¿Quién acababa de hablarle tan cerca de la oreja que sus tímpanos habían vibrado como con el sonido de una trompeta? No había reconocido la voz al instante, ni tampoco la silueta que se inclinaba sobre él.
Pero, evidentemente, era la señora Pope, solo podía tratarse de ella. Era la única a la que podía parecerle ingenioso decirle a alguien:
—¡Hola, P. M.! ¿A quién quieres asesinar?
Fue en ese momento cuando se percató de lo que le había ocurrido, del desfase que se había producido.
No había vuelto en sí enseguida. Sin duda se había sobresaltado y la había contemplado con los ojos enormes de un dormilón al que acaban de molestar. Ella se había echado a reír.
—Siempre he sospechado que eras un falso cordero: ahora ya estoy convencida.
A cambio, él sabía a partir de ese momento que la odiaba. A menudo se había sorprendido al constatar lo agradable que eran los habitantes del valle y lo fácil que resultaba llevarse bien con todos. ¿Porque la gente tenía más o menos los mismos intereses y llevaba un tipo de vida similar? Esa no era una razón suficiente. ¿Porque como siempre corrían el riesgo de quedarse aislados dependían forzosamente de los vecinos y era preferible estar a buenas con ellos? ¿O tal vez porque la regla que regía, quizá desde los tiempos de los pioneros, era la de no inmiscuirse en la vida de los demás y cada uno ocuparse de sus cosas? Si se reunían, por ejemplo, lo hacían porque les apetecía. Pero uno también podía cerrar su puerta durante un mes sin que nadie tuviera nada que decir al respecto.
Lo cual no era óbice para que detestara a la señora Pope, que se encontraba en una edad ingrata, entre los cuarenta y los cuarenta y cinco años —más cerca de los cuarenta y cinco—, y que era enjuta, irritante y, aunque no sabía, hacía como si le leyera a uno las líneas de la mano, para fastidiar. La señora Pope tampoco le apreciaba, quién sabe por qué.
¿Cómo se permitía, en este mismo instante, mirarle con la cabeza inclinada y moviéndola en señal de desaprobación o conmiseración, y suspirar: «Eres malo, P. M. Deberías predicar con el ejemplo. Si supieras las precauciones que hemos tomado desde la hora de la comida para controlar a tu amigo»?
¡Vaya unas precauciones más ridículas! Por la mañana, junto al río, había cometido un error al hablar con Lil Noland, a quien le faltó tiempo —lo hizo antes incluso de cambiarse de ropa— para avisar a todo el mundo por teléfono.
—El amigo de P. M., ya sabes, Eric, sí. Cuando venga ahora a casa muéstrate prudente con él. Sobre todo que no se te note que estás al corriente de lo que voy a contarte. Está loco. Sí, loco. Y siempre se halla al borde de una recaída. Es absolutamente indispensable que no beba, ¿sabes? ¡Ni una copa!
Al principio, cuando llegaron, P. M. no se dio cuenta. Estaba un poco ansioso o, más bien, notaba cierto malestar, como cuando sin motivo aparente uno no acaba de encontrarse a gusto. Culpaba a su hermano sin saber muy bien de qué, pero estaba convencido de que todo se arreglaría con uno o dos cócteles.
Conocía la casa de los Noland casi tan bien como la suya, así que ya no le interesaba lo más mínimo.
Era la más grande del valle después de la de los Pemberton. El edificio, de una sola planta, ocupaba tres lados de un rectángulo, y en el centro del patio se hallaba la piscina.
Cuando uno está muy acostumbrado a algo ya no se fija en los detalles; eso ocurría con los muebles del jardín, de madera o hierro, que había en la terraza, con sus enormes cojines verdes; con el comedor, de cuyas paredes colgaban grabados ingleses de motivos ecuestres, con el techo de vigas marrones o la gran mesa sobre la que descansaba el buffet frío.
Beberían cócteles Manhattan y Martinis, esa era la tradición. Y también era habitual la presencia de Jenkins, quien, con su almidonada ropa blanca, no paraba un instante, pues le encantaba hacer de barman.
Nada especial. ¿Cuántos se había bebido ya P. M.? Probablemente cuatro o cinco. Sin duda había mezclado los Manhattan con los Martini mientras comía salchichas pequeñas, ostras ahumadas, galletitas de anchoa o cualquier otro aperitivo salado.
—Venga conmigo, señor Bell —había dicho Lil Noland tomando del brazo a Donald—. Creo que voy a empezar a llamarle Eric.
Se lo había llevado a alguna parte y, cuando regresaron Donald sujetaba un enorme vaso de Coca-Cola en la mano. Estaba muy orgullosa de su habilidad y le guiñaba el ojo a Nora, al tiempo que evitaba con esmero que su compañero se acercara a Jenkins y la bandeja que este sujetaba.
Todo aquello era propio de niños. P. M. se limitaba a encogerse de hombros, hasta que empezó a preocuparse, pues la solicitud con respecto a Donald estaba generalizándose. Era evidente que se corría la voz.
—¡Sobre todo, que no beba!
Los hombres comenzaban a inmiscuirse en el asunto, y se iban alejando de forma ostentosa de las bebidas. Algunos apuraban su vaso de un trago para tener las manos libres cuando fueran a hablar con Donald.
¿No llegaría un momento en que este se enfadaría?
Pero Donald estaba muy tranquilo y también muy a gusto. A causa de las indiscreciones de Lil, todo el mundo se preocupaba por él, cuando por regla general a nadie le importaba lo que hacían los demás.
Incluso, si uno tenía ganas de acostarse, podía hacerlo en cualquiera de los dormitorios. A menudo sucedía. A la hora de irse, una mujer observaba:
—¡Vaya! ¿Dónde se ha metido mi marido?
—Debe de estar descansando.
—Pues cuando se despierte me lo envías.
También es verdad que Donald no pertenecía al valle. Se le hacía el honor de tratarlo como a un invitado. Lil Noland le llenaba el plato con lo mejor que encontraba y a punto estaba de trincharle la carne, tal vez para que no cayera en manos de Donald un cuchillo.
Durante bastante rato, P. M. no se preocupó en absoluto. ¿Había bebido más de lo que creía? Era posible, pues en esas reuniones se va de grupo en grupo, de una a otra conversación, y un Jenkins sonriente no cesa de ofrecer su bandeja e incluso parece que te siga.
Había comido, pero ya no recordaba qué. Algunos salieron a la terraza, otros se instalaron en el salón, donde había una buena biblioteca, numerosos discos y un inmenso sofá en forma de media luna con capacidad para siete u ocho personas.
Pemberton reclutaba a gente sin perder la dignidad. Buscaba compañeros para una partida de póquer.
Hasta se dirigió a Donald, quien le respondió con un movimiento de cabeza y sonriendo, como pudo ver P. M. desde lejos.
¿Fue tal vez en ese momento cuando empezó todo? De repente, la casa de los Noland dejó de ser uña casa banal, la presencia de un negro que se afanaba con su bandeja de plata le sorprendió, al igual que otros mil detalles, no solo relativos al decorado, sino también a los seres que lo animaban.
Empezó a mirar a su alrededor, pero no con sus ojos, sino con los de Donald. O, para ser más exactos, intentaba juzgar a la gente y las cosas con la mentalidad que le atribuía a Donald.
Donald era pobre y siempre lo había sido. P. M. también nació en la casa de madera del viejo Ashbridge, pero no se había quedado en ella mucho tiempo, y sus primeras ideas propias se habían encaminado hacia la huida.
Donald, por el contrario, se había quedado pegado de algún modo a la casa, impregnándose de su pobreza y mediocridad. Seguro que conservaba la costumbre —como también Mildred— de lavarse en una palangana, o a lo sumo tendría una asquerosa bañera de esmalte con manchas de cal amarillentas.
Toda su vida había batallado por cuatro cuartos. La preocupación de llegar a fin de mes había arruinado sus días y sus noches, mientras las semanas se le iban en decidir si se compraba un traje nuevo o compraba unos zapatos para los chicos.
Aquí, alrededor de la piscina, había seis habitaciones para invitados, cada una con su cuarto de baño propio —todos de colores diferentes—, y una preciosa ropa de cama con las iniciales de los Noland bordadas.
A primera vista, los hombres iban vestidos de manera muy sencilla. Llevaban una especie de uniforme: pantalón por encima de las botas y camisa blanca. Pero las botas con incrustaciones de plata de Pemberton le habían costado más de mil dólares; y la silla de montar mucho más.
Tal vez no era extremadamente rico —seguro que no tanto como la señora Noland—, pero podía perder mil o dos mil dólares en el juego sin inmutarse.
Tenía buena presencia, el rostro rollizo y rosado, cabellos plateados y un aire siempre de autoridad, que había adquirido, precisamente, al presidir todos los rodeos de la zona.
Pensándolo bien, si Donald se hubiera cruzado en otro lugar con un hombre como Pemberton, le habría mirado con humildad y no se hubiera atrevido a dirigirle la palabra. Probablemente nunca se habrían cruzado. En el tren, Donald viajaba en tercera clase mientras que Pemberton disponía de un salón privado.
Y, salvo que se hallaran en Nogales, nunca habrían frecuentado los mismos bares.
Era una idea de escasa enjundia, pero P. M. se agarraba a ella y descubría que a su alrededor solo había personas ricas, personas a quienes, en su infancia, se hubieran referido con respeto: unos señorones, por así decirlo, que para el viejo Ashbridge estaban hechos prácticamente de otro material.
A Mildred, por ejemplo, jamás se le habría ocurrido tomar el té con alguien como Lil Noland.
Tampoco a Peggy, ni a nadie en Appleton.
De pasada, P. M. realizaba otro descubrimiento al que se prometía volver con más calma y tranquilidad en otro momento: de todos los que allí se encontraban, las mujeres eran quienes poseían las mayores fortunas.
Se había instalado en un sillón, con un cigarro en la boca, y algo más tarde ya sujetaba un vaso grande de bourbon entre los dedos. Debían de creer que dormitaba, pues había entornado los párpados. Pero los observaba a todos, uno a uno, como si nunca los hubiera visto.
Ahora le tocaba a Noland, el marido de Lil. En la calle se le podría haber confundido con un dependiente de almacén o un empleado de banca. A pesar de ello, pertenecía a esa clase de gente a la que Donald, durante toda su vida, había solicitado humildemente una ocupación; si es que llegaba hasta ellos y no acababa teniendo que conformarse con hablarle a su secretaria o a su ayudante.
Pero Donald no daba esa impresión, nadie sospechaba que formaba parte de otro mundo, del mundo de los que no pintan nada. Precisamente Noland le había dicho a P. M. un momento antes:
—¿Así que tu amigo va a instalarse en Sonora?
Sonora es la provincia de México que se extiende justo al otro lado de la frontera.
—¿Te lo ha dicho él?
—Se lo ha dicho a Pemberton. Pemberton está encantado.
¿Sería Donald tan cínico como para pedirles empleo? La mayor parte de los rancheros del valle tenían intereses al otro lado de la frontera. Por medio de su mujer, Noland poseía tres ranchos en México y quizá se dejaría tentar por la oportunidad de colocar en ellos a un gerente norteamericano.
Abandonado a su propia suerte, Donald podría pasarse la vida haciendo cola en las oficinas de empleo o llamando a la puerta de todos los presentes sin la menor esperanza de éxito.
Y ahora, a pesar de las confidencias de Lil, o tal vez gracias a ellas, le bastaba con decir una palabra.
¡Tal vez la había dicho ya o estaba a punto de pronunciarla! No tenía un céntimo, eso ya lo sabía P. M.
Había llegado al valle muerto de hambre. Mildred y los niños, que le esperaban al otro lado de las alambradas, no se encontraban en mejores condiciones.
¿No estaría a punto de pedir dinero prestado con cualquier pretexto?
En el fondo, P. M. no conocía en absoluto a su hermano. Salvo algunos vagos recuerdos de infancia, sabía menos de él que de un extraño con el que se hubiera cruzado unos días antes. ¿No solía pedirle Donald dinero prestado a Emily? Parecía probable que hubiera acabado disponiendo de todos sus ahorros.
Seguro que la ablandaba con frases astutas, hablándole de Mildred, de los pequeños. ¿No habría intentado sablear también a su padre?
La gente que se compadece de su mala suerte y habla de su honradez enseguida cree que tiene derecho a todo.
En el momento en que la señora Pope le había dirigido la palabra a P. M., Donald se hallaba de pie ante la mesa de póquer, justo detrás de Pemberton, cuyo juego supervisaba.
P. M. lo había dicho bien claro:
—No le dejéis beber.
Aunque no podía recomendarles sin ponerse en evidencia: «¡No le enseñéis mucho dinero!».
De acuerdo, jugaban con fichas. Pero las fichas representaban un valor determinado, pues luego se cambiarían por billetes y cheques. ¿Acaso Donald no se había percatado ya de lo que valían? Las fichas blancas equivalían a un dólar, las rojas a diez, las azules a cincuenta. Cincuenta dólares equivalían, más o menos, al sueldo semanal de Donald en Farness y Kampmeier, cuando tenía la suerte de trabajar. Si hubiese tenido asegurados cincuenta dólares a la semana durante toda su vida para él y su familia, se habría dado seguramente por satisfecho y no se habría visto obligado a escaparse de Joliet.
Remover esos asuntos le resultaba muy extraño y un tanto vertiginoso. Eran hijos del mismo padre y de la misma madre, y ahora P. M. se encontraba ahí en su ambiente, era un igual —o como si lo fuera— para los que se movían a su alrededor.
Y de repente aparecía Donald, famélico, ese Donald que siempre había vivido en la mediocridad, que había acabado matando, que había estado dos años tras las rejas de una celda y que ahora se hallaba allí, tan tranquilo, con aspecto sosegado, viendo cómo las fichas de cincuenta dólares pasaban de mano en mano mientras Lil Noland —que disfrutaba de unas rentas de cincuenta mil dólares anuales— se afanaba en buscarle una Coca—Cola en el frigorífico y se la servía en un vaso de plata.
Todo aquello era una mezcla de sueño y pesadilla.
Destilaba una inquietud sorda y, sin embargo, en los pensamientos de P. M. se registraban oleadas de satisfacción, pues nunca había tenido la oportunidad de valorar con tanta claridad el camino que había recorrido.
¿Acaso un hombre que no había conseguido llevar una vida decente tenía derecho, solo porque era su hermano, a poner en tela de juicio el resultado de tantos esfuerzos?
Sentía calor. Una tormenta se extinguía en Tucson, pero otra se dibujaba ya sobre las montañas mexicanas. El río estaba tan crecido que se oían sus rugidos. Como de costumbre, las mujeres habían acabado por formar un grupo. Y el viejo señor Pope, que no jugaba, se había quedado adormilado con las manos cruzadas sobre el vientre y la boca abierta.
Si la noche anterior P. M. hubiera vuelto un par de horas antes, hubiese podido cruzar a Donald y en ese momento ya se habría librado de él. En cualquier caso, bajo ningún concepto debía instalarse en Sonora; si insistía en querer vivir en México, que se fuera más abajo.
Le daría dinero, se sentía obligado a hacerlo. No podía ser menos que Emily. Si no se lo daba, Donald tendría que conseguirlo a cualquier precio y todo empeoraría mucho.
¿Cuánto le daría? Lo suficiente para resistir un mes, por ejemplo. Con un mes por delante, cualquier hombre puede arreglárselas donde sea: ¿acaso P. M. no había lavado platos en un bar? Mildred podía trabajar, estaba acostumbrada a ello. Las mujeres como ella trabajan toda la vida.
Además, ¿qué edad tenían los críos? Ya no recordaba si el mayor era un chico o una chica. Era Emily quien llevaba el registro familiar. Si se trataba de un chico, debía de tener unos dieciséis años. Un muchacho a esa edad ha de ganarse la vida.
¿Pero qué podía pensar un chaval de dieciséis años al que la gente le dice: «Tu padre está en la cárcel»?
¿Compadecía a su padre? ¿Le guardaba rencor? ¿Le detestaba? ¿O también creía que hay gente que tiene mala suerte, que es víctima de la injusticia?
¿Sería tal vez un pequeño rebelde que se presentaría galleando por su casa a pedirle explicaciones, como parecía que el propio Donald había hecho esa mañana?
Apenas se oía el vago rumor de las conversaciones, el sonido de las fichas, el de un vaso que alguien llenaba porque Jenkins había desaparecido y todo el mundo se espabilaba a su manera. El ambiente era bochornoso, pegajoso, sobre todo por el cielo encapotado y con el ruido de fondo de la tormenta. Era una atmósfera muy propia de un domingo, y uno se preguntaba qué estarían haciendo de uno a otro extremo de la carretera esos coches cuyos bocinazos se oían de vez en cuando.
En medio de ese silencio total y absoluto se oyó, de un modo ridículo, un chirrido; P. M. se sobresaltó, como cuando la señora Pope le había dirigido la palabra. Nadie le hubiera creído si, al cabo de un rato, hubiese dicho que desde el primer momento estaba convencido de que la llamada era para él. También había presentido que se trataba de algo desagradable. Le había taladrado los oídos como la voz del enemigo.
Lil Noland descolgó el receptor, que estaba en el suelo cerca de su mano.
—¿Conferencia? ¿Cómo? ¿Para quién? Oiga… No le entiendo muy bien… Se oyen como unos chasquidos. —Todo el mundo los oía: la tormenta crepitaba en el aparato—. ¿Beverly Hills? ¿Por quién pregunta? Ashbridge…
Estaba tan acostumbrada a llamarle P. M., que tardó un instante en comprender a quién llamaban.
Las telefonistas, en Nogales, conocían las costumbres del valle y no tardaban mucho en encontrar a sus abonados en uno u otro rancho.
—Está aquí. Se lo paso.
Donald también se apellidaba Ashbridge. P. M. le había mirado al oír pronunciar su apellido. No se había movido, como hubiera sido de temer, pero su mirada se había hundido en los ojos de su hermano, y en ese momento no le quitaba la vista de encima.
—¿Diga? Sí, soy yo…
Evitaba pronunciar el nombre de Emily, que era quien estaba al otro lado del hilo telefónico, porque nadie debía enterarse de que tenía una hermana en California.
—Sí… No te oigo bien, hay una gran tormenta aquí cerca. Repite. Sí. Sí…
¡Era Emily en estado puro! Hacía años que no habían hablado. Hubiera podido interesarse por él. En realidad, un momento antes ella ni siquiera sabía si P. M. aún estaba vivo.
Sin embargo, solo dijo:
—¿Está ahí Donald?
—Sí.
—¿Se encuentra bien?
—Sí.
—¿No ha podido seguir su camino?
—No.
—¿Por qué?
—Estamos atrapados por el río.
—¿Qué quieres decir?
—El río está crecido. Han empezado las lluvias. La carretera puede estar cortada varios días.
—Tengo que hablar con él.
—¿Cómo dices?
Intentaba ganar tiempo. Quería reflexionar. Los jugadores tenían la discreción de continuar con su partida, pero la conversación de las mujeres se había relajado y se producían silencios: era evidente que estaban prestando oídos.
—Tengo noticias para él.
—Dámelas a mí.
—Está cerca de ti, ¿verdad? —P. M. no se atrevió a mentir. Se calló—. Dile que se ponga.
—Quizá sería mejor…
—¿Cómo está?
—Bien.
—¿Podrás ayudarle?
—Claro.
La voz de Emily no traslucía ternura alguna; era un tono impersonal, demasiado claro.
—¿Lo conseguirás?
—Sin duda.
—Sin duda no es suficiente.
Si hubiese estado solo ante el teléfono, la habría armado. ¿Es que también Emily iba a someterle a un interrogatorio? ¿Pero qué idea tenían de él los dos? No se fiaban. ¿De qué le creían capaz?
—Haré lo imposible y estoy en una posición bastante adecuada para que me salgan bien las cosas.
—Tiene que conseguir cruzar, ¿lo entiendes?
—Perfectamente.
—Dile que se ponga.
Donald, inmóvil, seguía con la mirada fija en los ojos de su hermano y parecía que adivinaba las palabras que pronunciaba Emily. P. M. no hubiera podido jurarlo, pero estaba casi seguro de que Donald había empezado a avanzar hacia él en el momento exacto en que ella había reclamado imperiosamente su presencia al teléfono.
No era cuestión de armar un escándalo en casa de los Noland. No podía permitirse mencionar nada que se les antojara sospechoso. Le tendió a regañadientes el auricular a Donald, cuya mano tembló al asirlo.
—Dime —dijo Donald con voz sorda.
Y a partir de entonces no dijo nada más que «dime» de vez en cuando. La conversación duraba y resultaba monótona. Las mujeres, a su pesar, como si no pudieran hacer otra cosa, se habían callado. Por la expresión del rostro, Donald parecía muy concentrado, mientras que la mano con que apretaba el auricular se veía pálida debido a la tensión de los músculos; pero no se le movía un solo músculo de la cara, y, tal vez para mantener la serenidad, seguía mirando fijamente a su hermano.
—Sí… Sí…
Las frases de Emily eran largas, puntuadas a veces por el crepitar de un trueno. En cualquier otro país —excepto tal vez Inglaterra— esa conversación habría sido imposible a causa de los puestos de escucha.
Allí la policía no podía pinchar las líneas; Emily lo sabía y por eso seguía hablando. Hacía más de cinco minutos que duraba la conversación, y Donald era el único que no movía un músculo, sin acusar el paso del tiempo.
—Gracias… —dijo al final.
P. M. creía que su hermana volvería a hablar con él para ponerle al corriente del resultado de la charla, pero no fue así. Donald colgó y tuvo la presencia de ánimo de volverse hacia la señora Noland y balbucear:
—Discúlpeme.
—¡No hay por qué, hombre!
Le temblaban los labios. De manera instintiva echó una ojeada a su alrededor y P. M. adivinó lo que buscaba: algo de beber, no importaba qué, algo fuerte. Por un instante temió que su hermano agarrara su vaso, que aún estaba medio lleno; pero Donald, haciendo un esfuerzo, se humedeció los labios secos con la lengua. Se le veía tan alterado que Lil Noland no pudo evitar preguntarle:
—No habrán sido malas noticias, ¿verdad? Mientras, la pesada de la señora Pope murmuraba en voz baja, al oído de P. M.:
—¿Está casado?
¿Por qué todos, y especialmente todas, se preocupaban tanto por Donald? ¿Qué le veían de extraordinario? Sin la ropa de P. M. parecía un empleado cualquiera que se viste en los grandes almacenes. Su palidez se debía a que había pasado dos años a la sombra. Tenía ganas de emplear esa expresión. Vaya cara habrían puesto todas si se lo hubiera soltado de golpe.
—¡Pat!
Donald intentó retener la palabra, pero ya era demasiado tarde y la señora Pope la había oído y grabado. A partir de ese momento sería capaz de llamarle también Pat, solo para hacerle rabiar.
—¿Me disculpa, señora?
Donald se dirigía a la señora Noland, a quien le dio por corregirle:
—Yo le llamo Eric. Usted llámeme Lil.
Era incapaz de tutearla, P. M. acababa de entenderlo. Ese pobre tipo, curtido en cuarenta años de humildad, no podía ponerse a llamar de repente por su nombre a la propietaria de una mansión como aquella.
—¿Me permite que hable con P. M. en privado?
—Por favor. Vayan a donde quieran. Pueden encerrarse si les apetece. Solo espero que no haya recibido malas noticias.
Se notaba que intentaba sonreír y que no lo lograba, lo cual aún iba a hacerle más excitante para las mujeres. ¿Encontraban a Donald lo suficientemente triste? ¿Lo suficientemente interesante? Podrían cotillear a su antojo cuando ellos se retiraran. ¡Qué idea tan brillante! ¡Como si no pudiera esperar!
Menuda imagen estaban dando ambos al alejarse, sobre todo P. M., que lo había introducido en su ambiente, que en realidad se lo había impuesto.
Llovía de nuevo, pero en el patio había una galería en la que no entraba el agua. El suelo estaba cubierto por anchas baldosas de un hermoso verde pálido, el mismo verde —y las mismas baldosas— que el fondo de la piscina.
Después de andar unos diez metros, Donald se detuvo, pero seguía sin decidirse a hablar.
Por fin, mientras su hermano encendía un cigarro para serenarse, dijo:
—Debo telefonear a Mildred.
—¿Tienes su dirección?
Donald respiraba con dificultad. Parecía mareado, pues su cuerpo vacilaba ligeramente mientras los dos seguían de pie en mitad de la terraza.
—Está angustiadísima. Se ha gastado el dinero que le quedaba en telefonear a Emily.
El rostro de P. M. era una máscara endurecida e inexpresiva, no tenía nada que decir, o tenía tanto que podría haber explotado.
—Creía que llegaría mucho antes. No sabía que iba a retrasarme tanto por el camino. No sé qué ha soñado que la ha aterrorizado. —¡Ahora sueños! ¡Sueños de mujer! ¡Lo que faltaba!—. Parece que desde hace varios días se turnan junto a la verja, Mildred y los chicos.
¿Y por qué no clavan la cara a la alambrada? ¡Tal vez uno de ellos estaba allí cuando P. M. pasó la otra noche!
—Tengo que llamarla.
—¿Sabes el número?
—El ciento tres de Nogales. Es una pensión familiar. Solo han alquilado una habitación para los cuatro.
El pequeño duerme sobre la alfombra.
—¿Eso te lo ha contado Emily?
—Sí.
—Una información muy útil, ¿no?
—¿Por qué lo dices?
¿Para qué insistir? Mediaba un abismo entre ellos. Por una parte, entre él y el valle; y por otra, entre gentes como Emily, como Mildred, como el crío que dormía sobre la alfombra. Era evidente que querían poner nervioso a Donald, que ya por sí solo era capaz de hacer tonterías.
Y todo eso sucedía en su casa, en casa de P. M. Todo se le vendría encima precisamente a él.
«¡Es absolutamente necesario que lo consiga!», ordenaba Emily.
¿Con qué derecho daba órdenes? ¿Porque había ocultado a Donald en su casa? Él también, y con mayor mérito porque se jugaba mucho más y no estaba solo en la vida como su hermana, sino que tenía responsabilidades. ¿Que ella le había dado dinero? También él le daría. ¿Y entonces?
—Vamos a llamar desde tu casa, ¿quieres?
—¿No puedes esperarte a que se vaya todo el mundo?
Entonces Donald se mostró categórico, brusco. Solo dijo una palabra, pero si P. M. no distinguía en ella la amenaza latente, es que ya era incapaz de juzgar a un hombre con sangre fría.
—¡No!
Así de claro. Y la mirada secundaba la respuesta. Era una mirada tranquila, ¡pero muy segura de sí misma!
—Es una falta de cortesía para con Lil Noland.
—Hace dos días que espero.
—Razón de más para…
Era preferible batirse en retirada. Donald, sin duda, podría pegarle allí mismo, en el patio, y menuda imagen darían entonces los dos.
—Ven.
Eso es lo que sucedió. En eso había consistido la tarde en casa de los Noland. Y ahora se añadía un elemento nuevo: P. M. tenía miedo. No solo temía que Donald hiciera una tontería o que lo comprometiera, sino que sentía verdadero pavor por él, por su vida.
Lo había sentido allí, bajo la lluvia, cerca de la piscina donde crepitaba el agua de tormenta, en ese patio en el que había unas corrientes de aire casi frío.
¿Había pensado en exceso tal vez, después de comer, echado en el sillón? ¿Le había servido Jenkins, quizá, demasiadas copas?
Donald no había bebido, no había hecho el ademán —salvo en un breve instante— de tomar un vaso o una botella, pero se había endurecido como una roca y ahora P. M. sabía que iba a seguir hacia delante sin detenerse en los obstáculos.
Emily no debería habérselo enviado a casa. Debería haber comprendido. Para ella era muy sencillo mandar un hermano a otro y no imaginaba las diferencias que podían existir entre ellos. ¡Claro que las imaginaba! La prueba estaba en el tono en el que le había hablado. Ella también amenazaba. No con la mirada, ni con los brazos, ni con los puños apretados, pero amenazaba por anticipado, de forma gratuita, sin saber lo que P. M. haría o no.
«Es absolutamente necesario…».
Cuando bebía, solía adoptar un aspecto abotargado. Era el primero en darse cuenta. Por eso iba a mirarse en el espejo. Pero si hace un momento estaba ligeramente ebrio, en este instante ya se había despejado. Sin embargo, nunca había notado sus andares y su cuerpo tan flojos, ni su rostro tan hinchado, como cuando entró en el salón con su hermano, que le seguía tranquilamente pegado a los talones.
—Tendrás que disculparnos, Lil. Eric Bell —hizo esfuerzos para recordar el nombre— debe hacer unas llamadas urgentes.
—¿Y qué le impide llamar desde aquí? —Como se dio cuenta de su indiscreción, enseguida precisó—: Hay un teléfono en la habitación de Larry. Eric puede encerrarse en ella el tiempo que necesite.
—Tiene que consultar unos documentos que están en mi casa…
Eso fue una metedura de pata. Nora se extrañó. Sabía perfectamente que su invitado había llegado sin equipaje.
—Voy con vosotros —dijo.
—No hace falta. Luego volvemos. Tenemos para media hora a lo sumo.
Pemberton, sin dejar de jugar, dijo de lejos:
—Id a echar una ojeada al río y pasadnos el parte.
—De acuerdo.
P. M. se había prometido no hacer el gesto, pero no pudo evitarlo: al pasar junto al sillón que había ocupado, agarró el vaso aún medio lleno y lo vació de un trago, con avidez.
Su hermano le miraba. Se secó la boca.
—Ven.
¿Por qué estaba tan nerviosa Lil Noland? Tal vez se había tomado muy en serio la historia de su locura y pensaba que Donald iba a sufrir un ataque en cuanto llegara a casa.
P. M. también tenía miedo. Un miedo sordo, aún difuso, pero que ya le provocaba una sudoración desagradable