I

Desde la ventana de su cuarto, monseñor Sleeth miraba, con el ceño fruncido, el jardín. Allí, la señorita Moffat, cesto en mano, permanecía junto a Andrés y el Padre Chisholm, mientras Dougal recogía las hortalizas para la comida. El tácito aire de camaradería que rodeaba al pequeño grupo aumentaba el irritante y exclusivo sentimiento que experimentaba Sleeth, fortaleciendo su resolución. Sobre la mesa, a su lado, redactado con su máquina portátil, estaba el informe que acababa de terminar, documento claro y rotundo, cargado de indiscutibles demostraciones. Sleeth saldría hacia Tynecastle dentro de una hora y el informe estaría por la noche en manos del obispo.

Pero, a pesar de la viva y tajante satisfacción de monseñor Sleeth al ver su tarea debidamente cumplida, era innegable que la semana pasada en la Parroquia de Santa Colomba había sido de prueba. El secretario del obispo encontró muchas cosas que le confundían e incluso le enojaban. Fuera de un grupito cuyo centro era la piadosa y obesa señora Glendenning, los feligreses mostraban interés, y hasta cabía decir afecto, por su extravagante pastor. El día antes tuvo Sleeth que tratar severamente a la delegación que le esperaba para manifestar su adhesión al párroco. ¡Como si Sleeth no supiese que el que ha nacido en un pueblo tiene siempre su camarilla! Su exasperación llegó al colmo cuando, aquella misma tarde, le visitó el ministro presbiteriano de la localidad y, tras muchas tosecillas y carraspeos, expresó su esperanza de que el Padre Chisholm no «les dejase», porque «el sentimiento cristiano había sido tan admirable últimamente…». ¡Sí, sí, admirable!

Mientras Sleeth meditaba, el grupo que había al pie de la ventana se dispersó y Andrés corrió al invernadero, de seguro en busca de su cometa. El anciano sacerdote tenía la manía de fabricar grandes cometas de papel, con ondulantes colas, que volaban, Sleeth lo admitía a regañadientes, como monstruosos pájaros. El martes último, acercándose a la pareja felizmente unida a las nubes por el tenso cordel, Monseñor osó reprochar al párroco:

—Realmente, Padre, ¿le parece digno este pasatiempo?

El viejo sonrió, confundido. Nunca se rebelaba. Siempre tenía una sonrisa tranquila, enloquecedoramente suave.

—Los chinos se distraen con él, y son gente muy digna.

—Presumo que será una de sus costumbres paganas.

—Quizá. Pero muy inocente.

Sleeth, solo; amoratada la nariz por el viento frío, se quedó mirando. Al parecer, el anciano combinaba el placer con la instrucción. De vez en cuando, mientras él sostenía el bramante, el niño, sentándose en el invernadero, tomaba, sobre un trozo de papel, apuntes que el sacerdote le dictaba. Una vez conclusas, aquellas laboriosas anotaciones eran ensartadas en el cordel de la cometa y ascendían, rumorosas, al cielo, ante el júbilo de maestro y discípulo.

Un impulso de curiosidad se apoderó de Sleeth. Cogió la última misiva que sostenían las excitadas manos del muchacho. El apunte estaba claramente escrito y con no mala ortografía. Sleeth leyó:

Prometo sinceramente oponerme con vigor a cuanto sea estúpido, fanático y cruel.

Andrés.

P. S. La tolerancia es la mayor virtud. La siguiente es la humildad.

Monseñor Sleeth miró larga y fríamente el escrito antes de devolverlo. Esperó, con una expresión glacial, a que estuviera preparado el siguiente. Rezaba:

«Podrán nuestros huesos disolverse y convertirse en tierra de los campos, pero el Espíritu persiste y vive en las alturas, en una condición de glorioso esplendor. Dios es el Padre común de toda la Humanidad».

Ablandado, Sleeth habló al padre Chisholm.

—¡Excelente! ¿No es de San Pedro esa sentencia?

—No —y el anciano movía excusadoramente la cabeza—. Es de Confucio.

Sleeth, desconcertado, se alejó en silencio.

Por la noche inició una astuta discusión, que el anciano evadía con desazonadora facilidad. Al fin, Sleeth, exasperado, exclamó:

—Tiene usted una extraña noción de Dios.

—¿Quién de nosotros tiene noción de Dios? —sonrió el Padre Chisholm—. La palabra «Dios» es una palabra humana… expresiva de reverencia para nuestro Creador. Si sentimos esa reverencia, veremos a Dios…, no lo dude usted.

No sin enojo, Sleeth se sintió ruborizado.

—Parece que da usted muy poca importancia a la Santa Iglesia…

—Por el contrario, toda mi vida me ha complacido sentir sus amorosos brazos en torno de mí. La Iglesia es nuestra madre, una madre que conduce hacia delante, a través de la noche, a esta pobre banda de peregrinos que somos los hombres. Pero quizás existan también otras madres. Y acaso no falten algunos pobres peregrinos que caminen, dando tumbos y solos, hacia su hogar…

La conversación a que pertenecía este fragmento conturbó seriamente a Sleeth. Y, cuando se acostó aquella noche, le produjo una extraña pesadilla. Soñó que, mientras la casa dormía, su ángel de la guarda y el del Padre Chisholm dejaban solos a sus protegidos durante una hora y bajaban a la sala a echar un trago. El ángel de Chisholm era una criatura menuda y querúbica, y el de Sleeth, un ángel provecto, con ojos disgustados y desordenado y colérico plumaje. Mientras bebían, apoyando las alas en los brazos de sus sillones, discutieron acerca de sus respectivos patrocinados. Chisholm era tachado de sentimental, pero escapaba sin mayor ultraje. En cambio, Sleeth quedaba hecho un trapo. En su sueño sintióse bañado en sudor al oír a su ángel dedicarle un vituperio final:

—Uno de los peores que he tenido a mi cargo: lleno de prejuicios, pedante, ambiciosísimo y, lo que aún es más grave, un mezquino… ¡y un chinchoso!

Sobresaltado, despertó Sleeth y se halló en la oscuridad de su alcoba. ¡Qué sueño tan abominable e ingrato! Sintió un escalofrío. Le dolía la cabeza. Era lo bastante discreto para no incurrir en la sandez de dar crédito a semejantes pesadillas, meras y odiosas desvirtuaciones de los pensamientos que se tienen en estado de vigilia, y muy diferentes de los buenos y auténticos sueños de las Escrituras, como, por ejemplo, el de la mujer del Faraón. Rechazó violentamente su sueño, como un pensamiento impuro.

Mas ahora lo recordaba, mientras seguía mirando por la ventana: «Lleno de prejuicios, pedante, ambiciosísimo y, lo que aún es más grave, un mezquino… ¡y un chinchoso!».

Reparó en que había juzgado mal las intenciones de Andrés. El niño no salía del invernadero con su cometa, sino con un cesto de mimbre en el que, con ayuda de Dougal, empezó a poner unas ciruelas y peras recién cogidas. Terminada la tarea, el niño se dirigió hacia la casa, con el cesto al brazo.

Sleeth experimentó el súbito impulso de retirarse de la ventana. Había adivinado que aquellas frutas eran para él. Esto le disgustaba, le dejaba desconcertado de un modo vago y absurdo. El golpe que oyó en la puerta hízole afanarse en poner en orden sus dispersas ideas.

—Adelante.

Andrés entró y depositó el cesto sobre la cómoda. Con la timidez propia de quien se sabe poco apreciado, pronunció el mensaje que le encargaron y que había ido repitiendo mientras subía las escaleras:

—El Padre Chisholm le ruega que acepte estas frutas.

Las ciruelas son muy dulces, y las peras, las últimas que cogeremos.

Monseñor Sleeth miró fijamente al niño, preguntándose si no habría algún doble sentido en el final de la frase.

—¿Dónde está el Padre Chisholm?

—Abajo. Esperándole a usted.

—¿Y mi coche?

—Dougal acaba de traerlo; está en la puerta.

Hubo una pausa. Andrés, vacilando, empezó a retirarse.

—¡Espera! —dijo Sleeth con severidad—. ¿No crees que sería más oportuno y cortés llevar tú abajo la fruta y ponerla en mi coche?

El muchacho, ruborizándose, se aprestó a obedecer. Cuando retiraba el cesto de la cómoda, una de las ciruelas cayó y fue a parar bajo el lecho. Más enrojecido que nunca, encorvóse y, torpemente, cogió la fruta. La blanda piel de la ciruela se reventó y su jugo manchóle los dedos. Sleeth le contemplaba, con una fría sonrisa.

—Me parece que no servirá ya para mucho, ¿eh?

Silencio.

—Te digo que no servirá para mucho.

—No, señor.

La difusa y singular sonrisa de Sleeth se acentuó.

—Eres un niño notablemente terco. Me he estado fijando en ello toda la semana. Terco y mal educado. ¿Por qué no me miras?

Con un tremendo esfuerzo, el chiquillo alzó los ojos que fijaba en el suelo. Temblaba como un nervioso potranco cuando su mirada chocó con la de Sleeth.

—No mirar a la cara a una persona indica una conciencia culpable. Y, además, es una grosería. Ya te enseñarán mejor en Ralstone.

Otro silencio. El niño estaba lívido. Monseñor Sleeth seguía sonriendo. Se humedeció los labios.

—¿Por qué no contestas? ¿Es que no deseas ir a esa Institución?

—No, no deseo ir —tartamudeó el muchacho.

—Pero sí querrás hacer lo que es debido, ¿verdad?

—Sí, señor.

—Entonces, irás. Y hasta puedo decir que irás muy pronto. Ea, ahora lleva esa fruta al coche… si eres capaz de hacerlo sin que se te caiga.

Cuando el niño salió, monseñor Sleeth permaneció inmóvil, fija la línea de sus labios en una contracción rígida, tensa. Dejó caer los brazos, con las manos crispadas.

Sin abandonar su rígida expresión, se acercó a la mesa. Nunca se hubiera creído capaz de un sadismo como el de minutos antes. Pero aquella misma crueldad purgó su alma de sombras. Sin titubeos, inexorablemente, cogió su bien compilado informe y lo redujo a pedazos. Sus dedos rasgaban las hojas con metódica violencia. Apartó de sí los fragmentos y, arrugados, los diseminó por el suelo. Luego con un gemido, cayó de rodillas.

—¡Oh Señor! —dijo con voz natural y suplicante—. Hazme aprender algo de ese buen anciano. Y, ¡oh mi amado Señor!, haz que nunca se me pueda llamar chinchoso…

Aquella misma tarde, después de partir monseñor Sleeth, el Padre Chisholm y Andrés penetraron, parsimoniosos, por la puerta trasera del jardín. Aunque el niño tenía aún hinchados los ojos, su mirada brillaba con esperanza, y su rostro, al fin, se había tranquilizado.

—¡Cuidado con estos plantíos, muchacho! —dijo Francisco, en un cómplice cuchicheo, empujando al niño hacia delante—. Ya hemos tenido hoy bastantes complicaciones para que, encima, venga Dougal a reprendernos.

Mientras Andrés buscaba gusanos para cebo entre las plantas, el anciano se dirigió al cobertizo de las herramientas. Sacó sus cañas de pescar truchas y esperó en la puerta. El niño llegó, jadeante, con un recipiente de latón lleno de retorcidos gusanillos. El sacerdote emitió una risa reprimida.

—Dime, ¿no eres un niño afortunado, puesto que vas a buscar truchas con el mejor pescador de todo Tweedside? Dios crea los pececillos, Andrés, y nos envía a nosotros a pescarlos…

Las dos figuras, cogidas de la mano, fueron disminuyendo y, al fin, desaparecieron camino abajo, hacia el río.

F I N