El reverendísimo señor obispo Mealey se retrasaba en extremo. Ya un simpático y joven sacerdote de la casa había aparecido dos veces en la puerta del salón para explicar que Su Ilustrísima y el secretario de Su Ilustrísima estaban inevitablemente retenidos por cierta asamblea… El Padre Chisholm parpadeó formidablemente tras su ejemplar de The Tablet:
—¡La puntualidad es la cortesía de los prelados!
—Su Ilustrísima es un hombre ocupadísimo.
Y el joven sacerdote se retiró, con una sonrisa incierta, un poco desconcertado por aquel vejancón que llegaba de China. ¿No habría peligro en dejarle solo allí, con los objetos de plata? La audiencia había sido señalada para las once y el reloj señalaba las doce y media.
Aquélla era la misma estancia en que Francisco esperó su entrevista con MacNabb. ¿Cuánto tiempo hacía? ¡Cielos clementes! ¡Treinta y seis años! Francisco movió la cabeza con sentimiento. Le había divertido intimidar al curita, pero distaba mucho de sentirse belicoso. Por el contrario, se encontraba muy decaído aquella mañana y desesperantemente nervioso. Necesitaba pedir algo al obispo. Aborrecía el solicitar favores, más éste le era preciso pedirlo. Por eso había experimentado un sobresalto cuando recibió la cita episcopal en el modesto hotel donde se hospedaba desde que el buque le dejara en Liverpool.
Con resolución, se estiró la arrugada ropa y alzóse el no muy flamante cuello. Todavía no era un hombre viejo, en realidad. Aún tenía vitalidad abundante. Puesto que ya pasaba tanto del mediodía, sin duda Anselmo le invitaría a almorzar. Francisco necesitaría mostrarse atento, reprimir su lengua, siempre demasiado viva; escuchar los relatos de Anselmo, reír sus bromas, no omitir un poco, quizás un mucho, de lisonja… Si Dios quisiera que no empezaran a movérsele contra su voluntad los nervios de la mejilla estropeada. Cuando le sucedía eso, Chisholm tomaba el aspecto de un perfecto lunático.
Faltaban diez minutos para la una. Al fin se produjo una conmoción considerable en el corredor contiguo, y el obispo Mealey entró con paso enérgico en la sala. Acaso viniera de prisa. En todo caso, sus modales eran vivos, sus ojos brillaban mirando a Francisco, y parecía reparar bien en la hora señalada por el reloj.
—Mi querido Francisco. Cuánto me alegro de volver a verte. Tienes que perdonarme este pequeño retraso… No, no, por Dios, no te levantes. Vamos a hablar aquí. Estaremos… estaremos con más intimidad que en mi despacho.
Asiendo una silla, se sentó, con gracia y naturalidad, ante la mesa, al lado del Padre Chisholm. Mientras su mano carnosa y bien cuidada se apoyaba afectuosamente en la manga de su visitante, el obispo pensaba: «¡Cielos, qué viejo y débil está Francisco!».
—¿Qué hay de nuestro querido Paitan? Sé por monseñor Sleeth que la Misión marcha bastante prósperamente. Recuerdo muy bien mi estancia en aquella desolada ciudad, entre la devastación y la mortal peste… En verdad, hay que ver la mano de Dios en esas cosas. ¡Ah!, aquéllos eran mis tiempos iniciales, Francisco. A veces los añoro. Ahora no soy —y sonrió— más que un pobre obispo. ¿Me encuentras muy cambiado desde la última vez que nos despedimos en aquel embarcadero de Oriente?
Francisco examinó a su antiguo amigo con extrañeza y admiración. No cabía duda: Anselmo Mealey estaba mejorado con los años. La madurez le había llegado retrasada. Su cargo le daba dignidad y convertía en suavidad su efusivismo primitivo. Tenía muy buena presencia y llevaba la cabeza alta. Los mismos ojos aterciopelados de antes seguían iluminando su rostro clerical, lleno y liso. Se hallaba bien conservado, no había perdido la dentadura y su cutis era flexible y vigoroso.
Francisco dijo con sencillez:
—Nunca te he encontrado mejor.
El obispo inclinó la cabeza, complacido.
—O tempora! O mores! Ninguno de los dos conservamos la juventud que tuvimos. Pero yo no llevo mis años mal, Francisco. Opino que la buena salud es esencial para la eficacia. ¡Si supieras la de cosas que tengo que hacer! Estoy sometido a una dieta muy estricta. Y tengo un masajista, un sueco tan rudo, que me mete el temor de Dios literalmente en el cuerpo. Pero me parece —añadió, con repentina y sincera solicitud— que tú te has abandonado mucho.
—La pura verdad es que, a tu lado, me noto como un guiñapo viejo, Anselmo. Pero el corazón me lo siento joven… o procuro sentírmelo. Y creo que puedo prestar algunos servicios aún… Espero… espero que, en conjunto, no estarás descontento de mi labor en Paitan.
—Tus esfuerzos, mi querido Padre, fueron heroicos. Naturalmente, nos han decepcionado un poco las cifras… Monseñor Sleeth, ayer precisamente —la voz de Anselmo sonaba benévola—, me mostraba las estadísticas. En treinta y seis años has hecho menos conversiones que el Padre Lawler en cinco. Te ruego que no tomes esto como reproche. Sería muy poco amable en mí. Otro día que tengamos bastante tiempo discutiremos el caso a fondo… Entre tanto —y sus ojos se dirigían al reloj— dime si puedo servirte en algo.
Tras una pausa, Francisco respondió en voz baja:
—Sí… Sí, Ilustrísima… Deseo una Parroquia.
El obispo, atónito, casi perdió, de pronto, su benigna y afectuosa compostura. Enarcó lentamente las cejas mientras Chisholm proseguía, con serena intensidad:
—Dame la Parroquia de Tweedside, Renton, una Parroquia mayor y mejor, está vacante. Asciende al párroco de Tweedside y mándalo a Renton. Y a mí déjame… déjame volver a donde nací.
La sonrisa del obispo habíase petrificado en su rostro y parecía un tanto menos espontánea.
—¡Vamos, Francisco! Se diría que te propones administrar mi diócesis.
—Tengo una razón especial para pedirte eso y te lo agradeceré mucho…
Chisholm advirtió con horror que su voz sonaba áspera, sin poderlo evitar. Interrumpióse y, luego, añadió indecisamente:
—El obispo MacNabb me prometió una Parroquia si yo volvía alguna vez a Inglaterra. Tengo su carta aquí —añadió, buscando en un bolsillo interior.
Anselmo alzó la mano.
—No debe esperarse que yo atienda las cartas póstumas de mi predecesor.
Un silencio. Con amable urbanidad, Su Ilustrísima continuó:
—Por supuesto, tendré tu petición en cuenta. Pero no puedo prometer nada. Tweedside ha sido siempre para mí un lugar muy amado. Cuando el peso de la iglesia-catedral sea descargado de mis hombros, me propongo construirme allí un retiro, un Castel Gandolfo en pequeño.
Se detuvo. Su oído, vivo aún, acababa de percibir la llegada de un coche. Siguió a ello un rumor de voces en el vestíbulo. Diplomáticamente, los ojos de Mealey buscaron el reloj. Sus maneras amables adquirieron cierta premura.
—Todo está en las manos de Dios… Veremos, veremos…
—Si me dejases explicarme… —protestó Francisco humildemente—. Deseo… deseo crear un hogar para cierta persona…
—Tendrás que explicármelo en otra ocasión.
Fuera sonó otro coche y más voces luego. El obispo se recogió la morada veste y habló, con voz almibarada y sentida:
—Es una verdadera calamidad, Francisco, que haya de dejarte precisamente cuando pensaba celebrar contigo una larga e interesante plática. Pero tengo hoy, casualmente, un almuerzo oficial. El alcalde y los concejales de la ciudad son mis invitados. ¡Ay, casi es aquí todo política! La Junta de Enseñanza, la Junta de Aguas, la de Hacienda… ¡Un verdadero quid pro quo[30]!… Acabaré convirtiéndome en corredor de Bolsa el día menos pensado… Pero es cosa que me gusta, Francisco, me gusta…
—Bastaría un minuto para…
Francisco se interrumpió en seco y bajó los ojos.
El obispo se había levantado con placidez. Apoyando un tanto la mano en el hombro del Padre Chisholm, lo condujo afectuosamente a la puerta.
—No acierto a expresarte la gran alegría que me ha producido el volver a verte. Ya nos mantendremos en contacto, no te preocupes… Ahora es menester que te deje. Adiós, Francisco… y Dios te bendiga.
Fuera, una larga línea de oscuros y grandes vehículos avanzaba por el camino hacia el alto pórtico del palacio. El anciano sacerdote entrevió una faz purpúrea bajo un sombrero de castor; más rostros, duros y oscuros; insignias, cadenas de ceremonia… Soplaba un viento húmedo que penetraba hasta sus viejos huesos, acostumbrados al sol y sólo protegidos por flojas prendas tropicales. Cuando salía, un automóvil, frenando en un charco, proyectó un torrente de cieno que ensució a Francisco y le cubrió los ojos. Mientras se quitaba el fango con la mano, evocó el pasado, reflexionó y díjose, con una ligera sonrisa sarcástica: «El baño de lodo que dimos Nora y yo a Anselmo, expiado está».
Tenía el pecho helado, pero, a pesar de su desilusión, de su debilidad y de su abatimiento, parecíale sentir dentro el ardor de una llama viva, inextinguible… Necesitaba encontrar una iglesia pronto… Al otro lado de la calle se elevaba la vasta mole cupulada de la nueva catedral, un millón de libras esterlinas transmutadas en piedra y mármol macizos. Francisco renqueó, presuroso, hacia el templo.
Llegó a la amplia escalinata de acceso, la subió y, de repente, se detuvo. Ante él, sobre la húmeda piedra del peldaño superior, un andrajoso inválido, acurrucado para defenderse del viento, ostentaba este letrero prendido al pecho: «Un antiguo soldado suplica limosna».
Francisco contempló la lisiada figura. Sacó el único chelín que llevaba en el bolsillo y lo depositó en el platillo de latón. Los dos antiguos soldados, desdeñados por todos, se miraron mutuamente en silencio y, luego, los dos apartaron la vista.
Francisco penetró en la catedral, resonante extensión de belleza y silencio, abundosa de columnas marmóreas, rica en robles y bronces, profusa en opulentas e intrincadas hechuras. Dentro de ella, la capilla de la Misión de Chisholm hubiera podido esconderse, olvidada y casi invisible, en cualquier rincón del crucero. Resueltamente, el anciano avanzó hacia el altar mayor. Arrodillóse y oró enérgicamente, con impertérrito valor:
—¡Oh Señor, acoge esta vez mi súplica!