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No se había afeitado. Ni siquiera se había lavado la cara y los dientes para no tener que abrir los grifos.

Por pereza, había metido los pies descalzos en las botas de vaquero y se había puesto los pantalones de la víspera, todavía húmedos. Tenía los ojos hinchados y la boca pastosa.

Sus amigos, como era de prever, no se habían marchado hasta pasadas las cinco, y quién sabe si no habían hecho un alto en otro sitio antes de acostarse. Bastaba con que uno dijera: «Pasad solo un minuto a tomar un trago».

Aquello podía durar veinticuatro horas o incluso más. En una ocasión, la pandilla al completo se había pasado tres días y tres noches vagando de rancho en rancho sin salir del valle, hasta que todos los frigoríficos estuvieron vacíos, y luego acabaron en Nogales, del lado mexicano, para seguir bebiendo en Las Cuevas.

Entreabrió sin hacer ruido la puerta del cuarto de su hermano, que dormía arrebujado en la cama, con un trozo de sábana entre los dientes como cuando era pequeño. Era impresionante ver ese cuerpo grande —más grande y vigoroso que el de P. M.— en una actitud infantil, con una expresión de crío en el rostro.

¿No será que Donald ha sido siempre un niño?

Era una explicación que le venía a la cabeza, pero no era el momento de ponerse a pensar.

P. M. volvió a cerrar la puerta y atravesó el salón, donde por todas partes había vasos y botellas, colillas de puros y cigarrillos, restos de bocadillos. Una vez les había planteado la pregunta: «¿Por qué organizaban esas reuniones los sábados, cuando ninguno de ellos, salvo los Noland —con su criado negro—, tenía sirvientes el domingo?». Pero esta idea solo la entenderían las personas que el resto de la semana se ven obligadas a llegar pronto a la oficina.

El cielo estaba gris, con manchas claras y otras más oscuras, y había una nube de vapor al pie de la montaña. No llovía. Notó el coche húmedo y frío. Dio marcha atrás. Después, poco antes del río, al girar se dio cuenta de que ya había cinco o seis coches, sin contar un camión y un jeep.

Era evidente que a todos se les había ocurrido la misma idea. Pero los demás no tenían los mismos motivos que él para ir a comprobar el nivel del agua. Ahí estaban todos los de la víspera y algunos más, aunque sin sus mujeres, a excepción de la pequeña señora Noland. Al igual que él, se habían vestido con lo primero que habían encontrado. Y hasta de lejos se les notaba tan excitados como niños, a los que cualquier incidente les sirve para romper la monotonía de la vida cotidiana.

El Santa Cruz estaba crecido, más que durante la noche. Formaba una masa de color amarillo oscuro que fluía pegajosa y espesa, se alzaba en según qué sitios, respiraba como un animal y arrastraba ramas de árboles, bidones, un montón de porquería. Los hombres se animaban al contemplarlo.

—¡Hola, P. M.!

Bajó del coche, como los demás. En la orilla opuesta un vaquero, uno de los de Pemberton, montaba un voluminoso caballo blanco.

—¿Quiere cruzar?

—Hace rato que se lo piensa.

En el pueblo, Tumacacori, que se extendía al otro lado del agua, bordeando la carretera principal, vivía la mayoría de los vaqueros. En algunos ranchos, como en el de P. M., había una casa para el capataz y en ocasiones varias barracas para los vaqueros solteros. Pero ese no era el caso de los Pemberton, que se dedicaban a la crianza de vacas para su propio uso, unas vacas a las que había que llevar a pastar, con río o sin él.

El viejo Pemberton estaba nervioso. El vaquero, sobre su caballo blanco, se mantenía impasible, mirando el agua en movimiento. Sus compañeros, que habían llegado del pueblo con él, le hablaban en español.

—¿No se ha levantado Nora? —preguntó la pequeña señora Noland.

Siempre la llamaban así porque era realmente pequeña, de formas hermosas, y parecía una estatuilla.

Ella también calzaba botas y vestía un pantalón azul, como los hombres, como los vaqueros de enfrente, y una camisa roja a cuadros sobre la que caían sueltos sus cabellos. No se había maquillado ni llevaba carmín.

—¿Y tu invitado, P. M.?

P. M. tuvo que contestar que estaba durmiendo. No había prestado atención a la pregunta. Miraba al caballo blanco. Se decía que también él debería haber pensado que una hora antes quizás aún era posible cruzar a su hermano a caballo, pero… ¿y una vez al otro lado? Se hubiera encontrado sin coche.

¿Por qué no se las habría apañado Donald solito? A P. M. no se le ocurría por qué su hermano había recurrido a él.

Con el rostro aún impasible, el vaquero hacía avanzar despacio al animal y este se iba adentrando en el agua, que enseguida le llegó hasta el pecho. Era una yegua corpulenta, enorme, mucho más fuerte que las que suelen montarse en el Oeste y, sin embargo, daba la impresión de que perdía pie, de que su cuerpo estaba de través, como descentrado por la corriente. En la parte más honda, el hombre tenía las botas completamente sumergidas en el agua. Todo el mundo contuvo la respiración hasta que, saliendo sin duda de un hoyo, la yegua pareció liberarse, alzó mucho las patas y emergió hasta las rodillas antes de acabar la travesía con algunos pasos precipitados.

—Qué lástima que tu amigo no haya venido a ver esto.

Se quedó mirando a la señora Noland con los ojos muy abiertos, y esta se echó a reír.

—No se te ve muy despabilado, P. M. ¿A qué se dedica? Lo que más me ha impresionado de él es que transmite cierta tristeza.

Cierta tristeza. Era curioso que dijera eso, y precisamente de Donald. Alguien había pronunciado casi las mismas palabras hacía muchos años. Aún creía poder oír la voz, que también era de mujer. Se esforzaba por recordar.

—No me has contestado. Te he preguntado que a qué se dedica.

—Negocios, creo.

—Me extrañaría. Por cierto, ¿quieres decirle a Nora que no se moleste en cocinar? Jenkins acaba de poner al fuego un asado de ocho kilos.

Jenkins era su criado negro. Tras un breve entreacto, la partida volvería a empezar a lo grande. Y ella iba transmitiendo la buena nueva a los demás.

—Venid a comer a casa. Hay un asado monumental que tenéis que ayudarnos a comer.

Él respondió:

—Puede que vaya Nora.

—Y espero que tú y tu amigo también.

—Me temo que esté cansado. Ha estado muy enfermo.

—Si no te lo traes, iré a buscarle.

—Mira, Lil…

—¿Quieres quedártelo para ti solo?

No, pero es mejor que te hable en serio. Ha estado realmente muy enfermo… —Bajó la voz y susurró—: Casi se vuelve loco. Es imprescindible que no beba.

—¡Muy bien! Pues no beberá.

—¡Un momento! No me entiendes. Lo que quiero decir es que puede que tenga ganas de beber. Sobre todo si ve que los demás lo hacen. Y para él una sola gota de alcohol sería como un veneno.

—¿Tan grave es?

—Sí, tan grave.

—¡Caramba, P. M.! ¿Seguro que me cuentas toda la verdad?

—¿Por qué no habría de hacerlo?

—Dices que estuvo a punto de volverse loco. ¿Solo a punto? ¿Seguro que no hubo un momento en el que…?

—¡Calla, Lil!

—O sea que…

—Podrás guardarme el secreto, ¿verdad?

¿Lo estaba haciendo bien o mal?

—Tráetelo de todas maneras. Te prometo que no cometeré imprudencias.

También aquella otra mujer, cuando habló de la tristeza de Donald, parecía estar en plena ensoñación.

Ahora lo recordaba. Su memoria había evocado de manera brusca un rostro, y resultaba curioso recordar algo tan antiguo allí, frente a las amarillentas aguas del río, al pie de esas montañas que las nubes invadían una vez más.

—¡Mirad! —gritaba alguien—. Vuelve a llover en México.

En efecto, en el horizonte podía contemplarse una especie de columna gris y borrosa que enlazaba el cielo con la tierra.

—¡Y pensar que yo decía que nos quedaban ocho días o más!

Los motores de los coches se ponían en marcha. Regresaban a casa unos detrás de otros para comer algo o darse un baño antes de volver a la carga.

—¡A mi casa! —recordaba Lil Noland a todo el mundo.

—A condición de que no haya bridge.

Los hombres del valle, excepto uno o dos, no eran muy aficionados al bridge.

—Podéis jugar al póquer si lo preferís.

Lil Noland era morena, y su piel parecía la de una mexicana.

La otra, la que en tiempos había mencionado la tristeza de Donald, era tan rubia que sus cabellos parecían blancos. Rubia y delgada, con un rostro alargado que a sus apenas dieciséis años poseía ya una gran seriedad.

«Parece una madrecita».

Eso decían de ella en el pueblo en el que el viejo Ashbridge tenía una tienda donde vendía de todo: comestibles y quincallería, hortalizas, abonos, whisky y ropa de confección. En Appleton, ese pueblo de la parte alta de Iowa, solo había una calle y la casa del viejo Ashbridge se hallaba justo en medio, por lo que constituía el centro del lugar y su propia alma. La casa era una planta baja de madera, y en la terraza siempre había hombres bebiendo cerveza y mascando tabaco mientras se balanceaban en sus mecedoras.

Los padres de la «madrecita» vivían al final de la calle, en la última casa, construida a base de tablones viejos, chapa ondulada y materiales recogidos por todas partes; allí dentro vivía un montón de niños, ocho o nueve, con una madre impedida que nunca se levantaba de la silla y un padre la mayoría de las veces borracho.

Su nombre era Dodson y la pequeña se llamaba Mildred. Casi siempre iba descalza, con un vestido de algodón de colores que pendía suelto sobre su cuerpo delgado.

Durante algunas semanas fue la novia de P. M. Él debía de tener unos dieciséis años. No es que fuera especialmente precoz. Las chicas aún le daban miedo. De hecho, Mildred fue la primera a la que llevó al cine, a Fairfield, el pueblo de al lado.

Ella jamás se reía. Donald, a los catorce años, era tan alto como su hermano y parecía tener su misma edad.

«Qué aire tan triste tiene tu hermano».

Ahora lo recordaba. Hasta entonces nadie se había fijado en que Donald pareciera más triste que los demás. Por otra parte, él tampoco se había preocupado mucho al respecto. Fue al instituto en Fairfield y a los diecisiete años desapareció para siempre, sin pensar más en Mildred, a la que tal vez besó un par de veces aprovechando la oscuridad.

Muchos años después, su hermano le escribió para comunicarle que se casaba. Y su esposa era precisamente Mildred.

¿Acaso no resultaba curioso? Hacía más de veinte años de eso, las aguas del Santa Cruz habían crecido muchas veces desde entonces y ahora Donald estaba en su casa, en la de P. M., en la habitación de los invitados. Mildred le esperaba con sus hijos en Nogales, al otro lado de la frontera.

P. M. no había vuelto a verla; tampoco conocía a los niños, dos chicos y una chica, de los que ni siquiera sabía la edad.

Resultaba asombroso el tono que la pequeña señora Noland había empleado para hablar de Donald, a quien, de hecho, apenas había visto. También ella lo primero que había notado había sido su tristeza.

Y eso le provocaba ensoñaciones. Lil Noland, sin embargo, no era una mujer célebre porque se interesara por los hombres. El suyo no destacaba por nada especial, era un buen chico, pero valía menos que ella. Tenían una hija que estaría de vacaciones en algún lugar de la costa, en California, y que pasaba el invierno en un colegio de Tucson.

«Va a querer ocuparse de él», se dijo.

No estaba celoso. ¿Cómo iba a estarlo de su hermano? ¿Acaso lo estuvo cuando se enteró de que se casaba con Mildred?

Puso el coche en marcha. Las mujeres más inteligentes —y Lil Noland era una de ellas— tienen una curiosa manera de juzgar a los hombres. Por ejemplo, sino sabía nada de Donald, ¿por qué se había extrañado cuando P. M. mencionó que se dedicaba a los negocios?

La verdad era mucho peor: Donald era un fracasado. No había otra palabra. Había fracasado en todo.

Por el contrario, P. M. se había trazado un ambicioso camino del que nada le había hecho desviarse.

Dejó el coche fuera, como de costumbre, comprobó que todos los caballos estuvieran en el prado, abrió la puerta e inmediatamente frunció el ceño. Le llegó un agradable olor a café y a tocino de la cocina, junto con un murmullo de voces. Cuando hizo acto de presencia, apenas se pronunciaron tres frases. No distinguió las palabras. ¿Por qué bastó con eso para que le pareciera que quienes hablaban se habían hecho amigos y charlaban alegremente?

Nora se había levantado. Era raro que, después de acostarse al amanecer, se levantara antes de mediodía, pues a veces se quedaba todo el día en la cama. Era tan perezosa, de una pereza tan peculiar, que hubiera preferido quedarse sin comer antes de encender el fuego para cocer unos huevos.

Pero estaba en pie. Él la habría despertado cuando encendió el motor del coche, y ella había reunido el ánimo necesario para salir de la cama. ¿Había oído levantarse a Donald tal vez?

—¿Y el río? —preguntó—. Ya no hay quien pase, ¿verdad? Acabo de telefonear a los Smiley y me han dicho…

Ella se dio cuenta de que P. M. no estaba contento. Hubiera querido disimular, pero no pudo evitarlo.

Su hermano se encontraba ahí, en la cocina, con el pantalón de la víspera ya seco y una camisa limpia, una camisa de P. M., fresca y almidonada, que Nora debía de haberle dado. Donald calzaba unas zapatillas de su hermano y se ocupaba de vigilar las tostadas.

Había cubiertos para los tres sobre la mesa de la cocina. Los vasos del salón habían sido recogidos y apilados en el fregadero.

—Parece ser que Raúl cruzó a caballo —prosiguió Nora.

En el valle no hacía falta salir de casa para estar al corriente de todo lo que ocurría. De una casa a otra y de un rancho a otro el teléfono funcionaba sin descanso. A Pemberton, por ejemplo, le gustaba dejarse caer por las casas de unos y otros, y no tenía la menor noción de las horas de la comida. Así pues, todas las tardes hacia las seis se oía al otro extremo del hilo telefónico la voz de la señora Pemberton.

—¡Hola! ¿No estará Edward en vuestra casa?

—Estaba hace un rato.

—Habrá hecho un alto en casa de los Cady. Llamaba a los Cady, luego a los Smiley, y de ese modo seguía la pista a su marido.

—¿Qué te pasa? —preguntó Nora después de observar a P. M.

—¿A mí? Nada.

No merecía la pena mentirle. Nora era quizá más inteligente todavía que la señora Noland, aunque no compartían el mismo tipo de inteligencia. El padre de Lil Noland poseía tres ranchos en México, tenía intereses en las minas de Douglas e incluso hacía negocios en Europa. Cuando era niña, Lil había viajado por todo el mundo. Estudió en París y en Suiza. Hablaba francés, español y un poco de italiano. Había heredado toda la fortuna de su padre, pues era hija única, pero vivía con tanta sencillez como cualquier otra mujer del valle. Y su casa era, probablemente, la más desordenada de todas.

Nora también era rica —algo menos, pero rica a la postre— gracias a su primer marido, Chester MacMillan, el cual le había dejado el rancho y acciones en varias empresas de Tucson y Nogales.

La diferencia entre las dos mujeres radicaba, tal vez, en que Nora sabía que era inteligente, que tenía buen gusto y que era culta, mientras que la pequeña señora Noland no era consciente de ello.

La misma diferencia existía en la forma en que cada una trataba a su respectivo marido. No se trataba de un pensamiento agradable y P. M. prefería no darle vueltas al asunto, pero, en realidad, la situación de ambos hombres era más o menos idéntica; ni el uno ni el otro tenían mucho dinero cuando se casó.

Larry Noland era, al mismo tiempo, un toro y un cordero. Lo primero por su estatura y por su brutalidad cuando perdía los estribos; lo segundo por la humildad con la que se enfrentaba a los asuntos cotidianos, sobre todo en presencia de Lil.

Seguramente era inferior a P. M. Aparte de caballos y de ganado, no sabía de nada en absoluto, y a duras penas había conseguido su mujer que aprendiera a jugar al bridge, aunque lo hiciera muy mal.

Pero en presencia de la gente, en cualquier caso, Lil se mostraba sumisa y enamorada. Nunca se permitía llevarle la contraria a su marido. Si a él le daba por beber, cosa que ocurría con frecuencia, ella le contemplaba con indulgencia y jamás se atrevía a quitarle el vaso de la mano.

Nora, sin embargo, mantenía con P. M. un trato de igual a igual. Él prefería considerarla como tal. En el fondo…

—Confiesa que estás preocupado. ¡A comer! Los huevos ya están.

Ella sabía que le pasaba algo. Siempre lo sabía. Y cada vez se lo hacía ver mediante su actitud. El modo en que miraba a Donald mientras traía las tostadas era bien elocuente. Significaba: «Sé que estás furioso porque me he levantado y piensas que es por tu amigo. ¿Y bien? Tengo derecho a ser curiosa».

Sin embargo, lo que decía en voz alta era:

—Eric es un muchacho encantador y se las arregla muy bien en la cocina.

Por unos instantes, P. M. no entendió a qué venía eso de Eric, pues se había olvidado de que era el nombre que le había puesto a su hermano la noche anterior.

Nora lo hacía aposta. Notaba que algo iba mal, que P. M. no estaba del todo tranquilo. ¿También estaba medio desnuda deliberadamente?

Las otras mujeres del valle no iban mucho más vestidas que ella, pero lo de Nora tenía algo de exhibicionismo. Durante todo el año, cuando estaba en el rancho y salvo cuando montaba a caballo, su atuendo consistía en un minúsculo pantalón corto, que más bien parecía unas bragas, y una especie de sujetador que a veces dejaba ver un pecho. Los pies, calzados en unas sandalias, mostraban las uñas pintadas de color rojo.

También es verdad que tenía cuerpo de muchacho, pues sus caderas y pechos eran propios de una chica de quince años.

—Eric me ha dicho que no confía en que sus amigos vengan a buscarle.

Cada vez que oía ese nombre fruncía el ceño. Temía hacerse un lío y además ignoraba lo que su hermano podía haber contado.

—Nunca me habías hablado de él.

—¡Si tuviera que hablarte de todos mis amigos del colegio y de la universidad!

—Eso resulta un poco humillante para Eric.

—Ya sabe que tengo mal carácter.

Lo más sorprendente era que Donald escuchaba todo aquello como si no fuera con él. ¿Lo encontraba Lil triste? Lo suyo no era tristeza, sino una indiferencia odiosa. No movía ni un músculo del rostro. Se comía los huevos con tocino tranquilamente, como si estuviera en su casa con Mildred y los niños.

Miraba al infinito contemplando, más allá de la ventana, la lluvia que empezaba a caer de nuevo.

En definitiva, ¿quién de los dos corría algún riesgo? Eso era lo que sacaba a P. M. de quicio. Claro, a Donald podían atraparlo otra vez. ¿Y qué? ¿No venía ya de la cárcel? Lo lógico es que aún estuviera dentro, durante años. Y era él, y no P. M., quien se lo tenía merecido.

Pero eso Nora no podía saberlo.

El único que se arriesgaba era P. M. Él nunca había matado a nadie. Procedía del mismo padre, de la misma madre, de la misma casa de madera en Appleton. Los dos habían tenido las mismas oportunidades.

¿O es que Donald, con su aire soñador —su famoso aspecto triste—, sería capaz de afirmar lo contrario?

La mejor prueba de que habían recibido las mismas cartas desde el principio era que su hermana Emily —que tenía cuatro o cinco años menos que ellos, aunque no sabía con exactitud cuántos, pues había vivido poco tiempo con ella en la casa y apenas la conocía— también se las había arreglado y gozaba de una buena posición en Los Ángeles, donde era, si no una directiva, por lo menos una empleada bien situada en una empresa de productos de belleza.

Seguro que Emily había trabajado duro para llegar hasta ahí, y que había vivido con privaciones, como P. M., al que le faltó de todo durante años y, si había llegado a alguna parte, fue sin ayuda de nadie, sacrificándose día y noche.

Y ahora Donald acudía a verlos, primero a uno y después al otro, con toda la tranquilidad del mundo.

«Mildred y los niños me esperan al otro lado de la frontera, y cuento contigo para que me lleves allí».

Emily le había dado todo el dinero de que disponía. ¿Acaso eso le había parecido a ella normal?

Quizá también le parecería normal que P. M. tuviera la peste, por ejemplo, o el cólera, y se presentara en su casa, se dejara caer en la cama y dijera: «Cuento contigo para que me cuides. Y si te contagio, mala suerte».

Y es que se trataba exactamente de lo mismo. O quizá de algo peor; Donald era peor que la peste.

Además, había llegado apenas unas horas antes y ya había dos mujeres que lo encontraban interesante, dos mujeres dispuestas a preocuparse por su caso y a participar en su defensa.

¡Lil Noland! ¿Qué había dicho al respecto?

«¿Por qué tiene tu amigo un aire tan triste?», o algo parecido.

Y Nora, que se preciaba de mantener siempre la serenidad y la lucidez, ¡se levantaba a las nueve y media de la mañana para preparar el desayuno junto a un desconocido!

A fin de cuentas, culpaba a su marido de sentir unos celos sórdidos de su amigo.

Sonó el teléfono. Era sorprendente que no hubiera sonado antes. Nora se levantó y no tardó en oírse su voz desde el salón.

—¿Sí? ¿Oiga? Pues claro, Lil… No, aún no me lo ha dicho. Estábamos comiéndonos unos huevos con tocino. Buena idea, sí… ¿Cómo?… Dime, no te entiendo. No, no me ha contado nada. Está un poco gruñón esta mañana. Sí. ¿De verdad?… No me lo parece. No… Que sí, mujer, absolutamente normal…

P. M. se ruborizó y, muy a su pesar, le lanzó una mirada furiosa a su hermano, que seguía comiendo.

Sabía de qué se trataba. ¿Era posible que la señora Noland estuviera tan excitada como para abalanzarse sobre el teléfono y explicarle a Nora lo que él le había contado?

—Ahora hablaré con él. De todas formas, seguro que iremos. Luego vendréis todos aquí. ¡Pues claro!

No tengo ánimos para vestirme… Hasta ahora. —Cuando regresó dijo, como si P. M. no lo supiera—: Era Lil. —Y contempló a los dos hombres con el aire que adoptaba cuando se creía muy sutil: una ligera sonrisa irónica en las comisuras de los labios—. No habrá quien cruce antes de ocho días —declaró.

—Puede ser.

—¡Seguro que sí! Raúl ha sido el último en cruzar, iba a caballo.

Donald levantó bruscamente la cabeza.

—¿Alguien ha atravesado el río?

Y lo curioso es que clavaba la mirada sobre su hermano como si le exigiera explicaciones al respecto.

Nora se daría cuenta de ello. Y P. M., a pesar de esforzarse, se violentaba y casi adoptaba un aire de culpabilidad.

—¡A caballo! Y ha sido el único capaz de cruzar el río esta mañana. Raúl, que nació aquí, que conoce el Santa Cruz mejor que nadie, ha estado pensándoselo durante un buen rato. Yo estaba presente. Si no llega a pasar, nadie se podría ocupar ahora de los animales de Pemberton.

—¿Y qué es lo que impide cruzar en sentido contrario?

—Para empezar el río, que sigue creciendo. ¿Quién era aquí el culpable, Donald o él? Los papeles se habían invertido.

—¿Estás seguro?

—Segurísimo. Además, es más difícil atravesarlo en sentido contrario, porque del otro lado el declive es más pronunciado y el caballo no tendría la menor oportunidad de erguirse cuando el agua casi le llegara al cuello.

—¿Tantas prisas tiene por dejarnos? —preguntó Nora.

Cuando clavó la mirada en su marido, una pequeña chispa de ironía brotó de los ojos de Nora. Y este lo comprendió todo de inmediato.

¡Creía que estaba celoso! ¿No habría pensado más o menos lo mismo Lil Noland cuando le contó la historia de Donald?

Ambas eran muy tontas, tanto la una como la otra. ¿Celoso de qué, demonios? ¿De su hermano? ¿De ese Donald que era un fracasado, que había acabado casándose con Mildred, que salía de la prisión de Joliet y al que podían detener en cualquier momento?

Le he dado una de tus camisas. Deberías prestarle algo de ropa. —¡Celoso! ¿No se les había ocurrido nada mejor? ¡Y todo porque Donald tenía un aire triste!—. ¿No le apetece un vaso de cerveza, Eric? P. M. la miró con fiereza.

—Te dije anoche…

—¡Ah, sí, perdón! Parece que tiene usted prohibido el alcohol. ¿Le importa que me tome yo una? Cuando la noche anterior me he excedido, es lo que mejor le sienta a mi estómago. Y no sé por qué P. M. me mira mal, pues él hace lo mismo.

Seguían en la cocina, donde solo comían los domingos, cuando no tenían a nadie del servicio. Nora se levantó por su bebida y luego dejó correr el agua caliente sobre el fregadero.

Donald se levantó a su vez, de golpe.

—Déjeme a mí.

—No, hombre, ya estamos acostumbrados.

—Yo también.

Donald acabaría por traicionarse. Seguro que no tenía criada. Lo más probable era que, antes de lo sucedido, ayudara a Mildred a lavar los platos.

Nora era lo suficientemente astuta como para albergar sospechas, y cuando tuviera algo a lo que agarrarse, ¡quién sabe hasta dónde llegaría!

—¿Casado?

No llevaba alianza, ella ya se había fijado en ese detalle. ¿Se habría visto obligado a revenderla, tal vez?

—Casado, sí. Con tres niños.

—¿Vive muy lejos de aquí?

Por miedo a las meteduras de pata, P. M. se sintió obligado a responder:

—En Ohio.

Estaban empezando a lavar los platos sin él. Y a veces Nora le miraba de soslayo, con ojillos burlones.

—Es curioso —decía ella—. Hay momentos en los que tengo la impresión de que le conozco desde hace tiempo. No se ofende, ¿verdad? Me pregunto si no nos habremos cruzado antes. ¿No habrá vivido en Los Ángeles?

Con su primer marido, Nora solía vivir allí varios meses al año.

—Nunca. Solo he estado de paso.

—Eso podría bastar.

—Hace quince días.

—Entonces no. A lo mejor se parece usted a alguien.

¿Lo hacía a propósito? ¿Se había dado ya cuenta del parecido que existía entre P. M. y él?

Tenían más o menos la misma estatura y complexión parecida. Pero aquello que en el mayor se había redondeado o siempre había sido más blando, en Donald era seco y duro. Por el contrario, esa seguridad a veces exagerada o preocupada que se percibía en la mirada de P. M. se convertía en candor o ingenuidad en el benjamín. Sus ojos eran más claros y a menudo tenía la mirada perdida.

—Prefiero lavar yo y que usted seque.

—Si me lo permite, yo lo haría al revés.

—¿Por qué?

—Porque la grasa a mí no me molesta y a las mujeres les horroriza.

—¿Has oído, P. M.?

Claro que lo había oído. Los otros domingos, Nora lavaba y él secaba.

Entre Nora y Donald ya se había establecido una especie de complicidad: una complicidad que se volvía en su contra.

Dentro de poco pasaría lo mismo con Lil Noland. Ambas eran ricas; la una gracias a su padre, la otra gracias a su primer marido. Se sabían inteligentes, independientes —sobre todo Nora—. Debían de figurarse que habían comprado a sus maridos, y ese era el pensamiento que de verdad anidaba en sus adentros.

Y de repente, porque les ponía al alcance un hombre del que no sabían nada pero de aspecto triste, Nora se levantaba pronto, empezaba a lavar los platos y a mostrarse encantada por un lado y agresiva por otro; al tiempo que Lil Noland, que debía de haber convocado a todo el valle solo para asegurarse la presencia de Donald, perdía sin duda alguna su sencillez habitual para dárselas de elegante.

P. M. tenía ganas de decir con voz chillona, para imitarlas, para imitar a Mildred y a todas esas gallináceas: «Tiene un aire triste, ¿verdad?».

¡Un fracasado, sí, señor! ¡Un hombre débil! Un tipo que no había sabido plantarle cara a la vida y asumir con honestidad, como un hombre, sus responsabilidades.

En cambio, P. M. sí que había sabido hacerlo. Eran hijos de la misma madre, y es cierto que esta se emborrachaba y que a veces el viejo Ashbridge tenía que encerrarla durante varios días, pues de lo contrario hubiera vaciado las garrafas de whisky.

O sea, que tenían la misma sangre. Y las mismas desventajas de salida.

¿Acaso se había dado Emily a la bebida? Claro que no, de lo contrario no hubiera conseguido llegar a donde estaba.

Y él, P. M., en ese valle que pasaba por ser el menos comedido de toda Arizona, se tomaba la molestia, después de la tercera copa, de bajar del taburete para ir a mirarse en el espejo y decidir si podía o no tomarse el último bourbon doble.

Después, a menudo sentía el impulso de darse una vuelta por la colina. Pero con eso no perjudicaba a nadie, y si volvía deprimido, sin atreverse apenas a tocar el volante con las manos sucias, solo era asunto suyo.