Una tarde, seis meses después, los dos nuevos misioneros, el Padre Esteban Munsey y el Padre Jerónimo Craig, discutían con interés, acompañándose de café y cigarrillos, ciertos preparativos que les ocupaban.
—Todo marchará perfectamente. Gracias a Dios, hace buen tiempo.
—Y no parece que vaya a estropearse —añadió el Padre Jerónimo—. ¿No es una bendición que tengamos la banda?
Eran jóvenes, robustos, llenos de vitalidad, con una inmensa creencia en Dios y en sí mismos. El Padre Munsey, sacerdote americano, con un título médico obtenido en Baltimore, era algo más alto —un mocetón de un metro ochenta—; pero los recios hombros del Padre Craig habíanle ganado un lugar en los equipos de boxeo de Holywell. Aunque Craig fuese británico, tenía un agradable toque de la viveza americana, porque había seguido dos años de preparación misional en el Colegio de San Miguel, en San Francisco. Allí había conocido al Padre Munsey. Los dos, instintivamente, habían sentido, al verse, una atracción mutua que pronto se convirtió en afecto. Se llamaban por los diminutivos de sus nombres, salvo en las ocasiones en que un ramalazo de autodignidad les inducía a un tono más protocolario («Jerry, muchacho, ¿jugamos al basket-ball esta tarde? ¡Ah!, a propósito, Padre, ¿a qué hora dice misa mañana?»). El ser enviados a Paitan juntos selló definitivamente su amistad.
—He pedido a la Madre María de las Mercedes que venga —dijo el Padre Esteban, sirviéndose más café.
Era un hombre bien formado y varonil, un par de años mayor que Craig y, reconocidamente, el jefe. Añadió:
—Sólo para discutir los detalles finales. ¡Es una mujer tan simpática y atenta! Creo que nos servirá de gran ayuda.
—Sí; es una gran persona. Creo sinceramente, Esteban, que vamos a hacer grandes cosas cuando nos quedemos aquí solos.
—¡Chist! No hables tan alto. El buen viejo no es lo sordo que te imaginas.
—¡Qué caso el de ese hombre! —dijo el Padre Jerry, cuyas recias facciones se iluminaron con una sonrisa evocadora—. Ya, ya sé que simpatizas con él… ¡Pero salir a su edad con una pierna rota, una mandíbula aplastada, y, para colmo, la viruela…! En fin: todo eso demuestra que es hombre de bríos.
—Ahora se ha quedado muy débil —repuso Munsey, con tono serio—. Esto le ha dejado destruido. Esperemos que el regreso a su patria le beneficie.
—Es un viejecillo endiabladamente pintoresco… Perdona, Padre; no lo dije por mal… Pero ¿recuerdas cuando estaba tan enfermo y la señora Fiske le envió aquella magnífica cama grande? ¡El trabajo que nos costó convencerle de que se acostara en ella!, decía: «¿Cómo voy a descansar con tanta comodidad?».
Y Jerry rió.
—Pues, ¿y cuando tiró el filete a la cabeza de la Madre María…? —dijo el Padre Esteban.
Pero cortó en seco sus palabras y la sonrisa que había empezado a dibujar su rostro, y apresuróse a añadir:
—No, no, Padre; no demos suelta a la lengua. Al fin y al cabo, el viejo no es tan malo si se sabe llevarlo por buen camino. Después de treinta años de vivir aquí solo, cualquiera acaba perdiendo un poco la chaveta. Gracias a Dios, nosotros somos dos… ¡Adelante!
Entró la Madre María de las Mercedes, sonriente, rubicunda, amistosos y alegres los ojos. Se sentía muy contenta con los dos sacerdotes nuevos, a quienes miraba, por instinto, como dos buenos muchachos. Ella les servía de madre. Convenía a la Misión aquella inyección de sangre juvenil. La monja se sentiría más mujer, más humana, si tenía que repasar y coser unas auténticas mudas recias de sacerdote…
—Buenas tardes, reverenda Madre. ¿Podemos ofrecerle la bebida que estimula y no embriaga? Bien. ¿Dos terrones? ¡Golosa! Vamos a tener que vigilarla en Cuaresma… Ahora ocupémonos de las ceremonias de mañana, con motivo de la despedida del Padre Chisholm.
Hablaron juntos, amistosos y animados, durante media hora. Luego, la Madre María de las Mercedes pareció prestar oído a algún rumor fuera de la estancia. Su expresión maternal se intensificó. Chasqueó la lengua mientras escuchaba, con una expresión de profundo interés.
—No oyen al Padre, ¿verdad? Ni yo tampoco. ¡Válgame Dios! Seguramente ha salido sin decirnos nada.
Se levantó.
—Dispénsenme, Padres. Tengo que ver dónde está el Padre Chisholm. Si se moja los pies, lo habrá echado a perder todo.
Apoyado en su viejo paraguas, arrollado ahora, el Padre Chisholm recorría, en peregrinación postrera, su Misión de San Andrés, aquel ligero ejercicio le fatigaba absurdamente. Comprendió, exhalando un interior suspiro, que su última enfermedad le había dejado inútil de un modo lastimoso… Era ya un viejo. La idea parecióle asombrosa. Se sentía, en el fondo, tan poco diferente, tan poco cambiado… y mañana debía partir de Paitan… ¡Increíble! ¡Él, que ya se había hecho a la idea de que sus huesos reposaran al pie de los jardines de la Misión, junto a Willie Tulloch…! Las frases de la carta del obispo volvieron a su memoria:… No obstante, en solícita atención a tu salud, profundamente agradecidos a los servicios prestados, queremos que terminen tus tareas en el campo misional… «¡Bien! Hágase la voluntad de Dios».
Permanecía inmóvil en el diminuto camposanto, notándose invadido por una oleada de tiernas y espectrales memorias, mirando las cruces de madera. La de Willie, la de la Hermana Clotilde, la de Fu, el viejo jardinero; otra docena más… Cada una un fin y un principio, como piedras miliares de una común peregrinación.
Sacudió la cabeza, cual un caballo viejo rodeado de zumbones insectos en un campo bañado de sol. No debía entregarse a aquellos sueños. Por encima del bajo cercado, fijó la mirada en la nueva pradera. Josué estaba desbravando el caballo roano, mientras cuatro de sus hermanos menores le contemplaban con admiración. José no andaba lejos de allí. Gordo, complaciente, con sus cuarenta y cinco años ya, conducía el resto de sus nueve hijos hacia la portería, después del habitual paseo vespertino, empujando ante sí un andador, de mimbre. Con una leve sonrisa, el sacerdote pensó: «¡Magnífico ejemplo de cómo se subyuga al hombre!».
Había recorrido toda la Misión, haciéndolo lo más discretamente que le fue posible, porque sabía lo que le esperaba al día siguiente. La escuela, el dormitorio, el refectorio, los talleres de encaje y de colchonería, el pabelloncito anejo que había abierto el año pasado para enseñar cestería a los niños ciegos… ¿Para qué continuar el parvo cómputo? En el pretérito, Chisholm había mirado sus realizaciones como un modesto éxito. Ahora, en su presente y suave melancolía, considerábalo todo como nada. Volvióse de pronto; se irguió. Llegaba del nuevo local una especie de estertor ominoso: el de personas soplando en instrumentos de viento. Reprimió una sonrisa oblicua, quizás una mueca. Aquellos jóvenes sacerdotes, con sus explosivas ideas… La noche antes, mientras él —en vano, por supuesto— se esforzaba en instruirlos acerca de la topografía de la Parroquia, el Padre Munsey murmuró: «Para eso están los aviones». ¡Qué cosas sucedían! Dos horas de aeroplano hasta la aldea Liu… ¡y su primer viaje le había costado una caminata de dos semanas!…
No debía prolongar su paseo, porque la tarde refrescaba en demasía. Pero, aun sabedor de que su desobediencia iba a costarle un regaño, oprimió su paraguas con más fuerza y continuó descendiendo con paso lento la Montaña de Brillante Jade Verde, camino del abandonado lugar de la primitiva Misión. En el viejo recinto crecían bambúes, y su extremo inferior estaba invadido por un pantano; pero el establo de adobes persistía aún.
Inclinando la cabeza, pasó bajo el inseguro techo. En el acto le asaltó otro tropel de recuerdos. Veía a un sacerdote joven, moreno, vivo y entusiasta, acurrucado ante un brasero de metal, sin otra compañía que un mozalbete chino. Y, luego, la primera misa que se celebrara allí, sobre su baúl de barnizado latón, sin monaguillo ni campanilla, él sólo… ¡De qué modo hacían vibrar aquellas remembranzas las tensas cuerdas de sus evoluciones! Su figura humilde, torpe, se arrodilló con dificultad y, prosternado en el establo, oró, pidiendo a Dios que no le juzgara por sus obras, sino por sus intenciones.
De regreso a la Misión, entró por la puerta lateral y subió con sigilo las escaleras. Tuvo la suerte de que nadie le viera llegar. No deseaba provocar «un huracán de portazos», como él decía, esto es, una gran conmoción de pisadas, de puertas, de botellas de agua caliente, de solícitas ofertas de sopa… Mas, cuando abrió la puerta de su despacho, tuvo la sorpresa de hallar dentro al señor Chia. El rostro desfigurado del sacerdote, a la sazón lívido de frío, se iluminó con una repentina calidez. Prescindiendo de formulismos, asió la mano de su viejo amigo, se la oprimió con fuerza y dijo:
—Ya contaba con que viniera usted.
—¿Cómo no hacerlo? —dijo Chia, hablando con una voz triste y singularmente turbada—. No necesito explicarle, mi querido Padre, cuán profundamente deploro su marcha. Nuestra prolongada amistad ha significado mucho para mí.
—También yo —repuso el sacerdote— le añoraré mucho. Siempre me ha abrumado usted con beneficios y amabilidades.
—Eso es menos que nada —replicó Chia, rechazando con un ademán aquellas expresiones de gratitud— si se compara con el inestimable servicio que usted me prestó. Además, ¿no he disfrutado siempre de la paz?, ¿la belleza del jardín de su Misión? Sin usted, este jardín quedará muy triste. ¿No podrá —añadió con tono vacilante volver a Paitan cuando se reponga?
—Nunca —dijo el sacerdote. Y calló un momento, esbozando la sombra de una sonrisa—. Cuando usted y yo nos volvamos a ver será en el mundo celestial, en la otra vida…
Descendió sobre ambos un extraño silencio. La voz reprimida de Chia lo interrumpió:
—Puesto que el tiempo que nos queda de estar juntos es limitado, quizá no fuese inoportuno que hablásemos un momento de esa otra vida.
—Todo mi tiempo está destinado a tales pláticas. Chia titubeó, embarazado por una turbación insólita en él.
—Nunca he meditado muy profundamente sobre lo que puede haber después de esta vida. Pero, si algo hay, me sería muy grato gozar de la amistad de usted allí.
A pesar de su larga experiencia, Chisholm no advirtió la importancia de aquellas palabras. Sonrió sin responder. Chia, con gran esfuerzo, vióse obligado a hablar directamente:
—Yo he dicho a menudo, amigo mío, que cada religión tiene una puerta en el cielo…
Un débil rubor se traslució bajo su piel morena, mientras continuaba:
—Pero parece que ahora siento un extraordinario deseo de entrar en el cielo por la misma puerta que usted.
Un silencio mortal. La encorvada figura del Padre Chisholm estaba inmóvil, rígida.
—No puedo creer que hable usted en serio.
—Una vez, hace muchos años, cuando curó usted a mi hijo, no hablaba en serio, es verdad. Pero entonces yo desconocía la vida de usted, su paciencia, su serenidad, su valor… La bondad de una religión se juzga, más que nada, por la bondad de los que la profesan. Usted, amigo mío…, me ha convencido con su ejemplo.
Chisholm se llevó la mano a la frente, que en él era un signo habitual de oculta emoción. Su conciencia le había reprochado a menudo el no haber aceptado la oferta que Chia le hiciese antaño, siquiera fuese sin convicción. Habló lentamente:
—Durante todo el día he sentido en la boca el amargo sabor de las cenizas del fracaso. Las palabras de usted reaniman las llamas de mi corazón. Porque siento en este momento que mis tareas no han sido estériles. Pero, a pesar de lo que le digo… ¡no haga esto por amistad, si no tiene fe!
Chia repuso con firmeza:
—Lo hago por amistad y por fe. Usted y yo somos como hermanos. Su Dios ha de ser también el mío. Así, aunque parta usted mañana, quedaré tranquilo, sabiendo que nuestras almas se reunirán algún día en el jardín de nuestro Maestro.
Durante un rato no acertó a hablar el sacerdote. Luchaba para encubrir la profundidad de sus sentimientos. Tendió la mano a Chia y dijo, al fin, en voz baja:
—Bajemos a la iglesia.
La mañana siguiente fue cálida y clara. Chisholm, despierto por un son de cánticos, saltó de entre las sábanas del lecho que le envió la señora Fiske y renqueó hacia la ventana abierta. Bajo su balcón, una veintena de niñas de la clase elemental, de nueve años de edad las mayores, vestidas de blanco con bandas azules, cantaban en honor del sacerdote:
«Salve, sonriente mañana…».
Él sonrió. Al final del décimo verso, dijo:
—Basta, basta, id a desayunaros.
Ellas se interrumpieron, sonriéronle también y le preguntaron, empuñando todos sus papeles de música:
—¿Le ha gustado, Padre?
—No… Sí, sí… Pero es hora de desayunarse.
Otra vez entonaron el cántico desde el principio —añadiendo estrofas suplementarias— mientras él se rasuraba. Al oír las palabras: «En tu fresca mejilla», se hizo un corte. Mirándose en el diminuto espejo, pensó con benignidad: «Primero, lisiado y con marcas de viruela… y ahora, con un rasguño… ¡Válgame Dios!, qué aspecto de endiablado rufián he adquirido. Hoy debo andar con cuidado, porque si no…».
Sonó el batintín anunciando el desayuno. Los Padres Munsey y Craig le esperaban, atentos, deferentes, risueños. Uno acercó la silla de Chisholm, otro levantó para él la tapa de la tetera… En su afán de servirle, no acertaban a estarse quietos. Él los reprendió:
—¿Quieren ustedes, grandísimos tontos, dejar de tratarme como si yo fuese su bisabuela en el día de su centenario?
«Es menester seguirle la corriente al buen viejo», pensó el Padre Jerry y sonrió blandamente.
—Al contrario, Padre: le tratamos como si fuera usted uno de nosotros; Desde luego, no puede usted declinar los honores debidos a quien, como un explorador, abrió los primeros senderos… Ni puede ni lo desea. Es su recompensa natural y no tiene usted la menor duda sobre ello.
—Tengo muchas y grandísimas dudas. El Padre Esteban dijo con calor:
—No se disguste, Padre. Me hago cargo de sus sentimientos, pero nosotros no permitiremos que su labor se vuelva infructuosa. Jerry y yo… quiero decir el Padre Craig y yo, tenemos preparados planes para duplicar la extensión y eficacia de la Misión de San Andrés. Vamos a movilizar veinte catequistas, pagándoles buenos salarios, y montaremos una cocina pública, en la calle de las Linternas, frente a esos amigos de usted: los metodistas. Les vamos a dar en las mismas narices —dijo, riendo de buena gana, con tono tranquilizador—. Pensamos propagar un catolicismo sano, entero, sincero. ¡Pues no le digo nada cuando nos procuremos un avión! Espere nuestros gráficos de conversiones. Espere…
—… que las vacas vengan solas a casa —interrumpió Chisholm, soñador.
Los dos jóvenes_ sacerdotes cambiaron una mirada comprensiva. El Padre Esteban dijo, solícito:
—¿No olvidará tomar su medicina durante el viaje, Padre? Una cucharada ex aqua, tres veces al día. Tiene usted en la maleta una botella grande.
—No la tengo, porque la he tirado antes de bajar. Chisholm, de repente, rompió a reír. Rió hasta agitar todo su cuerpo en convulsiones de hilaridad.
—Hijos míos, no me hagan caso. Soy un extravagante, un belitre… Ustedes harán grandes cosas aquí si no se muestran demasiado engreídos, si son afables y tolerantes, y, sobre todo, si no se empecinan en enseñar a los chinos maduros la manera de cascar los huevos, valga la frase.
—Claro… Por supuesto, Padre.
—Escuchen: no me sobra ningún avión, pero quiero dejarles un recuerdo útil. A mí me lo regaló un sacerdote anciano y me ha acompañado en casi todos mis viajes.
Levantándose de la mesa, cogió en un rincón de la estancia el paraguas de lana escocesa que MacNabb le diera tantos años atrás.
—Este paraguas goza de cierta importancia entre los paraguas distinguidos de Paitan. Puede que les dé buena suerte.
El Padre Jerry cogió el paraguas con reverencia, como si fuera una especie de reliquia.
—Gracias, muchas gracias, Padre. ¡Qué lindos colores! ¿Son chinos?
—Temo que mucho peor.
El anciano sacerdote sonrió y movió la cabeza. No quiso decir más.
Con una disimulada seña a su colega, Munsey puso su servilleta en la mesa y se incorporó. La fiebre organizadora brillaba en sus ojos.
—Si usted nos dispensa al Padre Craig y a mí, Padre…, El tiempo pasa y el Padre Chou puede llegar de un momento a otro… y se alejaron a paso vivo.
Francisco partía a las once. Volvió a su cuarto. Después de empaquetar su modesto equipaje, aún le sobraba una hora. Descendió instintivamente hacia la iglesia. Al salir de su casa se detuvo, auténticamente conmovido. Toda su congregación —cerca de quinientas personas— le esperaba, ordenada y silenciosa, en el patio. El contingente de fieles de Liu, capitaneado por el Padre Chou, ocupaba un flanco, y las muchachas mayores y los obreros manuales, el otro. Al frente se alineaban sus amados niños, dirigidos por la Madre María de las Mercedes, Sor Marta y las cuatro Hermanas chinas. Al ver la atención de los ojos de aquella masa, afectuosamente fijos en su insignificante figura, se le oprimió el corazón con una repentina punzada.
Circuló un intenso rumor reclamando silencio. A juzgar por la nerviosidad de José, era obvio que se le había confiado a él el honor de pronunciar el discurso de despedida. Aparecieron dos sillas como por arte de magia. Cuando el anciano sacerdote se sentó en una, José encaramóse, con paso inseguro, en la otra, y desenrolló un papel bermellón.
—Reverendísimo y digno discípulo del Señor de los Cielos: con la mayor angustia, nosotros, tus hijos, presenciamos tu partida a través de los anchos océanos…
El discurso no se diferenciaba de otro centenar de panegíricos semejantes pronunciados en el pasado, salvo en que resultó prácticamente mal. A pesar de una veintena de secretos ensayos ante su esposa, el auditorio y el aire libre hicieron naufragar el discurso de José. Éste comenzó a sudar, mientras su abdomen se agitaba como gelatina hirviente. «Pobre José», pensó el sacerdote, dirigiendo la vista a sus botas y evocando al esbelto muchachito que corría, incansable, junto a las bridas de su caballo, treinta años atrás…
Acabada la arenga, toda la congregación cantó, muy entonadamente, el Gloria laus. Aún contemplándose las botas, el sacerdote tuvo la impresión de que todo en él se fundía. Todo, hasta sus viejos huesos… «Dios mío —rogó—, no permitas que me venza la emoción».
Para el obsequio de despedida había sido elegida la niña más pequeña del taller de cestería dedicado a los ciegos. La mocita se adelantó, vistiendo saya negra y blusa blanca, con paso incierto y, a la par, seguro, guiada por el instinto y por las instrucciones que le había cuchicheado la Madre María de las Mercedes. Arrodillóse ante el anciano, ofrendándole un cáliz dorado y ornamentado, de execrable hechura, que se había encargado por correo a Nankín. Los ojos del sacerdote estaban tan nublados como los de la cieguecita.
—Dios te bendiga, hija mía, Dios te bendiga —murmuró, incapaz de añadir una palabra más. En aquel momento, la mejor de las sillas de mano del señor Chia osciló en la órbita de la brumosa visión de Francisco, e incorpóreas manos le ayudaron a entrar en ella. Formóse un séquito que se puso en marcha entre estampidos de cohetes. La nueva banda de la escuela comenzó súbitamente a tocar una pieza de Sousa.
Mientras Francisco iba con lentitud colina abajo, pontificalmente sostenido sobre humanos hombros, procuró centrar su atención en la pueril comedia de la banda. Eran veinte niños de la escuela, con uniformes azul celeste, hinchando las mejillas al soplar. Los precedía un directorcillo chino de ocho años, con un chacó de pelo y altas botas blancas. Agitaba una batuta y avanzaba con paso rítmico. Pero en Francisco había dejado de funcionar el sentido del ridículo. Las puertas de la ciudad aparecían llenas de rostros amistosos. En cada calle le acogían más estallidos de cohetes. Cuando se acercó al embarcadero cayó sobre él una lluvia de flores.
La lancha del señor Chia esperaba junto a los peldaños. El motor zumbaba suavemente. Bajóse la silla a tierra y Chisholm salió. El fin llegaba… Le rodearon, dándole su adiós, los dos jóvenes sacerdotes, el Padre Chou, la reverenda Madre, Marta, el señor Chia, José, Josué, todos… Algunas mujeres de la congregación se arrodillaban, llorando, y le besaban la mano. Se había propuesto hablar unas palabras, pero no pudo proferir ni el más inarticulado sonido. Sentía henchido el corazón.
Casi a ciegas pasó a la lancha. Volvióse a mirar a la multitud. Descendió entonces sobre todos una cortina de silencio. A una señal convenida, los niños del coro iniciaron el himno favorito del Padre: el Veni Creator. Lo habían reservado para el final.
Ven, Espíritu Santo, Creador, ven a nos,
desciende de tu trono fúlgido y celestial…
Siempre había amado Chisholm aquellas elevadas expresiones, escritas por el ilustre Carlomagno en el siglo nono; el himno más hermoso de la Iglesia. Ahora todos cantaban en el embarcadero:
Toma de nuestras almas entera posesión,
sean todas ellas propiedad para Ti…
«¡Dios mío! —pensó Francisco, cediendo a su emoción—. Esto es muy bondadoso, muy amable, por parte de ellos… Pero ¡qué perversamente inoportuno ahora!».
Un movimiento convulsivo recorrió su rostro. Mientras la lancha separábase del embarcadero y Francisco elevaba la mano para bendecir a sus fieles, surcaban las lágrimas su marchita tez.