primer contacto, los dos habían reculado para ganar espacio; en las pupilas de Donald seguía habiendo un brillo irónico y feroz.
—No olvides lo que te he dicho —articulaba con los dientes apretados—. Ven aquí, ven aquí que te voy a partir la puta cara.
Tal vez no eran esas las palabras exactas, pero algo había dicho referente a la «puta cara». Nora intentaba calmar a su marido. Si no fuera por lo que había contado respecto de la locura de Donald, seguramente les habrían dejado arreglar sus asuntos sin intervenir.
Los separaron. Ese papel le correspondía a Pemberton, quien lo interpretaba con sencilla dignidad.
—Estamos en casa de nuestros amigos los Noland, muchachos. Si tenéis cuentas que saldar, sería más educado que lo hicierais fuera.
P. M. se descubrió sangre en la mano. Tiraban de él. Varias personas le hablaban a la vez.
Era consciente de haber repetido varias veces:
—¡Que venga aquí fuera! Sí, que venga. Pemberton tiene razón. Que venga…
Por supuesto, les tomaban el pelo como a los niños. Mientras alejaban a P. M. de la terraza, a Donald lo trasladaban al otro lado, al patio sin duda.
Estaba en su coche, pero no frente al volante, pues ahí se sentaba Nora.
—¿Queréis que vaya con vosotros?
Esa debía de ser la voz de Smiley.
—Gracias. Me las arreglaré sola. Discúlpanos. Y él se volvía, excitado aún por la lucha.
—Se ha echado atrás, ¿eh? ¡Tiene miedo! ¡Ja, ja, ja! Se aseguraron de que la portezuela del copiloto estuviera cerrada.
Otra vez se quedaba con la mente en blanco. O más bien se trataba de un agujero negro con pequeñas luces. Estaba seguro, por ejemplo, de que siguió bebiendo. Sin duda, para ahorrarse problemas, Nora no se lo impidió. Era lo mejor: dejar que se pusiera fuera de combate él solo, y después acostarlo.
¿Dónde estaba Donald? ¿Por quién habían tomado partido sus amigos? ¿Se había quedado en casa de los Noland?
Era terrible: P. M. nunca se atrevería a volver a poner los pies allí. Tenía que saber qué ocurrió. Volvía a ver su salón, con una sola lámpara encendida, la silueta de Nora, sus piernas desnudas. Ella también debía de estar borracha, todo el mundo lo estaba.
Pero había algo más, algo que se le seguía escapando y que tal vez fuera lo más grave. Era indispensable que abriera los ojos y que se levantara de la cama.
Continuaba sin poder abrir el ojo izquierdo. Parecía que tuviera la cabeza llena de un líquido que iba de un lado a otro al menor movimiento.
A pesar de eso consiguió llegar hasta el cuarto de baño. Se agarró al lavabo para mirarse en el espejo.
El párpado izquierdo estaba hinchado y de un color azul oscuro; el labio inferior, tumefacto; y en la barbilla había restos de sangre. Rebuscó en el botiquín, encontró la botella de sal de frutas a la que recurría con tanta frecuencia y dejó caer dos tabletas en un vaso lleno de agua, que se puso a chisporrotear.
Se encontraba realmente mal. Tenía ganas de llamar a alguien, pero la vergüenza se lo impedía, y también el miedo de descubrir algunas verdades aún más desagradables que las que ya conocía. Lucía el sol, un sol más espeso que de costumbre, más amarillo a causa de las lluvias. Pero ya podían oírse; del lado de Nogales, los fragores de la tormenta.
Era lo que solía suceder. Una o dos tormentas fuertes, después otra más débil. Por la mañana parecía que se hubiera acabado. La hierba estaba fresca, los pájaros cantaban, no había ni una nube en el cielo.
Pero entonces un blanco luminoso empezaba a alzarse sobre la cima de las montañas, se convertía en un gris claro, luego viraba casi al negro y a partir de las dos o las tres de la tarde, justo cuando el río parecía decrecer, estallaba una nueva tormenta.
A veces, entre una y otra, se podía cruzar a caballo o a pie, con el agua por la cintura, aun corriendo el riesgo de resbalar y ser arrastrado por la corriente.
Tenía que volver a la cama. Se tambaleaba y temía desmayarse.
Afortunadamente, en ese momento se abrió la puerta que comunicaba los dos cuartos de baño. A Nora le brillaba la cara, tenía los ojos turbios y estaba despeinada. También había dormido desnuda. P. M. la había despertado al abrir el grifo, y ella apenas había cubierto su cuerpo de muchacho con un albornoz azul.
—¿Necesitas algo?
—No lo sé. No me encuentro bien.
—Déjame ver.
No sonrió al mirarle la cara, tampoco mostró la menor compasión.
—Será mejor que vuelvas a acostarte.
—Escucha, Nora…
—¿Qué?
—Perdóname. No sé qué pasó exactamente, pero…
¿Acaso Mildred no se habría enfadado? Nora tal vez no le guardaba rencor —ya estaba acostumbrada—, pero tampoco se mostraba muy tierna.
—Ven. Voy a traerte hielo.
P. M. vio su ropa en el suelo, al pie de la cama.
—¿Me desnudaste tú?
—Sí. No fue fácil. Querías volver a salir. Asegurabas que se trataba de una cuestión de vida o muerte.
—¿Cómo? ¿Qué era una cuestión de vida o muerte?
—Volver a verle. Acuéstate. No le llamabas Eric, sino Donald. ¿Por qué?
—No lo sé.
—Confiesa que me has mentido deliberadamente. ¿Era el momento de darle explicaciones o de contar una nueva mentira?
—¡Te lo ruego, Nora! Tráeme una bolsa de hielo.
Se fue descalza. Nadie había hecho la limpieza. Siempre resultaba deprimente pasar varios días sin criada; parecía que la casa se dejara llevar, se abandonara a un desorden nada poético.
—¿Hablé mucho? —preguntó P. M. cuando tuvo la bolsa de hielo sobre la frente.
Más que marido y mujer eran como dos amigos. Nunca se había planteado la posibilidad de que se comportaran como amantes. Como amiga, Nora estaba muy bien y tenía la ventaja de mantenerse siempre tranquila.
—Insistías mucho en una catástrofe. Era como una idea fija. ¡Espera! Dijiste: «No saben que solo yo puedo evitar una catástrofe. Toda mi vida he trabajado para evitarla y así me lo agradecen».
Se sonrojaba al reconocer aquel énfasis, típico de una borrachera. Cuando estaba ebrio, siempre acababa sintiéndose desdichado e incomprendido. Tenía la impresión de que lo daba todo por los demás y que no recibía nada a cambio.
—Intenté impedir que telefonearas.
—¿Telefoneé?
—Tuve que dejar que lo hicieras, sobre todo porque no sabía si lo que decías era cierto.
—¿Llamé desde casa de los Noland?
—Desde aquí, al volver. Parecías más calmado. Hubo un momento, incluso, en el que creí que habías recuperado la tranquilidad. Me pediste que te sirviera una bebida. Al principio me negué. Y repetías: «Te aseguro, Nora, que es indispensable. He de adoptar medidas graves. Es una cuestión de vida o muerte. Estoy borracho, es cierto, pero sé lo que hago».
No se atrevía a mirarla. Ella tomó un paquete de cigarrillos que había sobre la mesa, se encendió uno y se acomodó en el único sillón de la habitación, cruzando las piernas. Cuando la miró de soslayo, al descubrir el gesto que hacía al dar la primera calada al cigarrillo, supo que ella también tenía resaca.
—Espera. Hablabas de un deber sagrado que yo comprendería algún día. Acabé por pasarte el teléfono, pues creí que sería mucho peor llevarte la contraria.
—¿A quién llamé?
Lo recordó en el preciso momento en que ella se lo decía:
—A Reeves.
Se trataba de su socio de Nogales, el viejo abogado con el que trabajaba y que había sido elegido varias veces juez del condado.
—¿Qué hora era?
—No lo sé con exactitud. En cualquier caso, más de las doce.
Reeves era un hombrecillo frío y excesivamente ordenado, para quien las costumbres más insignificantes constituían auténticos ritos sagrados.
—Llamé yo —prosiguió Nora—. No contestaban. Tuve que pedirle a la operadora que insistiera, y estuvo llamando durante más de un cuarto de hora. Al final, Reeves me dijo con acritud que su habitación estaba en el primer piso y el teléfono en la planta baja, de modo que le había obligado a bajar descalzo arriesgándose a pisar un escorpión o una araña venenosa.
Reeves sentía un miedo enfermizo a todos los animales.
—Le pedí que sacara dinero para mí, ¿verdad?
¡Dios mío! ¡Cómo le dolía la cabeza! ¡Y cómo aumentaba su desasosiego con cada descubrimiento nuevo! ¿Sería capaz alguna vez de volver a enfrentarse a Reeves?
—A él también le mencionaste lo de la cuestión de vida o muerte. Le dijiste que era indispensable que esta mañana, a primera hora (e insistías mucho en esto último), se depositara una cantidad determinada de dinero a disposición de la señora no sé qué, en Nogales.
—¿Espinosa?
—Es posible. Era un nombre español, en todo caso. Le diste la dirección.
—¿Y fijé una cantidad concreta?
—La cambiabas constantemente. Supongo que Reeves ponía objeciones y que tú insistías.
—¿Qué me decía, que el banco no abría hasta las nueve?
Quizá. Tú precisabas que no se trataba de un cheque, sino de dinero en efectivo. Te ponías nervioso.
Primero hablaste de doscientos dólares. Luego, de quinientos. Al final te pusiste a gritar: «Mil dólares, Reeves, ¿me oyes? ¡He dicho mil dólares! Que te confirme Nora si estoy o no en mis cabales. No me lleves la contraria. Esto solo me atañe a mí. Es un asunto que no te concierne. He dicho mil dólares».
—¿Hablaste con Reeves después?
—Sí. Me pasaste el auricular y me dijiste con amargura: «Cree que estoy borracho. Tranquilízale, ¿quieres?».
—¿Y le tranquilizaste?
—Le dije: «Haz lo que te pide. Es mejor».
—¿Prometió hacerlo?
—Seguía refunfuñando porque estaba descalzo y porque no sabía de dónde sacar mil dólares en efectivo antes de las nueve de la mañana.
Sintió que había llegado el momento más difícil. Lo comprendió por el silencio de Nora, por las dos largas caladas que le dio al cigarrillo.
—Dímelo, P. M. ¿Quién es?
—¿La mujer?
—No. Él.
—Mira, Nora, no me encuentro bien. Te prometo que tengo serios motivos para preocuparme. ¿Dónde está?
—No lo sé. Te saqué de allí en cuanto pude.
—Te portaste muy bien. Pero eso no es todo. Necesito saber dónde está.
—Estará con Lil, sin duda.
—¿Puedes telefonear? ¿Qué hora es?
Nora se acercó hasta la puerta para mirar la hora en el reloj del salón.
—Las once y media.
—Llama.
—¿Después de todo lo que ha pasado? ¡De acuerdo! Con un poco de suerte hablaré con Jenkins y él me pondrá al corriente.
Fue Jenkins, en efecto, quien atendió la llamada. Hablaba a media voz, como para no despertar a sus señores.
—Dígame, Jenkins. El amigo con el que estábamos ayer… Sí. Exacto. ¿Se quedó en casa? ¿Cómo?
¿Está seguro? ¿No se fue con los Pemberton o con los Cady? Siguen durmiendo, sí, entiendo. No, no la moleste. Volveré a llamar. Gracias, Jenkins. Está bien, sí… Muy bien.
P. M. la observaba con ansiedad.
—No está en casa de los Noland. Al parecer, después de que nos fuéramos hubo otra escena. Intenta-ron acostarle en una de las habitaciones para invitados pero se resistía. Logró soltarse y les gritó: «Sois unos imbéciles y no os necesito para ir a buscar a Mildred». Jenkins no me lo ha dicho tal cual, pero se adivinaba. Estaban en el patio. Tu amigo se puso a correr hacia la oscuridad. Hay un prado cercado por alambradas e iba directo hacia ellas, pero en el último momento las vio y dio un salto. Los coches no podían seguirle por ahí. Se produjo una especie de desbandada. Los Noland se quedaron solos.
—¿No quieres llamar a Pemberton?
Nora casi nunca se había mostrado tan dócil; tal vez esperaba ser recompensada con algo que por fin satisficiera su curiosidad.
Pemberton ya se había levantado, bañado y acicalado de los pies a la cabeza, como un caballo de concurso. La conversación no duró mucho.
—No sabe gran cosa —explicó Nora—. Rodearon el prado en coche. No vieron a nadie. Hay una veintena de yeguas en el prado, con sus potrillos, y todos estaban muy excitados.
—¿Eso es todo lo que te ha dicho?
—Ya has oído mi pregunta, que me dijera qué había sido, según su opinión, de tu amigo. Me ha contestado: «Con lo trastornado que estaba, lo más probable es que haya tratado de cruzar el río».
P. M. nunca se había encontrado tan mal.
—¿Podrías ser tan amable de llamar a Cady, a los Smiley e incluso a los Pope?
—Nadie está muy simpático esta mañana. ¡Pero en fin!
Hizo las llamadas. Los Smiley aún dormían y Nora se disculpó por haberles despertado. No sabían nada de Donald. Cady ya se había ido a caballo a su plantación de algodón para evaluar las posibles pérdidas, y su mujer tampoco sabía nada.
—Pregúntale si la avioneta sigue ahí.
Ignoraba si Donald sabía pilotar, pero por la tarde habían hablado de la avioneta de los Cady.
—La está viendo desde la ventana.
—Un momento. Dile que no cuelgue. Sería conveniente que vigilaran la avioneta o que le quitaran alguna pieza.
—¿Tú crees que puedo decirle eso?
—Tienes razón.
Ya solo quedaban los Pope. La conversación se hizo interminable. Evidentemente, era la señora Pope quien estaba al aparato y quien comentaba todo lo que había sucedido la noche anterior. Nora por poco pierde la paciencia.
Los Pope vivían en el último rancho del valle en dirección a Nogales. Alrededor de su casa, el Santa Cruz trazaba un círculo que, al unirse a la montaña, cerraba en cierta medida la región. A vuelo de pájaro se veía que se encontraban a apenas ocho kilómetros de la frontera.
La conversación no acababa. A Nora incluso le dio tiempo de encender otro cigarrillo y de fumárselo casi todo.
—¡Vieja arpía! —exclamó mientras colgaba.
—¿Qué ha dicho?
—Intenta enterarse de todo, eso es innegable. Va poniendo objeciones. A fin de cuentas, me ha dicho que al amanecer los animales se han puesto a galopar en torno a la casa, como si alguien los hubiera asustado. Ha añadido que si no encontraban a tu amigo, y teniendo en cuenta lo que le contaste a Lil y el modo en que se comportó anoche, llamaría a la patrulla de Nogales.
—Ellos tampoco pueden atravesar el río.
—Te olvidas de que disponen de dos aviones y un helicóptero. —Nora se levantó y dijo—: Voy a preparar café. ¿Te apetece una taza? Puede que al final acabes por explicarme exactamente qué es lo que ocurre.