3

—Ahora, señores, a vestirse. Le he prometido a Lil que estaríamos en su casa dentro de una hora —dijo Nora. E hizo algo que, aunque no tuviera nada de extraordinario, sí resultaba bastante significativo. Cuando Donald iba a cerrar la puerta de su habitación, le gritó—: ¡Eh, usted, un momento! —Fue corriendo hasta su cuarto y volvió con un cartón de cigarrillos—. Así ya no tendrá que pedirme.

¿Qué sucedió a continuación? P. M. se desvistió y se metió en la ducha. No se veía con ánimos de tomar un baño caliente. Su cuarto de baño y el de la habitación de invitados se comunicaban.

Seguramente la puerta estaría cerrada en el momento de correr la cortina de la ducha. Pero ¿por qué preocuparse por esos detalles sin importancia? Sí, era típico de su carácter; sin embargo, no hasta ese punto.

Lo importante —¿seguro? En realidad no lo era tanto— es que en un momento dado se había encontrado a Donald en su cuarto de baño, desnudo y con el agua chorreándole, y con una gran toalla azul sobre los hombros que exhibía el anagrama del MM RANCH. Y él también estaba desnudo.

Tres de los ranchos del valle tenían piscina; entre otros, el de los Noland. Se citaban en grupos pequeños. Los hombres se desnudaban a un lado, las mujeres al otro. Y P. M. nunca había sentido pudor al desnudarse ante sus compañeros.

Esta vez, sin embargo, se encontraba a disgusto, como ya se había sentido la noche anterior cuando su hermano se había desvestido ante él. Había otro detalle molesto del que aún no era del todo consciente, pero que ensombrecía su estado de ánimo: no se le dejaba tomar ninguna iniciativa. Cuando regresó del río, se encontró en la cocina a Donald y a Nora formando un cuadro familiar. Nora ya se dirigía al invitado por el nombre que creía que le correspondía; durante el desayuno había pronunciado diez veces la palabra Eric.

—Venga, Eric. Vamos a lavar los platos mientras P. M. escucha las noticias por la radio. Sin su boletín de noticias es capaz de ponerse enfermo.

Se había prometido ir a hablar con Donald; ir, en todo caso, cuando le pareciera bien, después de ducharse, por ejemplo, cuando se hubiera puesto el pantalón y la camisa. Sin embargo, fue Donald quien se plantó en su cuarto de baño, como si aquello fuera lo más natural del mundo.

Donald no había ido a hablarle de su caso, de la frontera, de que Mildred le esperaba en Nogales.

Como si todo eso no existiera, se puso a observar con ojo crítico el cuerpo de su hermano mayor.

—No haces mucho ejercicio.

—El trabajo no me deja tiempo.

—¿Te encuentras bien?

—¿A qué te refieres?

—A la salud. A tu edad empiezan los achaques.

—Me hice una revisión médica hace dos meses. Y aparte de algo del hígado alguna que otra vez…

—Emily está estupenda.

A P. M. casi se le corta la respiración. Donald había ido a ver a su hermana en calidad de fugitivo, como un hombre acorralado por la policía que, en semejante condición, se arriesga a comprometerla. Y en ese momento hablaba como si le hubiera hecho una visita banal y afectiva. Seguro que la había inspeccionado como analizaba a su hermano mayor, con ojos escrutadores.

—¿Cómo conseguiste su dirección?

—Nunca dejó de escribir a Mildred y al principio le echó una mano.

P. M. prefirió mirar hacia otro lado. Jamás se había preocupado por cómo les iban las cosas a la mujer y a los hijos de su hermano; lo cierto es que a duras penas hubiera podido resumir con exactitud qué había sido del propio Donald.

Sin duda, Donald creía que P. M. estaba al corriente de todo, así que no hacía alusión a lo esencial, a lo que había sucedido en Rock Island. Por su parte, P. M. prefería no preguntar.

Habían pasado algo más de dos años. P. M. y Nora viajaron a Nueva York, donde estuvieron algunas semanas, pues Nora debía arreglar unos complicados asuntos de herencia. Hacía poco que se habían casado. Vivían en un gran hotel de Park Avenue. Llevaban una vida muy ajetreada: el quehacer diario, los cócteles, las cenas, el teatro y luego los clubes.

En ese contexto, P. M. leyó una mañana en el periódico que se había perpetrado un atraco en un cabaret de Rock Island, en Illinois. Eran apenas unas líneas. Las había leído porque entre Rock Island y Davenport, donde había vivido varios años, lo único que se interponía era el Mississippi. Conocía incluso el lugar del que hablaban.

«Hasta ahora, la policía solo ha detenido a un tal Donald Ashbridge, el cual opuso una gran resistencia e hirió de gravedad a un agente. El detenido se encontraba en estado de embriaguez».

De este modo, al cabo de los años, tuvo noticias de su hermano. Por supuesto no le dijo nada a Nora.

Los días siguientes buscó más detalles en los diarios, pero fue en vano. Luego se marcharon a Miami, donde pasaron una semana antes de volver a Tucson y al rancho. Los periódicos de Arizona no hablaban de lo que había sucedido al otro extremo de Estados Unidos.

¿Qué debería haber hecho? No hacía ni un año que se había casado. En Nogales acababa de asociarse con Reeves, un provecto abogado que le proporcionaba toda la clientela del valle.

¿De qué le hubiera servido a Donald que se presentara en Rock Island y dijera: «Soy su hermano y, como abogado, voy a asumir la defensa»?

Además, en aquellos momentos, todo hay que decirlo, tenía problemas de dinero, pues para asociarse con Reeves hubo de aportar una buena suma y no quería pedirle nada a Nora.

Las noticias le llegaron a través de Emily. Sin ella no hubiera sabido nada de la familia. Era la única que mantenía al día la correspondencia con todo el mundo. ¿Qué le explicaba Emily exactamente? Que Donald atravesaba un mal momento, que había vuelto a beber y que lo habían pillado en una ratonera.

Estaba convencida de que no era culpable de los cargos que le imputaban, sino que querían echarle el muerto encima.

En ese momento debería hablar con Donald, hacerle preguntas precisas. En vez de eso, mientras se ponía unos calzoncillos y buscaba en el cajón otros para su hermano, murmuraba:

—¿Qué tal está?

—Es una buena moza de treinta y dos o treinta y tres años.

—¡Y te presentaste en su casa sin avisar!

—No. Le telefoneé. Quería pedirle que nos viéramos en una cafetería o en un bar. No tuve ni que decir mi nombre, enseguida reconoció mi voz.

»“¿Estás en Los Angeles?” —me preguntó.

»“Sí”.

»“Espera. Una amiga vendrá a visitarme y se quedará hasta las diez. Ven a verme algo más tarde”.

»Vive en un hermoso y elegante apartamento dé Beverly Hills.

—¿Vive sola? —preguntó P. M. sin mala intención.

—Supongo —respondió su hermano con acritud.

Resultaba extraño pensar en esa hermana a la que no reconocería por la calle y de la que no sabía nada.

¿Por qué no se había casado? ¿Habría tenido amantes?

—Ella lo arregló todo —prosiguió Donald—. Me escondí en su casa durante varios días. Le escribió a Mildred y le envió dinero para que se fuera a México con los niños. Y pensó en Nogales porque tú vivías cerca de la frontera.

—¿Por qué no me avisó?

Donald abrió la boca, pero volvió a cerrarla. P. M. había entendido. Seguro que Emily le dijo: «Es mejor no avisarle. Sería capaz de aprovechar la situación para hacer un viajecito. Si te presentas allí y lo pones contra la pared, tendrá que hacer algo».

—¿Emily sabe algo de nuestro padre? —preguntó P. M. para cambiar de tema.

—Él le envió una fotografía; yo la he visto.

—¿Es verdad que ha vuelto a casarse?

—Con una mujer de cuarenta y dos años. Él tiene… A ver, tú también tienes cuarenta y dos años, más veintiocho… Papá tiene setenta años exactos. Se ha construido una casita en Bradenton Beach, que está en Florida, cerca de Tampa. Emily me enseñó una fotografía, es un hermoso chalet entre las dunas. En vez de construir solo uno ha construido varios y los alquila. ¿Estos son los pantalones más estrechos que tienes? ¡Bueno! Habrá que apretarse el cinturón… Volviendo a Emily, creo que ha heredado de nuestro padre la habilidad para los negocios. Le va muy bien, y la soledad no parece pesarle. Lo que más me ha sorprendido ha sido encontrarla tan elegante. La pobre Mildred la habría confundido con una estrella de cine. También es cierto que Mildred…

Por un instante, P. M. se preguntó si Donald no se expresaba así, con tanta desenvoltura, para evitar hablar de sí mismo. Pero no, lo hacía de forma natural. En cierta medida, presentaba el balance familiar.

Era asombroso ver hasta qué punto se había dispersado el pequeño núcleo humano de la cabaña de Iowa.

Emily en Los Ángeles, P. M. en Arizona, Donald intentando llegar a México ¡y el viejo Ashbridge había vuelto a casarse y se había trasladado a una playa de Florida!

Aún debían de faltar cosas, pues Donald fruncía el ceño, como si estuviera intentando recordar algo.

—¿Qué fue de Peggy? —preguntó.

P. M. hundió la cabeza en el cajón en que estaban guardadas sus corbatas.

—¿Te habló Emily de ella?

—Qué va. Fuiste tú quien me escribió en esa época para hablarme de ella. Estabas en Chicago.

—No era mala persona.

—¿Está muerta?

—No. Bueno, no lo sé. Hace tiempo que nos divorciamos.

—¡Ah!

¿Es que pensaba Donald ahora erigirse en juez? Tenía un modo desconcertante de preguntar, como el que no quiere la cosa, pero P. M. empezaba a sospechar que su hermano tramaba algo.

—¿Pero no os habíais casado por la iglesia?

—Sí. Ella también era católica.

—¿Y Nora?

—Es protestante.

—¿No has tenido hijos?

—No.

—Peggy trabajaba, ¿verdad?

—Sí, en la compañía telefónica.

—¿Y ahora?

—No lo sé. Supongo que sigue trabajando.

¿Qué pretendía insinuar Donald? ¿Qué habrían estado hablando Emily y él de P. M.? ¿Que jamás se había preocupado de Mildred y los niños? ¡De acuerdo!, tal vez se había equivocado. Pero todavía había que averiguar si de verdad merecía la pena arriesgar su propia situación.

¿Y bien? ¿Es que el resto de su vida también le incumbía? Se había casado con Peggy en Chicago cuando apenas contaba veinte años. Se lo había comunicado por carta a sus padres y a sus dos hermanos, pues en aquella época los lazos familiares aún eran bastante estrechos.

Creía recordar el tono de sus cartas, aunque prefería no pensar en ello. Se estaba crispando. Entonces su vida era dura, muy dura. No todos los días podía pagarse unos espaguetis en un bar, y tuvo que contarles que Peggy comprendía sus ambiciones, que compartía su miseria, que era muy sencilla y muy valiente.

—¿Fuiste tú quien pidió el divorcio?

—Ya no recuerdo lo que pasó. Al cabo de algunos años nos dimos cuenta de que lo nuestro no funcionaba.

—¿Y Nora?

—¿Qué pasa con Nora?

—¿Es rica?

—No lo sé. ¿Por qué me lo preguntas?

—Por nada. Es mucho más joven que tú.

—Tiene treinta y dos años.

—¿Cómo era su primer marido?

—¿El viejo Ches?

—¡Ah! ¿Era viejo?

—No exactamente, cincuenta y tantos años, pero tenía el pelo blanco y le llamaban el viejo Ches.

—¿Le conociste?

—Sí, en Tucson.

—¿Era el propietario de este rancho?

—Sí. Yo me ocupaba de sus negocios. Era abogado en Tucson.

—¡Ah!

En varias ocasiones, P. M. notó cómo la sangre le subía a la cabeza. Donald dejaba caer las palabras con desenvoltura, sin acritud, y uno tardaba un rato en percatarse de que podía atribuírseles cualquier sentido.

¿Adónde quería ir a parar? P. M. se había divorciado de Peggy, ¿no estaría insinuando Donald que la había matado para deshacerse de ella?

¿Y Chester MacMillan? ¿Acaso se había cargado también a Chester MacMillan para casarse con Nora?

—Oye, Donald…

—¿Qué?

—He llevado mi vida a mi manera, y eso es algo a lo que todo el mundo tiene derecho. He trabajado mucho. He trabajado toda mi vida y sigo haciéndolo. Siempre he sido duro conmigo mismo y me considero un hombre honrado. ¿Lo entiendes?

—¿Qué debo entender?

Cualquiera diría que había hablado todo el rato sin segundas intenciones.

Como ya estaban los dos vestidos, no había ningún motivo para seguir en la habitación, pero Donald acababa de encender un cigarrillo. No debía de ser tan poco suspicaz como pretendía, pues, en un momento dado, mientras recorría la habitación, se plantó ante su hermano y levantó la cabeza con lentitud.

—Una pregunta más, Pat.

—Ya te he dicho que no me llames así.

—De acuerdo. Una pregunta más. ¿Estás seguro de que…? —Hablaba despacio, sin alzar la voz (más bien al contrario), pero silabeando—: ¿Estás seguro de que tienes ganas de hacerme cruzar la frontera? —Y al ver que P. M. hacía un ademán de indignación, añadió—: ¡Espera! Tal vez me he expresado mal. ¿Estás seguro de que harás todo cuanto esté en tu mano?

—¿Qué remedio me queda? —Las palabras que acababa de pronunciar le disgustaron, pero ya era demasiado tarde para retirarlas—. Estás aquí, ¿no? Tu mujer y tus hijos se hallan al otro lado. Supongo que no me creerás capaz de llamar a la policía y decirle: «Este es mi hermano, el que andan buscando». —Mientras hablaba, Donald lo miraba con aire distraído y eso le molestaba, le hacía sentirse culpable—. No entiendo tu pregunta.

—Tienes razón. No te queda más remedio —dijo Donald y suspiró.

Todo resultó más sencillo cuando retomó las cuestiones técnicas.

—¿Estás seguro de que no puedo pasar a caballo como el vaquero de esta mañana?

—Segurísimo. Aunque atravesaras el río, ¿qué harías tú solo al otro lado?

—¿Crees realmente que estamos atrapados aquí para varios días?

—Es probable. Eso opinan todos los que llevan años viviendo en el valle.

—¿Cómo me harás cruzar la frontera?

—Aún no lo sé. Toda la gente de la región, tanto la del lado mexicano como la del norteamericano, tiene un carné especial que le permite pasar cuando quiere. Hace mucho tiempo que no comprueban el mío; los inspectores me conocen. El jefe de Inmigración es un amigo y los miembros de la patrulla pasan por aquí a menudo para tomar un trago. Te llevaré en mi coche. —Recordó la última vez que había atravesado las verjas, la lluvia, la colina, el olor de las muchachas mojadas—. Supongo que haré eso.

Por primera vez, Donald pareció estar de acuerdo.

—Bueno —dijo. Y enseguida volvió a tomar la iniciativa—: Vamos a ver a Nora.

También él la llamaba por su nombre de pila.

Esto es, más o menos, lo que sucedió durante la mañana. En definitiva, justo lo contrario de lo que hubiera sido lo normal en aquella situación. Era P. M. quien tenía derecho a hacer preguntas y Donald el que debería haberse sentido incómodo ante ese hermano mayor cuya ayuda solicitaba y al que podía comprometer de manera grave.

A fin de cuentas, P. M. no disponía de más datos que la víspera. Lo poco que sabía se lo debía a las cartas de Emily, y estas tampoco eran lo que se suponía que deberían ser.

A menudo se había preguntado por qué le escribía. ¿Por un sentido del deber quizás? Emily era de esas mujeres capaces de hacer muchas cosas desagradables simplemente porque creen que es su obligación.

Ella le escribía cada dos o tres meses; ¿escribía con mayor frecuencia a los demás, a Donald y a su padre? Era probable; en cualquier caso, con ellos emplearía otro tono. Ahora de repente se preguntaba si no continuaría manteniendo una correspondencia fluida con Peggy; se le había metido esa idea en la cabeza por el modo en que Donald había hablado de ella.

Emily, por ejemplo, nunca le había hablado a P. M. de lo que le incumbía realmente a él: jamás le había felicitado por sus logros ni se había preocupado por sus esfuerzos.

Era como si se hubiera arrogado la tarea de seguir siendo el nexo entre los miembros dispersos de la familia, una misión que llevaba a cabo de forma concienzuda.

«Tengo malas noticias de Donald. Las patatas se han vendido tan mal este año que seguramente se verá obligado a vender la granja. No tiene suerte. Lo que más me apena es que eso, sin duda, le incitará a beber…».

Siempre Donald. Donald y Mildred, de la que hablaba con el mismo afecto:

«Han malvendido la granja. Mildred es muy valiente. Van a instalarse en Davenport, donde puede que Donald encuentre trabajo en Farness y Kampmeier…».

Estos dos nombres significaban mucho para los miembros de la familia Ashbridge. Para los demás solo se trataba de dos iniciales sobre las desnatadoras y mantequeras. Farness y Kampmeier fabricaban esos aparatos en Fairfield y en Davenport. Fairfield se encontraba a unos dieciséis kilómetros de Appleton, de su casa, de la tienda del viejo Ashbridge. Todos los chicos y chicas del pueblo trabajarían un día u otro en Farness y Kampmeier.

—Cuando termines el instituto —decía el viejo Ashbridge—, solo tengo que decírselo y estoy seguro de que te admitirán en sus oficinas.

Pero P. M. no quiso ni oír hablar de ese porvenir y emprendió el vuelo hacia otros destinos. Donald trabajó allí al principio. Debió de ser en esa época cuando se casó con Mildred. ¿Se ganaba la vida como ayudante de contable o algo parecido?

Luego se le metió en la cabeza la idea de comprar una granja. ¿Le prestó su padre una parte del dinero que necesitaba? No todo, por supuesto, pues ni era rico ni tampoco de los que se quedan sin nada cuando llegan a la vejez.

Donald inspiraba confianza. Siempre la había inspirado. Todo el mundo le quería.

En cualquier caso, alguien le prestó el dinero, pero al final Donald tuvo que vender la granja después de unas malas cosechas. Había vuelto a beber, eso decía Emily. O sea, que antes ya le había dado por la bebida. ¿En qué época? ¿Por qué?

Su madre bebía, pero eso no explicaba nada. En ella era una auténtica enfermedad y los médicos estuvieron de acuerdo en considerarla una irresponsable.

Era la mujer más dulce, humilde y generosa de la tierra. La necesidad de beber le sobrevenía de repente, después de varias semanas, de varios meses, a veces, de abstinencia. En esos momentos, aunque la encerraran en su habitación, siempre encontraba la manera de conseguir alcohol.

Ya había muerto cuando P. M. se fue de casa. Y él nunca había bebido, nunca más de la cuenta.

Durante toda su vida había tenido la fuerza de voluntad de parar a tiempo.

«Me pregunto cómo saldrán adelante Donald y Mildred en la ciudad con los críos. Es tan difícil instalarse dignamente…».

El círculo en el que se movían era estrecho: Appleton, Fairfield, Davenport. Para ellos, los apellidos Farness y Kampmeier eran como palabras sagradas.

¿Qué habría hecho Donald durante cerca de veinte años? P. M. solo conocía algunos detalles y siempre a través de las cartas de Emily, pues Donald escribía poco: hacía por lo menos cinco años que este no le había escrito.

Esa mañana, ¿no le correspondía a él hacer las preguntas? ¿Y acaso no tenía derecho a adoptar un aire inquisidor, a mover la cabeza, a suspirar como lo había hecho Donald?

«Nuestro hermano es un pusilánime…».

¡Menuda excusa! ¡Un pusilánime! O sea, que tiene todos los derechos. Sé débil y evitarás cualquier responsabilidad.

«¿No consigo alimentar a mi familia? Perdóname. Soy un pusilánime».

»En Iowa un millón de tipos se ganan la vida cultivando maíz o patatas. Yo me veo obligado a vender mi granja después de dos años seguidos de malas cosechas.

»¡Ya lo veis, soy un hombre débil, un desdichado!».

Y en las cartas de Emily, en cada línea, se percibían un cálido afecto y piedad.

Seguramente le envió dinero. Es una mujer que está sola, se las arregla por sí misma. Y aun así encuentra la manera de enviarle dinero a Donald.

Y el padre, allá en Florida, también debió de hacerlo.

¡Porque es un pusilánime!

¿Que bebe? ¡Claro, hombre, porque es débil! ¿Ha matado a gente, va a la cárcel, se arriesga a deshonrar, a arruinar a toda la familia?

¡Un pusilánime!

Y ese hombre aparece de repente un buen día, o más bien una noche de tormenta. Está calado hasta los huesos y no tiene ropa para cambiarse.

«Soy un pusilánime».

¡Qué va! Ni siquiera lo dice. Tampoco lo piensa. Él es el arrogante, el que se instala, el que enseguida llama por su nombre a la mujer de su hermano, él es quien se levanta cuando le parece y se prepara el desayuno. El que aparece de pronto en cueros.

«Pero al final, ¿qué pasó con Peggy?».

Interroga. Juzga. No pronuncia un veredicto, pero es evidente que ya se ha formado un juicio.

«¡Te deshiciste de Peggy cuando empezaste a triunfar y consideraste que no era lo suficiente buena para ti!».

No es verdad. Lo cierto es que nunca se quitó a Peggy de encima en un sentido literal. Se casaron muy jóvenes. Peggy se había hartado de estar con sus padres, que vivían en los suburbios y discutían de la mañana a la noche.

En realidad, Peggy jamás comprendió sus ambiciones. Ella solo soñaba con una casita con terraza y unos palmos de césped. Hasta el punto de que cuando él obtuvo sus diplomas se quedó tan impresionada que se echó a llorar.

«Voy a probar suerte en San Francisco. Hasta que consiga algo, creo que lo más prudente es que conserves tu trabajo».

Así es como sucedió. Él se fue y ella se quedó. Pasaron los meses, los años. De vez en cuando él le enviaba un poco de dinero. Un día fue a verla a Chicago; le pareció una solterona. Vivía con una amiga para que el alquiler le resultara menos oneroso.

La situación era igual de embarazosa para ambos. No tenían nada que decirse. No le habló enseguida de su decisión porque era difícil expresarse de viva voz; le escribió algunas semanas después.

«… Por supuesto, asumo todas las responsabilidades y, durante un tiempo razonable, te pasaré una modesta pensión…».

¿Por qué se hace Donald el enterado al hablar de Peggy si ni siquiera la conoce, si nunca la ha visto, si la única imagen que tiene de ella procede de una fotografía de recién casados que P. M. envió a la familia?

¿Y a qué vienen esas preguntas acerca de Nora, de su primer marido y del rancho?

En ese momento, parecía que Nora se estuviera poniendo de su parte. Cuando ambos hermanos entraron en el salón, ella, que estaba leyendo una revista, dijo:

—¡Hola, Eric! Déjeme ver qué pinta tiene. La verdad es que P. M. podría haberle dado un pantalón mejor.

—Eric ha escogido el que ha querido.

—Bueno, en realidad está usted muy bien así. Lil Noland acaba de telefonear. Nos espera.

¿Acaso estaban las dos entusiasmadas con él? ¿Y de dónde sacaban que Donald estaba triste?

¡Un cínico, eso es lo que era! Ni siquiera se había disculpado por las molestias que causaba en la casa, ni por los riesgos que hacía correr a su hermano.

Se ponía sus pantalones y eso le parecía muy natural. Era normal que todo el mundo lo atendiera, se preocupara por él, trabajara para él.

¿Triste? ¡Ni hablar! Simplemente, no se tomaba la molestia de sonreír, de ser amable. Miraba a la gente como si estuviera diseccionándola.

Eso le había funcionado muy bien con Emily, y sin duda también con Mildred, que no dudaba en expatriarse con los niños —¡y Dios sabría en qué condiciones materiales!— para poder reunirse con él.

Estaba a punto de salirse con la suya con la señora Noland, y también con Nora.

—En marcha, señores. ¿Vamos en los dos coches, P. M.?

—¿Para qué?

—Como quieras. Pasaremos por el río. Hoy no lo he visto.

Aunque no llovía mucho, la lluvia era entonces constante, espesa, inagotable.

—Ya verá como le gusta el valle, Eric. Mire las montañas. De momento son grises, casi negras. Si continúa lloviendo, dentro de algunos días se pondrán verdes, la hierba rozará el pecho de los caballos y habrá flores por todas partes…

No intentaba seducirle. Conocía a Nora. No tenía carácter para ello. Parece que se debía a razones psicológicas. Por eso no le había importado que su primer marido pasara de la cincuentena, y P. M. estaba convencido de que nunca le había engañado.

—El agua sigue creciendo. Ya verá qué divertido. Cada mañana encontrará a gente del valle allí reunida, como si se tratara de un espectáculo. También acuden los de Tumacacori. Solo se habla del río.

No llega el correo ni se reciben los periódicos. Si invitas a alguien a cenar hay que decirle: «Trae algo de pan si te queda».

»Luego el agua baja. Siempre hay alguien que intenta cruzar, y lo consigue o no. Cuando regresa del pueblo, el agua ha crecido y se queda atrapado al otro lado. Su mujer acude y le habla desde esta orilla del Santa Cruz…

Se iba animando y resultaba difícil saber si estaba excitada por el río o a causa de Donald. Los tres se habían sentado en la parte delantera del coche. P. M. conducía con aire sombrío. Pensaba: «¡Si ahora se pone a beber, se van a enterar!». Y sentía deseos de que ocurriera precisamente eso, que lo vieran como era y que luego se largara.

Y entonces, casi al instante, también él sentía piedad.

La compasión le venía al recordar la imagen de Donald desnudo. Descubría de repente por qué se había emocionado al ver a su hermano así. Se trataba de un viejo recuerdo. Cuando eran pequeños, una o dos veces por semana, a ambos los metían en una tina enorme llena de agua caliente, y su madre los enjabonaba primero a uno y después al otro.

Era su hermano. Habían dormido en la misma cama, pues en Appleton no existía otra posibilidad. En la misma habitación, pero en otra cama y separada por una cortina, dormía Emily; después de abandonar la cuna.

Donald ocupaba el lado que daba a la pared. «Cuando sea mayor —decía—, no dormiré contra la pared».

¿De verdad había disparado a matar de forma deliberada? En cualquier caso, había hecho fuego contra un policía, que se había salvado de milagro.

Y allí estaba, entre él y Nora. P. M. notaba el calor de su cuerpo, y también Nora debía de sentirlo.

Miraba el río, un río de aguas cenagosas, que para él no significaba lo mismo que para los demás. En la orilla opuesta estaba la carretera; al final de la carretera, una verja; y más allá de esa verja, Mildred, los críos, la libertad.

¿Habrían publicado su foto en los periódicos cuando se fugó de Joliet? En los diarios de Arizona no era probable, pero a los hombres de la frontera seguro que los habían alertado.

Era domingo. Los esperaban en casa de los Noland. Comerían de pie, junto a un gran buffet, y Jenkins les serviría. Primero llegarían los cócteles. Luego cada uno de ellos se hundiría en un sillón, con un bourbon a mano.

Curiosa costumbre, la de beber todo el día.

—¿Ya habéis visto suficiente? —preguntó P. M., iniciando la marcha atrás.

—Llévanos a casa de Lil.

Lo que más le sorprendía era que también él tenía ganas de beber, que experimentaba una necesidad auténticamente física de consumir alcohol.

Pensaba que eso le tranquilizaría.