Sostenía el vaso en la mano y contemplaba vagamente el fondo con el resto de pálido whisky que aún contenía. Podría decirse —y sin duda era cierto— que retrasaba el placer de beber el último trago.
Cuando por fin lo hizo, siguió mirando el vaso durante unos instantes. Dudaba entre dejarlo sobre la barra o adelantarlo solo un poquito, dos o tres centímetros. Bill, el barman, aunque parecía inmerso en una partida de dados con uno de los vaqueros, comprendería la señal, pues estaba pendiente: siempre estaba al acecho, sobre todo con un cliente como P. M.
La coordinación es perfecta. Todo parece fortuito, tus gestos son de lo más inocentes y, a fin de cuentas, eso te permite beber sin que lo parezca. Herencia de la masonería, con esos signos suyos que comprenden los iniciados en todos los países del mundo.
Con el primer vaso, por ejemplo, cuando P. M. pide un whisky o cuando, para ser más exactos, pronuncia la palabra «whisky» moviendo apenas los labios, con una especie de lasitud o de atolondramiento, ¿qué hace Bill? Pues murmurar:
—¿Doble?
No se trata de una pregunta. Es de rigor que un caballero que entra en el Montezuma Bar no se conforme con un whisky normal. O mejor aún: no siempre hay que hablar. Entra y, mientras se encarama a uno de los altos taburetes, Bill, u otro, con una sonrisa de complicidad, alarga la mano hacia la botella de bourbon bueno, la que uno prefiere, la de los entendidos.
A veces, tras llenar el primer vaso, deja la botella a mano.
A P. M. le bastaría con deslizar apenas unos centímetros el vaso sobre la barra, pero no lo hace; se baja pesadamente del taburete y se dirige hacia los lavabos.
No es de los que pierden el control de sí mismos durante las noches de los sábados. Y en el valle hay más de uno para quien la semana tiene varios sábados.
Se encuentra bien, solo un poco mareado, con el paso algo inseguro…, pero está convencido de que no se le nota. Si se dirige hacia los lavabos, lo hace para contemplarse en el espejo y ver así si tiene derecho a un último bourbon.
—¡Hola, P. M.!
—Hola, Jack.
Hay un tipo sentado con absoluta tranquilidad en un retrete, en uno de esos cubículos sin puerta. Al igual que P. M., no se ha quitado el sombrero de vaquero de la cabeza. Los dos hombres, como todos los demás en el bar o en la ciudad, van sin chaqueta, en mangas de camisa. La mayor parte de ellos no lleva corbata, pero P. M. siempre ha exhibido cierta corrección y se la pone hasta en el rancho.
—¿Llueve?
—Aún no.
—Va a caer una de narices.
Es casi medianoche. Desde que empezó a declinar el día se ven relámpagos y se oyen sordos fragores de tormenta que vienen de México.
P. M. se contempla en el espejo. Está un poco gordo, pero no demasiado. Aquí, a causa de la mala iluminación, se le ve la piel amarillenta. Por el contrario, en el bar, donde las lámparas tienen pantallas de colores, su aspecto era sonrosado. Los ojos aún no se le han hinchado. ¿Tiene derecho a un último trago?
Desde el retrete, Jack continúa con la conversación.
—¿Cuántos quedan en competición? Yo aposté por el ocho de junio. ¡Demasiado optimista!
—¡Yo por el cuatro de julio! ¡Demasiado optimista también!
Hace varios años que al periódico de Nogales se le ocurrió esa idea. Es un diario pequeño de una ciudad pequeña que, del lado norteamericano, apenas cuenta con siete mil habitantes.
Cuando se acerca la estación de las lluvias y la gente empieza a arrastrar los pies por la calle y el asfalto se funde, cuando el termómetro se sitúa de forma invariable en los cuarenta grados y los rancheros se preguntan, como sucede algunos años, si no habría que enviar el ganado a Nuevo México o incluso a Nevada a causa de la falta de pastos, el diario organiza una especie de concurso. Cada uno inscribe en un papel que hay pegado a la vitrina la fecha en la que prevé que empezarán las lluvias.
Ya casi no quedan nombres en la lista, solo cuatro o cinco; P. M. fue a echarle un vistazo hace un rato.
Nadie podía imaginar que llegarían al 24 de julio sin una gota de agua.
—Creo que la que más se acerca es una mujer. No recuerdo su nombre.
P. M. se pasa un peine por el pelo. Siempre lleva un peine pequeño en el bolsillo. Cuando vuelve a la barra, Bill comprende de inmediato que puede extender el brazo hacia una de las botellas.
P. M. se sienta de forma invariable en el mismo sitio, en un extremo donde la barra se tuerce, y así da un poco la impresión de presidir. O sea, que sus gustos no coinciden del todo con los de los demás. Casi siempre los que vienen del valle, como él, forman grupos y hablan animadamente. Patrick Martin Ashbridge, con una familiaridad respetuosa, estrecha manos al pasar e intercambia frases con todo el mundo, pero la verdad es que siempre se mantiene un poco al margen.
¿Cuestión de dignidad? Tal vez. Pero también cuestión de preferencias. Como lo de ser uno de los últimos en marcharse el sábado por la noche. El bar está casi vacío. Se encuentra a gusto en su taburete, con el vaso en la mano y con Bill, que, entre cliente y cliente, se acerca a charlar con él.
Bill levanta la cabeza.
—¡Ya está!
Parece que, de pronto, bolitas de plomo azotan el techo. Alguien ha ido a entreabrir la puerta y, en la oscuridad de la calle, destacan sobre la acera las largas rayas de lluvia gris.
—¡Se te va a llenar el río de agua!
—¿Ha hecho bien P. M. en tomarse un último trago? Resulta que esa agua que cae del cielo está empezando a provocarle un entusiasmo interior. Sobre todo cuando el barman añade—: Puede que no te veamos durante varios días.
Es posible. A la gente del valle la separa de la carretera principal un río que está seco la mayor parte del año, pero que puede llenarse en una noche de tormenta, en una hora a veces, incluso en menos tiempo cuando las aguas se desbordan de las montañas de México. No hay ningún puente. Si las aguas no crecen en exceso, se pasa en coche, más mal que bien, o a caballo si es necesario cuando el fondo es demasiado irregular para los coches. Pero uno puede quedarse aislado durante más de diez días al otro lado del Santa Cruz.
¿Es esa perspectiva la que le estimula a atravesar la verja? Ve su imagen entre dos botellas: el rostro colorado, los ojos hinchados, las pupilas brillantes… Y le molesta, en momentos así no se gusta.
—Los hay que mañana lo pasarán mal para volver a casa —dice el barman.
Sobre todo los vaqueros. Cuando acuden a la ciudad el sábado por la noche, es difícil que se vayan antes del amanecer.
A P. M. no le queda mucho tiempo. Tanto peor. Adelante. Saca varios dólares del bolsillo trasero del pantalón, donde siempre los lleva en un fajo. Sus andares, cuando se dirige hacia la puerta, son más inseguros de lo que pensaba, pero se deja llevar, sabe que ahora que se le ha metido una imagen en la cabeza no hay más que una manera de librarse de ella. Solo de atravesar la calle bajo la lluvia que cae a cántaros ya lleva la camisa pegada a la piel. Le cuesta un poco meter la llave de contacto del coche. Ya está a unos cien metros de la verja que divide la ciudad en dos, la mitad para Estados Unidos, la otra mitad para México. Aminora, se detiene. La silueta de un agente de inmigración se acerca. Le conocen, claro; no necesita enseñar su documentación.
Resulta muy curioso: incluso con la lluvia, que debería uniformizarlo todo, el contraste sigue siendo impresionante. Basta con atravesar una verja, girar las ruedas un poco, y P. M. tiene la impresión de entrar en un mundo extraño, equívoco, prohibido.
En el lado que acaba de abandonar todo estaba en calma y era tranquilizador: la larga calle, con sus conocidos escaparates, sus aceras limpias, sus dos únicos bares aún abiertos… Y ahora se siente inmerso en un bullicio misterioso. Es más de medianoche, pero hay siluetas que deambulan bajo el diluvio, gente en los umbrales de las casas, vendedores que se te enganchan a la entrada de unas tiendas que venden alcohol y chucherías. Los riachuelos ya sueltan sus aguas amarillas por las calles llenas de socavones, y en todos los rincones oscuros se adivinan el calor humano, los gestos, los susurros.
Va a ir allá. Sin alegría. Nunca va con alegría. Puede que sea el último whisky el que haya avivado unas imágenes borrosas. O puede ser, eso es lo más probable, que la lluvia le haya lanzado a la cabeza una vaharada de recuerdos.
Hay que pasar por callejones situados a lo largo de la colina y dar vueltas y más vueltas; pronto te atrapa un olor, las sombras y las luces adoptan otro sentido, unos brazos desnudos te saludan, se te acercan sin miedo mujeres a medio vestir que se plantan ante tu coche.
Es consciente de que durante todo el camino de regreso le asaltará el habitual rencor, dominado sobre todo por el asco; que agarrará el volante de una manera especial, como si temiera contaminarlo; que evitará tocarse la cara o sujetar el cigarrillo por el extremo que entra en contacto con la boca.
El agua cae por todas partes. Los limpiaparabrisas solo funcionan a ratos. Cuando baja por la colina, las ruedas del coche levantan olas de agua enlodada, y él se queda con la impresión de llevarse consigo el olor y, sobre todo, la imagen de las palanganas, de esas infames palanganas de esmalte a las que nunca ha podido acostumbrarse.
Tiene ganas de parar y lavarse las manos en Las Cuevas, ese restaurante mexicano con una barra gigantesca que permanece abierto toda la noche para la clientela americana. Pasa por delante, entrevé a los músicos en traje de opereta que van de mesa en mesa con sus guitarras y sus abigarrados sombreros.
Si entra, beberá; y si bebe, se arriesga a comportarse de manera peligrosa.
Es ayudante del sheriff como casi todo el mundo en el valle: la gente bien, los propietarios de ranchos.
Algunos se burlan, pero eso no les impide ir también corriendo riesgos por ahí.
Lo que la gente no siempre comprende es que él es un hombre escrupuloso. ¡Ahí está! Hacía rato que buscaba la palabra adecuada. Podría haber dicho que era un hombre honrado, pero eso no bastaba Aunque ha bebido, no ha dejado por ello de estar atento a su estado. Incluso se ha plantado ante el espejo antes de tomarse el último bourbon. Ha ido allá arriba, es cierto, pero…
Sonríe con amargura en la oscuridad de su coche, que, por primera vez en meses, está lleno de aire auténticamente fresco. Él ya se entiende. No va hasta allá arriba para hacer el crápula, como algunos que conoce. En cuanto a las precauciones que toma, ¡seguro que les harían gracia!
¿Habrá vuelto Nora? Poco probable. Indudablemente habrá bebido más que él, aunque nunca parezca que lo hace. Ha ido a jugar al bridge a casa de los Cady, dos ranchos más allá del suyo. Es su día. Y en casa de los Cady, como en todas partes, los vasos no se quedan mucho rato vacíos. Van jugando a las cartas y así no se percatan de lo que llegan a beber.
¿Qué más da, a fin de cuentas? ¿Qué necesidad tiene de preocuparse? Ha atravesado Nogales. El bar de Bill está cerrado, lo que quiere decir que es más de la una de la madrugada. Volverán más o menos a la misma hora, Nora y él. Si llega él primero, se servirá un vaso de cerveza, porque después del bourbon te limpia. En un momento dado, pasa cerca del Santa Cruz, que serpentea a su derecha, y oye ese murmullo característico que indica que el río ya lleva agua.
Delante de él, un coche circula despacio. No se atreve a adelantarlo por miedo a dar un bandazo y se impacienta. ¿Por la cerveza? ¿Por Nora? Tiene ganas de lavarse las manos, de darse una ducha caliente, de enjabonarse de pies a cabeza.
Habitualmente le lleva media hora llegar al rancho; pero a causa de la tormenta y de ese coche que no avanza necesita casi una hora.
A duras penas advierte entre la lluvia los postes blancos que le indican que ha llegado y que debe girar a la derecha. El camino conduce a varios ranchos. Al cabo de doscientos metros le detiene el Santa Cruz, y los faros iluminan las aguas en movimiento, los desperdicios arrastrados por la corriente.
Como el caudal no es profundo, pone en marcha el coche, que, una vez al otro lado, remonta con dificultad la ribera. Quién sabe, tal vez ha llegado justo a tiempo. En una hora, o en dos, sin duda ya no se podrá pasar.
Tras las alambradas advierte caballos; una iguana joven y casi transparente cruza el camino frente a las ruedas del coche. Las luces que hay a su derecha, bastante lejos tras la cortina de árboles, son las de la casa de los Cady.
Aún no debe de haber terminado la partida. También se ve luz en casa de los Noland, pero ahí la hay casi todas las noches. De hecho, es curioso que no se haya topado con sus coches cerca del río. ¿Estarán esperando a que suba el nivel? Resulta extraño que la gente se pierda la primera crecida. Dentro de nada, cuando ya hayan bebido lo suyo, acudirán todos a ver correr el agua.
Puede que también vaya él con Nora.
Gira a la izquierda. Hay un trozo malo de carretera, un socavón que arreglan constantemente y que enseguida se vuelve a hundir. Se tiene que saber tomarlo, y luego girar de nuevo y franquear el portal.
Siempre se ven relámpagos del lado de México, donde llueve con tanta o más fuerza que en Nogales, pero apenas si se adivina el lejano rugido del trueno. La puerta del garaje está abierta. Suelen dejarla así.
Guarda el coche y vuelve sobre sus pasos porque se ha dejado encendidas las luces piloto. Para dirigirse a casa enciende una linterna y, justo en el momento en que la enfoca hacia delante, oye una voz que dice:
—¡Pat!
Aquí nadie le llama Pat, ni siquiera Nora. Hace diez, veinte años que no le han llamado así. Y ya de pequeño odiaba ese diminutivo.
Es curioso, pues ha reconocido la voz sin ser consciente de ello. Se le ha encogido el corazón como cuando se tiene mucho miedo, pero, al mismo tiempo, no se sabe por qué.
Hay alguien, una silueta que no intenta protegerse del diluvio. No es una emboscada. La silueta permanece inmóvil, con los brazos pegados al cuerpo. Precisamente por esa actitud siente algo humilde y amenazante a la vez, o de una indiferencia tal que resulta inhumana. Hace unos instantes, en Nogales, del lado mexicano, hasta los mendigos se tomaban la molestia de resguardarse en los umbrales.
Acaba de entenderlo. Es imposible y, sin embargo, sabe que se trata de eso. También él quisiera pronunciar un nombre, o mejor un diminutivo, pero no se atreve y mira horrorizado a su alrededor, esperando ver aparecer de un momento a otro los faros del coche de Nora.
—¿Cómo lo has conseguido?
—Quisiera comer. ¿Es posible?
—¿Está alguien al corriente?
—No. Solo Emily.
—¿Has visto a Emily?
—Pasé por Los Ángeles para verla.
—¿Y nadie…?
—Nadie me ha reconocido.
Al salir del garaje llevaba en la mano la llave de la casa, pues las dos criadas duermen en sus respectivos domicilios. Además, no van los domingos. La puerta está ahí, a menos de tres metros. A los dos hombres les chorrea el agua por la cabeza y los hombros. Pero uno no se mueve, como si le hubieran clavado al suelo, y el otro espera sin atreverse a insistir.
—¿Cómo has conseguido llegar hasta aquí?
—De todas las maneras posibles. Emily me dio todo el dinero que tenía a mano. He viajado en autobuses. En Phoenix trabajé dos días en una tienda de comestibles. Luego he hecho autoestop.
—¿Ha sido Emily quien te ha dado mi dirección?
—Sí.
—¿Cómo has encontrado la casa?
—Hace cuatro horas que te espero.
—¿Has hablado con los vecinos?
—No temas, no he hablado con nadie.
—¿Cómo lo has conseguido?
Esa puerta tan cerca…, bastaría con empujarla para estar resguardados, ¡y no se decide a ir hasta ella! Pero Nora no debe encontrarlos hablando bajo la lluvia, en la oscuridad. Aún tiene la linterna en la mano, aunque el haz de luz apunta hacia el suelo.
—Emily me dijo el nombre de tu rancho, y que se encontraba en Tumacacori, entre Tucson y la frontera.
—¿Te aconsejó ella que vinieras?
—No. El coche que me trajo hasta aquí me dejó frente a un bar al norte de la carretera.
—¿Has preguntado por mí en el bar?
—He intentado telefonearte, pero nadie contestaba. —P. M. se echa a temblar. ¿Qué habría pasado si Nora llega a estar en casa y atiende la llamada?—. Luego le he preguntado a la señora que lleva el bar, y que por cierto no es muy amable, si conocía tu rancho. Sin mencionar tu nombre. Como si yo fuera alguien que buscara trabajo.
—¿Qué te ha dicho?
—Que siempre podía intentarlo, pero que la gente no duraba mucho en tu casa. La he buscado en la oscuridad. Quisiera comer.
La voz suena desde el principio monótona pero no colérica, no denota impaciencia aunque tampoco auténtica humildad. P. M. tarda un buen rato antes de enfocar la linterna sobre el rostro del hombre.
¿A qué espera? Tiene ante sí un rostro banal, no especialmente delgado, de formas aún redondeadas, con unos ojos muy vivaces y sin los inquietantes restos de barba en las mejillas que suelen llevar los vagabundos.
—Emily me dio una navaja. Me he afeitado esta misma tarde en Tucson.
Lleva una camisa blanca, como P. M., y un pantalón que, a pesar de la lluvia, no parece muy gastado.
—¿Qué piensas hacer?
—De momento, comer. En Tucson ya no me quedaba dinero. ¡Menuda idiotez! Guardaba aún algunos dólares envueltos en un pañuelo y los he perdido. Quizá me han robado al bajar del autobús…
Tiene una risita que P. M. no le conocía.
—Ven.
Está a punto de cambiar de idea, de conducirlo a los establos, de llevarle comida, de decirle que se vaya durante la noche, para que así Nora…
—Después me llevarás a México. Mildred y los niños ya se encuentran allí.
—¿Dónde?
—En Nogales. Están esperándome.
—¿Dices que Mildred…?
—Sí.
—¿Fuiste a verla a Iowa?
—No.
—¿Cómo lo has hecho?
—Lo planeamos todo durante las visitas. Ya no podía más. Necesito vivir con ellos.
—Pero…
—Tengo hambre, Pat.
Por fin mete la llave en la cerradura, rápidamente, pues le parece oír ruido de coches por la zona de los Cady.
—Tú estás casado, ¿no? Emily me dijo…
—Mi mujer volverá de un momento a otro.
Enciende la luz. El porche, tras los mosquiteros, se ve amplio y fresco. A continuación se dirige al salón, con esos inmensos sillones que tanto le han gustado siempre.
—Ven.
Antes de entrar en la cocina se acerca de nuevo a la puerta. Tres coches han abandonado la casa de los Cady, y los tres se encaminan hacia el río: ya lo había previsto. Todo el mundo quiere comprobar antes de acostarse el nivel del agua.
—Escúchame: te ruego que no vuelvas a llamarme Pat.
—¿Cómo debo llamarte?
—Todo el mundo me llama P. M.
Le gusta ese apelativo. De muy joven leyó que los grandes jefazos de Nueva York, los banqueros, los hombres de negocios, suelen hacerse llamar por sus iniciales.
—¿Qué vas a decirle a tu mujer?
—No lo sé. Si hubiera vuelto antes, tal vez habría podido acompañarte esta misma noche.
—¿A México?
Y el otro palidece, se olvida de mirar el frigorífico del que P. M. saca medio jamón. También hay, en los estantes, botellas de cerveza de diferentes tipos. Por su parte, P. M. se altera al verlas y cierra con firmeza la puerta de la nevera.
—Voy a buscarte agua. Espera. Dudo mucho de que pueda pasarte al otro lado de la frontera esta noche.
—¿Por qué? Mildred ya está allí con los críos.
—¿En el hotel?
Una vez más, tiene miedo. ¿Se le habrá ocurrido dar su auténtico nombre?
—No. Creo que ha alquilado una habitación amueblada.
Se come el jamón mientras sostiene una gruesa loncha en la mano, pero traga con dificultad.
—El río está creciendo. Me arriesgo a no poder cruzar a la vuelta.
Si dispusiera de algunas horas más, una tan solo. Pero Nora está a punto de llegar. Quién sabe si no aparecerá con algunos amigos para tomar la última copa, como sucede con frecuencia…
—No me hagas preguntas. ¿Estás seguro de que no te han reconocido?
—Me habrían echado el guante, ¿no?
Evidentemente. La pregunta era estúpida.
—¿La gente de aquí lo sabe? —pregunta el intruso—. ¿Tu mujer?
—No.
—Lo suponía.
—¿Preferirías que se lo hubiera dicho?
Hay momentos en que las voces traslucen agresividad, pero siempre es el visitante quien se calma, y siempre con la misma falta de humildad.
—¿No llevas equipaje? —Y el otro se encoge de hombros—. ¿Qué podría decir? ¡Un momento! Que eres un amigo de la infancia… Una antigua amistad, vaya.
—Ya.
—Alguien a quien perdí de vista hace tiempo.
—Sí.
—Lo más difícil de explicar es que no tengas coche.
—Lo siento.
—Pero debes de haber llegado hasta aquí de alguna manera.
—Con unos amigos.
—Exacto. Unos amigos que se dirigían a México. Y tú has querido pasar unas horas conmigo.
—Eso es lo que diré.
—Un momento. Has quedado con ellos en Nogales. ¡No! Pues se supone que allí tienen una dirección, un hotel, algún sitio al que podríamos telefonearles.
La ansiedad hace que le tiemblen las rodillas mientras intenta distinguir entre el crepitar de la lluvia el ruido de un coche. Ya no está borracho. Pero cree que aún huele a alcohol y se mantiene a cierta distancia de su compañero.
—El río crece. Puede que mañana haya bajado. Si es así, pasaremos.
—¿Cómo?
—Ya veremos. No me interrumpas todo el rato.
—Es probable que en la frontera tengan mis datos y mi fotografía. Había pensado que por las montañas.
—En las montañas hay patrullas a caballo.
—Hace un momento decías…
—Ya llega. Cállate. Te llamaré… A ver… Eric… Eric Bell.
—Como quieras.
—Y tú llámame P. M. ¿Te acordarás?
—Claro.
—Echa ahí los restos del jamón. Tenemos una habitación para invitados. Tú…
—¿Qué?
Debido a la pregunta que P. M. quisiera plantear se le hace un nudo en la garganta. Y el tiempo vuela: ya se oye el ruido de un motor fuera.
—Tú, desde que has salido, no has…
—Solo he bebido agua y Coca-Cola.
Se enjuga la frente tranquilizado.
—Siéntate. Enciende un cigarrillo.
—No tengo.
Le acerca una cajetilla.
—Compórtate con naturalidad. Nora es…
Mientras busca la palabra adecuada, se oye el ruido de la puerta al cerrarse y voces en el porche.
—¿Estás ahí?
Son varios, también empapados, pues han querido ver el río de cerca y han salido de los coches. Están los Cady, la señora Pope con su perro en brazos y los Noland, que han sido reclutados por el camino.
—Pasad, hijos míos. Ahora traigo algo de beber. ¡Vaya! Tú…
Nora se ha detenido ante el desconocido, que se ha acomodado en un sillón del salón y bajo cuyos pies se ha formado un charco de agua.
—Un amigo, Eric Bell. Un antiguo compañero. Imagínate que… —Se percata entonces de que no se ha lavado las manos y se pone nervioso al recordar la colina mexicana—. Bell ha venido a verme por unas horas, pero creo…
—En todo caso unos días —replica ella sin la menor acritud. Abre el mueble de los licores y P. M. quisiera poder detenerla—. Espero que tenga ropa de recambio. El río crece a cada minuto. Cuando hemos llegado ya no se podía pasar. Un poco más y los Pemberton se quedan al otro lado. Según Cady…
—Yo creo que tenemos para una semana —la interrumpe Cady—. He telefoneado hace un momento al servicio meteorológico: en Sonora hay auténticas trombas de agua.
—¿Cómo has dicho que se llama?
—Eric Bell.
—¿Es la primera vez que visita el valle, señor Bell?
—La primera.
—Ya verá que no lo pasamos del todo mal, aunque estemos atrapados por el Santa Cruz. ¿Whisky? ¿Bourbon?
—No, gracias.
—¿Cerveza?
—No, gracias.
—¿Nada de nada?
—Mi amigo Bell —interviene P. M.— acaba de salir de una grave enfermedad y tiene prohibido el alcohol.
—En ese caso no insistiré. Los demás, arregláoslas. ¿Habéis hecho acopio de provisiones por lo menos?
—Conservas suficientes para aguantar ocho días.
—¿Y para beber?
—Solo nos falta cerveza —repone la señora Cady—. Harry debería haber ido a buscar algunas cajas esta tarde. Pero aparecieron los Smiley y nos entretuvieron hasta las seis. Ya era demasiado tarde.
—Os pasaremos una caja. ¿Quién tiene hambre?
A partir de este momento, la reunión puede alargarse hasta las cinco o las seis de la mañana. Hay jamón, queso, conservas. Nora ha puesto vasos y cuatro o cinco botellas sobre el velador.
Todos conocen la casa, así que cualquiera de ellos va a la cocina para hacerse con pan o con hielo.
—Seguro que los Pemberton se acercan a saludar.
¡Vaya que sí! Y el resto de la gente, todos los que sientan curiosidad por echar una ojeada al río. Cuando vean luz y coches en casa de los Ashbridge, entrarán como si les perteneciera.
—¿Bourbon? ¿Whisky?
—¡No te molestes!
Hay sillones amplios y almohadones para todo el mundo. La señora Pope se encontrará mal. Siempre acaba encontrándose mal y ensuciando el cuarto de baño, y después llora sin que se sepa muy bien por qué y estrecha al perro contra su pecho.
Alguien ha puesto en marcha el tocadiscos. Nadie lo escucha, pero proporciona un sonido de fondo que impide que se noten los silencios.
—Un viejo indio apache asegura que lloverá durante cuarenta días. Hace una semana que se lo dijo a un periodista. Parece que las serpientes y las liebres han abandonado las orillas del río.
P. M. se da cuenta de que el intruso tiene temblores.
—Tal vez debería prestarle un pantalón y una camisa —dice mientras se levanta.
—¿Pero cómo ha podido empaparse así?
—No lo sé, pero si es tan amable de seguirme…
Y en ese preciso momento P. M. siente auténticas ganas de llorar. Nadie se da cuenta. Todos están ya demasiado borrachos como para fijarse en él.
—¡Ven! —exclama.
Cuando atraviesa el salón en toda su amplitud tiene la impresión, tal vez a causa de lo que ha bebido, de que la casa se tambalea a su alrededor. Y no es solo la casa lo que tiembla sobre sus cimientos, sino toda su vida, toda esa seguridad obtenida con tanto esfuerzo y tanta obstinación. A sus espaldas oye la música, las voces y el entrechocar de los vasos.
¿Ganas de llorar o de vomitar?
—¡Ven!
El hombre le sigue con paso ligero, silencioso, con unos andares que sorprenden de repente a P. M. y que la gente no suele utilizar en la vida normal.
Vasos y botellas se amontonan sobre el velador, junto al que pasa como un felino. ¿Le entrarán ganas de detenerse, de tomar un vaso, de bebérselo?
¿Se dan cuenta los demás, felizmente hundidos en sus sillones, del riesgo al que se exponen?
Pasarán horas en una espesa atmósfera etílica sin sospechar que hay un asesino en la casa.
—¡Ven!
Abre una puerta y luego otra. Atraviesa la habitación de Nora, toda azul, y el cuarto de baño de Nora, del mismo color y de un lujo insospechado para un valle perdido de Arizona. Y ya se encuentra en su ambiente, una habitación amarilla y marrón, con un cuarto de baño amarillo.
Va encendiendo las luces y abre un armario en el que cuelgan varios trajes.
—Tenías la misma talla que yo.
—He adelgazado un poco.
Sin prisas, sin pudor, como cuando eran pequeños, su hermano se quita la camisa y deja al descubierto un pecho blancuzco, un torso poderoso, muy musculoso, que P. M. siempre le ha envidiado. Se baja los pantalones, los calzoncillos. Se queda completamente desnudo.
—Tal vez sea mejor que me des un pijama y que me vaya a dormir.
»Te causo muchas molestias, ¿verdad? —comenta mientras se lo pone y, como si hablara solo, añade—: Es mejor que me lleves lo antes posible.
P. M. tiene algo en la garganta, algo que no acierta a definir. A duras penas puede articular:
—¿Vas armado?
—No.
Abre una puerta.
—El cuarto de baño está a la derecha. Hay de todo.
Una vez solo, siente que algo le arrastra. Hace tiempo que no le pasa y, además, hoy apenas ha bebido.
Vomita de un tirón y deja pasar un buen rato antes de reunirse con Nora y sus invitados.