En el coche, los dos hombres guardaban silencio. Unos minutos más y Donald oiría la voz de Mildred y la de sus hijos. ¿No era normal que se recogiera como un cristiano antes de la comunión?
Después de una curva, la carretera se convertía en privada. Había dos postes, una barrera blanca siempre alzada y raíles a ras de suelo para impedir el paso del ganado. Una placa rezaba en letras doradas: MM RANCH.
Hasta ese punto solo se había oído el ruido de las ruedas, que restallaban sobre los charcos.
Sorprendentemente, fue Donald quien habló, para preguntar, como si en ese momento la cuestión revistiera para él alguna importancia:
—¿Es de Nora?
Tenía la mirada clavada en la placa, y eso subrayaba el sentido de sus palabras. Luego, esa misma mirada se desvió hacia la extensión de tierras y montañas que los rodeaban.
—Sí, es de Nora.
—¿De su primer marido?
En vez de responder, P. M. se limitó a encogerse de hombros y su hermano no insistió. Un poco más tarde, ambos entraban en esa casa vacía en la que una noche y un día de diluvio habían bastado para transformar la atmósfera, el olor y se diría que hasta el gusto. Las habitaciones se habían impregnado de una fría humedad a la que no estaban acostumbrados. En la terraza, el agua corría a lo largo de las paredes y formaba regueros en el suelo. Sobre los muebles del jardín los almohadones estaban empapados.
El teléfono principal se encontraba en el salón, pero también había uno en la habitación de Nora, otro en la de P. M. y otro más en la cocina.
—¿Quieres llamar desde aquí?
—Me da igual.
—Te advierto que a las operadoras, sobre todo los domingos por la tarde, como no tienen mucho que hacer, les puede entrar la curiosidad y ponerse a escuchar las conversaciones.
—Me da igual.
—A mí no —contraatacó P. M.—. Mi despacho está en Nogales, a dos pasos del de la Bell Telephone. Además, yo voy a quedarme por aquí, ¿comprendes?
Dando muestras de un asombro casi insultante, Donald soltó:
—No hablaré de ti.
—¿Quieres que llame yo? Estoy acostumbrado.
—Un momento.
Desde hacía un rato, más o menos desde que habían salido de casa de los Noland, se le notaba dubitativo. De repente, P. M. le vio dirigirse con decisión al armario donde guardaban los licores. Lo abrió como si estuviera en su propia casa, tomó una botella de whisky al azar y le echó un vistazo a su hermano.
Era una mirada firme que decía sin ambages: «Te pongas como te pongas, no podrás impedir que beba».
A punto estuvo de pegar los labios al cuello de la botella, pero se detuvo a tiempo. Sabía perfectamente dónde encontrar los vasos desde que esa misma mañana había lavado los platos con Nora.
Se sirvió lo que en un bar hubiera sido un bourbon doble muy generoso y se lo bebió casi de un trago, con una mueca de desagrado.
—Ahora ya puedes llamar. El ciento tres.
La habitación tenía un tono grisáceo, crepuscular. Los colores estaban desvaídos y los metales carecían de brillo o reflejos.
—¿Oiga? ¿Nogales? Aquí el cinco de Tumacacori… Buenas tardes, señorita. ¿Me pone con el número ciento tres de Nogales, en Sonora?
Donald se hallaba de pie a su lado, y, aunque permanecía inmóvil, se le notaba tan tenso que P. M. empezaba a contagiarse de su nerviosismo. Era tan sencillo, sin embargo. Mildred se pondría al teléfono. Su marido le hablaría…
—¿Diga?
Una voz le contestó en español al otro lado del hilo telefónico. Como toda la gente del valle, P. M. había acabado por hablar más o menos correctamente ese idioma.
—¿Podría avisar a la señora norteamericana que está con ustedes?
P. M. se sentía angustiado ante la posibilidad de que el número fuera incorrecto, ante la perspectiva de no poder dar con Mildred. Donald seguía a su lado, erguido y tenso, pero algunos temblores imperceptibles le corrían el cuerpo, como si percibiera la cercanía de Mildred. Cuando se oyó otra voz en el auricular, alargó la mano y P. M. le pasó el teléfono.
—¿Eres tú?
Al otro extremo de la línea debían de haber pronunciado las mismas palabras y se abrió un largo silencio. P. M. empezó a alejarse con pasos suaves y preguntó por educación:
—¿Prefieres que salga?
Pero por respuesta solo obtuvo un encogimiento de hombros dando a entender que le daba igual.
Donald ni se tomaba la molestia de sentarse. Seguía de pie junto al velador, con el cable colgándole de la mano.
—¿Cómo estás?
Sus ojos buscaban el vaso, que estaba vacío. ¿Tal vez se vio tentado de pedirle a su hermano que volviera a llenárselo?
—¿Los chicos? No. Aún no. Espera… Dime algo.
Sin soltar el teléfono, que sostenía entre el hombro y la mejilla, encontró la manera de encender un cigarrillo. No interrumpía a su mujer, que hablaba sin parar, con indudable locuacidad, pues querría decirlo, explicarlo y expresarlo todo de una sola vez.
Aquello duró lo suyo, y durante todo ese tiempo. Donald no abrió la boca, no miró ni una sola vez a su hermano. Cuando fue su turno, dijo (y era evidente que cada palabra había sido sopesada):
—Escucha. Ya sabes dónde y con quién estoy. —¿Qué objeción puso Mildred? Donald le contestó tajante—: Va a tener que hacerlo. Sin embargo, parece que ahora no hay manera de atravesar el río. Yo podría llegar de cualquier forma, pero le necesito una vez esté al otro lado. Esto puede durar varios días.
»¡Espera! Por lo que respecta a ti y a los chicos, ya me las arreglaré. Dime tan solo el nombre de tu patrona. ¿Cómo? ¿Espinosa?…
Le suplicó a P. M. con la mirada —en realidad le ordenó— que anotara el nombre, el cual pronunció de nuevo.
—Espinosa, eso es. Calle Victoria del Sarto. ¿Sato? ¿Soto? Sí… Número cuarenta y uno… —Se aseguraba de que su hermano iba escribiéndolo todo—. Sí. Ahora ya puedes pasármelo. ¿Qué hay, Frank?
Su rostro se animaba, la nuez se le movía y, al ver que se le humedecían los ojos, P. M. apartó la vista de él.
—Sí, muchacho, sí. Solo treinta kilómetros de aquí a la frontera. Pues claro, menos de media hora.
»No, de verdad que es imposible… Para ti también, sí… ¿Cómo? No quiero que lo hagas. Mira, no es igual que a este lado… ¿Oye? Todo se va a arreglar, sí. Aún no lo sé, quizá muy lejos. Claro que sí. Podrás…
Una vez más, observó su vaso como si así pudiera agarrarse a una realidad material. Y P. M., a su pesar, le sirvió más bebida.
—No, hijo mío… Nadie, ¿entiendes? Ninguna fuerza en el mundo podría impedirme… Sí, déjala hablar. ¿Hola? ¿Anny? ¿Cómo? ¿No te dejaban? Pues claro que tú también tienes derecho a hablar…
De nuevo se le veía totalmente quieto, con la mirada fija y los dientes apretados, y el cigarrillo se consumía en el extremo de su mano derecha.
—Ya te oigo… Sí… Sí… Tu hermano te lo explicará.
Era fácil adivinar la pregunta al oírle responder, después de que le hubiera echado un vistazo furtivo a P. M.:
—No… No creo que se me parezca. ¿Oye? ¿Cómo? ¿Él también está impaciente? Déjale decir algo…
¿Que el aparato está colgado de la pared? ¿Que John es muy pequeño? Pues levántalo… o que mamá lo tomé en brazos. ¿Hola? ¡Hola, chiquitín! ¿Me oyes? Sí, claro que soy papá… Sí… Prometido. Te llevaré el juguete más bonito que encuentre…
Se sentó de improviso y de repente pareció que fuera a soltar el teléfono, que le pesaba demasiado o le quemaba.
—Déjame hablar un momento con mamá, ¿de acuerdo? ¿Mildred? Perdóname… Yo… —Intentó tragar saliva—. Sí. Sí. Muy pronto… Sí, se acabó…
Sin duda no se refería solo a la transmisión, sino al largo camino que todos habían recorrido, a trancas y barrancas, y que, irónicamente, conducía a una nueva verja.
Se había olvidado de colgar y se oía la voz de la telefonista que repetía:
—¿Han acabado? ¿Oiga? Tumacacori, ¿han acabado?
P. M. le quitó el auricular de las manos y lo puso en su lugar.
—Dame algo de beber. —Y como su hermano dudaba, murmuró casi de buen humor—: ¿Supongo que no te creerás lo que les has contado a tus amigas?
Necesitaba hablar de algo que no fueran Mildred y los suyos.
—¿Y qué les he contado?
—No lo sé exactamente, pero he visto que las señoras estaban muy alteradas. La que no me alejaba de la bandeja me ofrecía una Coca—Cola. Había una, una morena bajita.
—¿La señora Pope?
—No sé. No he retenido los nombres. El caso es que me ha soltado sin venir a cuento que a un primo suyo lo habían encerrado cinco años como si estuviera loco, cuando era una persona absolutamente normal, y que los médicos habían acabado reconociendo su error. —Le apremió con la mirada mientras dejaba caer—: Ya sabes, P. M., que nunca he estado loco. Lo sabes, ¿no? —Eso era una amenaza latente—. Y ahora…
Se levantó y pareció que se sacudía, que se deshacía de las emociones que le quedaban. Él mismo se sirvió de beber, con generosidad, con cinismo, y hasta fue a la cocina para buscar hielo en el frigorífico.
—¿Quieres?
—Muy poco.
Ahora que comenzaba a moverse ya no era el mismo hombre.
—Nunca he estado loco, pero es verdad que le disparé a un tipo. Pensaron que estaba borracho. Tal vez lo estaba. Pero volvería a hacerlo, a sangre fría, y lo que lamento es haber fallado.
—¿Te refieres al policía?
—Sí. Porque le conocía y él me conocía a mí. Porque hacía tiempo que me buscaba las cosquillas. Es una historia muy larga que no te incumbe. —Se plantó ante su hermano, con otro cigarrillo en los labios—. Mira, Pat, ¿has oído lo que le he dicho al chaval? Hay exactamente treinta kilómetros entre ellos y yo. Lo he leído en un poste indicador cuando he bajado del auto. En coche es apenas media hora. Quiero creer que es cierto lo que dices del río.
—Ya lo has visto.
—Dejémoslo. Digamos que me lo creo. Pero les he dicho algo más y tú lo has oído. Ninguna fuerza en el mundo me impedirá reunirme con ellos. Nadie, ¿entiendes? Haré todo lo que sea necesario, métetelo en la cabeza, todo lo que sea necesario, para cumplir lo que les he prometido. Y si encuentro algún obstáculo, el que sea, yo… —Enfatizó sus pensamientos con un ademán brusco—. Esto es lo que quería decirte en privado.
—Pero…
—No te pido ni discursos largos ni promesas. Creo que te conozco bastante bien y que Emily aún te conoce mejor.
—¿Qué te dijo?
—No es asunto tuyo.
Mientras hablaba no dejaba de andar, echaba de vez en cuando un trago de whisky y daba pequeñas caladas a su cigarrillo.
—¿Tienes negocios al otro lado de la frontera?
—Bueno…
—¿Lo ves? Ya empiezas a esquivar la pregunta. Te ruego que me respondas sí o no.
—Depende de lo que entiendas por negocios.
—Dinero, si lo prefieres. O la manera de sacárselo a alguien.
No había forma de librarse de su mirada dura y ardiente.
—No es fácil, pero…
—Bien. Lo conseguirás. Ahora voy a explicarte lo que ocurre. Emily no es rica. Se ha gastado una buena parte de sus ahorros en ayudarme a escapar. El resto se lo dio a Mildred para el viaje, pero no era mucho.
—¿Mildred está sin dinero?
—Está peor que sin dinero. No ha pagado la habitación. Ha tenido que trabajar un par de días como camarera en un bar.
—¿En un bar mexicano?
—Sí. No ha podido continuar trabajando y ya intuyo por qué. ¡Espera! No creas que intento darte pena. No conoces a Frank. Tiene quince años. Él también quería trabajar. Si lo he entendido bien, es casi imposible encontrar empleo al otro lado de la frontera. Los mexicanos son pobres. Para ganarse la vida, los de Nogales tienen que ir a la parte americana de la ciudad.
—Exactamente. Incluso en los ranchos casi solo contratamos a mexicanos.
—El único problema es que para atravesar la frontera, por la mañana o por la tarde, hay que llevar una tarjeta de residente en la zona, y esa tarjeta Mildred no puede pedirla porque tendría que dar su auténtico nombre. Eso levantaría las sospechas de la policía, y como yo aún no he pasado…
—Entiendo.
Era un alivio tratar cuestiones más o menos técnicas.
—Frank ha intentado trabajar de limpiabotas en la calle y lo único que ha conseguido ha sido que le zurren los chavales de allí a los que hacía la competencia. Necesitan dinero mañana mismo, como muy tarde, si no quieren que la patrona los eche a la calle. ¿En qué piensas?
—En eso.
—¿Tan complicado es?
—¿Estás en tus cabales?
—Estoy perfectamente tranquilo.
—Entonces deja de beber un momento y escúchame. Llegaste aquí cuando menos lo esperaba y me exigiste (pues no hay otro modo de decirlo) que te hiciera cruzar la frontera. No te preocupaste de averiguar si yo corría riesgos o no. No te preguntaste si tu sola presencia podía acabar acarreándome una verdadera catástrofe. Nora hubiera podido sospechar la verdad.
—Te entiendo.
—No. No has entendido nada porque si lo hubieras comprendido no adoptarías ese aspecto amenazante. En cuanto a la frontera, haré cuanto esté en mis manos para que la cruces.
—La cruzaré.
—¡De acuerdo! Con respecto al dinero, te daré lo suficiente para que puedas arreglártelas.
—Gracias.
Donald había pronunciado esa palabra con tono completamente irónico.
—Ahora me pides dinero para tu mujer, rápido, para mañana a primera hora. Y a eso te respondo: vamos a intentarlo, porque no es tan sencillo como tú crees. Nora tiene negocios en México, participaciones en un rancho de Sonora, por si quieres saberlo. Pero solo son participaciones. No dirige la explotación. No puedo llamar al administrador, que vive en las montañas a ochenta kilómetros de Nogales, y decirle que lleve el dinero a una dirección determinada. ¿Lo entiendes? En cuanto a mí, tengo dinero en el banco al otro lado de la frontera. Pero como el río está crecido no puedo enviar un cheque. Además, me gustaría que esto no dejara huellas.
—¿Y eso qué quiere decir?
—Eso quiere decir, simplemente, que el asunto debe ser examinado con frialdad. Sabes que me preocupo por Mildred y por tus hijos.
—Te lo agradezco.
—Estoy convencido de que cuando llegue la noche habré encontrado una manera de ayudarles.
—¿Estás convencido?
—Claro que sí, Donald.
Tal vez, como había tenido miedo, o como en el fondo todavía lo tenía, adoptaba de pronto ese aire relajado y condescendiente.
—Claro que sí, lo intentaré. Y no podría hacer nada más aunque fuera mi propia esposa quien se encontrara en esa situación.
—¿Te refieres a Nora o a Peggy?
A pesar de su cólera, P. M. respondió:
—A Nora.
—Permíteme que te haga una pregunta sobre ese tema. Ya puestos, varias preguntas, ¿no?
Se burlaba de él, estaba poniéndose agresivo. P. M. hubiera querido impedirle que bebiera, pero ya no era posible pues Donald vigilaba con fiereza la botella que se había puesto al lado.
—¿Qué edad tenía Nora cuando se casó por primera vez?
—No lo sé con exactitud. Unos veintidós años.
—¿Y su marido?
—MacMillan debía de tener cincuenta y tantos años.
—¿Ella era rica?
—Procedía de una buena familia, pero no muy rica.
—¿Se casó por amor?
—No lo sé —contestó P. M. con rudeza.
—Bien. Sigamos. Al morir su marido se casó contigo. ¿Por amor?
—Supongo que eso es asunto suyo.
—Como quieras. ¿Y por tu parte?
—Es asunto mío.
—Ya entiendo.
Esta vez, P. M. notó que la rabia se le subía a la cabeza y también se mostró agresivo.
—¿Qué quieres decir?
—¡Nada! No te enfades. Es la primera vez desde hace mucho tiempo que hablamos como hermanos, ¿no?
—Has bebido.
—Tú también. Desde que llegué a esa casa he estado observándote y he visto que bebías más de lo que yo he bebido nunca. Bastante más. Ahora viene una pregunta importante: imaginemos que mañana fueras un hombre deshonrado, supongamos que se descubre que has estado metido en chanchullos de esos que tienen los abogados o los maridos de mujeres demasiado ricas. Imaginemos que la policía te detiene y te mete entre rejas.
—Acaba de una vez.
¿Qué haría Nora? —P. M. comprendió y prefirió mirar hacia otro lado. Entonces, la voz de Donald se hito más sofocada—. Supongamos que toda tu vida has sido un granuja. ¡No un granuja de los grandes, no! ¡Uno de poca monta! ¡Aunque eso no pasa en vuestro oficio, porque enseguida lo hacéis todo a lo grande! Un tipo, por ejemplo, que es incapaz de resistirse a un impulso y sigue a sus amigos hasta el bar y, una vez allí, se olvida de que en casa su mujer y sus hijos le esperan y de que, para poder comer, necesitan ese dinero que se está gastando en pagar las rondas. Supongámoslo… Podría haberte pasado a ti.
—No.
—Pues a mí sí. Y, a pesar de todo, me parecía normal que Mildred se matara para educar dignamente a los chicos. Y acabé perdiendo mi trabajo sin darme cuenta de que la culpa era mía.
—Todo eso ya lo sé.
—¿Lo sabes? Tú no sabes nada. Puede que en teoría entiendas algunas cosas, pero en la práctica eres incapaz de entender a alguien que no seas tú mismo.
—¿Eso también te lo dijo Emily?
—Tal vez.
—¿Para eso viniste a mi casa, para insultarme?
—No tengo la menor intención de insultarte y lamento que la verdad te duela. Es bueno que entiendas, debes hacerlo. Poco importa la insensatez que yo haya hecho. He cometido un error y, sinceramente, creo que ya he pagado bastante por ello. Considero sobre todo que tengo obligaciones para con Mildred y los críos. Porque Mildred, ¿sabes?, cuando vino a verme al locutorio de la prisión no dijo ni una palabra de reproche. Porque no pensó en dirigirse a ti o a nadie. Porque me ha esperado, simplemente. Y lo normal es que hubiera tenido que esperar veinte años. ¿Entiendes?
»Bueno, pues esa Mildred está a treinta kilómetros de aquí. ¡Treinta, Pat! No imagino todos los oficios que habrá desempeñado durante los dos últimos años. Hasta Emily se negó a hablar de ello. Ayer era camarera en un bar mexicano y mi hijo lustraba zapatos en la calle. Mañana los echarán de la habitación.
—¿Por mi culpa?
Entonces Donald se estiró cuan largo era y exclamó:
—¡Tal vez!
Era absurdo y, sin embargo, resultaba tan categórico que P. M. no se atrevió a protestar.
—En todo caso, sería culpa tuya si mañana los recogieran en la acera y los llevaran a dormir a la comisaría antes de mandarlos, como indigentes, a este lado de la verja. Sería culpa tuya si no pudiera reunirme con ellos, sería culpa tuya si…
Agarró con gesto febril la botella, la vació bebiendo de ella directamente y después la lanzó contra una de las paredes. Luego dijo con un tono distinto:
—Era mejor prevenirte, ¿no crees? Ahora, regresemos con tus amigos.
—Creo que es mejor que no volvamos allí.
—Yo no opino igual.
—Vas a seguir bebiendo.
—Puede ser. ¿Acaso ellos no beben?
—No es lo mismo.
—¡Demonios! ¿Qué haces?
P. M. recogía los cascotes de botella y buscaba un trapo para secar la pared.
—¿Le tienes miedo a Nora? ¡Confiésalo!
—Sería mejor que nos quedáramos aquí.
—Quédate si quieres. Si hace falta me iré a pie, solo. Y cuando esté allí, si no encuentras una manera rápida de enviarle dinero a Mildred, estoy seguro de que yo sí la encontraré. Voy a decirte algo. Hace un rato, si hubiera querido, habría podido obtener un buen empleo en Sonora. Tom Pemberton me ha llevado a un rincón y me ha hecho un montón de preguntas. Me ha dado a entender que no le molestaría tener a su servicio allá abajo a un hombre como yo.
—¿Has aceptado?
—Aún no.
—¿Crees que pondría tanto interés si supiera de dónde sales?
Donald reflexionó un instante.
—Yo creo que sí.
Tenía razón. Mientras formulaba la pregunta, P. M. se había respondido mentalmente. Los habitantes del valle no eran demasiado escrupulosos, y en ciertos casos bastaba con remontarse a dos generaciones atrás para encontrar entre sus antepasados a algunos que fueron condenados a la horca por los sheriff, por error o no, cuando aún imperaba la Ley de la Frontera.
—Mira, Pat, desde que he llegado aquí me estoy preguntando si no serás tú el que tiene una mentalidad de pequeño empleado. Te has hecho rico, es cierto. Eres más o menos como ellos. Sin embargo, no consigues olvidar del todo que provienes de Appleton y que hasta los quince años llevabas unos calzones hechos con los pantalones viejos de nuestro padre. Ahora, vamos. No olvides que tanto Mildred como yo y los chicos estamos esperando.
Era mejor seguirle, ya que, como él mismo había anunciado, se hubiera ido solo.
En el coche, Donald, que entonces estaba muy locuaz, adoptó un tono confidencial.
—Les has hablado de locura. ¿Sabes que lo que les has contado es casi cierto? No he estado realmente loco, pero conseguí fugarme gracias a hacerme el loco durante dos años. No conoces Joliet. Si preguntas a cualquiera, te dirá que es casi imposible salir de allí si no te abren la puerta de manera oficial. Pero hay un detalle que es probable que ignores. Emily, que te mantiene más o menos al día de lo que pasa en la familia, no puede contarlo todo. Hace unos diez años trabajé durante seis meses en el manicomio de Davenport. Así fue como conocí el mundo de los locos. Los vi de cerca, te lo aseguro. A veces hasta me tocaba a mí darles una tunda.
»Un buen día, allí, en Joliet, me acordé de ellos. También te dirán que tratándote unos médicos competentes, y con más razón los médicos de una cárcel, es imposible fingir durante más de unas pocas semanas.
»Entre otras cosas, tienen un aparato horrible que te aplica corrientes eléctricas en el cerebro. Imagínate unos golpes como los de un martillo pilón.
»Si estás loco, parece que al cabo de un determinado número de descargas puedes recuperar la razón. No hay muchos farsantes que hayan resistido dos sesiones.
»Pues bien, durante cerca de dos años yo mantuve el tipo. Hasta el punto de que importantes especialistas se interesaron por mi caso y me trasladaron a Chicago para un examen.
»Eso también es un motivo, Pat, para…
Se interrumpió. ¡Un motivo para no eternizarse en el camino, evidentemente! Un motivo para no detenerse ante los obstáculos fuesen los que fuesen.
Cuando llegaron a casa de Lil Noland pareció calmarse.
—No te preocupes por mí. Piensa únicamente en el dinero de Mildred. ¡Ya verás como sé comportarme!
Esa promesa no le impidió beber desde que llegaron. ¿Lo hacía a propósito tal vez? ¿Experimentaba acaso un placer malsano en el hecho de asustarlos, como había asustado a su hermano?
La partida de póquer continuaba en una atmósfera relajada y lánguida. Habían encendido algunas lámparas, no todas, y alguien había puesto en marcha el tocadiscos. Uno de los jugadores, al que debían de haber desplumado, había sido sustituido por el viejo señor Pope, el cual ordenaba sus fichas en pilas muy regulares, como un cajero de banco.
Pemberton, que en contra de su costumbre iba ganando bastante, mostraba una tez más sonrosada que nunca.
Nora, inquieta, espiaba a los dos hombres; y cuando vio que Donald apuraba un vaso que tenía a mano, se levantó y se dirigió hacia el patio, haciéndole una señal a su marido para que la siguiera.
—¿Se ha puesto a beber? —preguntó.
—No mucho. No te preocupes.
—¿De qué trataba la llamada telefónica?
—No lo sé.
—Parece que te conoce muy bien. Le ha dicho a Lil Noland que pasó la infancia contigo.
—En parte es cierto.
—¿Por qué le dejaron sus amigos en Tumacacori?
—Ya te lo expliqué. Quería aprovechar que estaba en la zona para visitarme.
—Es curioso.
—¿Qué es curioso?
—Nada. Tengo la impresión de que os lleváis algo entre manos. Tú no eres el mismo desde que llegó. A veces juraría que tienes miedo.
—¿Miedo de qué?
—Vamos. Voy a intentar impedir que beba demasiado.
—Me extrañaría que lo consiguieras.
—¿Y si le da una crisis?
Ahora no podía confesarle que su amigo nunca había estado loco, que el peligro que suponía para él la bebida era muy distinto del habitual.
Lo que le entristecía era que también él se veía incapaz de beber con moderación. Se sentía tan en baja forma que, para no hundirse por completo, necesitaba animarse constantemente.
Todo lo que su hermano le había dicho se había introducido en su espíritu como una masa confusa, grisácea, pesada y a la vez tan inconsistente como un cielo tormentoso. Hubiese querido poder reflexionar con tranquilidad. Tenía muchas respuestas preparadas y se reprochaba no haberlas usado a tiempo.
Descubría excelentes argumentos y entonces, de repente, los perdía o no los consideraba lo bastante convincentes.
Lo que imperaba en él era la sensación de humillación. En el fondo, siempre había tenido tendencia a preocuparse, y quizá, como le faltaba confianza en sí mismo, se mostraba demasiado categórico en ocasiones.
¿Qué había dicho Donald exactamente? No habría sido capaz de repetir sus palabras. Había en ellas algo de diabólico, pues, aunque no había formulado ninguna acusación concreta, Donald le había tratado como a un miserable.
¿Acaso P. M. no se había comportado siempre como un hombre honrado? Incluso en ese momento estaba decidido a ayudar a su hermano y a Mildred. Eso parecía lo más urgente. Era indispensable que ella recibiera dinero a la mañana siguiente. Donald conversaba animadamente con la señora Noland, cuyo objetivo secreto, quizá, consistía en quitarle el vaso lleno que tenía en la mano.
La oyó decir:
—Confiese que tiene graves problemas y que intenta olvidarlos.
Aquello era una estupidez. Las mujeres se vuelven tontas cuando les da por consolar a alguien. A él jamás le había consolado una sola mujer, aunque también era cierto que el pudor le impedía hacerles confidencias.
—¿Acaso cree que lo conseguirá bebiendo? —proseguía Lil.
Parecía que Donald se hubiera propuesto burlarse de todos ellos. A modo de respuesta vaciaba su vaso de un trago y sonreía con placidez.
Faltaba muy poco para que aquello acabara mal. Una palabra, una torpeza, y Donald perdería los estribos como los había perdido hacía un rato con P. M. Los odiaba a todos y a todas. Les guardaba rencor por ser ricos, por vivir en mansiones espaciosas, por tener coches y caballos, por hablar de sus hijos, que pasaban las vacaciones en California mientras a Frank le zurraban los niños mexicanos por intentar limpiar zapatos en la calle.
Para acabar de arreglarlo, estaba la partida de póquer, bien a la vista, en la que se apostaban sumas de dinero que hubiesen asegurado el porvenir de su familia durante años.
Debía hallar la forma de enviarle el dinero a Mildred, o, más bien, de hacérselo llegar de su parte a la señora Espinosa. Conocía la calle: una calle sin asfaltar que ascendía en parte por la colina, no demasiado lejos del barrio de las mujeres, y que tenía un profundo socavón en el que en esos momentos estaría acumulándose el agua de lluvia.
—Me ha jurado que se encontraba perfectamente. ¿Sabes qué le tiene preocupado? ¡Una mujer!
¡Y pensar que Lil Noland, que era la más inteligente de todas, hablaba en serio! Le estaba pasando el parte a todo el mundo.
—Una mujer…
Y en los labios de Donald empezaba a dibujarse la sonrisa de suficiencia y de estupidez que adoptaba cuando estaba borracho. Sus andares se volvían inseguros. Parecía que se mantuviera a propósito a la vista de todos, y que cruzara por en medio el salón una y otra vez. Apuraba todos los vasos que le caían en las manos, los vaciaba con ansia, con grosería, como provocando, como un perro que lleva un hueso entre los dientes y desafía a todo aquel que intente quitárselo.
«Es absolutamente necesario…».
P. M. empezaba a confundir sus propios pensamientos debido al bourbon que había ingerido. Todo el mundo debía de haber bebido mucho. La señora Smiley, tan discreta por lo general, acababa de romper dos vasos a la vez y farfullaba:
—Ya sé que soy asquerosa. Ya sé que…
Había que… ¿Qué había que hacer exactamente? ¿Quién estaba hablando de ir a ver el río? ¡Pues sí que sería bonito, un atasco de coches al final del camino! Cady, el muy idiota, explicaba que él podía pasar cuando quisiera con su avioneta, pues poseía una avioneta que le servía para ir a pescar a los lagos cercanos al Gran Cañón.
—¿Le apetece a alguien darse una vuelta por Nogales?
Su mujer, consciente del estado en que se encontraba, suplicaba a sus amigos que no aceptaran.
—Además, creo que no nos queda combustible en el rancho.
Y él se enfadaba con ella y empezaban a discutir.
—Ven conmigo y te demostraré que hay suficiente para volar de aquí a México.
Había demasiada gente hablando a la vez, yendo de un sitio a otro, tomando a los demás por testigos. Solo los jugadores de póquer se mantenían al margen en una zona de calma y de dignidad, pero habían bebido tanto como los demás y, cuando acabase la partida, también perderían el control.
En cuanto a Donald, rodeado de mujeres, estaba a punto de hacer sabe Dios qué apuesta por una suma fabulosa: había que atravesar el río a nado, pero a condición de que P. M. Jenkins, que seguramente habría dormido y estaba fresco, reposado y sonriente con su uniforme almidonado, entraba con una bandeja.